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En memoria de Jon Etxebeste

“Estoy deseando llegar a la otra orilla y contemplarlo todo desde allí”, me decía a comienzos de Julio con la voz ya débil y los ojos llenos de luz, una luz verde y azul como el agua de la Concha, como el cielo de San Sebastián sobre la isla de Santa Clara. “No quiero dejar todo esto, tanta belleza, toda esta ternura que me rodea. Es como si un ancla me retuviera, y no sé qué elegir. Pero quiero llegar”.

Ya había llegado, estaba llegando sin cesar, como las olas a la playa ante nosotros allí abajo, deshaciéndose mansamente, ¿dónde sino en el Infinito? Cuando murió –lo llamamos “muerte”– el 28 de julio, ¿no fue como cuando se deshace una ola para formarse otra hecha de la misma agua y del mismo aire, y todo se funde con todo?

El 25 de mayo le habían diagnosticado un cáncer irreversible. Le quedaban semanas o días de vida, le dijeron, pero son nuestras formas de contar la vida en lo que llamamos tiempo. Esta vida ¿no será la forma pasajera de la Vida o de la Realidad que no nace ni muere, como las olas son formas del océano, del universo o del Infinito?

La noticia supuso una profunda conmoción para él y su familia, su mujer, sus tres hijos y su hija. Pero él siempre supo hacer fácil lo difícil, y así fue también esta vez. No eludió la gravedad y la gracia del momento. Se dejó llevar simplemente por la paz que lo habita todo. También su familia se dejó llevar, y no tuvieron mejor idea que irse todos juntos a pasar un fin de semana en una tranquila casa de turismo rural.

Jon Etxebeste era médico cardiólogo. Al final de su larga y exitosa vida profesional, animado por su mujer Pilar, descubrió su auténtica pasión y vocación: estudiar y enseñar teología que, bien entendida, es como decir la expresión razonable de la sabiduría de la vida. Se empapó de Teilhard de Chardin, imbuyendo de hondura mística su mirada científica al cosmos, a la santa materia. Estudió a fondo a Hans Jonas, el científico, filósofo, teólogo judío. Hans Küng le abrió a una relectura crítica, moderna, de la historia, el dogma, la institución católica. Jäeger, Spong, Lenaers y tantos otros le convencieron de que otro cristianismo es posible, otra espiritualidad interreligiosa y transreligiosa, mística y laica. Estaba fascinado con los “holones” de Wilber y con su última lectura, Sin Buda no podría ser cristiano de Paul Knitter.

El médico eminente se hizo, pues, maestro de la sabiduría profunda, que consiste más en saber suscitar interrogantes y abrir horizontes que en impartir certezas y enseñar respuestas. Daba clases sobre “Religión y ciencia” en el Instituto Pío XII de Ciencias Religiosas de San Sebastián, con gran satisfacción de los alumnos. Pero la duda y la libertad son peligrosas para las instituciones religiosas, y Jon lo experimentó en su propia carne, cuando el obispo le prohibió seguir enseñando en el Instituto.

Siguió enseñando en cuantos foros le llamaban, muchos. Lo hizo por responsabilidad médica y teológica, para cuidar la salud física, espiritual y eclesial de la gente. Por médico y sabio, por científico y místico. Porque es preciso despojar al cristianismo de tantas creencias tradicionales ya insostenibles y volver a respirar el Espíritu del Génesis y del Evangelio, el aliento vital profundo, más allá de fronteras religiosas y de la división entre creyentes y no creyentes. No solo está en juego otro cristianismo u otra religión, sino otro mundo libre y hermanado. Para eso nacieron las religiones, y para eso deben transformarse cuando la vida ya no anima las viejas formas.

“No me importa nada el asunto doctrinal”, decía tranquilamente dos días antes de su muerte. Y repetía: “Estoy en un estado de tanta felicidad, que me da miedo que sea mentira”. Era la única verdad, junto con la conciencia de radical fragilidad al que le traía el dolor insoportable que le asaltaba a ratos, como aquella noche interminable.

El amor y el asombro de la Realidad Última le bullían dentro y se expresaban en sus ojos, sus gestos, en todas sus palabras. Necesitaba hablar de Dios, de la Vida, del Misterio indecible de cuanto ES. “El campo electromagnético es la mejor analogía de Dios: es invisible, pero todo lo mueve. Dios es el Ser de toda confianza. Solo me sale lo de Pedro a Jesús: Tú sabes que te quiero”. Todo estaba en su sitio. “Estamos viviendo la caricia de Dios”, comentó a su lado el amigo maestro zen. Ambos lloraban de gozo.

(Publicado en DEIA y en los Diarios del Grupo NOTICIAS el 17-09-2017)

7 comentarios

  • Antonio Toston De la Calle

    Que maravilloso relato de un hombre tan honesto, lúcido. Lo digo por tí y por tu amigo Jon Etchebeste. Le reconcilian a uno con la vida. Y una sana envidia de como afrontar la vida y la muerte, esa llave que nos abre el espíritu hacia el SER definitivamente, desde la otra orilla. ¡¡lo he leído tantas veces…!!! Y es como si alguien, te rozara el corazón con una pluma.Tantas gracias

  • Francisca Balaguer

    Que envidia, como me gustaria llegar a mi destino con este oleaje suave que te lleva suavemente y sintiendo la felicidad que solo da la plenitud y la certeza del AMOR que lo invade todo .

  • oscar varela

    Hola!

    TODO ESTABA EN SU SITIO

    ¡Eso es!

    Pienso que la frase es:

    * de PLENITUD.

    * de MADUREZ en la VIDA COTIDIANA.

    Tal vez se la podría terminar así:

    TODO ESTABA EN SU SITIO, MOVIÉNDOSE

  • olga larrazabal

    Maravilloso enfrentamiento con la muerte, irradiando paz y aceptación  “Todo estaba en su sitio” dice Joshe

    En ese momento de éxtasis nada falta, nada sobra.  Todo es lo que debe ser.  Todo está en su sitio.

  • Carmen

    Un texto precioso

     

  • m. pilar

    ¡Que gozo sentirse así!

    Gracias por compartir este vivir nuevo y esperanzador.

    ¡Gracias!

    m* pilar

  • oscar varela

    Un resplandor último sobre las fachadas.
    Recta la calle lodosa.
    Soledad de la calle con esta pálida nostalgia amarilla
    fija sobre las casas como una aérea mariposa de duelo.
    De duelo?
    El cielo tiene una extática sonrisa.
     
    El arrabal de estos pueblos es esto en la tarde.
    Espíritus dorados, sólo, sobre las casas,
    en un silencio casi de llanto sobre las calles oscuras y llovidas.
    De nuevo, por qué de llanto, si arriba hay un sentimiento, un sueño, pronto a matizarse?
    No es una soledad dura, por lo tanto, amigos míos.
    Ángeles inclinados, verdad?, sobre la tierra fúnebre, bajo la dulzura celeste.
    Pero yo veo en la niebla verde de la esperanza manos, manos fraternas aquí también mañana,
    manos, manos, tendido florecimiento del corazón unánime entre las otras flores,
    manos frente y en torno de los hogares de la creación todos miradas y ligeros en la luz.
     
    (Juan Laurentino Ortiz)