El hombre moderno ha perdido el sentido de la contemplación, de maravillarse delante de las aguas cristalinas de un riachuelo, de llenarse de sorpresa ante un cielo estrellado y de extasiarse delante de los ojos brillantes de un niño que lo mira interrogante. No sabe lo que es el frescor de una tarde de otoño y es incapaz de quedarse solo, sin móvil, sin internet, sin televisión, sin aparato de sonido. Tiene miedo de oír la voz que le viene de adentro, aquella que nunca miente, que nos aconseja, nos aplaude, nos juzga y siempre nos acompaña. Esta pequeña historia de mi hermano Waldemar Boff, que intenta personalmente vivir al modo de los monjes del desierto, nos trae de vuelta a nuestra dimensión perdida. Lo que es profundamente verdadero sólo se deja decir bien, como atestiguan los antiguos sabios, por pequeñas historias y raramente por conceptos. A veces cuando imaginamos que nos perdemos, es cuando nos encontramos. Es lo que esta historia nos quiere comunicar: un desafío para todos.
«Erase una vez un ermitaño que vivía bastante más allá de las montañas de Iguazaim, al sur del desierto de Acaman. Hacía sus buenos 30 años que se había recogido allí. Unas cabras le daban la leche diaria y un palmo de tierra de aquel valle fértil le daba el pan. Junto a la cabaña crecían unas ramas de vid. Durante todo el año, bajo la techumbre de palma, las abejas venían a hacer sus colmenas.
“Hace 30 años que vivo por aquí…”, suspiró el monje Porfirio. “Hace sus buenos 30 años…”. Y, sentado sobre una piedra, la mirada perdida en las aguas del regato que saltaban entre los guijarros, se detuvo en este pensamiento durante largas horas. “Hace 30 buenos años y no me he encontrado. Me perdí para todo y para todos, en la esperanza de encontrarme. ¡Pero me he perdido irremediablemente!”
A la mañana siguiente, antes que naciera el sol, después del rezo de los peregrinos, con un parco talego a la espalda y sandalias medio rotas en los pies se puso en camino hacia las montañas de Iguazaim. Siempre subía a las montañas cuando bajo fuerzas extrañas su mundo interior amenazaba derrumbarse. Iba a visitar a Abba Tebaíno, eremita más provecto y más sabio, padre de toda una generación de hombres del desierto. Vivía debajo de un gran peñasco desde donde se podían ver allá abajo los trigales de la aldea de Icanaum.
“Abba, me perdí para encontrarme. Me he perdido, sin embargo, irremediablemente. No sé quién soy, ni para qué o para quien soy. He perdido lo mejor de mí mismo, mi propio yo. He buscado la paz y la contemplación, pero lucho con una falange de fantasmas. He hecho todo para merecer la paz. Mira mi cuerpo, retorcido como una raíz, marcado por tantos ayunos, cilicios y vigilias… Y aquí estoy, roto y debilitado, vencido por el cansancio de la búsqueda”.
Y noche adentro, bajo una luna enorme iluminando el perfil de las montañas, Abba Tebaíno, sentado a la puerta de la gruta, se quedó escuchando con ternura infinita las confidencias del hermano Porfirio.
Después, en uno de esos intervalos donde las palabras se apagan y solo queda la presencia, un gatito que vivía desde hacía muchos años con Abba, vino arrastrándose despacito hasta sus pies descalzos. Maulló, le lamió la punta recta del sayal, se acomodó y se puso, con grandes ojos de niño, a contemplar la luna que, como alma de justo, subía silenciosa a los cielos.
Y, pasado mucho tiempo, Abba Tebaíno empezó a decir con gran dulzura:
“Porfirio, mi querido hijo, tienes que ser como el gato; él no busca nada para sí mismo, pero espera todo de mí. Cada mañana espera a mi lado un pedazo de corteza y un poco de leche de este cuenco secular. Después, viene y pasa el día juntito a mí, lamiéndome los pies machucados. Nada quiere, nada busca, espera todo. Es disponibilidad. Es entrega. Vive por vivir, pura y simplemente. Vive para el otro. Es don, es gracia, es gratuidad. Aquí, echado junto a mí, contempla inocente e ingenuo, arcaico como el ser, el milagro de la luna que sube, enorme y bendecida. No se busca a sí mismo, ni siquiera la vanidad íntima de la autopurificación o la complacencia de la autorrealización. Se perdió irremediablemente para mí y para la luna… Es la condición para ser lo que es y para encontrarse”.
Y un silencio profundo descendió sobre la boca del peñasco.
A la mañana siguiente, antes de que naciera el sol, los dos eremitas cantaron los salmos de maitines. Sus loas resonaron por las montañas e hicieron estremecer las fimbrias del universo. Después, se dieron el ósculo de despedida. El hermano Porfiro, de parco talego al hombro y sandalias medio rotas en los pies, regresó a su valle, al sur del desierto de Acaman. Entendió que para encontrarse debía perderse en la más pura y sencilla gratuidad.
Y cuentan los moradores de la aldea vecina, que muchos años después, en una profunda noche de luna llena, vieron en el cielo un gran resplandor. Era el monje Porfiro que subía, junto con la luna, a la inmensidad infinita de aquel cielo delirantemente sembrado de estrellas. Ahora ya no necesitaba perderse porque se había definitivamente encontrado para siempre».
Waldemar Boff (uno de mis 10 hermanos) estudió en Estados Unidos, es educador popular y campesino.
[Traducción de María José Gabito]
Particularmente, no me parece mal la idea del gato, pues hace su propia vida sabiéndose atendido en sus necesidades, no mostrando tanto dependencia como la gratitud por estar ahí. Por comparación, es ese ser humano en origen que la sociedad moderna tiende a olvidar. Pero es difícil saberlo hasta qué punto, ya que se puede interiorizar en cualquier circunstancia que le es idónea.
Creo que llegar al convencimiento que no hay nada por conseguir, que ya está todo dado en la vida misma, quita mucha carga y presión en la búsqueda continua, hasta obsesiva, de lo que se siente como insatisfacción y frustración, al desear más y más para llenar ese vacío, que es el ego en sí mismo.
Por otra parte estoy en lo que dice Rodrigo, los dos extremos en la desaparición del ego dicen del afán de consecución y perfeccionismo desde fuera de sí mismo. La prueba determinante son los resultados en ambas culturas, a pesar de que tanto en la occidental como la oriental se encuentran muchas personas que viven el desapego y la desapropiación, es decir, la desidentificación con el ego que creemos ser, pero no su anulación.
Saludos a todos.
Jajaja… buen comentario Pepe. Pero quizá el problema no sea de Tebaíno sino de Waldemar; porque si hubiera elegido como personaje un perro en vez de un gato sería un poco más creíble con éso de que todo espera que se lo den y se pasa todo el día junto a humano 😉
De acuerdo a la introducción de Leonardo, yo no soy un hombre moderno (o quizá es que la imagen que se hace Leonardo de cómo es el hombre moderno sea una generalización falsa e injusta).
Hace un par de años se decía por acá en ATRIO que una de las muchas cosas de la cultura católica en particular, y cristiana en general, que ha hecho mucho daño a las personas y las sociedades es su imagen negativa de la individualidad, de la personalidad… que bajo las ideas de “humildad” y de “generosidad”, “cardad” y “abnegación”, lo que enseñan es el desprecio a uno mismo, con grave afectación a la construcción de una autoestima sana.
Pero de un tiempo a la fecha, se encuentra aquí en atrio justamente ese discrusito de eliminación de YO, de desconfianza a lo que sea mis derechos, mi amor propio… a veces desde el discurso cristiano (como este relato), a veces desde discursos más cercanos a las filosofías orientales.
El Yo, la individualidad, el amor a uno/a mismo/a bajo sospecha, bajo ataque.
Llama la atención.
[Personalmente, tomo muy en cuenta las advertencias a no dejarse engañar por el yo, a tener cuidado con su endiosamiento y agrandamiento… pero siguiendo las nociones del taoísmo original (no el taoismo religioso que es el que más llega a occidente), del ruismo (el confucionismo original, no el neoconfucionismo ritualista) y de los clásicos de la cultura zhou que están en la base de las distintas filosofías chinas…. comparto la idea de que es necesario un balance y no irse al extremo de buscar la desaparición del yo, ni su satanización, ni su represión. Las nociones brahamistas y budistas de desprendimiento radical del yo han facilitado sociológicamente la construcción de sociedades profundamente injustas, discriminatorias y clasistas en Asia].
Una cosa parece clara: Tebaino no conocía a su gato para nada. Me cuesta pensar que su interpretación de lo humano sea más atinada que su interpretación de lo felino gatuno.
P.S.: esto está empezando a recordar a la Diputación de Ourense, donde Baltar fue enchufando, poco a poco, a toda la parentela…
No comprendo esta manera de vivir…
Encontrarse a sí mismo es fundamental, abandonar todo ego, sano y necesario para cada cual y especialmente para su entorno, porque entonces de verdad vivirá en plenitud.
No lo comprendo pero lo respeto.
mª pilar
Hola!
EN EL DORADO MILAGRO. . .
(juanele – editado en “El alba sube” 1933/1936)
En el dorado milagro de la tarde, en el último momento transparente de la tarde, pronto a florecer del cielo jardines que caen, caen, oh, cómo juegan los niños, en la calle verde, verde, con espejos encantados.
Los niños, oh, cómo juegan.
Cómo la risa remonta
sobre el hambre, sobre el hambre.
Ah, cómo juegan los niños
al borde de los vacíos
de oro pálido, con nubes
de blancor último, nubes.
Ah, cómo juegan los niños, olvido que canta en torno de los espejos, y danza como tallos en la brisa. Oh, la pureza profunda de la alegría de ellos, de ellos que ya algo saben, no, que saben demasiado.
Demasiado saben, pero
aún ignoran
la pesadilla cortada
de metralla y muerte súbita
—sorpresa terrible de ángeles
despertados en el fuego
y la sangre—,
de sus hermanos lejanos
de las ciudades de España.
Aún ignoran, aún ignoran. Danzad, corred, oh alegría efímera sobre el hambre, sobre la angustia nocturna, sobré la fatiga diaria, sobre el pertinaz asombro,
en el dorado relámpago de la tarde con espejos.
Gracias por la fuerza pura,
qué fuerza, oh hombres, qué fuerza
del íntimo surtidor
que abre rosas de alegría
en torno de los espejos,
de los espejos con nubes,
bajo el cielo pronto a abrir
jardines que caen, caen…
…………………………..
1896 El 11 de junio nace Juan Laurentino Ortiz en Puerto Ruiz, en el departamento Gualeguay, provincia de Entre Ríos.
Sus padres son José Antonio Ortíz, natural de San Antonio de Areco y María Amalia Magallanes, de las islas del Ibicuy. Es el hijo menor de una familia de diez hermanos.
1937 Publica El alba sube …, que contiene poemas escritos entre 1933 y 1936.
Participa de distintos movimientos en solidaridad con la República española.
1978 El 2 de septiembre muere, en Paraná, víctima de un enfisema pulmonar. Al día siguiente, domingo, por la mañana, fue enterrado en el cementerio municipal de Gualeguay.