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Llanto por la justicia

El caso del Palau prueba grandes defectos de nuestros tribunales.

 Por Ángel García Fontanet, expresidente de la Sala de lo Contencioso Administrativo de¡ Tribunal Superior de Justicia de Catalunya.

 [Artículo tomado de El Ciervo, una de las mejores revistas española de pensamiento y cultura con raíces cristianas, en su número 708, marzo de 2010]

El tiempo transcurrido desde el estallido del caso del Palau de la Música permite, ya, una reflexión. El caso, por sus circunstancias y por las personas implicadas es representativo de alguna de las características de la actual sociedad. La condición de los imputados, su codicia, afán de enrique cimiento sin límites y falta de moralidad (todas presuntas, desde luego), va más allá de su valoración jurídica. Han malbaratado su prestigio, y lo que es peor el de sus ascendientes.

No vamos, sin embargo, a tratar de esos aspectos ni tampoco de los relativos a la conducta de determinados colaboradores, cuyos efectos negativo< la sociedad ya tiene descontados. Nadie espera nada positivo de ellos. Lamentable, pero cierto.

Este llanto está referido, exclusivamente, a un episodio más del mal funcionamiento de la justicia, que no por reiterado, deja de ser preocupante.

En esta misma revista se ha publicado, en uno de sus últimos números, un trabajo en el que su autor, señalaba que el funcionamiento del Poder judicial era una asignatura pendiente de nuestra democracia.

Examinemos las circunstancias concurrentes en el caso del Palau de la Música, según los medios de comunicación. El fiscal presentó, a primeros de junio de 2009, una querella contra algunos de los directivos de las entidades gestoras de aquel centro, en la que se les atribuía la apropiación de miles de millones de pesetas pertenecientes al Palau. El juez conocedor de esos hechos, no tomó declaración a los querellados ni adoptó ninguna medida cautelar contra ellos (detención o prisión provisional) durante varios meses hasta que a finales de octubre, es decir, al cabo de casi cinco, les recibió declaración y les dejó en libertad sin fianza, ni obligación de presentarse periódicamente ante el juzgado. Argumentó que el tiempo transcurrido, precisamente, el mismo en que se mantuvo en actitud, básicamente, pasiva, demostraban la inexistencia de peligro de fuga y de ocultación de pruebas. Perfecto.

Durante estos meses se produjeron otros hechos de interés: los querellados reconocieron, en parte, su responsabilidad y devolvieron unos cientos de millones de los apropiados; el juez en esta situación, se tomó un mes de vacaciones que, en ningún momento, le fueron denegadas ni suspendidas, cuando bien pudo hacerse; el juez sustituto durante ese mes, no movió ficha y se produjo la ausencia de alguno de los responsables del gobierno de jueces y tribunales y el silencio de todos. Al revés, se le defendió, desde alguna de esas instancias, presentándole como modélico. A dos jueces desacordes con su actuación, se les abrieron diligencias y se criticó la actuación de la fiscalía consistente en explicarla, en rueda de prensa. Actitud bien razonable y conforme con su deber de informar a la ciudadanía.

La postura de la justicia oficial, ante la perplejidad y extrañeza de los ciudadanos, es la de mantener que la distancia apreciada entre ésta y la percepción social de la justicia, es constitutiva, casi, de un motivo de orgullo al ser una clara manifestación de la independencia judicial, que, al parecer se evidencia cuando se discrepa de la opinión pública. Podría ser un motivo de reflexión preocupada, pero no.

Los ciudadanos asisten al trato otorgado a los implicados en el caso del Palau de la Música con estupor y con la sensación de que han sido –y son– objeto de favor o de suma amabilidad.

No les faltan razones. En España hay entre quince y veinte mil presos provisionales, es decir, que están privados de libertad sin haber recaído contra ellos sentencias condenatorias. ¿Cuántos de ellos lo están por delitos menos graves que los atribuidos –e incluso reconocidos– por los imputados en el caso Palau? Los medios de comunicación, últimamente, se han hecho eco de que unos guardias civiles estaban presos a causa de haberse apropiado de una mínima cantidad de droga, tan pequeña, que se suponía que era para su consumo o que los autores del incendio forestal de Horta de Sant Joan, previsiblemente, por imprudencia, estaban, también, en prisión.

¿Es de extrañar que la sociedad se alarme ante un trato tan diferente, especialmente, cuando va acompañado de otros datos, clase social, medios económicos, defensores de alto nivel? No, máxime, si a esto se le une el silencio de los órganos de gobierno del Poder Judicial.

Las raíces que permiten este u otros comportamientos judiciales similares, son múltiples, próximas o remotas.

Algunas exigen importantes cambios legales y, especialmente, de concepción política. Nuestro sistema judicial procede de una época en la que no existía un auténtico Poder judicial y la función de los jueces estaba limitada a la simple –y mecáníca– aplicación de unas pocas leyes en los conflictos primordialmente privados. Este sistema está desfasado. Es necesario injertarle los principios de la Constitución de 1978.

No cabe en este artículo exponer todos y cada una de las obligadas medidas o reformas pero si que podemos hacerlo con algunas

1. El papel de los jueces en el sistema. Los jueces, hoy, entre  otros cometidos, controlan la actividad del gobierno y de las administraciones públicas y pueden suspenderla. Sus decisiones pueden repercutir, sensiblemente, en la política económica de aquéllos (expropiación forzosa, urbanismo, fiscalidad, responsabilidad patrimonial), garantizan los derechos de los ciudadanos, señalan estándares morales y culturales en materias tales como libertad de expresión, intimidad, competencia económica, actuación de las fuerzas de seguridad, estatus de los trabajadores. Acumulan un poder enorme aumentado por la complejidad y pluralidad del ordenamiento jurídico, repleto de principios generales y de conceptos jurídicos indeterminados, que acrecientan sus facultades interpretativas y, en definitiva, su poder. Se dirá que sus decisiones son recurribles. Sí, pero siempre ante otros jueces. Estamos ante un circuito cerrado poco conectado con la realidad político-social.

2. El régimen de ingreso y ascenso de los jueces. Es similar al del resto de los funcionarios. Se les selecciona, como regla general, mediante pruebas, memorísticas, de conocimientos jurídicos. Para nada se atiende a otras circunstancias: personalidad, moralidad, cultura, carácter, experiencia o capacidad de raciocinio, de tanta transcendencia en la función judicial. No está asegurado que se escojan buenas personas ni ciudadanos integrados.

Los jueces no son, simplemente, funcionarios públicos sometidos jerárquicamente a sus superiores. Son titulares de uno de los poderes del Estado, el judicial. Su ingreso y promoción han de ser coherentes con su condición y en ellos han de participar instancias políticas y sociales, como ocurre en otros países (Gran Bretaña y Estados Unidos).

3. Responsabilidad judicial. Esta exigencia de responsabilidad, en la medida que existe, está, totalmente, en manos de los propios jueces. Es preciso reformar este sistema mediante, en los casos de cierta entidad, la participación ciudadana, a través, por ejemplo, de un jurado especialmente cualificado, pero representativo de los criterios culturales vigentes en la sociedad.

En esta línea se encuentra en nuestro Derecho histórico, la Ley de 13 de junio de 1936.

4. Delimitación de la independencia judicial. Los jueces para serlo necesitan ser independientes. Esa independencia tiene un campo propio: el dictado y ejecución de sus decisiones. Otras esferas, como la organización y administración del servicio público judicial, no forman parte de aquella independencia, como sucede en la educación o la sanidad. Una cosa es la libertad de cátedra o la del médico en cuanto al tratamiento sanitario y otra, relacionada pero distinta, la gestión de los servicios educativos o de salud, que ha de quedar en manos de administradores o gerentes públicos. La confusión entre ambas esferas es un elemento perturbador que ha de ser despejado.

5. La politización de la Justicia. Los jueces, en su función de interpretar y aplicar la ley no están vinculados a los criterios mantenidos por las diversas formaciones partidarias. Este es el sentido de la prohibición constitucional de pertenencia a los partidos políticos.

Nada impide, sin embargo, que estén integrados, en entidades como la masonería o los Legionarios de Cristo Rey, los kikos o el Opus Del, representativas de diversas opciones ideológicas, bien diferenciadas.

La despolitización no puede significar el angelismo de los jueces, por imposible o utópica.

Uno de los remedios puede estar en que las raíces culturales del juez sean plurales como lo son las que están presentes en la sociedad a la que sirve o, como mínimo, que no sea beligerante contra alguna, el procurar en que todas sean ponderadas por los tribunales para alcanzar una resolución armónica y equilibrada.

El juez ha de actuar en su condición de titular del Poder judicial del Estado de la Constitución con abandono de sus creencias u opiniones ideológicas o privadas.

La adopción de estas medidas o de otras semejantes ayudaría a que casos, como el del Palau de la Música, no ocurrieran o fueran de más difícil producción y, sobre todo, a que su comprensión fuese más inteligible para el común de los ciudadanos.