Sería raro que este nombre evocara algo a los lectores fuera de nuestro pequeño País Vasco. Pero ahí está el nombre y él decía, en una de sus muchas sentencias lapidarias, que “todo lo que tiene nombre existe”.
¿Será verdad? ¿Existen, pues, Mari, la diosa suprema de los primitivos vascos, y su consorte Sugaar? ¿Existe Urtzi, el Júpiter vasco? ¿Existen las sirenas, ninfas o hadas llamadas aquí lamiak? ¿Existen los fornidos gigantes llamados jentilak o mairuak, constructores de numerosos dólmenes y cromlechs en nuestras pequeños montes? ¿Y todos los seres que pueblan los mitos de todos los pueblos? Si son nombrados, es que existen de alguna manera, aunque fuera solamente en la imaginación de quien habla. Ningún nombre está vacío en la intención del que lo pronuncia. Primero es la realidad, luego el nombre. Primero es algo, y luego la conciencia, o la palabra que pretende decir algo sobre algo, aunque nunca llega a decirlo del todo.
¿Por qué dice, pues, el evangelio de Juan que “en el principio existía la palabra”? Juan no habla del principio del tiempo, sino del principio y fundamento del ser, que es a la vez realidad y palabra, existencia y relación, invocación y gracia: “DIOS”. La palabra primera es la palabra hecha carne desde siempre, palabra y a la vez: materia, matriz y carne del mundo. Pero nosotros nos sentimos escindidos entre la palabra y la carne, lo que decimos y lo que somos. Somos humildes nombres en busca del ser, humilde carne en busca de la palabra.
Perdóneme el lector este enredado arranque, si ha tenido el ánimo de seguirlo hasta aquí. Venía a propósito de una sentencia llamativa de un hombre discreto que nunca quiso llamar la atención y que sigue siendo desconocido de la gran mayoría: José Miguel de Barandiarán. Un hombre poco común, nacido en un humilde caserío de Ataun, que vivió ciento dos años (de 1889 a 1991) y aún sigue vivo entre nosotros al igual que su nombre. Con ocasión del vigésimo aniversario de su muerte, acaba de celebrarse un ciclo de conferencias en torno a su figura, y quiero sumarme a su memoria y homenaje.
Fue un hombre sabio y, como todos los sabios, humilde, muy humilde. Nunca olvidó lo que una tarde de otoño, ante un manzano con las ramas inclinadas por el peso, le dijo su madre (de ella le vendría el arte de las sentencias): “Cuanto más fruto, más bajo”. Ella murió dos meses después. Él era muy austero, pero feliz, porque, como le he oído estos días a Jesús Altuna –sabio y humilde también él, y el discípulo más aventajado de José Miguel Barandiarán–, “es feliz no el que tiene mucho, sino el que se conforma con lo que tiene, y él se conformaba del todo”.
Fue un investigador eminente de la cultura vasca antigua, paleolítica y neolítica. Recorrió a pie toda la geografía vasca, al norte y al sur de los Pirineos, excavando dólmenes y túmulos, explorando cuevas con maravillosos bisontes y caballos pintados, recogiendo mitos y dichos, indagando costumbres, examinando con rigor científico y veneración espiritual cráneos y huesos de gentes que vivieron en esta tierra hace miles de años.
Debió su primer hallazgo a la labor previa de un topo, incomparable excavador, aunque anónimo. Un día, caminando por la sierra de Aralar al paraje donde, según le había asegurado un casero de Ataun, se hallaban enterrados “los últimos paganos” vascos, se sentó a descansar sobre unas piedras y, mientras comía el bocadillo, con su bastón removió un montículo de tierra de una topera, y de pronto vio un molar humano, y fue como una revelación: adivinó que se encontraba sentado sobre un dolmen neolítico que guardaba vivos a sus muertos. Así era, y así empezó. Dice Jesús Altuna que su maestro y amigo Barandiarán “robó muchas cosas a la muerte”: no en vano, más del 90% de lo que sabemos acerca de los antiguos vascos –muertos, pero vivos– se lo debemos a él. ¿No consiste en eso la vida: en robar vida a la muerte del olvido, de la indiferencia, de la inmisericordia?
Esa fue su vocación. Amó la tierra, su tierra, la Madre Tierra de todos. Pasó su larga vida palpando con sus manos desnudas la tierra desnuda, rastreando en la tierra las huellas de la vida, caminando a pie en montes y bosques, pues –como dijo también– “hay que discurrir primero con los pies y después con la cabeza”. ¡Cuánto razón tenía el gran sabio que nunca dejó de ser un casero de Ataun! ¡Cómo lo hemos olvidado en nuestras ciudades, en nuestras universidades y también en nuestros templos! Cada fósil, cada piedra, cada puñado de tierra contiene entera la memoria de todos los seres vivos en este u otros planetas, y la ciencia primera debiera consistir en saber tocar y mirar con inmensa admiración, y que el pensamiento se inspire en los pies, las manos, los ojos, la tierra.
José Miguel de Barandiarán fue sacerdote católico, un sacerdote que hizo de la investigación científica vocación sagrada, como el agustino Gregor Mendel (precursor de la genética), el jesuita Angelo Secchi (fundador de la astrofísica), el sacerdote Georges Lamaître (inspirador de la teoría del Big Bang) o el jesuita Teilhard de Chardin (paleoantropólogo visionario de una nueva teología en clave evolutiva, hoy todavía pendiente), a quien llegó a saludar en París en 1936.
Sacerdote católico: eso es lo que él se sentía ante todo y por encima de todo. Y, sin embargo, de sacerdotes católicos (y de su propio obispo Zacarías Martínez) le llegaron sus mayores sinsabores. Por amar a su tierra y su cultura, o por investigarla, fue acusado de ser nacionalista, e incluso judeo-masón, él que nunca quiso saber nada de política, hasta el punto de no haber votado nunca a ningún partido, según dicen. El rector del Seminario de Vitoria tachó de “mamarrachadas” los anuarios etnográficos que iba componiendo y que llegaron a constituir una grandiosa obra reconocida por los grandes especialistas del mundo. Nunca se le permitió ubicar su museo etnográfico dentro del Seminario. Y en 1936, de noche y por mar, tuvo que huir al exilio, hasta el año 1953.
Digamos también que fue un sacerdote de teología preconciliar, incluso después del concilio. Conservó casi intactas las ideas teológicas que le enseñaron en el Seminario entre 1910 y 1915, época de cerrado antimodernismo católico. Nos hubiera gustado que también su teología hubiera evolucionado como evolucionan la vida y la ciencia. Pero es que a él no le importaba la teología, sino la vida misma, y la ciencia de la vida, la memoria viva de la tierra y de su pueblo.
Muy al final de su vida, una vez declaró: “Yo desearía que me recordaran como una persona que ha amado. El amor entre las personas es lo más importante”. El amor que es Dios y en el que es el prójimo. El amor primero en el que somos. Pues primero, antes de hablar, hemos sido creados y amados. De boca de un casero oyó una vez Don José Miguel una frase que tantas veces repetía luego y que no tiene fácil traducción: “Ez gara geure baitan”. Algo así como “no somos creadores y dueños de nosotros mismos”. Eso es.
(Publicado en el diario DEIA)
Para orar
Enséñame cómo ir a este país
que está más allá de las palabras y más allá de los nombres.
Enséñame a orar a este lado de la frontera, aquí, donde están estos bosques.
Necesito que me guíes.
Necesito que conmuevas mi corazón.
Necesito que mi alma se purifique por medio de tu oración.
Necesito que fortalezcas mi voluntad.
Necesito que salves y cambies el mundo.
Te necesito para todos los que sufren,
para los encarcelados, para los que están en peligro y en el dolor.
Te necesito para toda la gente enloquecida.
Necesito que tus manos sanadoras actúen constantemente en mi vida.
Necesito que hagas de mí, como hiciste de tu Hijo, un sanador, un consolador, un salvador.
Necesito que des nombre a los muertos.
Necesito que ayudes a los moribundos a cruzar cada cual su río.
Te necesito, tanto vivo como muerto. Amen. (Thomas Merton)
Enséñame cómo ir a este país que está más allá de las palabras y más allá de los nombres.
Enséñane a orar a este lado de la frontera, aquí, donde están estos bosques.
Necesito que me guíes.
Necesito que conmuevas mi corazón.
Necesito que mi alma se purifique por medio de tu oración.
Necesito que fortalezcas mi voluntad.
Necesito que salves y cambies el mundo.
Te necesito para todos los que sufren, para los encarcelados, para los que están en peligro y en el dolor.
Te necesito para toda la gente enloquecida.
Necesito que tus manos sanadoras actúen constantemente en mi vida.
Necesito que hagas de mí, como hiciste de tu Hijo, un sanador, un consolador, un salvador.
Necesito que des nombre a los muertos.
Necesito que ayudes a los moribundos a cruzar cada cual su río.
Te necesito, tanto vivo como muerto. Amen. (Thomas Merton)
Mira por donde aparece aquel que, en nuestros tiempos niños, le llamaban el cura sabio.
Pues si, resulta que en 1953, de vuelta a San Gregorio de Ataun de su prolongada estancia en Francia , me toco ser su monaguillo y mas tarde su admirador.
Nuestros padres decian de él que era un sabio. Nosotros, niños, lo considerábamos como un cura mas bien chapado a la antigua y poco veíamos en el su sabiduria, pues era mas bien discreto y parco en palabras.
Poco despues, en tiempos de seminario, si que admiré su trayectoria y mas tarde su saber, pero lo que mas guardaré de él será su sencillez y su bondad.
carlos
Apoyo la noción de que Barandiarán fue más que un cura guipuzcoano estudioso de la mitología vasca. Licenciado en Teolo-gía, había asisitido antes de celebrar misa a un curso de Wundt sobre sicología de los pueblos en Leipzig y, sin ceñirse a la mi-tología. realizaría excavaciones arqueológicas con Aranzadi y Eguiguren, catedráticos de Barcelona y Oviedo respectivamen-te. Con el primero hizo un par de viajes por varios lugares de Europa, profesor del acreditado Seminario de Vitoria tuvo con-tactos con el prehistoriador Obermaier, y durante su rectorado de aquel centro impulsó su reforma científica. Presenta en la holandesa Tilburg una ponencia en el Congeso de Etnología Religiosa. es miembro del consejo de un Congreso de Antropolo-gía y Etnografía en Copenhage. Reside en la vasco-francesa Sara desde 1936 al 43 y vuelto a España concurre a congresos en Londres, Oxford, Paris y Bruselas, le invitan a dictar una conferencia en la Universidad de Salamanca en 1953 y detenta la cá-tedra de Etnología Vasca en la Universidad de Navarra del 65 al 77. Le hicieron Doctor Honoris Causa la Facultad Teológica del Norte de España y las Universidades del País Vasco (cuando era de Bilbao), Deusto y la Complutense. Tenía la Gran Cruz de Carlos III y la Medalla de Oro de Bellas Artes. Aunque Barandiarán murió hace veinte años, dentro de su bibliografía, se me ocurre destacar el volumen abundantemente ilustrado de más de 400 páginas de gran tamañ0 “Euskal Herriko mitoak-Mitos delPaís Vasco” que publicó en 1988 la Caja de Gipuzkoa en San Sebastián.
No te acostarás sin saber una cosa más. A mí que me gustan tanto la astronomía y la mitología, me ha encantado conocer esa otra versión de Júpiter. Saludos 🙂
Gracias Joxe, desde Chile, al fondo del Sur,soy una gran admiradora de Barandiarán, de su gran inteligencia, de su amor por su tierra, de su cualidad de investigador. De su recopilación de costumbres antiguas de como cuando se moría el Jaun, el señor de la casa, se le participaba a los animales y a las abejas, también parte de la vida del caserío. Como enterraban a los nonatos bajo el alero del caserío, la casa de los antepasados de donde recibían protección y fuerza y seguían participando de la familia. Y si, existe Mari y las lamiak que seducen a pastores en los arroyos, y Urtzi Thor al que vi en mi infancia lanzando rayos sobre el Monte Serantes. Así también como tus golondrinas que anidan en Aranzazu cada año de tiempos inmemoriales. Y para nosotros existe solo lo que podemos nombrar, y si lo podemos nombrar le damos vida. Y cuando lo dejemos de nombrar, muere de a poco. Así que nombremos a las fuerzas de la naturaleza, los antiguos dioses para que no mueran, para que Urtzi no se vaya a sus desiertos helados, como decía Don Pío, en Jaun de Alzate.
Tan Franciscano como todo lo tuyo José… pero lo importante no es la teólogia, sino como amamos…(Mt 25,35-46)…Un abrazo a todos.- Gabriel