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II Dios es el soñador

II DIOS ES EL SOÑADOR

 

El primer capítulo del libro lo dedica AG a examinar el conocimiento espiritual humano, el que nace del interior de uno mismo,

  • no de lo percibido por los sentidos (los propios de cada ser vivo y, en los humanos, potenciados y multiplicados asintóticamente por la técnica) que le aportan conocimiento “carnal” de las cosas,
  • ni por elaboración “intelectual” de todos esos datos que hereda por las doctrinas e ideologías cultura que tienden a hecerle rebaño,
  • sino de lo que es descubierto (o creado, dice a veces) en su interior más profundo. Y ese conocimiento le fue llegando a él por los sueños cuyo “mensaje” estaba acostumbrado a trabajar.

Lo había hecho cuando trabajaba en alta matemática. Ahora, desde hacía 10 años, lo hacía sobre esos que llamaba “sueños metafísicos” y “sueños proféticos”. AG cree al principio que esos sueños nacen del niño que hay reprimido en él o del Eros, con el que el niño casi se identifica. Pero cada vez va viendo más que “Todos los sueños provienen de un Soñador” (título del capítulo primero, que en otra ocasión estudiaremos más). Para él es una introducción a este mensaje fundamental del capítulo segundo, que brota de repente tras el suspense creado.

 

 

 

17     Dios es el Soñador

(28 de mayo) Es hora de ir al corazón del mensaje de este libro que estoy escribiendo, de decir la idea maestra – esa “idea grande y fuerte”, retomando los términos mismos del Soñador[28]. Es cierto que he procurado no introducirla antes de tiempo, que he intentado en suma ignorarla mientras “no tuviera necesidad de esa hipótesis. Pero no he podido evitar rozarla aquí y allá y hablar de ella de pasada, de tan omnipresente que está en mí…

Por otra parte, en modo alguno la veo como una “idea“, que hubiera germinado y madurado en mí antes de eclosionar, hija del espíritu que la concibe y da a luz. No es una idea sino un hecho. Y un hecho, cuando se piensa en él, totalmente alocado e increíble – ¡y sin embargo cierto! No podría ser tan loco como para inventármelo. Y si a veces digo que he “descubierto” ese hecho (¡e incluso que ése es el gran descubrimiento de mi vida!), eso es decir demasiado y presumir. Cierto es que hubiera podido, e incluso “hubiera debido”, descubrirlo desde hace cuatro o cinco años, cuando el Soñador en persona empezó a aparecer en algunos de mis sueños. Estaba muy cerca, eso es seguro – ¡verdaderamente casi me quemaba! Pero como suele ocurrir, tenía mis orejeras bien puestas, y no me “olía” nada.  La temperatura, en suma, no me incumbía, no quería saber que estaba “ardiendo”. Así, tal vez desesperado, hizo falta que el buen Dios se tomara la molestia (entre muchas otras que ya había tenido conmigo) de revelármelo. Oh, al principio con mucha discreción, hay que decirlo…

He aquí esa “locura”, de la que he tenido una revelación: el Soñador no es otro más que Dios.

 

[Hecha la afirmación principal (“Ein grosser und starker Gedanke”) que ha preparado con suspense en el capítulo 1º, AG continúa con unos párrafos, empleando la amistosa segunda persona, en que explaya cómo le llegó ese conocimiento de una presencia real de Dios en lo prfoundo del alma, que parece una locura (el se lo mira con rigor crítico poniendo en duda lo que no puede menos de constatar como un hecho. Personalmente creo que son las páginas más lúcidas y claras de las casi mil que comprenden todo el libro. AD.]

 

Para muchos lectores, seguramente, y quizás también para ti, lo que acabo de decir es latín o chino – unas palabras sin más, que te dejan frío. Como lo sería, digamos, un escueto enunciado matemático para uno que no esté iniciado. Sin embargo, aquí no se trata de matemáticas ni de especulaciones metafísicas, sino de realidades de lo más tangibles, accesibles por igual (e incluso más) al primer muchacho que llegue que al más docto teólogo. Y si hay algo que me interesa, al escribir este libro, no son teorías ni especulaciones, sino la realidad más inmediata, la más irrecusable – como es, especialmente, la que noche tras noche vivimos en nuestros sueños.

Una de mis primeras tareas, sobre todo frente al lector para el que “Dios” ya no es más que una palabra (si no un “anacronismo”, o una “superstición”), es intentar hacer sentir el sentido “tangible” de esta lacónica expresión: “el Soñador que hay en ti es Dios”. Sólo cuando se perciba el sentido puede plantearse la cuestión del alcance de esa afirmación (esté o no fundada).

En mi caso, ese hecho fue captado y aceptado como tal, cierto día de mediados de noviembre del año pasado, hace algo más de seis meses. Además llegó sin ninguna sorpresa, casi como algo que caía por su peso, pero que hasta entonces no me había tomado la molestia de decírmelo expresamente. Nada de “locura” pues, en ese momento. Lo constaté como “de pasada”, durante una meditación sobre uno de mis primeros sueños “místicos”. Casi pasó desapercibido entonces. ¡Estaba mucho más afectado por la emoción tan penetrante que impregnaba ese sueño! En comparación, ese hecho curioso a fe mía, que entonces apareció por primera vez en mi campo de atención, durante un pequeño cuarto de hora, parecía muy pálido, muy “intelectual”.

Durante las semanas y meses siguientes, fue cuando el alcance de ese “hecho curioso” comenzó a hacerse patente poco a poco. Por el momento baste decir que, actualmente, es como el centro y el corazón de todo un conjunto de revelaciones que me llegaron, por la vía de los sueños, durante los cuatro meses siguientes – revelaciones sobre mí mismo, sobre Dios, y revelaciones proféticas. En el espacio de esos pocos meses de intenso aprendizaje, a la escucha de Dios que me hablaba por los sueños, mi visión del mundo se transformó profundamente, y la de mí mismo y de mi lugar y mi papel en el mundo, según los designios de Dios. La principal transformación, aquella de la que surgen todas las demás, es que desde ahora el Cosmos, y el mundo de los hombres, y mi propia vida y mi propia aventura, han adquirido al fin un centro que les hacía falta (cruelmente a veces), y un sentido que había sido presentido oscuramente.

Ese centro vivo, y ese sentido omnipresente, a la vez simple e inagotable, evidente e insondable, cercano como una madre o como la amada, e infinitamente más vasto que el vasto Universo – es Dios. Y “Dios” es para mí el nombre que damos al alma del Universo, al soplo creador que sondea y conoce y anima todo y que crea y recrea el mundo en todo momento. Él es lo que es infinitamente, indeciblemente cercano a cada uno de nosotros en particular, y a la vez Él es lo menos “personal”, lo más “universal”. Pues igual que está en ti en la menor célula de tu cuerpo y en los últimos repliegues de tu alma, así está Él en todo ser y en toda cosa del Universo, hoy como mañana como ayer, desde la noche de los tiempos y los orígenes de las cosas.

Por eso, para hablarte de Él con verdad, no podría dejar de hablarte también de mí, de una experiencia viva que tal vez entre en comunicación con tu propia experiencia y la haga resonar. Pues Dios es el puente que liga entre sí a todos los seres, o más bien Él es el agua viva de un inmutable Mar común que liga todas las orillas. Y somos las orillas de un mismo Mar, que cada uno Lo conoce con un nombre distinto y bajo un rostro distinto – e incluso somos sus gotas, que cada una Lo conoce íntimamente, sin que ninguna ni todas juntas Lo agoten. Lo que es común es el Mar, que liga una gota a la otra y contiene a ambas. Si pueden hablarse una a la otra es por Él que las abraza y las contiene, y es percibido a través de ellas, parcelas vivas de una misma Totalidad, de un mismo Todo – de un mismo Mar.

 

 

18          El conocimiento perdido – o el ambiente de un “final de los tiempos”

(29 de mayo) Tengo la impresión de que ese hecho, que ahora cuando lo “descubro” me parece una “locura”, era bien conocido por todos desde siempre, hasta hace apenas unos pocos siglos. Quizás no tan claramente y tan formalmente como lo formulo ahora. Pero bajo todos los cielos y en todas las capas sociales, por lo que sé, todos reconocían que Dios (cuando se Le conocía por ese nombre), o las Potencias Invisibles, nos hablan en los sueños. Incluso esa era, me parece, la vía principal elegida por Dios (o por los Invisibles) para manifestarse al hombre e informarle de Sus designios. Y seguramente esa y ninguna otra era la causa del respeto universal que rodeaba a los sueños, y a todos los que poco o mucho tenían la comprensión de los sueños.

Ese respeto por los sueños ha sido reemplazado por un desprecio casi universal. Y el tono nos llega desde los lugares más altos y más insospechados[29]. Incluso entre los “profesionales” de los sueños, la atención que se le presta está en las tonalidades de la que el médico presta a un síntoma, o el detective a un “indicio” o a una “prueba”. No en la del respeto, y aún menos en la del respeto que podríamos llamar “religioso”: ese respeto entreverado de muda admiración, o de veneración o de amor, que experimentamos ante las cosas cargadas de misterio, de las que oscuramente sentimos que se nos escapan y nos sobrepasan por siempre – que las meras fuerzas de nuestros sentidos y de nuestro entendimiento no nos permiten captar.

Mi redescubrimiento del sentido profundo de los sueños, como Palabra viva de Dios, tuvo lugar en una atmósfera de soledad y de intenso recogimiento. Aunque el pensamiento consciente de “Dios” estaba ausente casi por completo, bien pudiera calificar esa atmósfera de “religiosa”. Con tal disposición, era muy natural que ese descubrimiento me pareciera algo que “cae de su peso” – casi como algo que en el fondo siempre hubiera sabido, sin darme la molestia de decirlo.

Si al principio no le concedía el valor de una “revelación”, y menos aún de una revelación capital en mi aventura espiritual, seguramente fue justo porque me parecía algo que debía ser bien conocido por todos aquellos que, al contrario que yo, durante toda su vida habían estado en contacto con el sentimiento religioso en ellos mismos, y por eso mismo también (pensaba yo) con un conocimiento milenario sobre el sentido de los sueños. Al hablar de ese sentido aquí y allá a mi alrededor, incluyendo a amigos muy “en la onda” tanto en “espiritualidad” como en historia religiosa y en la actualidad cultural, no fue pequeña mi sorpresa (sin detenerme en ello no obstante) al comprobar que mis palabras eran acogidas con esa sorpresa (“Befremdung”) entreverada de incredulidad medio desconcertada, medio divertida, que se reserva para las cosas importantes que se oyen por primera vez, y que por eso mismo causan una impresión algo extravagante[30]. (Pues, como todo el mundo sabe, las cosas importantes son bien conocidas por las personas bien informadas…)

 

[En este último párrafo y en los próximos, AG analiza la impresión que le hizo la reacción de las pocas personas a las que habló de su descubrimiento de la presencia de Dios o “poderes espirituales” en noviembre de 1986, ya fueran personas ajenas al mundo religioso o se supusiera que estaban acostumbradas a presencia religioso por ser creyentes practicantes de alguna religión. Aquellos era claro que eran esclavos de la ideología laicista dominante. Y estos, de un clericalismo controlador de las expresiones de fe personal expuestas al margen de las doctrinas y cauces que cada grupo religioso considera patrimonio exclusivo. Hay que tener en cuenta que este capítulo lo escribe AG antes de leer las obras de Marcel Légaut  que para él serían a la vez confirmación de la búsqueda y hallazgos iniciados por sí mismo y entendimiento de que eso mismo era la mejor manera de interpretar la religión verdadera, al menos la de Jesús el Cristo. AD.]

 

Por muy “en la onda” que estén, esos amigos están hasta tal punto empapados del espíritu de los tiempos, que un saber que, hasta hace pocos siglos y desde hace milenios, era un conocimiento difuso compartido por todos, atestiguado por innumerables testimonios en escritos sagrados y profanos, ahora les parece una hipótesis osada, por no decir (pues somos educados) ridícula. Al igual que los materialistas de todo tipo, los que hoy en día hacen profesión de “espiritualidad” se encuentran alienados de esa especie de “instinto espiritual” que todos (creo) hemos recibido en parte, y que procede de un conocimiento que antes era herencia común de nuestra especie.

 

En tal ambiente cultural, lo que recibí y acogí como “algo que cae de su peso”, terminó por parecerme (metiéndome a mi pesar un poco en ese ambiente y en la piel de los demás…) como una “tesis”, incluso casi como una “hipótesis”, algo extremista por decir poco – ¡como si intentara ser original y sorprender a toda costa!

 

Sin embargo y a la vez, bien sabía, de primera mano y con ciencia segura, que lo que audazmente adelanto no es “teoría” ni “tesis”, sino (como escribí ayer) un hecho. Un hecho del que he tenido una experiencia tan irrecusable, día tras día y durante varios meses, como la del sol que nos ilumina cada día. Y ese hecho, a la luz de ese “instinto espiritual” del que hablaba hace un momento, me parece realmente “evidente”, en cuanto se quiera tomar uno la molestia de prestar un poco de atención a sus propios sueños. Si a pesar de esto, y a un nivel o registro diferente, actualmente lo percibo como “locura”, como “increíble” (¡pero cierto!), solo es por haberme sumergido, a poco que sea, en ese ambiente de ceguera espiritual casi total y casi universal, que caracteriza a nuestra extraña época – la época de un “final de los tiempos”.

 

 

 

19          La increíble Buena Nueva

Y sin embargo, no rechazo esas expresiones “locura”, o “increíble pero cierto”, que ayer llegaron a mi pluma con la fuerza de la evidencia. Y no es, como alguien pudiera creer, para adelantarme a las previsibles reacciones del lector. Sino que más bien es un grito de alegría, de exultación – la alegría de una “buena nueva” tan inaudita, después de todo, que todavía mi alma es demasiado limitada para contenerla, mi espíritu demasiado palurdo para captarla en todo su alcance. Pues a fin de cuentas, Dios (ayer ya intenté decirlo mal que bien), ¡Él no es un cualquiera! No es un vago César o Carlomagno o Napoleón, que viniera cada noche a dárselas de listo en nuestros sueños, ¡para pasmarnos o dejarnos con la boca abierta! Es DIOS, el Señor y el Creador y el Aliento de los Mundos, que, lejos de tronar en las nubes y de dejar, impasible, que se desplieguen inexorablemente las inmutables leyes que Él mismo ha instaurado – es Dios Mismo el que no desdeña, noche tras noche, venir a mi lado igual que al lado del último y del menor entre nosotros, para hablarnos – o para hablarse a mismo, en voz alta, en nuestra presencia. Y si Él te habla también a ti, o si Él se habla de modo que tú le escuches y como sólo Él sabe hablar, no es de la lluvia ni del tiempo ni de los destinos del mundo, sino de ti de lo que Él habla – de lo más secreto, lo más escondido que hay en ti – las cosas más flagrantes (y que tú te ocultas a ti mismo) igual que las más delicadas, que ningún ojo humano podría desvelar. ¡Eres libre de escuchar! si lo juzgas oportuno (Y seguramente, si escuchas con todo tu corazón y con toda tu alma, no será en vano…)

¿No es una “locura” en efecto? ¿Ese interés intenso y delicado y (¡bien lo sé!) amoroso que se toma con nuestra persona tan insignificante y con esa “alma” tan despreciada, no Pedro o Pablo o tal amigo o tal pariente, sino el Señor, el Único, el Eterno, el Creador (o cualquier otro nombre que se Le de)? ¿No confiere eso sólo al ser humano, a ti igual que a mí igual que al último de nosotros, una dignidad, una nobleza que confunde a la imaginación?

Insisto de entrada en lo anterior, no para invitar a ponerse firmes en actitud de “nobleza” – no lo quiera el  Soñador, ¡que se complace en apartar de un soplo y con una risa infantil todo resabio de actitud o de pose! Sino a causa de otro viento que sopla en nuestros días con más fuerza que nunca: el viento del desprecio por las cosas delicadas del alma y del ser, el viento de la adulación al título, al rango, a la “competencia”, al diploma – el viento del desprecio y de la vileza…

Creo poder decir que desde hace muchos años ya no contribuyo a soplar en ese sentido, e incluso que durante toda mi vida en mí ha permanecido vivo, como por un oscuro instinto y en contra de todo, un conocimiento de lo que da valor a mi vida, y valor al alma humana. Pero de repente ese conocimiento ha cambiado de dimensión. SE ha vuelto tan claro, tan patente, que al espíritu le cuesta contemplarlo, tan cegador es. Es cierto que cuando el sol brilla en todo su esplendor, ni pensamos en contemplarlo. Calienta e ilumina todas las cosas, y eso basta. En cuanto a los títulos de nobleza, no son importantes más que en un mundo en que reina el desprecio.

 

Pero para el espíritu ávido de conocimiento, no es también una “locura” que Dios mismo, Aquél que sabe y que ve y que comprende todo, y el Señor de los señores en expresar y pintar lo que ve con pinceladas poderosas y delicadas – ¡que ese Señor sin igual esté dispuesto, día tras día y con una paciencia inagotable, a servirnos de guía benévolo y condescendiente en la escarpada vía del conocimiento! ¡Qué perspectivas, para el que se preocupe de aprovecharse de tan increíble disponibilidad! Y creo poder decir, sin jactarme, que realmente he aprendido, en apenas unos meses, más de lo que se suele aprender y de lo que yo había aprendido, a nivel espiritual, a lo largo de diez o de cien reencarnaciones sucesivas. Y qué perspectivas para nuestra especie, que aún está dando el primer paso en la aventura espiritual…

 

Cierto es que al viajar bajo la dirección de ese Guía intrépido y sagaz, ya no somos nosotros, sino Él quien decide en cada momento el itinerario. Por mi parte, me ha costado acostumbrarme, de tanto que choca con hábitos tenaces, arraigados hace mucho. Pero bien he comprendido que eso no es un “inconveniente”, sino un privilegio. Pues el espíritu humano, abandonado a sus propios medios, ignora los fines, y las vías. Sólo Dios conoce los fines que Él mismo asigna, y las mejores vías abiertas a cada uno de nosotros, en cada momento, para alcanzarlos. Si he terminado por seguir al Soñador, casi a mi pesar, es por haber comprendido que eso era lo mejor que podía hacer, si quería aprender a conocerme. Ahora que sé quién es el Soñador, en adelante es a Dios al que sigo – los ojos bien abiertos y con total confianza.

 

Y sé que es lo mejor que puedo hacer, por mi bien y por el de todos. Pues lo que mejor para uno y una bendición para él, también es lo mejor para todos. Seguir a Dios, eso no es (como antes hacía) aprender esto o hacer aquello, según los cambiantes movimientos del deseo. La gracia, abierta a todos, de seguir a Dios, es ante todo la gracia de servir.

 

 

 

20          Hermanados en el hambre…

 

(30 y 31 de mayo) Ayer y anteayer intenté situar, con trazos gruesos para empezar, el “pensamiento” maestro, o mejor dicho el conocimiento, que se me presenta como el tema principal de mi testimonio sobre mi experiencia de los sueños. Actualmente esa experiencia es inseparable, en mi espíritu, de mi reencuentro con Dios y de la experiencia de Su acción en mi vida. Por eso no he podido dejar de expresarme como si me dirigiera a alguien para el que Dios fuera ya, no un concepto o una simple palabra, cargada de asociaciones (valiosas o peyorativas) que varían hasta el infinito de una persona a otra, sino una realidad viva, arraigada en su experiencia igual que lo está en la mía. Es un poco como si fuera a mí mismo al que me dirigiera a través de un lector imaginario – a mí, en el punto en que me encuentro en el momento en que escribo. Y ciertamente la escritura es un poderoso medio para decantar y ordenar una masa aún más o menos confusa de conocimientos en “bruto” (por más patente que sea cada uno por separado), llevados por las tumultuosas olas de una experiencia todavía fresca.

Sin embargo, bien sé que si Dios me asigna la tarea de testimoniar esa experiencia, no es para mi único beneficio – no es para ser, como en mis anteriores “meditaciones”, mi único interlocutor. Y también sé que el mensaje que he de comunicar no se dirige sólo, ni siquiera ante todo, a los pocos que ya han tenido una experiencia viva de Dios; incluso a los que se imaginan tenerla o que, habiéndola tenido quizás un día, se creyesen ya muy avanzados en el camino del conocimiento y a punto de tocar las cimas. Si escribo, no es para los que están saciados (o creen estarlo), sino para los que tienen hambre. Y si me dirijo a ti, sólo es como a alguien que ha sabido sentir esa hambre en él y que está dispuesto a prestarle atención, igual que yo la he sentido y aún la siento, al escribir estas líneas. Sólo es por esa hambre por lo que te conozco y por lo que somos hermanos – ¡hermanados en el hambre!

 

 

21. Reencuentro con el Soñador – o cuestiones prohibidas

Iba a escribir que hace siete meses, todavía no tenía experiencia viva, irrecusable de Dios – y que sin embargo eso no impidió que acogiera en mí el mensaje que Él me destinaba. He rectificado al momento, pensando que en realidad ya tenía tal experiencia viva, y de muchas maneras, pero sin saberlo. Y estoy seguro de que mirando bien, tarde o temprano descubrirás, quizás con asombro, que tu caso es igual, que desde hace mucho tiempo ya tenías la experiencia de Dios. Aunque sólo fuera por tus sueños – cuando se te vuelva patente que el sueño es realmente una experiencia de Dios común a todos los hombres. Que es la forma más “común” en que Dios habla a los hombres. Pero por supuesto, esa experiencia cotidiana cambia de repente de dimensión cuando se descubre su verdadera naturaleza, su sentido profundo.

Tal vez mi propia relación con los sueños (desde hace más de once años) haya sido bastante particular: no sólo tenía una experiencia viva de los sueños, sino también del Soñador. A decir verdad, desde el primer sueño cuyo mensaje sondeé (y ya he hablado en diversos momentos de ese suceso crucial en mi vida), supe que había un “Soñador” – una Inteligencia superior, tanto por la penetración como por los medios de expresión, que me hablaba por ese sueño. Y que era, además, profundamente benevolente conmigo. No sabría decir con certeza si, en mi fuero interno, le di un nombre, el nombre de “Soñador”, desde ese momento. Por el contrario, de lo que estoy seguro es de que un instinto me decía entonces, y continuaba diciéndomelo en los siguientes años, que esa intuición inmediata me revelaba una realidad, que ese “Soñador” no era simplemente una figura literaria, una creación de mi espíritu. Que era un “Ser”, si no de “carne y hueso”, al menos “alguien” con el que me sentía estrechamente emparentado, y esto a pesar de los medios visiblemente prodigiosos de ese “pariente” distinto de los demás. Un parentesco “espiritual” de alguna manera. ¿Hay parentesco más irrecusable que cuando te ríes a carcajadas en comunión con el otro, arrebatado por la imprevista comicidad de un cuadro subido de tono que acaba de bosquejar para ti? Y cuando, además, ese cuadro te representa en algún aspecto insospechado que te hace descubrir, ¡y cuando es de ti mismo del que así te ríes a mandíbula batiente! Y más de una vez también, a menudo sí (puedo decir ahora), he llorado, tocado por la palabra de verdad, y al llorar he sabido todo el beneficio de esas lágrimas…

Estaba ese “saber”, a la vez difuso (a falta de ser formulado) y de una nitidez perfecta, a la vez tímido e irrecusable –cual una voz cuchicheante que habla a un oído distraído. Y también estaba la sempiterna voz de la “razón”, en que dicha “razón” es el nombre que solemos dar a los hábitos de pensamiento adquiridos, tan arraigados que nos cuesta mucho imaginar que se pueda “funcionar” decentemente de otra forma. Para esa voz, esas historias inconsistentes del “Soñador” que flotaban en el aire, una especie de alegoría en suma, de personalización simbólica, eso no era serio, incluso era de mal gusto. Por otra parte, no recuerdo haber dedicado a esta cuestión ni un minuto de reflexión, y me inclinaría a creer que esas escaramuzas sólo tenían lugar a nivel “subconsciente” (es decir, a flor de consciencia). Si llegué a pensar en ella, debió ser como a mi pesar, en momentos de ausencia en que los pensamientos divagan como quieren. Y consagrarle una reflexión, por corta que fuera, una especie de reflexión “metafísica”, me hubiera parecido pura dispersión, una especulación más o menos gratuita, que me distraería de mi verdadera tarea: conocerme a mí mismo.

Al evocar ahora esas disposiciones, me doy cuenta de que había una especie de falsa humildad. En suma, había decidido no prestar atención más que a las marrullerías del “Patrón”[31], y a las escaramuzas y alianzas fortuitas entre él y el impulso erótico, alias “Eros” [32], y rechazaba de oficio toda cuestión más “relevante”. A decir verdad, no es que tales cuestiones no me interesasen. Pero había decidido de antemano que intentar responderlas, o aunque sólo fuera formulármelas y ver que podría decirme, eso era “especulación” – una especie de vanidad fútil[33], que consistiría en hacer como si quisiera a toda costa decir algo sobre lo que, de todas formas, era incognoscible o, al menos, estaba fuera del alcance de mis meras “sanas facultades” [34]. En cuanto a los sueños, me limitaba a una actitud “utilitaria” en cierto modo, muy contraria, a decir verdad, a mis verdaderas inclinaciones[35]: me contentaba con aprovecharme de la “ganga” que eran para mí los sueños, que providencialmente me aportaban un conocimiento que me hubiera costado mucho adquirir por mis propios medios. Aparte de eso, me atenía a la interdicción tácita de plantearse cuestiones generales, sobre la naturaleza del sueño digamos y sobre su origen, o sobre la naturaleza del generoso y genial Bienhechor (¿hipotético?) que me los enviaba con tal profusión.

Había pues un propósito deliberado y sin fisuras contra todo lo que pudiera parecerse a una reflexión filosófica por poco sistemática que fuera, que me hubiera vuelto sospechoso a mis propios ojos de querer aún “teorizar”[36]. (Yo, que ponía tanto cuidado en distanciarme de un pasado y de una identidad de matemático, ¡supuestamente superados!) He permanecido prisionero de esa actitud hasta hace muy poco todavía – hasta que ciertos sueños (hace tres o cuatro meses) me revelaron claramente la traba que ella había representado para el progreso de mi pensamiento y de mi comprensión del mundo, y al mismo tiempo me animaron a pasar de ella resueltamente.

En cuanto a la existencia del Soñador, si al final supe a qué atenerme, no fue después de una reflexión (que jamás tuvo lugar), ¡sino por la aparición insospechada del Soñador en persona! Fue, como es lógico, en un sueño, hace casi cinco años (en agosto de 1982). Volveré sobre ese segundo giro capital en mi relación con los sueños y con el Soñador, posterior en seis años al primero. Esa aparición, seguida por otras más en las siguientes semanas, puso fin de una vez por todas a la menor duda sobre la realidad del Soñador. De la noche a la mañana se instauró lo que bien podría llamar una verdadera relación personal con el Soñador – e incluso, podría añadir, una relación mucho más estrecha que con ninguno de mis amigos o ‘parientes”. La voz de la razón, ¡no le quedaba otro remedio que irse a paseo! (Sobre este tema, al menos…)

No fue hasta después de ese sueño, creo, cuando comienzo a tratar del Soñador en mis notas de meditación. Parecería como si hasta entonces, incluso ese nombre de “Soñador” fuera rigurosamente tabú, y no hubiera aparecido una sola vez ni en mi pluma, ni de viva voz al hablar con alguien. El cambio fue radical desde los días que siguieron a esa primera aparición del Soñador. En adelante era algo que se caía de su peso en todos mis sueños, que eran “mensajes” del Soñador. Y sabía que en cada uno se expresaba una intención de mi condescendiente guía y protector, que desde entonces me esforzaba en sondear lo mejor que podía. (Al menos así era durante los periodos de meditación.)

En el sueño del que hablo, el Soñador me apareció (sin ponerse nombre, ¡hayq ue decirlo!) con aspecto de un viejo Señor bonachón, que me indica mi camino. Sin que aún me diera cuenta claramente al vivir el sueño, incluso se muestra dispuesto a servirme de guía benévolo en una árida y solitaria ascensión, bastante problemática a fe mía, en la que estaba liado. Reconocí quién era ese viejo Señor en la mañana del día siguiente al que tuve ese sueño y escribí su relato. (Igual que el de otros dos sueños que lo acompañan y que, junto a él, forman una trilogía básica). Ese descubrimiento fue vivido como una revelación súbita, que me llenó de un gozo exultante, e inmediatamente me insufló una nueva energía. Una vez reconocido el Soñador, no me ha surgido ninguna duda al respecto ni entonces, ni después. Y a la vez supe que por ese Sueño en que Él vino en persona, el Soñador me hacía comprender que en mis manos estaba tomarLe como un Guía infatigable y seguro, en mi azaroso y solitario viaje en que avanzaba a tientas, sin saber bien si debía empeñarme en contra de todo, y aún menos a dónde me llevaba… Esa señal que me hacía el Soñador me hizo comprender de repente la suerte tan loca, la suerte tan inaudita que se me ofrecía, seguramente desde siempre, pero que no había sabido ver ni captar plenamente hasta entonces, ¡ni de lejos!

Ciertamente, no era cuestión de desperdiciar una suerte tan extraordinaria. Tuve entonces un impulso de confianza total, de alegría agradecida, y una elección: ¡en adelante, seguiría a ese Guía providencial!

Creo poder decir que esa confianza absoluta, esa fe sin reservas, después nunca ha sido desmentida. Pero también es cierto que en los siguientes años, estuve lejos de estar a la altura de mi elección, y ahora todavía estoy lejos. A menudo me he limitado a escuchar con un oído distraído lo que Él me decía una y otra vez con insistencia y con una paciencia inagotable. Pero lo que limitaba sobre todo el alcance práctico de esa elección, creo, es que seguía dedicando a la reflexión matemática una parte considerable de mi energía[37]. Al menos podría decir que en los tres grandes periodos de meditación por los que he pasado desde entonces, mi trabajo realmente ha consistido, poco más o menos, en sondear poco a poco lo que el Soñador me decía noche tras noche, o si no, a volver sobre ciertos sueños de los años anteriores, evocados por los que acababa de recibir.

Verdaderamente es raro que a pesar de esa especie de “familiaridad” con el Soñador (si aún me atrevo a aventurar tal expresión…), a pesar de esa estrecha e intensa relación, haya persistido en prohibirme (tácitamente al menos) plantear la pregunta, que sin embargo parecía imponerse: ¿pero quién es pues el Soñador? Seguía, en suma, acantonado en la actitud “utilitaria” antes descrita: tenía un Guía incomparable, sabía que podía confiar totalmente en él – eso bastaba. Al menos a nivel consciente, donde la consigna seguía siendo: ¡sobre todo nada de cuestiones “metafísicas”!

A nivel subconsciente, e incluso ya con la existencia del Soñador fuera de cuestión, era más o menos como antes: una especie de bruma indecisa, un batiburrillo confuso, que nunca me dignaba examinar. La “voz cuchicheante”, ella, al menos estaba clara en un punto: El Soñador no es una parte de mí mismo, de mi psique – la parte “más creativa” digamos, lo que a veces también llamaba “el niño en mí”. Yo Lo sentía verdaderamente distinto de mí, aunque sólo fuera por Sus prodigiosos medios, que superan infinitamente los que me conozco. En absoluto podía tomarlos como “los míos”, ni siquiera atribuyéndolos (por el bien de la causa) a un “Inconsciente profundo” más o menos hipotético[38], al que la mirada consciente jamás tuviera acceso directo. En cuanto a la “voz de la razón”, daba a entender que realmente aquí no había ninguna razón para buscarle tres pies al gato. Después de todo, los sueños tenían lugar en mi psique, ¿no? Y además, era bien conocido que el Inconsciente se las daba un poco de creativo, no había que creerse que era un vulgar estercolero o el cubo de la basura, como Freud parecía creer…

Debía haber oído hablar un poco de C.G. Jung; que el tema ya estaba archivado, que había ese famoso Inconsciente. Y he aquí que me topo por el mayor de los azares, todo hay que decirlo, con la Autobiografía de ese mismo Jung[39]. Como interesante, era interesante, y Dios sabe si se trataba del Inconsciente, y bien rodeado de vibraciones “numinosas” – ése es, en griego o en latín, el término correcto[40] que ahora reemplaza a las expresiones en desuso y de encantadora ingenuidad como “sagrado”, “religioso” o “divino”. Ese Inconsciente, comprendí entonces, había reemplazado al buen Dios de los buenos viejos días. Cierto es que en nuestros días y entre sabios distinguidos y humanistas, ese pobre buen Dios ya es simplemente insoportable. Incluso para un buen cristiano y cuando se es alguien, verdaderamente no es serio hablar de Él (o se hace en griego o en latín, o mejor aún en sánscrito, chino o japonés…). Mientras que el Inconsciente, según había probado Freud (pero cuanto menos se hable de eso mejor…), era de lo más científico, ¡magnífico! ¡Nadie podía pretender lo contrario, no!

Dios sabe que yo “ardía”, en ese momento. Verdaderamente hacía falta que me empecinase para que no hiciera entonces una comparación, y encontrara la respuesta ya preparada (¿y que tal vez había “sabido desde siempre”?), a la pregunta informulada: ¿quién es pues el Soñador? Ya dudaba mucho de que el Soñador estuviera presente y bien despierto ¡sólo en los momentos en que duermo y sueño!

Si me hubiese planteado entonces esa pregunta, ¡no es posible que no cayera sobre la respuesta evidente, la que se imponía! Pero en mi espíritu (como seguramente en el de muchos otros) ese tipo de cuestión era incluso cuestión prohibida: ¡lo siento, no merece la pena insistir!

Pasemos a las cosas serias. El Inconsciente y todo eso…

22. Reencuentros con Dios – o el respeto sin temor

1 y 2 de junio

Al terminar ayer, exageré un poco cuando pretendía que hace años ya que la respuesta a la pregunta “¿quién es el Soñador?” tendría que haber sido evidente para mí. Lo que es seguro, es que si realmente me la hubiera planteado y hubiera reflexionado una tarde, no habría podido dejar de caer, si no en la respuesta “que se imponía”, al menos en la nueva pregunta que se imponía: “¿No será el buen Dios en persona?”. Verdaderamente era ésa la idea natural, visto el punto en que me encontraba en mi experiencia del sueño. Una idea atrevida, sí, y tentadora. Pero hasta el pasado mes de octubre aún no sabía suficiente para poder hacerme una idea de si esa “hipótesis” (¡ya estamos!) era razonable o no. Y fue un mes más tarde, bajo el aflujo de mis sueños y sin buscarlo, cuando llegó la respuesta sin que tuviera que plantearme la cuestión.

En ese momento, aparentemente la cosa no me parecía suficientemente importante, como para detenerme en ella y examinar más de cerca la convicción íntima repentinamente aparecida. Hay que decir que me tenía en vilo la escucha, durante días, de lo que me decía el Soñador. Me contentaba con sacar el mensaje principal de cada sueño (si es que lo conseguía), sin siquiera tener tiempo de pararme en las asociaciones que me parecían marginales (¡incluso “metafísicas”!). Pero desde finales de diciembre, la acción de Dios en mí, por medio de los sueños, llegó a ser tan patente, que sin haber tenido que examinar mi convicción todavía muy reciente, ésta se había convertido en certeza, o mejor dicho, en un conocimiento. Un conocimiento tan irrecusable como el que me había llegado diez años antes, también por medio de un sueño, en ese día que después me ha parecido el del “reencuentro con mi alma”. Esta vez, era el “reencuentro con Dios”. O mejor dicho, quizás, el encuentro con Dios, reconocido esta vez como Aquél que Él es. Es mi primer encuentro en mi presente existencia terrestre, y (según he creído entender por uno de mis sueños, a principios de febrero), también el primero en la larga sucesión de mis nacimientos pasados[41]

Pero me anticipo. Hay que decir que, antes de ese encuentro aún reciente, para mí “Dios” era algo bastante lejano, por decir poco. Era muy raro que pensase en él, y antes del primer reencuentro, hará once años (cuando me acercaba a mis cincuenta años), eso no me ocurría prácticamente nunca. No tenía la impresión de haber tenido nunca relación con Él personalmente, o que Él se interesase en mi modesta persona, ni en la de ningún otro. Por supuesto, sabía que había personas que se consideraba que se habían comunicado con Dios de una manera u otra. Había oído hablar de los profetas de Israel, que se atrevían a decirles cuatro verdades a los poderosos de la tierra, en nombre del Eterno. Eso al menos, ¡eso tenía gracia! Pero no estaba muy seguro de hasta qué punto se le podía dar crédito, a todo eso, aunque, a menudo, la buena fe de los testigos era claramente incuestionable. Jamás había hecho el esfuerzo de hacerme una idea al respecto, de aclararme al respecto. A decir verdad, no tenía la impresión de que verdaderamente eso me concerniera.

Tendré que volver de manera detallada sobre la historia de mi relación con Dios, y de la idea que me hago de Él. Siento bien que el sentido mismo de lo que tengo que decir sobre Él, y el crédito que se pueda conceder a mi testimonio, son inseparables de todo un contexto, del que esa “historia” es quizás su principal ingrediente. Sin contar con que el sentido mismo de esa afirmación que estoy comentando largamente y que desearía aclarar: “Dios es el Soñador” – que ese sentido depende ante todo, por supuesto, del sentido que se dé, o que des, a “Dios”. Pero ya haría falta que intentase comunicar, lo mejor que pueda, el sentido que él tiene para , ¡el portador del mensaje! Y ese sentido no puede separarse de mi historia espiritual, y en primerísimo lugar, de la historia de mi relación con Dios.

Por el momento, sólo quisiera subrayar que, en cuanto a mi relación con el Soñador, y todavía hasta el mes de noviembre del año pasado, ésta estaba muy lejos de situarse en las tonalidades que comúnmente se pensaría en llamar “religiosas”. Al menos nunca se me habría ocurrido llamarla así, no más después de mi primer “encuentro” con el Soñador “en carne y hueso” (del que hablé ayer) que antes.

Es cierto que tenía una confianza absoluta en él, una fe total, que hubiera sido impensable que pusiera en una persona, no más a mi propia persona que a cualquier otra. Era la fe que el niño pequeño tiene en el amor y en la fuerza y las capacidades de su padre (al menos cuando todo “va bien” para él, lo que a veces ocurre…). El padre es a la vez muy cercano, y muy fuerte, muy poderoso. Esa fuerza del padre no tiene nada de inquietante, de amenazador – es casi como si también fuera tu propia fuerza; una fuerza bienhechora, benéfica, extraña a toda violencia, de la que tú eres el heredero tácito, que oscuramente sientes latir ya en ti, pero a tu propia medida de pequeñajo. Esa era, en lo esencial, mi relación con mi padre, en los cinco primeros años de mi vida[42]. En ella no había ningún temor. En ningún momento de mi vida tuve miedo de mi padre.

Y así era también mi relación con el Soñador. Con la diferencia de que yo sabía que mi padre era falible, aunque lo sintiera poderoso y rico en conocimiento cierto. Pero jamás sorprendí al Soñador en fallo. A menudo no estaba de acuerdo con Él, pero creo que bien sabía, en mi fuero interno, que Él tenía razón. A la vez un instinto me decía que no se trataba de que le “diera la razón” pasivamente, y que en modo alguno me hablaba Él con esa intención en los sueños, sino para que me diera la molestia de confrontarme. Y no fallaba nunca – y cuando rascaba un poco bajo la superficie, descubría (con el placer del que ve abrirse ante él una comprensión nueva) que Él estaba acertado. Por esa penetración, de una seguridad infalible, el Soñador era muy diferente de mí, y también (de eso no tenía la menor duda) de cualquier otra persona del mundo, desde que hay hombres sobre la tierra.

Y sin embargo, a la vez me sentía muy cercano. Podía ser mi padre, igual que podía ser mi hermano mayor, o una traviesa hermana mayor. Su autoridad, a veces maliciosa, jamás era una coacción, sino siempre puro don, sin ninguna obligación de aceptación por mi parte, ni de gratitud. Es por todo esto por lo que la famosa “voz de la razón” podía insinuar que en el fondo, el Soñador, no era más que una parte de mí, la parte “ignorada” por así decir. (Eso equivalía pues a decir que en el fondo, yo era un “infalible” ignorado – ¡sólo faltaba eso!) Cuando me expreso sobre Él en las notas de meditación, después del “Encuentro” (del que hablé ayer), ni se me hubiera ocurrido poner mayúsculas en “él” y “su”. Incluso cuando finalmente supe quién era Él, pasó tiempo antes de que pensara en ponerlas, las mayúsculas, e incluso estuve algo indeciso durante un tiempo. ¡Aún me sentía tanto en un “tú a tú” con Él! Lo que es seguro, es que jamás he tenido el menor temor ni del Soñador, ni de Dios, y me extrañaría que lo tuviera alguna vez. (Sin pretender no obstante predecir el futuro…) No he visto Su cólera e ignoro si la he suscitado o si lo haré. Bien sé que Su poder es infinito, y que a veces Él castiga los cuerpos o los aniquila. Pero el pensamiento de Su cólera no me asusta. Pues también sé que Su cólera no borra Su amor, y que vigila, como algo muy preciado, lo que en cada uno de nosotros ha de permanecer intacto… (10).

En cuanto a las mayúsculas, he terminado por obligarme y habituarme a ponerlas, incluso en mis notas personales. Me he dicho que frente a Dios e incluso en los momentos en que Lo sentimos muy cercano, no puede haber exceso de respeto, y que (salvo para el niño pequeño) los aires de “familiaridad” no son de recibo. Y más aún en los textos destinados a ser publicados. Pues el respeto a Dios, al igual que el respeto al hombre, hecho a Su imagen, y a su alma, se ha degradado de manera espantosa. Incluso los “creyentes” de hoy en día ya no se atreven a tomarLo en serio, se diría, y constantemente parece que imploran la indulgencia de las gentes “ilustradas”, en nombre del humanismo, por obstinarse todavía en un anacronismo tan flagrante[43].

 

 

23. No hay más que un Soñador – o el “Otro yo mismo”

9 y 10 de junio

Es hora de que al fin vuelva al hilo de la reflexión, o más bien, al relato de un descubrimiento, interrumpido (desde hace una semana) por digresiones imprevistas[44]. E incluso las dos secciones anteriores también, me parecen casi como digresiones en cierto propósito, anunciado (hace once días) en la sección “Hermanados en el hambre”. Me disponía a explicarle el sentido del “pensamiento maestro”: “Dios es el Soñador”, a un lector que no tuviera ninguna experiencia viva de Dios, para el que, quizás, “Dios” no fuera más que una palabra, vacía de sentido, o incluso una “superstición” de una edad “prelógica” actualmente muy superada (¡gracias a Dios!) por el impulso triunfal del pensamiento racional y de la Ciencia. Tengo viejos amigos que se tapan los oídos con aire entristecido cuando oyen pronunciar palabras tales como “Dios”, “alma”, e incluso “espíritu”. No sé si leerán mi testimonio. Pero también escribo para ellos, con la esperanza, ¿quién sabe? de que tal vez sacuda una visión de las cosas demasiado bien (y durante demasiado tiempo) asentada…

También me disponía a reformular la idea maestra, de manera que tuviera un sentido comprensible, no sólo para unos pocos, sino para todos. Se trataba pues, en suma, de “eliminar a Dios de mi proposición”. Eso fue el 30 de mayo. Pero desde ese día hasta hoy, como a mi pesar, arrastrado por las asociaciones que se sucedían a lo largo de las horas y los días, ¡prácticamente no he hecho otra cosa que hablar de Aquél mismo que se trataba de eliminar! Se diría que es una obsesión, y seguramente con razón. En el pasado fui un “obseso” de las matemáticas, y todo el mundo amablemente me daba palmaditas en la espalda diciéndome que eso estaba muy bien. Cuando después fue la meditación, eso representó un fastidio–¡¿me quiere usted decir a qué se parece eso?! Ahora que es Dios, es mucho peor – ¡un matemático que se pone a tener revelaciones! Loco de atar, sí…

Al empezar a escribir este libro, no me imaginaba hasta qué punto Dios estaría por todas partes, en las líneas y entrelíneas. Quería ser diplomático, esconderLo en mis mangas (más anchas de lo que se supone…), para sacarlo hacia la mitad del libro con aire inocente, cuando menos se lo espere uno, como una “conclusión” imprevista al final de una larga demostración. Pero no hay nada que hacer. Ese Gran Invisible, una vez que se da a conocer, ¡no se deja esconder así como así! Y (debería haberlo sospechado) Él se ríe de las demostraciones.

Terco a mi manera, voy a intentar de todos modos volver a mi “eliminación”, y ver que da de sí. Pero de nuevo con un sesgo “subjetivo”, partiendo de mi propia vivencia, en mi relación con el “Soñador”.

Según he dicho una y otra vez, bien me daba cuenta, desde el principio, de que el Soñador – Aquél que se me manifestaba por los sueños – era infinitamente más fuerte que yo. Decididamente era “Otro”, aunque me sintiera muy cercano a Él. Todo lo que yo sabía, Él lo sabía, todo lo que yo percibía, Él lo percibía – pero con una profundidad, una agudeza, una vivacidad, una libertad de las que yo carecía (igual que carecen todos aquellos que jamás haya conocido…). Además, cuando Él me hablaba en los sueños, siempre era (terminé por darme cuenta) de del que hablaba, o de cosas muy cercanas a mí[45]. Y en muchos de los materiales que Él usaba para “montar” Sus sueños, yo reconocía impresiones que me habían chocado o rozado los días precedentes, o a veces también, recuerdos de días muy lejanos sepultados en el olvido, y que el Maestro de los Sueños hacía surgir de las brumas.

De todo esto se desprendía la impresión de que el Soñador estaba, en cierta forma, “ligado” a mi persona. Era un poco como si hubiera en mí una especie de “otro yo mismo”, que tuviera a Su disposición todos mis sentidos y todas mis facultades de percepción y de comprensión, pero que las utilizase con una libertad y una eficacia totales, mientras que yo no vivía (me daba cuenta desde hacía mucho) más que de una porción ínfima de mis recursos. Era pues como un “yo mismo” que hubiera sido liberado de los condicionamientos y de la inercia que hacían de pantalla entre las cosas y yo, un Alguien, en suma, que percibiría por mis sentidos, sensoriales y extrasensoriales, con la frescura de percepción que yo tenía al nacer, y que los integrase en una comprensión, en una visión, con la penetración y la madurez de un Ser que hubiera asimilado la experiencia de millones de años.

Como también he dicho, jamás consagré una reflexión deliberada a la naturaleza del Soñador. Pero mis pensamientos han debido rozar la cuestión aquí y allá, vagabundeando, sin detenerse en ella. Tenía la idea de que en otra persona el Soñador tendría otra visión de la realidad que la de Aquél que yo conocía, el cual (presumía yo tácitamente) la experimentaba por mis sentidos. Bien sentía, sin embargo, que esas visiones (sin duda diferentes) no podían más que completarse mutuamente, y jamás contradecirse. Pues una y otra eran  verdaderas, en el sentido más fuerte que se pueda concebir. Y bien sentía, también, que la mirada del Soñador era “objetiva”, aunque diera la impresión de mirar con mis ojos. Jamás le había visto “tomar partido”, ni a favor ni en contra mía, o a favor o en contra de cualquiera. Se limitaba a mostrar las cosas y los seres tal cual son, y siempre en algún aspecto oculto que se me había escapado. Esa “objetividad” no era más que un aspecto de su total libertad, frente a mi persona y a la de cualquiera.

Mi impresión pues, era que la visión del Soñador en mí, y la del Soñador en otra persona, eran visiones igualmente “verdaderas”, igualmente “objetivas”, de una misma realidad absoluta, pero vista bajo diferentes ángulos. En mi experiencia de los sueños anterior al pasado otoño, nada me habría permitido suponer que el Soñador en mí supiera y viera más que lo que Él podía ver desde ese ángulo particular ligado a mi persona, que Él conociera esa “realidad absoluta” toda entera, desde todos los ángulos a la vez; en otros términos, que en modo alguno estaba “ligado” a mi persona, según había tenido yo la impresión por el hecho de que no sólo me hablaba de lo que me concernía directamente.

Y he aquí ahora el hecho nuevo verdaderamente extraordinario, la “buena Nueva increíble”, de la que he adquirido conocimiento sin traza de la menor duda: el Soñador en mí es el mismo que el Soñador en ti, o que el Soñador en cualquier otra persona que jamás haya vivido.

24. El Creador – o el Lienzo y la pasta

Antes de hacer una apreciación crítica del fundamento de esta afirmación tajante (en la que ya no se trata de “Dios”), quisiera primero examinarla más de cerca, a poco que sea, y comentar su alcance.

En primer lugar: El Soñador en mí (o en ti, lo mismo da) sabe todo lo que alguna persona haya sabido jamás – Y lo sabe, además, de una manera exenta de los innumerables errores debidos a las limitaciones del espíritu humano, tan pesado y tan temeroso ante el conocimiento.

Podríamos verLo, por eso, como una especie de Memoria gigante, que instantáneamente y simultáneamente tiene a su disposición todas las percepciones, pensamientos, sentimientos, emociones y todas las experiencias de todo tipo que los hombres hayan vivido jamás, desde que hay hombres sobre la tierra. Bien entendido, no obstante, que ése no es el saber inerte de algún gigantesco ordenador, sino un conocimiento vivo, una Mirada que capta, en sus trazos esenciales igual que en los más finos matices, las complejas relaciones, infinitamente variadas, que ligan en un mismo Todo armonioso, esos innumerables elementos dispersos que acabo de evocar. Ése es Su conocimiento, que de alguna manera pone “a mi disposición”, con el lenguaje de los sueños; no según mi demanda y mis deseos, es cierto, sino según Su Sabiduría. Y no hay duda de que Él sabe infinitamente mejor que yo, el ignorante, lo que conviene que Él me diga por mi bien en cada momento.

En lo poco que acabo de decir hay, me parece, con qué sorprender el espíritu de cualquiera que no esté totalmente desprovisto de curiosidad filosófica sobre sí mismo y el mundo. Y sin embargo, ese “poco” está aún muy lejos de la realidad. Recuérdese primero que la acción del Soñador en nosotros, y la ayuda que nos concede, en modo alguno se limitan a los mensajes (tan poco escuchados) que nos envía dormidos por medio de los sueños. Él también es esa voz interior que en nuestras vigilias (cuando tenemos a bien hacer el silencio) nos inspira dónde está lo verdadero, lo esencial, el nervio oculto y el corazón palpitante de la carne de las cosas, entre la masa amorfa de lo dado y lo posible – donde se abre en la penumbra el oscuro regazo que el espíritu debe fecundar… – es Él, la voz de la “sinrazón”, mientras nos aferramos con tanta fuerza a lo que es “razonable”, “serio”, “bien conocido”, “fiable”. Es Él, el Creador que está en cada uno de nosotros y que nos anima a ser creadores como Él – y Él es al que constantemente rechazamos, igual que rechazamos el mensaje de nuestros sueños.

Pero eso no es todo. Ese Soñador–Vigilante universal, común a todos los hombres, tiene una ciencia que excede infinitamente no sólo a la de cada uno de nosotros en particular, sino también la de todos los hombres juntos, de todos los que jamás han vivido sobre la tierra igual que la de los que vivirán jamás[46]. Todo lo que un ser vivo, sea hombre, bestia o planta, jamás haya “sabido”, percibido, probado – Él lo ha sabido, percibido, probado con él, y lo sabe en ese mismo momento y en la eternidad. Nuestros sentidos, y los de la menor hormiga atareada, de la menor brizna de hierba ondulada por el viento o de la ínfima bacteria que se dedica a sus necesidades – son como innumerables y delicadas antenas de una misma Inteligencia infinita, que conoce íntimamente, a lo largo de los instantes, en sus líneas maestras igual que en sus más imperceptibles detalles, todo lo que hay y todo lo que sucede sobre la tierra – las cualidades y texturas y movimientos de todos los suelos y subsuelos, de todas las aguas que corren o se remansan, de los aires y los vientos, y de los tejidos vivos de las plantas y de las bestias y de los hombres, y las corrientes de energía que irrigan y dinamizan todo – y las fuerzas maestras igual que los menores movimientos que dirigen implacablemente o que hacen estremecer en la brisa al alma humana, la del menor como la del primero de nosotros. Es esa Inteligencia, la misma, la que vive y vigila en ti, y en mí, y en cada uno.

Y esa Ciencia infinita, ese conocimiento íntimo de todas las cosas no se limita a la superficie y a las profundidades de la tierra y de los aires y de las aguas, a lo que la legión de criaturas con vida puedan percibir y explorar y conocer. Sino hasta los más lejanos soles y a sus planetas y sus orbes, y toda nebulosa en espiral igual que todo átomo que danza y que vibra al unísono con el Universo en los insondables espacios siderales… esos son Sus ojos y Sus dedos que sondean y escrutan y exploran el Mundo, en su presente y en su incesante devenir, de parte a parte en extensión y en duración, en su altura y en su profundidad, en sus cambiantes formas y en su imperecedera substancia, en su Orden inmutable y en el Soplo que lo traspasa y lo anima.

¡Y eso no es todo! Esa Inteligencia infinita que nos habla en nuestros sueños y nuestras vigilias, y que en cada instante y de toda la eternidad explora y busca y conoce el Mundo de las cosas creadas, no sólo conoce, sino que crea. Al tomar conocimiento, expresa, y al expresar, transforma. Ese Soplo creador que atraviesa todo, y que quizás a veces has percibido en sueños, o en ciertos momentos benditos de abandono y de silencio, es Su soplo. Y a decir verdad, el Mundo es ese Soplo, o mejor: Su pensamiento es quien lo ordena, y Su soplo quien lo anima. Y la substancia que late a su través y que ante ella labra y estructura el espacio y el tiempo, es Su pensamiento y Su soplo hechos materia y energía, y las criaturas dotadas de alma que la habitan son Su pensamiento y Su soplo “hechos carne” – y lanzados al Universo, cada uno en su aventura propia y única…

¡Y heme aquí de nuevo en el punto de partida! Ese Soñador tan familiar, que nos habla en nuestros sueños y que escuchamos con un oído tan distraído, es el Creador del Mundo en que vivimos – ese mundo del que cada uno de nosotros, y toda nuestra especie junta, no percibe y no conoce más que una ínfima parte. Y ese mismo Mundo está en perpetua Creación, es el Pensamiento y el Soplo de Dios, el Creador.

El pensamiento creador de Dios se concreta y actúa, y brota y se ramifica y crece y se despliega en cada lugar y en cada instante, desde toda la eternidad. Es el Verbo original, el lenguaje de Dios, del que cada palabra es Acto y creación, en el Mundo visible y en el invisible. En cuanto a los siete días de la Creación, no hay duda de que son los “días”[47]en que Él desentrañó de la nada la leyes eternas (espirituales, físicas, biológicas) que rigen el Cosmos y el Universo – cual un Maestro Pintor que prepara con cuidado su lienzo y su marco para un cuadro que se dispone a bosquejar[48]. Cuando el Maestro toma la paleta y el pincel, seguramente en Él hay una intención, una visión, un designio, que de antemano dicen las grandes líneas de la composición que ya se trama. Pero lo que será la Obra, Él mismo no lo sabe, y Se guarda mucho de fijarlo de antemano. Pues es una Obra de arte, y no una copia (aunque fuera copia de Sus propios decretos…). Lo que Ella es, Él lo va aprendiendo a medida de que prosigue el trabajo, cada pincelada sobre el lienzo llamando a la siguiente, al servicio de un mismo designio, y siguiendo la libre Voluntad y la Inspiración del Maestro…

Y en el mismo instante en que leas estas líneas, el Maestro está manos a la obra. Su pincel invisible está por todas partes a la vez, dando con destreza pincelada tras pincelada en ese Cuadro infinito en génesis, que Él es el único que ve en todas sus partes, y en su totalidad, con sus tonalidades y con su estructura. Y tú y todos nosotros, los vivos, somos la pasta viva sobre la paleta del Pintor. Si nuestras mismas almas fueron creadas, y cuándo y cómo aparecieron en el Cuadro, no lo sé. En cambio lo que sé es que no somos simple substancia, flexible y dócil bajo el pincel que nos amasa, nos forma y nos inserta a voluntad del Ojo y de la Mano del Maestro. Ciertamente, que lo sepamos o queramos o no, somos instrumentos, muy a menudo reticentes, en una Mano que tiene todo poder sobre nosotros. Pero, según Su amorosa voluntad, somos instrumentos vivos, dotados de libertad, según nuestra voluntad, para estar de acuerdo con las intenciones del Maestro, o para resistirnos. ¡La Tela es lo bastante amplia como para abrazar todo! Y la obstinada ignorancia de la pasta y su larga resistencia al pincel no son los trazos menos notables de la Obra en la que colabora, aunque quisiera resistirse.

Así, por el pesado privilegio de la libertad, no somos instrumentos inertes en una Mano que crea, sino los irremplazables socios en una Obra cuyo diseño y visión se nos escapan, y en la que sin embargo, en cada instante de nuestra vida y hagamos lo que hagamos, participamos.

Todos y cada uno somos los socios elegidos de una Obra que nos supera, las voces concordantes enlazadas en una Sinfonía que engloba y resuelve todas las disonancias. Tal es el sentido de nuestra vida, que tan a menudo parece carente de sentido, tal es nuestra nobleza, que no borra ninguna decadencia ni ninguna ignominia.

El precio de la resistencia al sentido de la vida, al “Tao”, el precio de la decadencia, de la ignominia, del miedo a la vida, de la ignorancia – es el sufrimiento. Trabajadora infatigable, ella es la que con paciencia y obstinación, nos restituye a nuestro pesar esa nobleza que constantemente rechazamos.

En la medida en que estas cosas son entrevistas o sentidas, dejamos también de usar nuestras fuerzas para “desentonar”. Y nosotros, que fuimos todos socios a nuestro pesar en los designios de Dios, somos todos, y en todo momento, llamados a la gracia de ser sus servidores.

25. Dios no se define ni se demuestra – o el ciego y el bastón

11 y 12 de junio

Antes de ayer comencé con la loable intención de “eliminar de mi proposición” cierto “término” (hum…) particularmente mal visto en nuestros días. Ha sido simplemente retroceder para saltar mejor: me he visto arrastrado, por una repentina facundia, a decir del Innombrado mucho más que la lacónica afirmación que pretendía comentar: “No hay más que un sólo Soñador” – e incluso mucho más de lo que dicho Soñador ha querido jamás decirme Él mismo sobre Sí mismo. Con este imprevisto impulso, al final he puesto en mi “paquete”, sino todo lo que sé (o creo saber) sobre el Soñador, alias el buen Dios (pues tendría para varios volúmenes), al menos lo que me ha parecido, bajo la inspiración del momento, esencial para situarLo. Y muy particularmente, situarlo para aquellos lectores a los que la palabra “Dios” no sugiere nada más que beaterías, oscurantismo, y prohibido “tocarte el pajarito”.

Al tocar mis acordes a dos manos, no he creído (¡Dios no lo quiera!) dar una “definición” de Dios. Nada de lo que pertenece al mundo espiritual puede ser “definido”, todo lo más evocado, por el lenguaje de las palabras o cualquier otro, de modo más menos grosero o fino, más o menos superficial o detallado. Y Dios contiene y engloba el mundo de las cosas espirituales, es su Fuente y su Alma. Todo intento de decir quién es Él, sea por la escritura, o por la voz que habla o que canta, o el lenguaje de los ritmos y de la melodía o el del cuerpo que taconea y que baila, o por las capillas, los templos, los claustros, las catedrales que cantan con la voz secular de la piedra tallada, o por la humilde casucha de la ermita, por el pincel el lápiz el carboncillo el buril, o por el cincel y el escoplo que cincelan y ahuecan y modelan la madera o el jade o la piedra… – todo eso es sólo testimonio, y no es más que un balbuceo. Nos enseñan, a lo más, cómo Dios, y la experiencia y la idea de Dios, se reflejan en el alma del que se expresa – como un pedazo de cristal que refleja el Cielo, con todas las deformaciones debidas a la tosquedad del espejo y a su pequeñez. Aunque pusiéramos juntos los innumerables testimonios, a lo largo de siglos y milenios, de todos aquellos que se han sentido llevados a decirLo, cada uno a su manera, eso no haría aflorar apenas la superficie del Desconocido, del Inagotable – cual escudillas que se hunden y sacan agua de un Mar sin fondo y sin orillas. Podemos decirLo, a lo más, como la pasta bajo el pincel del Maestro “dice” de la Mano que la trabaja, y del Espíritu que anima la Mano.

E igual que no se pueden “definir” ninguna de las nociones que expresan realidades espirituales, tampoco es cuestión de “demostrar” nada sobre ellas. En ese plano, la verdad no es algo que se demuestra, sino que se ve (13). Es objeto de un conocimiento que no puede adquirirse por el razonamiento, a partir de su experiencia o de otras verdades ya conocidas[49]. No quiero decir con eso que la sana razón, e incluso el razonamiento, sean inútiles para la progresión en el conocimiento de las cosas de la psique y del alma, muy al contrario. Manejados con habilidad y con rigor a la vez, constituyen un valioso parapeto para evitar que nos extraviemos con los ojos cerrados, y a menudo permiten rastrear errores insidiosos y tenaces. Pero si nos ayudan a reconocer el error, como el bastón del ciego que sitúa los obstáculos en su camino, son incapaces de ver la verdad, y también de reconocerla o establecerla. También pueden ser útiles para hacernos entrever, por vía “lógica”, cosas que nos presentan como plausibles, o al menos como posibles y dignas de dignas de ser examinadas más de cerca. No tendríamos ninguna necesidad de ellos, no más que del bastón de ciego, si nuestro ojo espiritual estuviera plenamente abierto y despierto. Dios, estoy convencido (e incluso cuando “hace matemáticas”), jamás razona sino que siempre ve (incluyendo las relaciones que nosotros llamamos “razones”, y que encadenamos en los “razonamientos”). De todas formas, todo razonamiento que pretenda establecer una verdad o un hecho, sobre la psique o el alma o Dios, siempre es vacío. Cada vez que, en la meditación, he caído en esa trampa tan común de “demostrar”, y de dar crédito a una “conclusión” sobre la base de una “demostración” (aunque fuese camuflada…), un malestar me advertía de que iba por mal camino, que estaba a punto de perder el contacto con la realidad de las cosas mismas, para jugar con los conceptos que supuestamente las expresan.

Si ya es así con todo lo que concierne a la psique, aún es más flagrante cuando se trata de Dios. Así, las llamadas “pruebas” de la existencia de Dios, que nos han regalado más de una pluma ilustre, son unas niñerías (por no decir camelos), que han debido hacer reír mucho a Aquél que con tanto cuidado se probaba la existencia[50]. Que el lector no espere pues encontrar en este libro una “demostración” convincente de la igualdad

Dios = Soñador ,

ni siquiera de la más modesta

Soñador en Pedro = Soñador en Pablo .

Pretender “demostrar” tal cosa sería engañar al mundo (que no pide otra cosa…) engañándose a sí mismo. Es inútil que pase a engrosar las filas ya bastante prietas de los que gustan librarse a tales juegos de manos.

26. La nueva tabla de multiplicar

Mi propósito no es demostrar, sino aclarar, testimoniar y anunciar.

Mi primer propósito era bosquejar a grandes rasgos la visión que se ha formado en mí sobre los sueños en general, como ya he comenzado a hacer. No he podido ni podría impedirme hablar una y otra vez sobre Dios – igual que no me podría hacer eco de un diálogo en que he estado y estoy implicado, silenciando al Interlocutor. Por Su acción en mí a lo largo del año pasado, se ha convertido en el Centro omnipresente de esa visión, igual que es el Centro de mi vida, y de mi visión del mundo. Mi experiencia del sueño, al revelarse experiencia de Dios, ha sido finalmente el crisol del que mi persona, y mi visión de las cosas al mismo tiempo, ha salido renovada.

Esto me lleva a mi segundo propósito, el “testimonio”: intentar esbozar al menos con trazos gruesos, y “pasar” por poco que sea, lo que han sido mi experiencia de los sueños, y mi experiencia de Dios. El único fundamento de la visión que describo en este libro es esa experiencia. Y ese fundamento, que me ha llegado al anochecer, en mí es seguro e inquebrantable. En la medida en que consiga pasarte algunos efluvios de esa experiencia viva, de esas aguas subterráneas y de ese fuego que estalla, la visión será vida también para ti, y tomará carne y peso. Sólo entonces tendrá ella una oportunidad de estimular en ti, con ayuda del Huésped invisible y benevolente, un trabajo de renovación interior como el que Él ha suscitado y apoyado en mí.

Paso ahora a mi tercer propósito, que me parece que es como un puente entre la exposición de una visión y el relato de una experiencia. Se trata de dar cuenta de algunos de mis sueños, y del trabajo que me ha conducido a una comprensión, más o menos exhaustiva según el caso, de su mensaje. Servirán en primer lugar de ilustraciones concretas para los principales hechos de naturaleza general que expongo en este libro, sobre los sueños. Pero más allá de ese papel de ilustración, algunos de mis sueños, que me han llegado durante los meses de enero, febrero y marzo de este año, son de un alcance que no sólo supera a mi persona, sino también al interés que pueda concederse a los sueños en general. En un sentido aún más fuerte que los demás sueños, que me revelan a mí mismo, para mí tienen cualidad de revelación. Para mí está claro, y algunos de esos sueños lo confirman expresamente, que esas revelaciones me han sido hechas por Dios no sólo para mi propio beneficio, sino para ser anunciadas a todos – a todos aquellos, al menos, que se preocupen de conocerlas.

Entre esos sueños, con cualidad de revelación de Dios a los hombres, tienen un papel aparte los que llamo “sueños proféticos”. Anuncian el fin brutal y repentino de una era en declive y de una cultura en plena descomposición, y el advenimiento de una nueva era. Yo mismo seré testigo y coactor de esos sucesos, lo que deja presagiar que tendrán lugar en los próximos diez o veinte años a más tardar.

Éste no es lugar para comentar el sentido y el alcance de esos sueños proféticos, y para situarlos, al igual que los sucesos que anuncian, en la historia de nuestra especie y en la óptica de los designios de Dios sobre nosotros. Más bien, quisiera situar aquí el presente libro en relación a los sueños proféticos. La visión que expongo en él, y mi comprensión embrionaria de los sueños y de la naturaleza de los sueños, están fundadas en “revelaciones” que me han llegado por sueños, y sobre la “interpretación” de esos sueños que se me ha impuesto sin posibilidad de duda. Tal seguridad (o tal fe) es, ciertamente, algo muy subjetivo, y puede ser de oro como puede ser de hierro blanco. Y además, por su objeto y por su misma naturaleza, la validez de una de tales visiones no es susceptible de verificación “experimental” en el sentido corriente del término. Piénsese que la validez de una interpretación del más anodino de los sueños “del primero que pasa ” no puede ser establecida por esa vía[51] – escapa totalmente a toda veleidad de “prueba”. La cualidad de verdad de la visión no puede ser vista y probada másqueporaquélqueestélosuficientementeavanzadoenunaauténticaexperienciapersonal de sus propios sueños y en una comprensión de su sentido, como para poder convencerse “de visu” y por sí mismo. Si hay alguien aparte de mí, lo ignoro.

No veo más que una sola “razón objetiva”, que llevaría a dar crédito a esa visión a alguien más que esos hipotéticos “iniciados”. Y esa razón, de una fuerza brutal y perentoria, aparecerá mientras aún esté vivo, con el cumplimiento de mis profecías. Es esa “sanción por la historia” la que dará un fundamento “objetivo” creíble a unos imponderables tan poco convincentes como el “conocimiento” que pretendo tener, y mi íntima convicción y seguridad en esto y aquello sobre (digamos) los sueños en general, o ciertos sueños (llamados “proféticos”) en particular (14).

En suma, en mi vejez y para sorpresa mía, heme aquí, a iniciativa de Dios, convertido en mensajero e incluso “profeta”. Sin que yo haya tenido nada que ver, Él me ha enviado tales y cuales sueños, y me ha soplado por lo bajo cuál era su mensaje, que a cualquier otro que no fuera yo, quizás, le parecería una interpretación fantasiosa, incluso delirante. Y ni se me habría ocurrido rechazar la tarea con la que cargo: la de anunciar. Del mismo golpe y sin dudar, acepto también la consecuencia: a un profeta se le toma en serio, no por su cara bonita, sino cuando sus profecías se cumplen. Y esto tanto más cuanto son importantes.

Son esos sueños proféticos, y sólo ellos, los que me dan una completa seguridad sobre la supervivencia a corto plazo de nuestra especie (que el año pasado todavía me parecía más que dudosa), y sobre el porvenir que nos espera. No sólo habrá todavía una humanidad de aquí en algunos decenios[52], sino que también sé que no estará muerta espiritualmente como lo está ahora. Y es en un ambiente de vida, no entre efluvios de descomposición y de muerte, donde un mensaje como el que llevo sobre los sueños y sobre el Maestro de los sueños, podrá ser acogido en el pleno sentido del término: no como un “happening”, como un ruido que se añade al ruido, sino como una semilla plantada para germinar y crecer. Durante algunos años, lo que anuncio será sin duda todavía una voz que grita en el desierto – en un desierto lleno de ruido. No soy yo el que tiene poder para ordenar al ruido que guarde silencio, ni para abrir los oídos sordos. Pero llegará el shock de la Tempestad, y los oídos de los que sobrevivan oirán, y los ojos verán. Y lo que era sinrazón, locura y delirio para los padres, será aceptado por los hijos y los nietos como algo evidente.

Será, en suma, como una nueva “tabla de multiplicar”[53], graciosamente proporcionada por el buen Dios por mis buenos oficios. Complementará a la antigua de triste memoria – que nadie, después de Adán y Eva y durante generaciones de escolares agobiados, se había tomado la molestia de verificar…

[28] Esas palabras (en alemán) no me llegaron en un sueño, sino en lo que llamo un “flash” (despierto), dando a entender las palabras, pensamientos, imágenes y hasta escenas cortas, que a veces suben a la psique desde las capas profundas, sin que el pensamiento o la imaginación consciente tengan parte alguna en ellos. Tales flases son de la misma naturaleza que los sueños. No son obra de la psique misma, sino mensajes enviados por “el Soñador”, lo que es decir también: por Dios. He tenido muchos durante los meses de enero y febrero, sobre todo cuando hacía la “respiración profunda” y el pensamiento consciente esta eliminado en gran parte, por la atención prestada al aliento (“Atem–Lauschen”). Después de la respiración, tenía buen cuidado de anotar todos los “flases” que conseguía recordar, y llegado el momento intentaba sondear su significado lo mejor que podía, igual que hacía con los sueños de la noche anterior.

En este caso, el flas (del 5 de enero) se reducía a estas palabras: “Un pensamiento grande y fuerte” (“Ein grosser und starker Gedanke”), sin otras palabras, imágenes o pensamientos que las precisaran. He aquí mi comentario del mismo día:

“No está claro cuál es ese “pensamiento grande y fuerte” que será mi brújula en mi trabajo para “aclarar” – pero bien podría ser éste: que Dios, en su cualidad de Soñador, está a disposición de cada uno que quiera confiarse a él. Él me hará saber también cuál es el pensamiento en cuestión”.

Estas líneas fueron escritas apenas diez días después de que Dios irrumpiera en mi vida con fuerza. Con la perspectiva de los cinco meses que han pasado, en mi espíritu ya no subsiste ninguna duda sobre cuál es ese pensamiento maestro en el trabajo que me incumbe en los próximos años.

[29] Respecto a este desprecio generalizado por los sueños, véase la sección “La papelera del sabio – o el desprecio y la gracia”, nº.

[30] Sin embargo debo hacer notar una excepción a esa actitud de incredulidad desconcertada. Fue hace sólo tres días, y me llegó en la persona de uno de mis hijos, que veía por primera vez después de más de tres años. Lo que le dije sobre mi experiencia reciente de los sueños, y especialmente sobre los sueños proféticos, “hizo tilt” en él con unos mensajes en el mismo sentido que le llegaron tanto por sueños como despierto.

[31] Utilizo la imagen del “Patrón” para personificar el “yo” o el “ego”. Representa la parte condicionada de la psique, reflejo de los consensos sociales y producto de las reacciones de la psique para adaptarse a las coacciones y represiones de todo tipo que pesan sobre ella desde la infancia. Los movimientos de la vanidad y el orgullo, pero también los de la agresividad y el miedo, son en primerísimo lugar emanaciones del “Patrón”. Por otra parte, también es el Patrón (y de ahí su nombre) el que se encarga de las cuestiones de “intendencia” de la “empresa” que representa la psique, y muy particularmente de las “relaciones públicas” con la sociedad humana y sus representantes inmediatos, principalmente con los los parientes. Esta imagen se introduce y explica un poco en Cosechas y Siembras I, en la sección “El niño” (no 42), y se retoma y desarrolla un poco por todas partes en el resto de Cosechas y Siembras. Véase también la nota “La pequeña familia y el Huésped” (nota no1)

[32] Tenía una clara tendencia, hasta hace poco (cuando finalmente el Soñador llamó mi atención sobre mi desprecio), a confundir Eros y “el niño”. Tendré amplia ocasión de volver sobre los principales miembros de “pequeña familia” (casi siempre muy desunida) que constituye la psique del hombre, y sobre sus relaciones mutuas..

[33] Esa actitud mía extremadamente crítica, frente a las trampas de la especulación más o menos gratuita, no estaba desprovista de fundamento, y era muy seria. Incluso ahora, para mí está muy claro que una reflexión filosófica, tanto si versa sobre la psique, sobre la sociedad humana, o sobre Dios y sus relaciones con una y otra, no es más que un templo construido sobre arenas movedizas si no arraiga en una práctica vigilante del conocimiento de uno mismo. Pero en la medida en que tal práctica había llegado a ser en mí parte inseparable de mi vida cotidiana, mi desconfianza visceral (sobre la que vuelvo en el párrafo siguiente) ya no era oportuna, y se convirtió en una traba.

[34] Es muy posible que mi reticencia a adentrarme en alguna reflexión o estimación de naturaleza metafísica, incluso sobre temas (como el de la reencarnación) sobre los que no había podido evitar adquirir una convicción íntima, fuera un vestigio del ascendiente que las enseñanzas y la persona de Krishnamurti habían ejercido sobre mí durante varios años, aprincipios de os 70. Me expreso al respecto en CyS I nota 41(“La liberación convertida en traba”) y CyS III nota 118 (“Yang juega a yin – o el papel del Señor”).

[35] Creo poder decir que toda mi obra matemática, publicada o no, testimonia que las actitudes llamadas “utilitarias” permanecían constantemente subordinadas a lo que tal vez pudiera llamar una vocación “visionaria”, de naturaleza totalmente diferente.

[36] Todavía recuerdo muy bien que tuve que superar resistencias de esa clase cuando, a finales de 1979, me lancé a una reflexión sistemática sobre el delicado juego de las cualidades “femeninas” y “masculinas” en todas las cosas (en un momento en que aún ignoraba los términos consagrados “yin” y “yang”). Era la primera vez que emprendía una reflexión filosófica de naturaleza general. Incluso en los siguientes años, rara vez y siempre con igual reticencia, me permitía, durante unas pocas horas, una “digresión” sobre la psique en general, en vez de limitarme a examinar situaciones precisas. Ahora, con perspectiva, me doy cuenta sin embargo de que esas llamadas “digresiones”, que me concedía como se da un capricho a un chiquillo pesado, eran indispensables para un desarrollo normal de mi comprensión de la psique, incluida la mía.

Según me reveló uno de los sueños de los que hablaremos en este párrafo, mi reticencia extrema frente a toda reflexión filosófica de aspecto un poco “teórico” ha sido una consecuencia de mi desconfianza y de una desvalorización sistemática de las cualidades “yang”, y más particularmente de los aspectos yang (considerados como excesivos y dominadores en muchos aspectos) en mi propia persona. Pero desvalorizar y reprimir lo yang en modo alguno es un medio para suscitar una plenitud de lo yin (ni recíprocamente). En el plano de mis capacidades de comprensión y de visión filosófica, la actitud en cuestión (según me ha mostrado ese sueño) significaba cortar lo que era mi verdadera fuerza – cortar las alas de águila, y suspirar después por las de la libélula.

 

[37] No recuerdo haber tenido un sueño que me haya sugerido que esa importante dedicación matemática era tiempo perdido. Desde el punto de vista de mi itinerario espiritual, creo que era una especie de “mal necesario”, para conducirme de manera insospechada a una confrontación con mi pasado de matemático, y con el espíritu de los tiempos en el mundo científico actual. Esa confrontación es la que se persigue, durante casi dos años seguidos (y en más de mil páginas), con la escritura de Cosechas y Siembras.

[38] Con el término “hipotético” no pretendo poner en duda la existencia de dicho “Inconsciente profundo”, sino solamente subrayar que parece casi imposible hacerse una idea que no sea “hipotética” sobre su naturaleza y su conformación. Una primera y quizás principal dificultad, sobre la que tendré que volver, es llegar a “apartar” lo que, en la actividad de las capas profundas, proviene de Dios, y lo que proviene de la psique. Quizás forme parte de los designios de Dios que el espíritu humano deba permanecer en una ignorancia casi total al respecto. Compárese con las reflexiones de una nota al pie de la página 22 en la sección “Acto de conocimiento y acto de fe” (no 7).

[39] Se trata de ese “mayor de los azares”, y de las primerísimas impresiones de la lectura, en CyS III, al principio de la nota “El Hermano enemigo – o el traspaso de poderes (2)” (nota 156).

[40] La palabra “numinosum” (de la que deriva “numinoso”) se encuentra en el copioso “Glosario” del final de la Autobiografía, que recoge y explica los términos del vocabulario de Jung necesarios para la comprensión del libro.

[41] Si antes he hablado de “reencuentro” con Dios, fue pensando en una intimidad pasada con Dios que no se sitúa en mi actual viaje terrestre, ni en ninguno de los anteriores, sino en el limbo de la eternidad, fuera de todo conocimiento humano, cuando el alma, aún increada o apenas creada, aún estaba íntimamente unida a Dios. No he tenido revelación sobre el estado original del alma antes de sus periplos terrestres. Pero tengo la convicción de que el relato bíblico del jardín del Edén, y los mitos similares que se refieren a un “estado original” paradisíaco, son reflejos de un arquetipo universal, anclado en la psique de todos los hombres. Ese arquetipo sería el “recuerdo” del estado original del alma, antes de que ella se arrancase o fuera arrancada de esa intimidad con Dios, para ser lanzada en la larga y dolorosa aventura del conocimiento, cuyo término sería el retorno a Dios.

[42] Hablo de forma más detallada de esos cinco primeros años, en CyS III, “La inocencia” (nota no 107).

[43] He observado tal ambigüedad respecto de su fe, como si ellos mismos no pudieran decidirse a tomarla verdaderamente en serio y en el fondo se avergonzaran de obstinarse aún, sobre todo entre los “creyentes” instruidos. En modo alguno es peculiar de los cristianos, sino que parece extenderse a todas las confesiones religiosas sin excepción. Aparte de casos aislados, ya no deben quedar más que las gentes de las capas más pobres de la población de los países subdesarrollados no socialistas, que no hayan sido afectadas por esa especie de desacralización generalizada de las conciencias. Como el progreso no se para, éste no tardará en dar buena cuenta de esos deplorables vestigios del oscurantismo de la edad prelógica…

[44] Esas “digresiones” han consistido en las dos notas “La pequeña familia y el Huésped” y “Del garrote celeste y del falso respeto” (no s 1, 10).

[45] La primera y única excepción a esta regla, entre mis sueños, fue la cascada de “sueños metafísicos” que me llegaron este año entre los meses de enero y marzo. Aunque mi persona esté implicada en todos esos sueños, su mensaje claramente supera con mucho a mi persona, y ante todo concierne a las relaciones entre Dios y el hombre.

[46] Lo que digo sobre los hombres que vivirán jamás es seguramente cierto, en lo que concierne a su “ciencia” sobre la leyes que gobiernan el Universo y de su misma naturaleza, pero no, por supuesto, al conocimiento que un hombre tiene de su propia vivencia momentánea, y de su vida pasada. Esas son, en efecto, cosas sometidas a su libre albedrío, y dependen igualmente, en gran medida, del ejercicio del libre albedrío de muchas otras personas, sin contar la intervención de Dios mismo, que en cada instante es el resultado de “elecciones libres”.

Esas son cosas que Dios no puede y no quiere conocer de antemano, si no es todo lo más a grandes rasgos. Para dar un ejemplo preciso: cuando me siento ante mi máquina de escribir, y me dispongo a escribir una nueva sección del presente libro, Dios mismo no sabría decir con exactitud qué texto va a salir de ahí. En la medida en que Él participa con la inspiración, sabe a grandes rasgos de qué se tratará (¡algo que yo mismo sería incapaz de predecir!). Pero en la medida en que no soy un mero escriba de Dios, sino que también participo en la escritura del texto (par a lo mejor, y sobre todo para lo peor…), las previsiones de Dios tienen mucha probabilidad de ser incompletas, e incluso de ser totalmente trastornadas por las intempestivas iniciativas del redactor, e incluso de Dios mismo.

De hecho, creo poder decir que el hombre no es en ningún momento “mero escriba” de Dios, aunque lo deseara. Nunca es mero instrumento, sino siempre compañero, y a veces “colaborador” de Dios. Creo que el respeto de Dios por el hombre, y por el libre albedrío en el hombre, es tal que en ningún caso y en ningún momento se decide Él a que aquél que le sirve, conscientemente o no, le sirva como esclavo de Su sola Voluntad.

[47] Hay que contar con que cada uno de esos “días” es del orden de magnitud del millar de millones de años.

[48] Me supongo sin embargo que ese lienzo y ese marco han sido preparados por el Maestro Pintor a la vez que dibujaba a grandes trazos la parte principal del cuadro. Es decir, que Dios ha desentrañado e instaurado las principales leyes físicas y biológicas (si no las leyes espirituales) a medida de las necesidades, de acuerdo con Sus designios (de naturaleza espiritual), principalmente sobre la evolución de la vida sobre la tierra y la eclosión y evolución de la especie humana. Así, pudiera ser que la “puesta a punto” de las leyes físico-químicas más delicadas, y principalmente las que rigen las propiedades del agua, el fuego, o de las macromoléculas de la materia orgánica, no se haya realizado más que a lo largo de los miles de millones de años que marcan los iniciosdelaaparicióndelavidasobrelatierraydeldesarrollodeorganismospluricelulares. Puedencompararse estas sugerencias con las reflexiones “El niño y el buen Dios” y “Error y descubrimiento” en las dos primeras secciones de Cosechas y Siembras (CyS, secciones 1 y 2).

[49] Todos los místicos (y más aún en las tradiciones orientales que en la tradición cristiana arraigada en “la fe”) insisten en la importancia de la experiencia, como única fuente de auténtico conocimiento espiritual. Pero sobrentendiendo que la experiencia (aunque se viva cien mil años) no fructifica más que si es asumida. Hasta que no es asumida, la experiencia no deja de ser repetitiva y se renueva, para pasar a un nivel superior de experiencia, que hay que “asimilar”, asumir a su vez, para que no se haga repetitiva, para enseñarnos a nuestro pesar la lección que hemos de aprender en ese nivel de nuestro desarrollo espiritual, antes de pasar al siguiente.

[50] Seguramente, al menos en el caso de algunos, no habrá dejado de hacer oír esa risa en sus sueños, para acompañar así sus valerosos esfuerzos de lógica metafísica. Pero no han debido darse cuenta, y han permanecido serios como convenía a tan seria cuestión…

[51] Compárese con las reflexiones de la sección “Acto de conocimiento y acto de fe” (no 13), y de la nota de hoy “Verdad y conocimiento” (no 13).

[52] Tengo buenas razones para creer que seremos mucho menos numerosos que ahora. Seguramente habrá golpes sombríos, el “Día de la desolación”…

[53] Esta comparación con la tabla de multiplicar me ha sido inspirada, entre otras, por uno de mis sueños del pasado mes de octubre. En otros sueños, el trabajo matemático sirve de parábola graciosa en la investigación (a nivel del conocimiento espiritual) en la que actualmente estoy comprometido, y que, por sus dimensiones, su espíritu “fundamentos”, y su carácter visionario, está emparentada con mi trabajo matemático de antes. En el lenguaje del Soñador, la nueva obra en la que actualmente estoy comprometido, es vista (¡no sin humor!) como la “nueva Matemática”.