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Solvic (Notas §115 a §117)

Alexander Grothendieck:

La Llave de los sueños o diálogo con el Buen Dios, pp. 782-796

 

115.    Solvic (1) – o la grandeza al desnudo

En este texto y en las notas al pie, AG cuenta el impacto que le produjo la lectura sobre la ejecución de un soldado estadounidense en Francia al final de la guerra mundial. Compró por casualidad un librito en 1955 y le impresionó el relato de los hechos. Treinta tantos años después conservaba viva la impresión, aunque había olvidado incluso el nombre del ejecutado. Habla del soldado Solvic, pero su nombre auténtico era Slovic. Pero recuerda bien los sustancial del relato y hasta el precio del librito en el que lo leyó. Al final de su libro La llave de los sueños, aún inédito pero ya tr expone claramente por qué consideró este hecho como una reproducción perfecta de la muerte en cruz de Jesús y de un relator que nos dejó la memoria de lo acontecido all.a, en los montes de Francia. AD. 

 

(28 y 29 de enero 1988)[1]1102 Si bien es verdad que todos los mutantes de mi lista1103 son tan distintos unos de otros como se pueda imaginar, Solvic1104, ¡él es todavía más diferente que los demás!

El status social: los demás, si no por extracción al menos por sus actividades y por la consideración que gozaron ya en vida (por parte de algunos, al menos), formaban parte de lo que podemos llamar la “parte relevante” de la sociedad: médicos, educadores, sabios, religiosos, escritores, poetas, pensadores… Cada uno decantó en su ser e hizo fructificar una herencia cultural substancial, o lo que tuvo a bien tomar de ella y dejar que creciera en él. Nada de eso para Solvic. En su adolescencia fue el chiquillo más o menos perdido, joven delincuente seguramente por un exceso de vacío, en una tierra de nadie de la desculturización urbana, en cualquier barrio árido y asfixiante de una megaciudad inhumana (Nueva York, si mal no recuerdo…). Sin raíces en el terreno de una “cultura” digna de ese nombre, en la familia, en una tradición… Sin embargo terminó por hacerse un nicho, con un empleo regular y sin historias, una mujercita a la que quería mucho – ¡la felicidad! Y los westerns, me imagino, una o dos veces por semana. (Felices aquellos tiempos en que no había televisión…) Ésa era su vida, su horizonte.

La imagen y la idea que se tiene de uno mismo y de su lugar en el Universo: los demás tienen clara consciencia de su misión, o al menos (pensando en Darwin y en Riemann) de tener un papel en el Mundo, de algo que aportan y que son los únicos en aportar. Cada uno de ellos se sabe único, valioso, y de cierta manera, irremplazable. Solvic, él es un ser que se siente parte de una masa anónima, y no pide más que fundirse en ella sin historias y, si es posible, sin ser muy desgraciado. Hay gente más o menos encumbrada o poderosa o célebre (mientras que él está en lo más bajo…), pero incluso la misma noción de que alguien pudiera tener una “misión” que cumplir en el Mundo, eso debía serle casi totalmente ajeno. Y que él mismo pudiera, de alguna manera, ser portador de una misión y, aunque sólo sea a ese título, ser no un épsilon entre millones de otros semejantes, sino un ser único, irremplazable, portador de un gran secreto no menos auténtico, no menos punzante y fecundo, que el de un antiguo drama rodeado del halo de la inmortalidad – tal suposición, seguramente, le habría parecido totalmente descabellada.

En fin, el carácter: los demás tienen un carácter fuertemente asentado, arraigado en una cultura y en la fe en sí mismos, madurada por la experiencia renovada sin cesar de una vida rica y plenamente asumida, y también por una fidelidad, a menudo dura de llevar, y por las fecundas pruebas que la acompañan. Las fuerzas y cualidades femeninas de su ser son vigorosas igual que sus cónyuges masculinos, y unas y otras se despliegan en armoniosos esponsales. Solvic se siente un “fracasado” recuperado por poco, y sólo pide olvidar un pasado sentido como poco glorioso. Falto de un sentido que dirija su vida, carece de firmeza, de seguridad, de “brújula”. Si finalmente no hubiese tenido la suerte de encontrar mujer y trabajo, ¿quién pude decir a dónde se habría dejado arrastrar? ¿Y quién de nosotros, si le hubiera conocido, sintiéndose más agraciado y a pesar de la simpatía que ese joven quizás le inspirara, no le habría mirado desde arriba, o con algún matiz de condescendencia?

Chaval sin raíces, sin brújula, sin un carácter sólidamente formado, sin otro fin en la existencia que pasar inadvertido y no tener historias – ése es Solvic. Y de repente se encuentra atrapado, sin previo aviso, por una gigantesca máquina de guerra – una máquina que nivela y pone a desfilar en impecables formaciones a decenas de millones de seres pensantes y sintientes, transformados, en virtud de la extraña etiqueta “soldado”, en otros tantos engranajes y correas de trasmisión y de ejecución de una misma carnicería grandiosa: disciplina, avance, deber sagrado, moral excelente… – hoy masacrador heroico (¡a nosotros las medallas!), mañana heroico masacrado… Allí están todos, mi pequeño Solvic, en posición de firmes (¡sí mi teniente!), los de las fábricas y los de los campos, los chupatintas y el chico de los recados, y los médicos los abogados los artistas los sabios, hay pequeños hay grandes hay para la tropa hay para el rancho ¡qué más da! Sin contar los sacerdotes, los pastores, los curas (si tienen suerte serán capellanes…), con la bendición de la congregación, de los obispos y de los papas. ¡Todos, todos están ahí! Son millones y son “Todo el mundo” y están muy calentitos al ser tantos…

Esa máquina que los ha aplastado a todos y los ha embutido en un mismo molde marcial en posición de firmes (cincuenta millones de bravos atrapados en un mismo delirio de carnicería mecánica…) – sólo hará un microcarnicero de ese joven que desembarca tan fresco, en los combates del último cuarto de hora en un rincón perdido de los Vosgos – ¡a diez mil kilómetros de su casa!

Y es ahí donde lo impensable, el milagro de los milagros, se produce: ese modesto chiquillo, poco seguro de sí mismo, sin raíces sin ideal sin religión sin Dios sin nada, solo en medio de un inmenso, de un inimaginable delirio – ¡consigue pasar, por la implacable máquina! No es devorado ni aplastado ni moldeado.

No diría que “sigue siendo él mismo”; que sigue siendo el chiquillo atrapado en la gran guerra, de vertiginosos retos que le superan. El que los oficiales encargados de su “caso” creen haber visto en él, dando fe a los antecedentes tan poco relucientes a fe mía, y a la vista de sus aires humildes y avergonzados y tan poco militares… No, ese chico era como traje que se hubiera puesto caso por error, hace ya mucho tiempo. No era él, sea lo que sea que hubiera podido pensar él mismo, y todos los que le conocían mucho o poco. ¡En absoluto! No “sigue siendo el mismo”, por la simple razón, quizás, de que aquél que un extraño viento había llevado hasta allí, a ese “punto caliente” de los Vosgos, verdaderamente no era “él mismo”.

Tuvo que poner lo mejor de sí, Solvic, para “coger el tono” en ese nuevo y extraño universo en el que, de repente, se vio arrojado no sabía por qué ni cómo. Nada rebelde, ¡eso no! Quería hacerlo bien, los desfiles los saludos y todo eso, durante la instrucción-relámpago en un cuartel rutilante y atestado, antes de enviarlos al otro lado del mar, a ese rincón del que jamás había oído el nombre. Nada de contrariar, no, quería hacer lo que se le dijera, tenía la costumbre, ¡qué piensan!Después fue el “bautismo de fuego”, como se dice. Debió ser un golpe de una violencia inaudita, más allá de las palabras. Sé que no puedo hacerme una idea, al no haber vivido un golpe semejante – no de esa clase, al menos. No se hizo un caparazón, para encerrarse dentro y no sentir lo que pasaba y lo que hacía (o se suponía que hacía). ¡Por ese coraje serás bendito por siempre! Ese golpe en pleno rostro aceptado, con toda su salvaje, su impensable violencia, lo cambió todo. Solvic vio entonces lo que pasaba, la clase de trabajo que se esperaba de él. Y supo, como jamás antes había sabido nada en su vida: ese trabajo, ése no era para él.

No habló con nadie de lo que verdaderamente le pasó entonces. ¿Y a quién le habría hablado? Sólo hubiera podido hablarlo consigo mismo, y no le hacía ninguna falta. Lo esencial pasó sin palabras ni pensamientos. (Aunque después tuviera que explicarlo como pudiera. Pero lo que “explicaba” era el “resultado”, el resultado exterior, no el corazón de la cosa…)

Hubo un sobresalto, surgido de los trasfondos de su ser. Y obedeció a lo que brotaba de las profundidades. Supo entonces que lo que contaba para él antes que nada, más que las órdenes y los rangos y más que el mundo entero, era ese sobresalto que lo cambiaba todo, y lo que le decía sin palabras. En ese saber, en esa nueva y dolorosa seguridad, es donde se encontró a sí mismo. En la soledad total del ser, frente a un mundo extraño y loco. En ese momento de estrés extremo a punto de romperle, se encontró a sí mismo – al que realmente era.

Supo entonces, con una claridad repentina, total y (en virtud de su fidelidad total) indeleble para siempre: en esa carnicería, no tengo parte – soy ajeno. Ese conocimiento repentino, ese relámpago de luz llegado de Otra parte fue su bautismo. En ese momento al fin nació. Nació espiritualmente, nació al conocimiento de sí mismo. El alma repentinamente tomó conciencia de ella misma.

Fue un acto de conocimiento desnudo. Y en las siguientes semanas y hasta el final, en ese hombre solo hay una fidelidad desnuda, una grandeza desnuda. No van cargadas con ningún traje, harapiento o elegante, de ninguna ganga. El intelecto, la ideología, las fuerzas egóticas de identificación (que moldean “en cadena” tantos “héroes” para llenar nuestros osarios…) no tienen parte alguna. Solvic no blande, de la noche a la mañana, discursos humanitarios o moralizantes, ni subversivos o revolucionarios, a contrapié de los tópicos en tiempos de guerra. No es el mártir de ninguna causa que hubiera podido exaltarle, darle un resorte, un penacho. No le predica ni siquiera sugiere a sus camaradas o a los oficiales: ¡os equivocáis al hacer lo que hacéis! Creo que ni se le ocurriría que ellos, toda esa gente instruida y bien situada que debían saber bien lo que tenían que hacer, estuviesen “equivocados” al hacerlo. ¡Debía estar muy lejos de tan impensable atrevimiento! En el fondo, si estaban equivocados o no, eso no le incumbía. Pero sabía, con una claridad como antes jamás había sabido cosa alguna, que él, Solvic, “estaría equivocado” al participar en eso. Que hacerlo sería ni más ni menos que matar“se” a sí mismo – al que acababa de nacer, al recién nacido. Y también sabía que no lo haría. Ocurriera lo que ocurriese…

Él, tan tímido, tan preocupado de pasar inadvertido, de hacer como todo el mundo (de lo que llamo el “traje”, que ciertamente iba a pegarse a él hasta el final…), eso le ponía en una situación delicada, e incluso terriblemente dura de asumir. En suma, tenía que decir claramente a todos esos grandes señores altivos y con galones que, por alguna extraña razón, era diferente de todo el mundo. Lo que se le pedía hacer, no “podía” hacerlo. No se jactaba de ello saben, y seguramente incluso lo lamentaba sinceramente. (o el “traje”, al menos, lo lamentaba…) Siempre en un tono casi de excusa, de ser diferente, de ser lo que es, es como se dirige a sus superiores, oralmente y por escrito, para explicarles humildemente que “no puede”. Tiene todas las formas de la confesión casi vergonzosa (pero solamente casi…) de una debilidad que ¡ay! no pudiera evitar. Pero detrás de esa humildad que, bien se nota, no tiene nada de fingida, se nota una firmeza asombrosa. Ésa es la que le hace apartar uno a uno los cables que le tienden (diría casi: ¡gentilmente!), para hacerle renegar en un momento de pánico ¡a fe mía! humano y excusable, cuando la moral está para superarla. (Unas semana en el talego para guardar las apariencias, y pasamos la esponja…) Esa humilde firmeza sin fisuras es la que, etapa tras etapa, le llevará hasta el paredón – tan solo como ningún ser lo fue jamás, desterrado (pudiera parecer) por toda la humanidad, para morir de una muerte que, a ojos de todos (por lo que sé) es una “muerte de cobarde”…

Es cierto que, animado por la irrecusable justicia de la exigencia interior que le empujaba, y también por una especie de confianza ingenua, casi filial, si no en una comprensión, al menos en un simple sentido de lo humano en sus superiores, estaba muy lejos al principio (creo) de sospechar lo que le esperaba al final. Pero también es verdad que al principio, los oficiales encargados del asunto no tenían aún disposiciones de querer su piel a cualquier precio, “para dar ejemplo”. Las advertencias benevolentes no faltaron: date cuenta amiguito, un poco demasiado emotivo, ¡que estamos en estado de guerra! La deserción frente al enemigo, eso no gusta. Y si todavía no tenemos una ley prevista para eso, en estado de guerra somos nosotros los oficiales los que la hacemos, la ley…

Lo extraordinario aquí es que en ningún momento intentó zigzaguear. Visiblemente no era una cuestión de “salvar la piel”. No era un miedo lo que le dirigía, sino una inimaginable seguridad ante la que, una vez percibida, eran más bien los oficiales los que iban a “tener pánico”. Si hubiera sido para salvar la piel, habría tenido amplia ocasión de rectificar el tiro, al ver dónde podía llevarle su “insubordinación” o su “deserción” (sic). Siempre podía retractarse de su declaración escrita, para ganar tiempo. Igual que podía refugiarse en una buena depresión, una crisis de locura de aúpa. En los casos de estrés extremo como por el que acababa de pasar, ni siquiera hay que simular. El asentimiento al gran juego es inconsciente, y el Inconsciente se encarga del resto. Viendo a uno de sus valientes combatiente que se ha vuelto loco de atar, no hubieran seguido (no se fusila a los locos…) – lo habrían evacuado del frente inmediatamente (y sin publicidad), a la espera de reenviarle a su casa cuanto antes, y con pinzas: ¡inútil a perpetuidad! El ejército se habría guardado mucho de solicitar otra vez sus servicios, ni en tiempo de guerra ni en tiempo de paz.

No, en ningún momento se le vino la idea de “transigir” para librarse. Sin embargo todavía le quedaban semanas de vida, solo en su celda, donde no tenía otra cosa qué hacer que meditar su situación, a la luz de las informaciones que le llegaban sobre lo que se tramaba alrededor de su ”caso”. Visiblemente supo que su camino no era el de transigir, el de “salvar la cabeza”. ¡Pase lo que pase!

Aquí también veo una fortaleza desnuda, sin ningún apoyo que provenga del ego. Ni traza de postura heroica, ante un público imaginario o simbólico por reducido que sea, o aunque sólo sea ante ese que tanto le gusta engrandecerse. ¿Cómo le podría venir la idea de algún “heroísmo”, o la de una “grandeza”? Más bien se veía en una maldita situación, eso sí, sin verdaderamente haberla buscado (digan lo que digan los oficiales, cada vez más enojados…). Pues lo que había hecho para meterse en ese aprieto, sabía que tenía que hacerlo quisiera o no, no podía hacer otra cosa. Ya estaba unido a la Voz, a la exigencia interior en él, hasta el punto de que el pensamiento de no obedecerla jamás le vino.

¿Y qué le decía la Voz? Visiblemente no era: ¡apáñatelas como puedas para no volver a ese rompe-nervios rompe-cuellos al que una vez te dejaste arrastrar! Si hubiera sido eso no habría dejado de apañárselas de una forma u otra. No habría sido fusilado – ¡el primer y único fusilado en la historia del ejército americano! Y ni yo ni nadie habríamos oído hablar de él.

Y bien veo ahora que lo que la Voz le pedía era testimoniar. El testimonio de una fidelidad desnuda: no estoy hecho para esas cosas. Lo siento señores, hagan lo que quieran por su parte, incluyendo conmigo, la oveja negra. Lo que hagan les incumbe a Vds. y sea lo que sea no se lo tendré en cuenta. Hagan su trabajo – el mío, es testimoniar.

Seguro que la palabra “testimonio” nunca se le vino, cual una mano maternal sobre una frente ardiente. Seguramente la Voz le hablaba sin palabras, y es sin palabras como escuchaba lo que Ella le decía. Las palabras, incluso sólo pensadas, son un consuelo, como una mano fraterna que sostiene en un rudo y penoso camino.

Alguien te ama más que madre o hermano o alma que viva te haya amado jamás, ha querido que recorras sin ayuda tu camino solitario, hasta el final donde una muerte ignominiosa te aguarda. Alguien que te conoce mucho mejor de lo que jamás te has conocido a ti mismo, sabía que eras lo bastante fuerte como para no necesitar ayuda. Cuanto más duro es el camino, mayor es el testimonio y la fuerza fecunda que emana de él. Mayor también la purificación y la elevación del alma que lo recorre.

Ese camino solitario, Solvic, ese camino sin testigos, no lo has recorrido en vano. No en vano para ti, que te has hecho grande al recorrerlo, humildemente y sin desfallecer (en la fe muda, sin dios y sin credo…) – hasta el final donde te aguardaba la copa tan amarga. Y no en vano para nosotros que vivimos hoy (como tú antes) en un mundo de sangre y fuego. Ni para nuestros hijos y sus hijos. ¡Conocerán un mundo mejor! Pues has sembrado sin saberlo, en la desnudez de tu fe y sin esperar recompensa. Y todos somos herederos de esa rara simiente, llamados a hacerla germinar.

 

 

116.    Solvic (2) – o la maravilla del calvario

(30 y 31 de enero)[2] Cuanto más pienso en la aventura de Solvic, más me choca por su carácter extraordinario, “maravilloso”. Incluso diría: por su carácter providencial, y en el sentido fuerte del término, “milagroso”. Quizás todavía nos falte la delicada sensibilidad para percibir ese tipo de milagro, cuando se produce ante nuestros ojos – en vez de ver (cuando vemos algo) una especie de “borrón” lamentable. Nuestra torpeza, o esa planitud del ser, es la que hace que nos repleguemos sobre “milagros” más groseros para alimentar un sentido de lo maravilloso podado y degradado desde la infancia: los “milagros” de Épinal que abundan en la imaginación religiosa1106, o, en nuestros días, los irrisorios “milagros” de la tecnologías, esos atrapa-tontos de los aprendices de brujo que somos…

Cuando, hace más de treinta años, leí el libro “The execution of the private Solvic”, estaba más que medio hundido en esa torpeza. Pero por más torpe que fuera entonces, sin embargo ya tenía como una oscura y difusa percepción del carácter extraordinario de los sucesos que leía, por esa cohorte de testimonios en vivo, de un realismo aplastante. Una percepción, o una presciencia, que se manifestaba por una particular emoción – como si ese punzante mensaje tuviera algo particular que decirme, y yo estuviera demasiado sordo o demasiado distraído para escucharlo. Para eso tendría que haberme detenido un poco en mi carrera hacia delante, que pusiera la oreja. Estaban bien tapadas, esas orejas, por el lastre de las ideas preconcebidas y las actitudes aprieta-botón. Igual que debió ser el caso en más o menos todos los lectores de esa punzante historia, en mi percepción consciente permanecí entonces al nivel del simple “suspense”, y del de una desolada indignación a flor de piel, del lamento: para una sola y única vez que fusilaron a uno de los suyos, ¡fue justo el que no hacía falta! Ese lamento es el que se expresa en la carta que escribí a mi madre aún “en caliente”, donde le hablo de esa lectura  que me había chocado tanto como para consagrarle casi una página (!), antes de pasar al orden del día. Allí no hay más que el eco de una reacción totalmente mecánica, desolada por un borrón, frustrada de un “happy end”. Le había sacado jugo a mis veintiséis céntimos en suma, sin tener que molestarme en ir al cine…

Y sin embargo, aunque me olvido de casi todo, las impresiones de esa lectura han permanecido frescas como si fuera ayer. No los detalles materiales, pues he olvidado la mayoría. Justo las impresiones esenciales, apenas recubiertas por los vaivenes mecánicos. Las que lo son todo. Aquellas de las que no dije ni palabra en mi carta…

La torpeza humana es tenaz, ¡no nos deja así como así! Incluso el pasado mes de noviembre, en la nota sobre el Mahatma en que evocaba “la fosa común de los fusilados”[3], cuando me volvió el recuerdo de una lectura, a fe mía bien lejana, y hubo en mí esta sugerencia, como una cuestión dudosa más que una orden: “es bien abstracta y está bien vacía, esa fosa, deberías poner a alguien ¿no?” – empecé a hacer oídos sordos. ¡Chitón! Ya me había detenido demasiado con esas tres notas que no se acababan, sobre el gran Mahatma – no iba a embarcarme en explicaciones detalladas sobre una especie de “hecho diverso” militar estúpido y desolador, durante la última guerra, del que había sido víctima un ilustre desconocido ¡del que apenas recordaba el nombre! Pero no hubo nada que hacer, y tuve que encargarme de ello. Y cuando la terminé, la pequeña nota (no a pie de página), tres páginas mecanografiadas en limpio (no hubo forma de hacerlo más corto), supe que no había perdido mi tiempo.

Sí, aprendí algo ese día – algo que omití aprender hace treinta y dos años. Algo nada ordinario sobre ese “ilustre desconocido” (me acordé de su nombre al hacer el camino). Y por lo mismo, quizás, reaprendí algo sobre mí: esa torpeza (de lo más ordinaria por contra, ¡y bien familiar en mí!). Y también, sin darme mucha cuenta aún en esos días, algo sobre los caminos de Dios. Al escribir esas páginas es cuando por primera vez mis ojos comenzaron a abrirse a lo que de maravilloso había en la “triste historia” que estaba evocando.

Pero eso tuvo que seguir trabajando. Dos semanas más tarde, al escribir la primera de las notas consagradas a los “mutantes”, ¡todavía tuve que superar una buena dosis de inercia para incluir al “amiguito” Solvic en tan selecta compañía[4]! Por supuesto, la idea de que tuviera que volver sobre él, después de toda una nota que ya le había consagrado (una nota, es verdad, que sentía más cargada de sentido quizás que ninguna otra que ya hubiera escrito…), esa idea no se me habría venido. Creía haber terminado la visita. Comenzó a brotar en estos últimos días, cuando me di cuenta, en mi “revista” de los famosos mutantes reunidos al completo, de hasta qué punto Solvic, en todos los aspectos, se distinguía de todos esos hombres tan distinguidos – ¡la oveja negra hasta el final, en suma! Sentía que todavía algo se hurtaba, se me escapaba. Esa impresión empezó a aflorar hace sólo tres días: aparece en la nota en que hago un primer examen de conjunto rápido del “abanico de mutantes”, en una nota a pie de página añadida en el último minuto[5]. En ese momento estaba claro que aún tendría que poner algunos puntos sobre las íes, en el “caso Solvic”, aunque sólo fuera para mí – sin detenerme demasiado, por supuesto. El lugar adecuado sería el comienzo de una nota en que hablase (¿entre otras?) de la actitud de mis mutantes frente a la guerra. (Una de mis “preguntas-test”, neurálgica donde la haya desde siempre, para decidir: ¿estamos en el mismo bando, él y yo? Solvic decididamente lo está…)

Pero incluso dejando aparte la “guerra”, la extraordinaria historia de Solvic es también una no menos extraordinaria lección – una lección cargada de enseñanzas. Lo que en este momento más me choca en ella, y que finalmente se decantó con la reflexión de ayer, es esto. (Que ya “sabía” desde antes de muchas formas, pero que ahora sé mejor, aún más profundamente…) Las pequeñeces, las limitaciones de toda clase, incluso las supuestas “taras” emocionales u otras, si bien constituyen un serio hándicap, más o menos pesado de una persona o de un momento a otro, no son sin embargo obstáculos absolutos al despliegue pleno de la grandeza latente en cada uno. No impiden la eclosión en nosotros y la realización total de una gran misión (aunque no sospechemos, ni siquiera en sueños, la silenciosa presencia de una misión arraigada en el ser…). ¡Bien al contrario! Cuando nos elevamos a una total fidelidad a nosotros mismos (y esa opción está abierta a todos sin excepción[6]), esos mismos hándicaps, superados como están por esa fidelidad (con la ayuda invisible de la Gracia, de la Acción de Dios en nosotros que esa fidelidad infaliblemente llama…), son desde entonces como otras tantas voces que atestiguan con potencia esa grandeza ignorada, como otras tantas sombras en una obra maestra que aportan profundidad y misterio a las claridades extremas y a las cálidas luces.s

Esas cosas, seguramente, estaban sobreentendidas por Jesús cuando nos dice que “los últimos serán los primeros”. Por la humilde condición y la pobre apariencia de Solvic, por todo lo que le hace parecer (incluso a sus propios ojos) como humilde y bajo, y hasta por sus carencias de antes – por todo lo que le hace desentonar en tan selecta compañía (como un hombre desnudo desentona entre los bien vestidos…) – por todo eso su grandeza, una vez que emerge de la penumbra en la que permanecía envuelta, aparece en una dimensión totalmente diferente. Por eso me maravilla, a mí el testigo tan lejano. Por eso a mis ojos se revela como “el más grande” entre esos hombres de fe, esos intrépidos luchadores e infatigables sembradores que fueron todos grandes en la fidelidad a ellos mismos.

No pensaba especialmente en Solvic[7] cuando escribía hace cuatro o cinco días, al comentar el “abanico de mutantes”, que

“… ése es “el más grande”, cuya misión fue la más pesada de llevar, y en quien la fidelidad a su misión, una vez reconocida o sólo presentida, fue la más total…

O más exactamente, al terminar de escribir esas líneas, mi pensamiento rozó a Solvic, para notar de pasada que, también ahí, “se pasaba” – lo que acababa de formular con tan extremo cuidado no se aplicaba sin embargo a él. No tal cual, al menos. Entonces no me detuve en ello. Ahora diría que su misión fue aún más pesada de llevar que la de ninguno de los otros, por el hecho de que en su situación ¡incluso estaba excluido que su misión pudiera ser “reconocida o sólo presentida” por él! Ese preciado consuelo de un conocimiento, o al menos de una oscura presciencia de su misión, no era para él. El que le ama más de lo que jamás pudiera amarse a sí mismo, no quiso que su fe perfecta se rebajara y tomara apoyo en ningún consuelo…

Si es cierto que toda fidelidad, a la vez que una fidelidad a sí mismo e inseparablemente de ésta, es una fidelidad a su misión, ésta última permaneció en Solvic (seguramente hasta el fin) totalmente ignorada. Y la fidelidad a él mismo la realizó en un despojamiento tal ¡que no debió conocerla ni de nombre! Fiel sin saberlo, sin ningún apoyo ni consuelo en tal conocimiento, su fidelidad es tanto mayor, más allá, quizás, de todo lo que podemos imaginar o concebir. Y (no tengo ninguna duda sobre eso): tanto más poderosa y más fecunda es su eficacia en el plano espiritual.

Y esto no son palabras bonitas, sino la expresión exacta de una íntima convicción que acababa de formarse, como uno de los frutos madurados durante la meditación de estas últimas semanas, cuando terminé la de ayer onstatando que“todos nosotros somos herederos” de la siembra que hizo ese hombre fiel, en las últimas semanas de su vida. Siembra ardua, siembra dolorosa, e incluso por ese calvario, plenamente asumido, siembra maravillosa. Siembra no menos maravillosa que el camino de Cruz de Jesús, ese hombre del que fue, ciertamente sin sospecharlo y sin haberle conocido, más que un discípulo: un continuador. Sí, y un “continuador” tanto más perfecto cuanto que, como el mismo Jesús, no tenía ante los ojos ningún ejemplo, ningún precedente, ninguna luz exterior cualquiera que sea, que hubiese podido inspirarle y sostenerle, si no guiarle[8].

En verdad, ante tales maravillas que nos rodean sin que nos dignemos verlas, los ángeles del cielo exultan y se arrodillan. Y por su poder invisible, el destino del Mundo se alza sobre sus goznes y bascula…

 

117.    Solvic (3) – o el sembrador y el viento y la lluvia…[9]

Dios habla en voz muy baja y Sus signos son tan discretos, toman aires tan fortuitos, tan humildes y tan bajos, que parece que lo hacen a propósito para pasar desapercibidos. Pues a Dios le gusta el oído fino. Y Él quiere que el hombre preste atención a la voz que lo interpela y que sepa discernir Su voz – la más baja, la más humilde, ¡la menos vinculante de todas! Cuando el corazón hace silencio y presta atención, el humilde murmullo se hace clara e imperiosa exigencia que brota de lo más profundo. Entonces el murmullo de una brisa tiene precedencia sobre todas las órdenes de todas las potencias de la tierra. Y los signos que parecen imperceptibles se vuelven fulgurantes y llenan el cielo como otros tantos relámpagos inmóviles que iluminan nuestra noche.

Uno de esos signos “tan fortuitos, tan humildes y tan bajos” es ese pequeño libro de bolsillo de tapa chillona, comprado por la módica suma de veintiséis céntimos en Lawrence (Kansas, USA). Su título, no sé por qué, debió llamar mi atención: “La ejecución del soldado Solvic”. ¿O un amigo me había hablado de él? El signo que quiero decir: que haya habido un hombre, creo que un periodista un poco escritor por las costuras (algún día encontraré su nombre en alguna parte…), que, hay que pensar, por una razón u otra se conmovió de ese hecho diverso de una ejecución sumaria e ilegal, en la que participó incluso un futuro presidente de los Estados Unidos. Bastante conmovido para dedicar un año o dos, me imagino, a hacer esa encuesta cuidadosa, siguiendo la estela uno a uno, cual un improvisado detective amateur, de los principales protagonistas del drama (aparte del ejecutado…). ¡No es poca cosa, no!

Hay que decir que el “caso” tenía con qué atraer la imaginación de un americano: ¡el único soldado fusilado en la historia del ejército americano! ¡Y además ilegalmente! Sobre todo insiste en esto en su introducción, con aires de jurista, para enganchar al lector. Pero no me creo ni por un momento que esa aventura periodística haya sido motivada por una especulación publicista: en la estela de una guerra aún en las memorias, producir su pequeño best-seller, ¡quién sabe! Con su fuerza lapidaria, el libro está tan extraordinariamente bien hecho que la idea de que pudiera ser el mero producto de un cálculo se cae de su peso. “Algo” debió fascinar al autor, algo de muy distinto orden que la pela o la celebridad, para hacerle escribir (aunque fuera con testimonios interpuestos) lo que me parece de manera irrecusable como un gran libro.

Él sería ciertamente el primer asombrado de tal apelativo, porque no había tenido tal ambición (no más que la de hacer su best-seller…). Sin contar, otra vez, con que fácilmente los cuatro quintos de su libro (si recuerdo bien) son la reproducción textual de relatos y declaraciones de diferentes testigos. ¡Textos que no se inventan! Una verdadera obra colectiva para la reconstrucción póstuma de otra obra… Pero hacía falta, no sólo dar con los testigos e ir a buscarlos un poco por todo el continente americano, sino también y sobre todo saber suscitar los testimonios, en toda su autenticidad – ¡para cortar el aliento! Y reunirlos, situarlos en el relato de la investigación, presentar los personajes al hilo de las entrevistas. Sin contar la concepción inicial, la chispa que prende…

No hay ninguna duda: ese libro es una creación. Y no hay que extrañarse de que el autor no creyera tanto en su trabajo paciente, minucioso, obstinado, y como buen americano que era, quizás él mismo creyera sinceramente que ¡sólo hacía negocios! Bien sé que en una creación, lo esencial del trabajo no lo hacemos nosotros. Ponemos en él nuestro esfuerzo y nuestro amor, y el amor, ése no se apunta en nuestros balances… Y bien siento ahora a ese Otro que habla a través del autor, igual que habla a través de los testigos; Aquél que, durante una entrevista (grabada en cinta magnética…), les hace revivir sin máscara su papel en el Acto, tal y como eran en esos tiempos medio olvidados, alrededor de un hombre que van a fusilar…

Y Solvic también estaba lejos de pensar que “creaba”, e incluso a un nivel tan vertiginoso, que ni él ni alma alguna hubiera podido hacerse la menor idea. Y también ahí, con su participación sin fisuras, perfecta, Otro creaba a través de él.

Recuerdo bien que ese libro era todo lo contrario a un “libro de tesis”. Al autor le importa un pito, guerras o no guerras. Desaparece al máximo, es un hecho, pero por lo que a pesar de todo se transparenta de su persona, tengo la clara impresión de que por sus opiniones y todo eso es completamente un “señor todo el mundo”. ¡Y sin embargo! Hay ese extraordinario respeto al hecho, al hecho bruto en su desnudez – un respeto que va hasta negarse a añadir la menor interpretación, ni de sugerir un “sentido”. Sin embargo bien debía sentir, en el fondo de sí mismo, que esa historia que estaba descubriendo al escribirla, estaba cargada de un sentido, que era el único que daba su verdadero sentido a su trabajo. ¡De otro modo no se habría dado tanto trabajo! Pero ese respeto del que hablo, y ese desaparecer completamente detrás del hecho bruto de los testimonios (más elocuente que todo arte y todo comentario), fueron aquí esenciales. Sin ninguna duda, era él y nadie más el que tenía que escribir ese libro. Me enganchó, golpeó, emocionó, ese libro, como debió enganchar y emocionar a otros. (La prueba es que tuvo su momento de éxito…) Y después lo he olvidado, igual que quizás lo olvidaron los otros que un día se emocionaron on él. Hay tantas cosas que nos emocionan más o menos, y sobre todo nos distraen – ¡una tras la otra! En mi caso eran sobre todo las mates por supuesto. ¡Todo se lo lleva el viento! Y sin embargo…

Es el viento, el viento caprichoso y fortuito, el que lleva la semilla. Sin él se estanca y perece. ¿Quién conocía a “Solvic”? ¡Ni vosotros ni yo! ¿Quién sabía algo de su camino extraño y solitario? Un puñado de testigos de su oscuro calvario, tal vez una veintena, todo lo más – y no hay ni uno de ellos, ni siquiera la joven viuda que dejaba, que haya sabido tanto sobre él y sobre su raro destino como uno cualquiera de los cinco o diez o veinte mil lectores ¡de cierto libro de bolsillo de veintiséis céntimos!

Dios nos ha dado nuestra oportunidad, a cada uno de esos lectores: ¡he ahí la semilla!

Haced con ella lo que queráis…

No sabría decir qué pasó con la semilla en los demás. Parece que tampoco en ellos, durante estos más de treinta años, haya germinado mucho – a falta de lluvia y de cielo quizás. El caso es que jamás he vuelto a oír hablar de él. (Tampoco cuando la guerra de Vietnam pasó por ahí…) Quizás, como en la parábola del sembrador, el terreno era pedregoso en muchos, y la semilla se secó allí mismo, con lluvia o sin ella. En mi caso, y seguramente en muchos otros, no era todo piedra, Había tierra, pero pobre y seca – justo para enterrar el grano en espera de días mejores. Es extraño, una vez enterrados, cómo resisten, esos granos de tres al cuarto…

Pero la lluvia de los Cielos cayó sobre mí, y muchas semillas adormecidas germinaron, incluyendo ésta. ¡Alabado sea Dios! Quizás yo sea el único. El único en ver la maravilla y la gloria, allí donde antes no había visto más que miseria. El único en haber visto el sentido de un calvario y la vertiginosa misión de un hombre fusilado como “desertor” y como “cobarde”.

Pero único o no, aquí estoy como segundo relevo, para llevar una semilla que sé fecunda y que recojo de uno más grande que yo, a través de un primer relevo interpuesto (un pequeño libro de bolsillo de astrosa apariencia…)

El Viento de Dios dispersará la semilla. ¡Cielos, lloved!

 

[1] 1102(30 de enero) La presente nota puede verse como una continuación de la nota anterior (de la víspera) “Los mutantes (6): el hombre plenamente libre no es de hoy ni de ayer”, o también de la nota “Los mutantes (5): el abanico de mutantes – o diversidad y grandeza” (no 112), de anteayer. Igualmente es una continuación natural de la reflexión de la nota “La ejecución del soldado Solvic – o el crimen de los justos” (no 70, del 5 y 8 de noviembre), y pude ser leída, sin otra transición, inmediatamente después de ésta. Las referencias a los otros “mutantes”, al principio de la presente nota, son accesorios y además inteligibles sin conocer a dichos mutantes al detalle.

 

[2] Continuación de la nota anterior “Solvic (1) – o la grandeza desnuda”. 1106Compárese con los comentarios de la nota “Milagros y razón”, no 11.

[3] Véase la nota “El Mahatma de uniforme – u homenaje al no-soldado desconocido” (no 67), especialmente la página 512, el reenvío a la primera de las notas (no 70) consagradas a Solvic, “La ejecución del soldado Solvic

– o el crimen de los justos”.

[4] Véase al respecto una nota al pie de la página 585, en la nota “Los mutantes (1): el ballet de los mutantes” (no 85).

[5] Véase una nota al pie de la página 772, en la nota “Los mutantes (5): el abanico de mutantes – o diversidad y grandeza” (no 112).

[6] Que la opción de la fidelidad está abierta a todos es una de las múltiples formas de uno de los temas más insistentes, que se encuentra en filigrana a través de toda la Llave de los Sueños. Para uno de sus avatares, véase la sección “El hombre es creativo – o el poder y el miedo a crear” (no 44).

[7] Para la cita que sigue, véase la cita da nota no 112( penúltima nota a pie de página), página772. Al escribir esas líneas, pensaba sobre todo en Whitman, Carpenter, Freud, Neill y en sus misiones convergentes (de “abridores de brecha” en la represión del sexo). En el párrafo que sigue a las citadas líneas, me refiero a las existencias de esos cuatro hombres, añadiendo en perífrasis: “y también la de Solvic”; y dicho Solvic hace mutis por el foro hasta el final de la nota. De hecho la perífrasis fue añadida posteriormente (¡en contra de mis hábitos!), para arreglar un “olvido” que me parecía lamentable. Pues ya al escribir la citada nota, comencé a darme cuenta del carácter totalmente aparte del destino y de la misión de Solvic.

[8] Por la fe desnuda y por la fidelidad a él mismo, Solvic me parece como un igual de Jesús, como habiendo alcanzado la misma excelencia suprema. Quizás su prueba fuera más ruda, por un despojamiento aún más total– puesto que Jesús tenía el socorro de fuertes raíces religiosas, y de una fe que podía apoyarse en un pensamiento vigoroso, en una mirada penetrante, y en una experiencia de Dios íntima y consciente. Esa rara grandeza de Solvic no significa (¿hace falta decirlo?) que en su misión esté ¡fundar una nueva religión que lo reivindicase! Por su estado de madurez intelectual y espiritual tan basto, era un niño, en el estadio inicial de un largo aprendizaje, mientras que Jesús había alcanzado la cumbre. Unía en él las dos grandezas, la de la fidelidad o de la fe, y la de la madurez. (Para las relaciones entre las dos, véanse las tres notas consecutivas “Creación y maduración (1)(2)(3)”, nos 48-50.)

[9] Continuación de la nota anterior “Solvic (2) – o la maravilla del calvario”