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El que tenga oídos, que oiga

  Del amor a la vida y de la vida al amor

Desde el mismo instante en que venimos a la existencia, precisamos ser acogidos, cuidados, amados. Precisamos de alguien que se desviva por nosotros dándonos su vivir, es decir entregándonos su vida en vida. No es un morir por nosotros, es un vivir para nosotros. En esta relación primigenia nosotros pasamos a ser su vida, nuestra indigencia es vida para quien nos entrega amorosamente la suya. El amante que previamente también ha si do amado transmite su amor que es dador de vida a su nueva vida. El amor es la urdimbre de la vida, su materia prima. El amor crea vida amando.

Nuestra vida, que es realidad de vida, sin la que no existiría realidad alguna, es la causa material primigenia de toda realidad. El “ser persona”, es ser el sujeto de toda realidad. La realidad para serlo debe ser iluminada por el sujeto que se pregunta por ella y que a su vez la recrea nombrándola, es decir le da sentido, porque una realidad sin sentido deja de ser realidad.  El ser de la vida que es ser creador de realidad no comienza por un “yo” nominativo, sino por un “tú” exclamativo.

Esta exclamación es el eco del grito de la vida que llama a la vida para cobrar realidad de vida. Toda vida es un grito al amor desde la indigencia que reclama como primer alimento ser acariciada, abrazada y alimentada por una mirada cálida y acogedora. Precisa sentir en todo su ser el calor del amor que le acoge y le da tranquilidad, seguridad y sosiego.

En nuestro estado primordial nos invade un sentimiento de indigencia radical, no hay razones, solo necesidad, necesidad absoluta, necesidad de amor, de alguien que previamente también haya sido rescatado de su indigencia radical.

En este ambiente es donde la vida cobra vida y fuera de él la vida se marchita y el amor se torna en desamor y la realidad se oscurece, se desintegra y se des-relaciona con la vida, mostrándose ya desagregada en una infinidad de matices dispersos y que en su última expresión, solo captamos como fuerzas o energías, unas atractivas y otras repulsivas, insondables que se desvanecen entre la nada y el infinito, entre el fuego abrasador y el frio esterilizador, uno por exceso y el otro por defecto acaban aniquilando todo sentido de realidad. Esta es una metafórica forma de decir lo que la ciencia cosmológica afirma sobre el origen y el fin del cosmos y de nuestro cosmos personal.

La vida cuando rompe con su unidad en el amor, se desintegra desintegrando a su vez a toda la realidad. No hacen falta ni filosofías ni ciencias que lo expliquen, la propia evidencia se encarga machaconamente en mostrarlo, que es mucho más contundente que toda demostración filosófica o científica.

La filosofía se deja embaucar por la duda metódica, la ciencia por las hipótesis que tienen que ser demostradas, pero el amor carece de dudas y de hipótesis, no las precisa, él es el sentido pleno de toda realidad. De ahí que el todo, siempre sea mucho más que las partes, porque el amor es el todo dándose gratuitamente sin dudas sin hipótesis y sin condiciones previas. El amor siempre es don, siempre viene de fuera del “yo” que para poder decir “yo” precisa ser rescatado de su indigencia del “no yo”, hasta que el “tú amante” se le entregue en cuerpo y alma insuflándole su amorosa vitalidad.

El vocativo es el primer gesto del ser indigente que se reconoce como tal y clama en forma de lamento, de llanto, para ser acogido y el genitivo es el segundo gesto, en forma de respuesta agradecida al don recibido, es la resonancia del don que retorna a la mirada amorosa que nos saca de nuestra indigencia.

La madre que mira al hijo de sus entrañas y el hijo que le devuelve su mirada a la madre, son una misma mirada en plenitud de mirada desbordante de amor. Entre ambas miradas no hay fisura, no hay discontinuidad, en ellas brilla la eternidad, entre ellas no hay ni espacio ni tiempo. Es el éxtasis del amor. Estado de plenitud desbordante que sale fuera de sí en el que su vida se derrama en vida, en realidad de vida por todas partes…. Eso es el Amor que desborda al ser expandiéndolo en un más ser compartido con Quien le da el ser….

Vocativo y genitivo constituyen ese movimiento, ese dinamismo llamado vida. El vocativo es el niño, el genitivo la madre y ambos envueltos en una relación en la que ambas vidas se funden sin distinción de quien de los dos está en modo dativo o en modo genitivo. Quién se da más, si la madre al hijo o el hijo a la madre, quién reclama a quién. El tiempo y el espacio son uno. El amor se unifica en una realidad sin partes. El amor iguala en la plenitud. Toda diferencia se desvanece en la unidad del amor.

La condición humana conlleva la inseparable unidad relacional “vocativo-genitivo” en un dinamismo que se sustancia definitivamente en un “ser para ti” en una relación de pura mutualidad, “yo para tí y tu para mí”, así que “yo sin ti no soy yo, pero sin mí tampoco”, cómo me podría ofrecer a ti sin mí, si yo soy gracias a ti.

Este dinamismo a s u vez es un “per-donarse”, es decir un donarse constantemente. La persona (per-sonare), ser que resuena en lo más íntimo de la otra persona, es un don de dones, y cuando rompe este dinamismo su ser persona no resuena y se debilita, se disocia, se desintegra en una realidad carente de sentido, de sentido de vida, es decir de una vida sin sentido de la que todos carecemos de experiencia. ¡Tremenda experiencia!

Donde no hay amor reina la diferencia, la contraposición del yo y el tú, del hombre y la mujer reclamando cada uno y cada una su espacio y su libertad. Libertad encerrada en el “yo” en el que el vocativo y el genitivo no logran abrirse permaneciendo en un egocentrismo asfixiante, en una contínua reclamación de derechos y obligaciones. La gracia, la gratuidad ha sido evacuada de sus existencias, nadie da nada a cambio de nada, todo son fuerzas repulsivas y atractivas según los intereses del “yo” encerrado en un amor egótico, absorbente y dominador. El amor es desplazado por la ley. El amor es autoconsistente, no precisa leyes. La ley es la reafirmación del poder del “yo” que siempre reclamará más leyes que se apoderarán finalmente hasta de su pretendida libertad.

La vida se nos da y la merecemos dándola. Sólo poseemos lo que damos y si no lo damos, acabaremos siendo poseídos por nuestras posesiones, ahogándonos en nuestro yo, en nuestro amor propio, que más que amor propio es egoísmo.  El amor no tiene dueño, no puede quedar encerrado. El amor es libre dándose sin reservas ni justificaciones. Por eso el amor está libre de razones, él es la razón plena de su ser.

La persona que ama es aquella que está dispuesta a dar su vida por tu vida, sabiendo que al darse se da a sí misma a la vida. El amor es la piedra angular en la que toda vida se sustenta. El amor es quien pone nombre a toda realidad de vida, porque el nombrar es crear por quien le nombra y gracia en quien es nombrado y lo acepta como don gratuito. Nadie es nadie hasta que no es nombrado por alguien.

La vida humana, la persona, no comienza por el pensamiento, por el cogito filosófico, sino por: “El soy amado, luego existo”. No comienza con el solitario y arrogante ego racional, sino con la relacionalidad cálida del vocativo-genitivo que despierta a un dinamismo en modo dativo, nominativo y ablativo, pero nunca en modo acusativo y sí agraciativo.

A estas alturas de la vida solo queda decir lo ya dicho por Quien se encarnó en la vida para darnos su Vida que es nuestra vida en esa mirada mutua que es “don y gracia”:

“El que tenga oídos, que oiga”.

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