La Comisión Justicia y Paz, liderada por seglares, es de las mejores instituciones que dejó el Vaticano II en la iglesia española y en algunas diócesis. Y en estos tiempos de tantos problemas es muy necesaro discernir lo que una pretendida ciencia económica tiene de opciones y dogmas que sacralizan el statu quo de dominación. El catedrático de Economía José Miguel Rodríguez, miembro de la Comisión JP de Valladolid y del Consejo de Iglesia Viva, es autor de este estudio, publicado por la Comisión Nacional de Justicia y Paz. Es un poco largo el estudio. Pero puede ahorrar la lectura de un estante de libros rigurosos sobre el tema. AD.
La creencia en el libre mercado es una forma común de idolatría, nacida de una ideología que golpea con mayor dureza a los más pobres de la sociedad (David Jenkins, obispo anglicano de Durham, discurso en la Cámara de los Lores, Manchester Guardian Weekly, 23 de junio de 1985).
Introducción: la economía académica dominante, una rama de la teología
La denominada corriente principal, convencional u ortodoxa del pensamiento económico suele considerar como su fundador al escocés Adam Smith, filósofo moral del siglo XVIII. En su mayor parte adopta un enfoque positivista, afirmando que, a través de sus teorías y modelos de equilibrio, pretende explicar la realidad tal como es, sin juicios de valor. Y dejando la vertiente normativa -el deber ser- en manos de las decisiones de los políticos, a la vista de las predicciones de dichas teorías y modelos. A la vez, considera que la economía es un campo autónomo, al margen de otras esferas de la sociedad y de las aportaciones de la ética. Incluso abundan quienes recurren metodológicamente a un amplio uso de las técnicas matemáticas -los llamados “mateconos”-, con la convicción de poder emparentar a la economía con ciencias como la física y hacer predicciones tan indiscutibles como las derivadas de la ley de la gravedad. Hace algo más de cuarenta años, Philip Mirowski no dudó en escribir un libro cuyo título traducido sería Más calor que luz: la economía como física social, la física como economía de la naturaleza. La llamada actualmente Escuela de Chicago y su visión neoliberal -en oposición al socialismo y al viejo liberalismo manchesteriano- es un buen ejemplo de esa economía convencional.
Sin embargo, en la práctica los sesgos valorativos e ideológicos se cuelan en sus estudios, tal vez porque, como ha afirmado Peter J. Hammond en un ensayo sobre algunos supuestos de la habitual economía contemporánea, pudiera ser imposible una ciencia libre de todo tipo de juicios de valor. Además, sus análisis son construcciones lógico-formales habitualmente con un alto grado de abstracción, simplificadoras de la realidad -siguiendo a Milton Friedman, el realismo de las hipótesis se estima irrelevante-, con el individuo aislado como núcleo de partida -es el “individualismo metodológico”- y procediendo a rápidas generalizaciones.
De ahí que Duncan K. Foley, experto en historia del pensamiento económico, en su obra Adam’s fallacy: a guide to economic theology no dude en entender que la economía es un discurso filosófico-especulativo, no una ciencia deductiva ni inductiva. Su contenido es un conjunto de venerables creencias, un asunto de fe, como la teología. De hecho, la economía viene proponiendo las actitudes que deben adoptar las personas en cuanto al funcionamiento y a los conflictos morales subsiguientes en un sistema de mercado capitalista. Las leyes económicas pretenden presentarse como naturales, universales e invariables, con la creencia de que la búsqueda del interés personal privado beneficiará finalmente al conjunto de la sociedad. Ello justifica la necesidad de una buena disposición para aceptar medidas o consecuencias dolorosas. Joan Robinson, en su libro Economic philosophy, apuntó que la economía podría no ser sólo una rama de la teología, pues sus proposiciones metafísicas no expresan únicamente sentimientos morales, sino que también proporcionan hipótesis contrastables. Sin embargo, añadió, el gran problema es que no hay una regla bien consensuada sobre cómo refutar una hipótesis, de modo que no sabemos si ésta responde al mundo real. Es decir, al igual que los dogmas teológicos, los dogmas de la economía son inmunes a la refutación racional en el marco del método científico.
Así las cosas, para Foley esa “falacia de Adam” (Smith) parte de la base de que el ámbito económico de la vida constituye un campo donde la búsqueda del interés personal se guía por leyes objetivas para alcanzar un resultado socialmente beneficioso. Es así un espacio diferente del resto de la esfera social, donde la búsqueda del interés personal se mantiene moralmente problemática y tiene que ser sopesada con otros fines. Para Foley, tal separación entre el ámbito económico, con sus presuntos principios específicos de organización, y la política, el conflicto social y los valores -unas áreas más enrevesadas, menos definidas y moralmente más inseguras- es la base de la actual economía ortodoxa como disciplina intelectual. En paralelo, se cortocircuita así la obligación de sopesar lo bueno y lo perjudicial, haciendo superflua la valoración moral -hasta de las propuestas éticas en realidad implícitas-, por más que ni Smith ni sus sucesores hayan demostrado rigurosa y sólidamente cómo se realiza la maravillosa y automática transformación del interés personal privado en bienestar colectivo.
Orden económico espontáneo: escasez, propiedad, libertad y mercados
Llegados a este punto, al final subyace aquí nada menos que la sacralización de un “orden económico espontáneo” resaltado por la Escuela Austriaca y los denominados economistas “libertarianos”, otra parte relevante de la corriente económica principal y que va más allá de los modelos de equilibrio típicos de los economistas neoliberales de la Escuela de Chicago. Si bien de forma más radical en los primeros que en los segundos, en ambos casos coinciden en la defensa del libre mercado, con sus conocidas derivaciones en contra de la intervención del Estado, las regulaciones oficiales y el control de precios, junto con su oposición a la provisión pública de diversos servicios asociados con lo que llamamos el Estado del Bienestar. Unos y otros incluso entienden perfiladas sus visiones en los análisis efectuados por los principales teólogos escolásticos españoles de la Escuela de Salamanca -en sentido amplo, incluyendo a los ejercientes en la cercana Universidad de Coimbra- en el siglo XVI y primera parte del siglo XVII.
Se refieren a las reflexiones provenientes sobre todo de teólogos dominicos y jesuitas -más un canónigo regular de San Agustín, un franciscano y un sacerdote secular, fundamentalmente- a favor de la propiedad privada, el libre mercado y el cobro de intereses en los préstamos de dinero, así como sus razonamientos en torno a otros asunto: el efecto sobre los precios del mayor o menor volumen de moneda en circulación; una teoría subjetiva o utilitarista del valor de cambio o precio de las mercancías, determinado por su escasez o abundancia, es decir, por lo que se está dispuesto a pagar y, en consecuencia, por lo que pueden ser vendidas (no por su coste de producción o lo que después fue la teoría del valor-trabajo); y el precio justo, identificado con el precio en un mercado con competencia, pues “precio justo es el que corre de contado públicamente […], no habiendo en ello fuerza ni engaño, aunque es más variable […] que el viento”, según el dominico Tomás de Mercado.
Un mundo de leyes económicas reflejado también en la posterior armonía preestablecida típica de la teodicea del alemán Gottfried W. Leibniz: “El mejor de los mundos posibles” (y donde “todo en él es un mal necesario”, como añadió irónicamente Francis H. Bradley). Un enfoque panglossiano sintetizado por Adam Smith bajo la metafórica alusión a la “mano invisible” -para unos intérpretes, todavía divina; para otros, ya secular- que, felizmente y sin intencionalidad humana, conduce al bienestar colectivo.
Junto al orden económico espontáneo -reflejo del kósmos en la antigua Grecia, el orden del universo autoorganizado-, la economía convencional santifica algunos otros elementos básicos. Así: la importancia de la escasez; los derechos de propiedad; la racionalidad humana típica del individualista homo economicus neoliberal o libertariano -de acuerdo con el modelo de persona lista, calculadora y maximizadora, conocido en inglés con las siglas REMM-; la libertad; y los mercados -todo es real o potencialmente comercializable-. De hecho, la propiedad, la libertad y los mercados son considerados ingredientes sagrados del sistema, e incluso instituciones naturales. “En el principio existían los mercados”, ha escrito Oliver Williamson en el inicio de una de sus obras, con palabras que nos recuerdan claramente el comienzo del evangelio de Juan: “En el principio existía la Palabra”. Esta frase continúa con “y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios”. Muy significativo.
Una perspectiva diferente: philia y fides en la Economía Civil
Ante esta economía convencional convertida implícitamente en una determinada teología con el enfoque apuntado, algunos economistas cristianos han reaccionado intentando incluir en el pensamiento económico consideraciones éticas, para modificar su orientación final en función de valores como la dignidad humana, la fraternidad, la reciprocidad, el don, la gratuidad, el compromiso con los pobres, etc. Al fin y al cabo, ya en la visión económica de la tradición franciscana durante la época medieval, Buenaventura de Bagnoregio reflexionó sobre la finalidad del mercado y los principios caracterizadores en el ámbito de la economía: primacía de los intereses comunitarios sobre los personales y cobertura o satisfacción de las necesidades fundamentales antes que los simples deseos. Seguía así el camino señalado en la Summa universae theologiae de su maestro, el teólogo inglés Alejandro de Hales -ambos son considerados los fundadores de la Escuela franciscana de la Universidad de París-. Además, los también franciscanos Pedro Olivi y Bernardino de Siena -entre otros- negaron que el valor de una mercancía sea el precio por el que se puede vender, máxime cuando ello cabría entenderse como la libertad total para el ejercicio del poder económico frente a quienes sufren necesidades apremiantes, pero carecen de recursos.
Por otra parte, el ora et labora con la visión penitencial del trabajo propia de Benito de Nursia fue reemplazado por los franciscanos a través de la armonía del trabajo con la oración: trabajar rezando y rezar trabajando. Deriva de la importancia que Francisco de Asís da al trabajo en su testamento: “Y yo trabajé con mis manos, y quiero trabajar; y quiero firmemente que todos los otros hermanos trabajen en oficio que convenga al decoro. Los que no saben, que aprendan, no por la codicia de recibir el precio del trabajo, sino por el ejemplo y para rechazar la ociosidad”.
A partir precisamente de la tradición franciscana, en el Nápoles del siglo XVIII Antonio Genovesi -fundador de la corriente de pensamiento denominada Economía Civil- considera el mercado como una institución que ha de enmarcarse en la philia y la fides, la promoción del bien del otro y la confianza.
Así, la sociabilidad es un atributo natural de la persona y ha de ser puesta al servicio de la felicidad común, ya que hasta la verdadera utilidad de algo para sí mismo es fruto de la virtud: toda persona es el amor por los otros con los que vive. Así, esa sociabilidad llega a ser en la persona fraternidad, reciprocidad y asistencia mutua, que se transmite a las transacciones en los mercados, las cuales no han de ser “impersonales” sino basadas en la confianza y buena fe -“fe pública”, que no es mera reputación sino amor genuino por el bien común, similar a lo que hoy sociólogos y economistas denominamos el “capital social”-. Algo muy distinto de la noción de Adam Smith acerca del mercado, en cuanto mero canalizador de operaciones de simple intercambio a través de la persuasión. Aquí philia y fides se conjugan y combinan hasta generar reciprocidad y asistencia mutua, preocupación y utilidad de los unos para los otros, desde una óptica colectiva. El homo economicus se sustituye por el homo reciprocans. Las necesidades de algunas personas pueden no casar con los intereses individuales de otras; sin embargo, han de satisfacerse en el marco de una sociedad justa. De nuevo, un enfoque muy diferente de la búsqueda de un “beneficio mutuo” puramente individual típico de Adam Smith. Y, en lugar de una transacción con una equivalencia precisa en el valor de los bienes o servicios intercambiados, una reciprocidad en que ambas partes contribuyen a la relación de intercambio con aportaciones que pueden ser desiguales.
Dicho de otra manera, por encima de la lógica de la utilidad se superpone la fraternidad en el ámbito económico, articulando una “personalización” y una “comunión” en las relaciones. La fraternidad como principio clave, elemento esencial en la Regla y en la tradición franciscanas, contribuye a limitar los efectos perversos del individualismo y, a la vez, va más allá del concepto de solidaridad, hoy tan empleado. Conforme ha apuntado en diversas ocasiones Stefano Zamagni, la solidaridad se orienta a convertir en iguales a los desiguales, mientras que la fraternidad la complementa y la supera, para facilitar que los iguales en dignidad y derechos puedan vivir proyectos de vida diversos.
Precisamente, el mencionado Stefano Zamagni, profesor de la Universidad de Bolonia, es un conocido estudioso de las Lezioni di economía civile de Genovesi y de las publicaciones de otros economistas civiles italianos del siglo XVIII. A partir de ahí, ha venido profundizando y difundiendo durante estos últimos años los fundamentos y la práctica de la Economía Civil. Fue un influyente experto en la encíclica de Benedicto XVI Caritas in Veritate (CiV). Una encíclica que, en continuidad con el concepto de desarrollo humano integral referido en la encíclica Populorum Progressio de Pablo VI, fija dos orientaciones para avanzar en ese desarrollo: justicia y bien común, poniendo en el centro la caridad y la fraternidad.
En este sentido, la pretensión de la economía de ser autónoma ante intromisiones morales -o al menos frente a injerencias de un enfoque moral distinto al utilitarista, con tanta frecuencia implícito en sus modelos- ha llevado al abuso de los instrumentos económicos, a decir de CiV. Se intenta maximizar el bienestar individual en función del tipo de racionalidad más arriba mencionado y sin ninguna clase de discusión ética previa. Se olvida que todo proceso y acción en el campo económico tiene una vertiente moral. En contraste con esta omisión, CiV propone el principio de gratuidad en las actividades económicas de la vida diaria. Además, la encíclica completa el análisis del mercado abogando por la responsabilidad social de las empresas, las cuales han de estar al servicio de sus diversas partes interesadas o stakeholders -accionistas, trabajadores, directivos, clientes, proveedores, comunidad local, …-, desde una perspectiva del bien común y la sostenibilidad económica, social y medioambiental a largo plazo, evitando la miopía cortoplacista y la especulación económico-financiera.
Cabe destacar que, junto a la apuntada influencia de Stefano Zamagni, también hay colaboradores o discípulos suyos que vienen contribuyendo en los últimos tiempos a los enfoques sostenidos desde los organismos vaticanos en el terreno económico. Buena parte de ellos son los coautores, junto al propio Zamagni, de la obra publicada en castellano con el título de Manual de economía civil (ed. Desclée de Brouwer): Leonardo Becchetti, Massimo Cermelli y Luigino Bruni. Este último, profesor en la Universidad LUMSA (Libera Università Maria Santissima Assunta) de Roma, está ligado al Movimiento de los Focolares y a su propuesta de “Economía de Comunión”, además de ser precisamente el director científico de la iniciativa “Economy of Francesco” -en referencia al poverello de Asís- promovida por el actual Papa. A ellos podemos sumar el esfuerzo de difusión de la Economía Civil también desarrollado por Alessandra Smerilli, economista y religiosa de las Hijas de María Auxiliadora, en la actualidad secretaria del Dicasterio para el Desarrollo Humano Integral.
Unas palabras finales
Pese a esfuerzos como lo señalados en las líneas precedentes, en la práctica no es sencillo el diálogo entre teología y economía, ni siquiera dentro del campo de los economistas cristianos. Algunos de los principios básicos y de las propuestas normativas -lo que ha de ser- contenidas en los tratados de teología moral económica no son fáciles de trasladar al ámbito de los análisis realizados por los economistas, tanto por razón de su contenido -difícil de manejar con los instrumentos metodológicos habituales en la profesión de estos últimos-, como por las diferencias de enfoque de quienes, como los economistas ortodoxos, son reticentes a abandonar su mundo positivista.
Ante esa situación, las respuestas prácticas han sido diversas dentro de uno y otro de los dos campos afectados -economistas y teólogos-. Steven McMullen, profesor del Hope College, adscrito a la Iglesia Reformada de América, en varias ocasiones ha glosado el asunto en la Christian Scholar’s Review.
Por una parte, entre los economistas convencionales su formación los lleva al punto que era de esperar: no hay ningún motivo para que los economistas cristianos construyan unos modelos y elaboren unos análisis diferentes a los que vienen haciendo. Por tanto, ha de mantenerse la separación existente -al menos formalmente, dejando aparte posibles hipótesis implícitas- entre economía y teología. Sostienen que no existe una perspectiva propiamente cristiana de la economía, e incluso a veces ponen en duda que haya una ética económica específica de los cristianos.
Otro grupo de economistas -donde dice situarse el propio McMullen- es partidario de romper con la división tajante entre la vertiente positiva y la dimensión normativa en el marco de la economía, para pasar a desarrollar en mayor medida la segunda, haciéndolo desde la moral cristiana aportada por la teología. Es decir, partiendo de los principios básicos de la dignidad humana, la libertad, el bien común, el compromiso con los pobres, la justicia, etc., la tarea del economista sería estudiar y proponer cómo convertir en realidad ese conjunto de principios generales. Es el proceder de diversos economistas católicos que, simplemente, toman como una referencia u orientación la Doctrina Social de la Iglesia (DSI) a la hora de desarrollar sus investigaciones y propuestas concretas de acción.
Finalmente, no faltan economistas que han optado por revisar a fondo los objetivos, los métodos y las conclusiones de sus estudios, para encaminarse hacia la construcción de una “economía cristiana”. Es verdad que, en el campo católico, durante parte de los siglos XIX y XX hubo algunos intentos en este sentido, pero fueron abandonados completamente con la evolución de la DSI tras la segunda guerra mundial y el Concilio Vaticano II, como Pedro Teixeira y Antonio Almodóvar pusieron de manifiesto hace unos años en el Oxford Handbook of Christianity and Economics. Sin embargo, sobre todo en el actual entorno de las Iglesias Reformadas en Estados Unidos, y como derivada de la inicial preocupación manifestada en ese sentido por el político y teólogo neocalvinista Abraham Kuyper en la Holanda a caballo entre los siglos XIX y XX, cabe encontrar economista neocalvinistas o “kuyperianos” que se mueven en la órbita de este tercer grupo de profesionales. Al optar por tal camino, los economistas se suelen ir situando al margen de la economía convencional a la que aludíamos al comienzo del presente ensayo, para adentrarse finalmente en ese ámbito “heterodoxo” -economía marxista, economía institucional, economía postkeynesiana- que con frecuencia es tan mal visto por la corriente económica principal.
Como era de esperar, los propios teólogos que efectúan críticas amplias y de fondo a la economía convencional coinciden y se dan la mano con los economistas de este tercer grupo. Es el caso de quienes se encuadran dentro del movimiento teológico llamado en Estados Unidos “Ortodoxia Radical”, con su crítica profunda a la lógica, la economía y la cultura capitalistas, así como a los métodos utilizados en la economía y la ciencia política convencionales. Para ellos, la labor propositiva de la teología debe ser previa a las tareas analíticas de la economía, a la vez que parten expresamente de una antropología cristiana.
Naturalmente, esta tercera perspectiva conduce a un trabajo interdisciplinar inmenso. Requeriría que economistas y teólogos modificasen en gran medida sus categorías de análisis, a la vez que deberían ser capaces de alcanzar un consenso sobre los objetivos, las hipótesis y los métodos de sus trabajos, para llegar al final a una visión integrada del mundo económico real. No parece fácil elaborar propuestas completas y solventes sobre estas bases.
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