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La inocencia (los esponsales entre el yin y el yang).

Cosechas y Siembras (1986) (PDF de Carmona, pp. 588-592)

 

  • (4 de octubre) Ya he tenido ocasión de mencionar un aspecto importante de esos cinco primeros años de mi vida, el de un “privilegio” valioso[1] 531: una identificación profunda y sin problemas con mi padre, que jamás fue afectada por el miedo o la Me di cuenta de esa circunstancia, y de la misma existencia, y de su silenciosa fuerza, de esa identificación con mi padre, hace sólo cuatro años (durante la meditación sobre mi infancia y sobre mi vida que siguió a la de agosto del 79 a marzo del 80 sobre mis padres). Esa identificación era como el corazón apacible y poderoso de una identificación con la familia que formábamos, mis padres, mi hermana (cuatro años mayor) y yo. Tenía una admiración y un amor sin límites tanto a mi padre como a mi madre. Su persona era para mí la medida de todas las cosas.

Eso no significa que mi actitud hacia ellos fuera la de una aprobación automática, de una admiración beata. Sin duda no sabía que eran para mí la medida de todas las cosas, pero sabía muy bien que eran falibles como yo, y no tenía ningún miedo que me impidiera constatar un desacuerdo y manifestarlo claramente. En los conflictos que me rodeaban, no temía tomar partido a mi manera. Eso no afectaba en nada a cierta fe, a una seguridad que formaba el cimiento profundo, inquebrantable de mi ser – más bien eso se desprendía espontáneamente de esa fe, de esa seguridad.

A veces ocurría que mi padre, en unos accesos de cólera impotente cuando mi hermana (como si nada) se daba el gusto de provocarlo, la golpeaba con brutalidad – y siempre me sentía ofendido, con un impulso de solidaridad sin reservas con mi hermana. Creo que esos eran los únicos nubarrones en mi relación con mi padre (no los había con mi madre). No es que yo aprobase las faenas a veces dignas de castigo de mi hermana, aunque no creo que me molestasen verdaderamente – pero para mí no era ella la medida de todas las cosas. Sus faenas (cuya razón se me escapaba igual que a mi padre, que siempre “entraba al trapo”, o que a mi madre que no se preocupaba de intervenir ni antes ni después) – esas faenas en cierto sentido no tenían consecuencias para mí. Era mi hermana, ella era como era, eso es todo. Pero que mi padre se dejara llevar por una brutalidad tan ciega. . .

Los tres seres más cercanos, que constituían como la matriz de mis primeros años, estaban desgarrados por el conflicto, que enfrentaba a cada uno de ellos consigo mismo, y con los otros dos: conflicto insidioso, de rostro impasible entre mi madre y mi hermana, y conflicto con estallidos violentos entre mi padre y mi madre por un lado, y mi hermana por otro, y que cada uno por su propia cuenta (y sin que nadie en vida de mis padres aparentase percibirlo…) le daba cuerda a su manera. La cosa misteriosa, extraordinaria, es que rodeado por el conflicto en esos años tan sensibles, los más cruciales de la vida, éste permaneciese exterior a mí, que no haya “mordido” verdaderamente en mi ser durante esos años y se haya instalado en él.

La división en mi ser, que ha marcado mi vida igual que la de cualquier otro, no se instaló en mí durante esos años, sino en los dos o tres años siguientes, aproximadamente de los seis a los ocho años. En cierto momento (que he creído poder situar, salvo algún mes, durante mi octavo año) hubo cierto basculamiento, después de llevar dos años separado de mis padres (que ni se preocupaban de darme señales de vida) y de mi hermana. Ante todo, fue una ruptura con mi infancia, “enterrada” a partir de ese momento por eficaces mecanismos de olvido (que han funcionado hasta hoy mismo). En cierto nivel profundo (sin embargo no el más profundo…) mis padres fueron declarados para mí como “extranjeros”, igual que mi infancia fue declarada “extranjera”. Abdiqué en cierto sentido: para ser aceptado en el mundo que entonces me rodeaba, decidí ser como “ellos”, como los adultos que imponen la ley – adquirir y desarrollar las armas que en él fuerzan el respeto, batirme con armas iguales en un mundo en que sólo cierta clase de “fuerza” es aceptada y apreciada…

Además, esa fuerza era también la preferida de mis padres, que habían rodeado mis primeros años. Y ahí vuelvo sobre esa “cosa misteriosa” (de la que me he alejado, al seguir el hilo de otra asociación suscitada por esa cosa), la ausencia de división en mí durante esos primeros años de mi vida.

Quizás para mí el misterio no sea esa ausencia, sino más bien esto: que mis padres, mi padre igual que mi madre, cada uno me haya aceptado en mi totalidad, y totalmente: en lo que en mí es “viril” es “hombre”, y en lo que es “mujer”. O por decirlo de otro modo: que mis padres, desgarrados uno y otro por el conflicto, renegando cada uno de una parte esencial de su ser – incapaz cada uno de una apertura amorosa a sí mismo y al otro, como de una apertura amorosa a mi hermana… que a pesar de todo hayan encontrado tal apertura, una aceptación sin reservas, hacia mí, su hijo.

Por decirlo aún de otro modo: en esos primeros cinco años de mi vida en ningún momento conocí el sentimiento de vergüenza de ser lo que soy, sea en mi cuerpo y sus funciones, o en mis impulsos, mis inclinaciones, mis acciones. En ningún momento tuve que renegar de algo que hubiera en mí, para ser aceptado por mi entorno y poder vivir en paz con él.

Por supuesto a veces ocurría que hiciera cosas que no se “permitían”: como todos los niños a veces me ponía cargante, incluso insoportable cuando me lo proponía – y a veces estaba claro que tenía que rectificar el tiro. Yo no imponía la ley, ni tenía tentaciones de hacerlo, no teniendo que compensar alguna mutilación secreta. Y en el amor de mis padres hacia mi, no había lugar para la adulación, la complacencia en los caprichos – para una aprobación incondicional. Pero si por fuerza mi padre o mi madre me “mandaban a la porra” (igual que podía suceder a la inversa), jamás en esos años ni uno ni otro me han avergonzado, por un acto o un comportamiento que no les hubiera gustado.

Sobre el fondo de una identificación profunda con el padre, sin ambigüedad alguna, mi persona como niño me parece hoy impregnada a la vez de virilidad y de feminidad, fuertes una y otra.

Me parece que en cada ser y en cada cosa, en esos indisolubles y fluctuantes esponsales de las cualidades yin y yang en él que hacen de él lo que es, y cuyo delicado equilibrio es su belleza profunda, la armonía que vive en ese ser o en esa cosa – que en esa unión íntima del yin y del yang hay a menudo (quizás siempre) una nota de fondo, una “dominante”, sea yin o yang. Esa nota de fondo no siempre es fácil de percibir en una persona, a causa de los mecanismos de represión más o menos eficaces o completos, que falsean el juego, sustituyendo una armonía original por una imagen prestada. Así, mi “imagen de marca” durante cuarenta años fue una imagen casi exclusivamente viril – sin que jamás se viera puesta en causa ni desenmascarada como tal, por mí mismo ni (me parece) por los demás, hasta mia cuarenta y ocho años. Sin embargo tiendo a creer que la nota de fondo presente en el nacimiento permanece presente durante toda la vida, al menos en capas profundas que quizás nunca encuentren ocasión de manifestarse a la luz del día. En mi propio caso, es extraño, aún hoy no sabría decir cuál es esa nota dominante, la que ha impregnado pues mi primera infancia y que era ya era “mía” al nacer. Diversas señales me hacen suponer más de una vez que esa nota es “yin”, que son las cualidades “femeninas” las que dominan mi ser, cuando éste tiene ocasión de manifestarse espontáneamente, en los momentos en que está libre de los condicionamientos de toda clase que se han acumulado en mí desde la infancia. Por decirlo de otro modo: pudiera ser que en mi cuerpo y en mi espíritu la fuerza creativa, lo que a veces he llamado “el niño” o “el obrero” (por oposición al “patrón” que representa la estructura del yo, es decir lo que en mí está condicionado, la suma o el resultado del condicionamiento acumulado en mi persona) – que esa fuerza sea más “femenina” que “viril” (aunque por naturaleza y por necesidad es una y otro).

Éste no es lugar para pasar revista a esas “señales”. Lo importante no es si esa profunda nota dominante que hay en mí es “femenina”, o si es “viril”. Es que sepa en cada momento ser yo mismo, acogiendo sin reticencias tanto los rasgos y los impulsos por los que soy “mujer”, como por los que soy “hombre”, permitiéndoles expresarse libremente.

Cuando era niño, en esos primeros años, no era raro que personas extrañas me tomasen por una niña – sin que eso produjera en mí el menor malestar, el menor sentimiento de inseguridad. Creo que era sobre todo mi voz la que tenía ese efecto, una voz muy clara, aguda – sin contar que llevaba el pelo largo (casi siempre desgreñado), tal vez simplemente porque mi madre (a la que no le faltaban otras preocupaciones) no se tomaba la molestia de cortármelo un poco. Por otra parte era fuerte como un turco y los juegos algo violentos o peligrosos no me desagradaban, lo que no impedía una inclinación al silencio, incluso a la soledad, e igualmente una inclinación a jugar a las muñecas[2] 532. No recuerdo que nadie se haya burlado de mí por eso, pero seguramente eso debió producirse aquí o allá. Si tales incidentes pasaron sin dejar rastro de herida o de humillación, seguramente fue porque no tuvieron ningún eco ni amplificación, con algún sentimiento de inseguridad en mí, mientras que la aceptación de cómo era, por aquellos que para mí verdaderamente contaban, estaba más allá de toda cuestión. La burla no hubiera podido alcanzarme, sólo podía volverse contra el que me debía parecer como muy tonto, por sorprenderse de la cosa más natural del mundo.

Además bien sabía que esa clase de estupidez un poco extraña no es algo raro, ¡que la mera vista de la desnudez puede ser causa de escándalo! Desde que tengo recuerdos, tuve ocasión de ver a mi madre, mi padre y mi hermana desnudos, y también ocasión de satisfacer mi legítima curiosidad sobre cómo estábamos hechos cada uno de ellos y yo mismo. Era bien evidente que no había ninguna causa de escándalo en la conformación de los hombres y mujeres, que me parecía decididamente bien tal y como estaba – y más particularmente (y no hacía de eso ningún misterio) la de las mujeres.

[1] 531Véase la nota “La masacre”, no 87.

 

[2] 532Si esa inclinación es rara en los niños pequeños, creo que es sobre todo porque es sistemáticamente rechazada por el entorno.