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Sor Nazarena

        Rostro de niña de mirada azul y mejillas rosadas, de tersa piel sin arrugas que los años, los vaivenes entre alegrías, penas y catástrofes, no habían logrado incrustar pese a intentarlo. Entró en el convento cumplidos los trece años y tenía ochenta y cuatro cuando coincidimos en el vetusto hospital de sangre que desde el siglo XIII había sobrevivido hasta aquella noche de tormenta y agua en noviembre de 1967. Fiesta de santa Cecilia, patrona de los músicos y celestial mantenedora de la Música con mayúscula. Las matemáticas de Dios que decía el maestro de capilla de la catedral. Sonaba el huracán del Estrecho en la calle Sancho IV de Tarifa como un andante prestoso que se escapara de la cabeza de Tchaikovsky en recuerdo de las estepas de la tierra del padrecito de los mujics harapientos y hambrientos escrutadores del ciego correo del zar.

        El hospital de sangre, de San Bartolomé, era un paralelepípedo que tras el castillo de Guzmán el very good, que dicen los llanitos britanizados, contenía en su seno tras un patio con arcadas de columnas de mármol amarilleado por el viento y el sol, donde en medio las macetas de plataneras y helechos gigantes ilusionaban a visitantes y pacientes, un asilo para ancianas de muchos abandonos hasta la total soledad aguardadora de la muerte ; otro para hombres arruinados por la vida, el campo, el chiclana vertido un día tras otro cual psiquiatra curador de olvidos y espantos de noches no queridas; de locos diagnosticados en el Hospital de Mora y aparcados aquí por la Diputación de Cádiz; un colegio de niños chiquitos y otro de niñas desde los cuatro hasta los doce o trece años; los servicios de la Asistencia Pública Domiciliaria; una casa de socorro; un paritorio y un ginecólogo de la Seguridad Social; una pequeña iglesia estilo francés de monjas del siglo XIX imitando en pasta flora el neoclásico jesuita; un mortuorio con entrada por el hospital y salida a la calle. Y una comunidad de monjas a cargo de todo aquel mundo en el que los miserables de don Víctor se cruzaban con niños como Oliver Twist y con el doctor Jekyl y santa Isabel de Hungría.

        Tiro del bronce de llamada y suena dentro un campanil de voz joven. Unos instantes después la puerta cede y la toca de una sor de cabeza inclinada aparece franqueándome el paso. Soy el nuevo capellán. Viene empapado, ¡qué tarde! ¿Cómo es su gracia? Alberto, sor, y ¿ usted? Sor Nazarena, padre. ¿Valenciana? ¡Lo ha notado…!

        Hacía de hermana veladora. Desde las nueve de la noche hasta las seis de la mañana siguiente, permanecía de guardia en el hospital. Llamadas de enfermos, de viejos del asilo, de urgencias de la casa de socorro, de partos a deshora, de locos asustados por lo que ven dormidos. Asistía a la misa de las seis y desayunaba y dormía hasta el almuerzo con las monjas. Dormía siesta y bordaba punto de cruz hasta el rosario y la cena. Llevaba así desde que cumplió setenta, 365 días de los 365 que tenía cada año de gracia. Antes, por treinta años había cuidado, limpiado, alimentado y amortajado a cientos de ancianos del asilo.

        Se notaba enseguida que había dos categorías de hermanas en la comunidad. Las que tenían estudios y se encargaban de la enseñanza, del gobierno del paralelepípedo, de la administración, del contacto con la burguesía tarifeña y militar de la guarnición (un regimiento de infantería, lanchas rápidas de la Armada, una compañía de infantería de Marina, otra compañía de guardias civiles, varias baterías de artillería de costa) y la superiora. Y en escala descendente las monjas que cuidaban los asilados y locos, una cordobesa de la sierra de Fuenteobejuna que valía ella sola por una compañía de enfermeras de la Sanidad Militar, las de enfermería, una sola aragonesa que mantenía a raya a médicos, cirujanos, practicantes y médicos militares de variado uniforme, la sor de la cocina y al fin de la escalera Sor Nazarena, la hermana veladora, 84 años, la espalda combada y en servicio activo todo el año de nueve de la noche a seis de la mañana, nueve horas una detrás de otra.

        La única tele, pequeña, blanco y negro y con rayas cada diez minutos, estaba en el despacho de la madre superiora donde se reunía la comunidad para ver el telediario. No estaba sor Nazarena que ya había tomado su servicio. Cuando se retiraban las hermanas y por privilegio de la superiora un servidor veía un rato estudio uno, algún partido y el cierre de noticias. Al terminar me sentaba con sor Nazarena en la escalera de mármol que terminaba en la entrada del hospital. Tenía un cojín de asiento y otro para los riñones y como me sentaba a echar el rato todos los días me busco uno muy primoroso, con ramas bordadas en verde.

        Me contaba cosas porque la escuchaba mientras fumaba la última pipa del día, tabaco llanito, de contrabando de matutera del pueblo, como debe ser y como así ha sido en el Campo de Gibraltar desde que Tarik les dijo a los monos del Irredento que era más rentable el contrabando que andar guerreando.

        Echaba de menos a su padre que la llevaba a coger naranjas y a ayudarle en la huerta y le contaba historias del pueblo y de su familia y que era el único que la había querido porque su madre con diez hijos todos hombres no tenían tiempo para ella. Su padre la llevó al convento para quitarla de casarla con algún cerril que la cargara de zagales y la llevara por la calle de la Amargura. Lo llora a diario porque cuando se le fue y el Señor lo llamo, las monjas no la dejaron ir a verlo ni al entierro para quitarle el apego a las cosas del mundo y que sólo cuidara de las cosas de Dios. ¿Sabe usted, padre?, no era por eso. Era por no gastar dinero y tenernos sujetas y trabajando como burras entonces igual que ahora. Pero el Señor me lo tendrá en cuenta y a él, ¡pobre mío!, también.

        He pasado mucho, padre. Cuando la República nos sacaron por ahí y estuvimos punto de que nos fusilaran. Luego cuando nos trajeron aquí y llegaron los militares de Franco nos obligaron no solo a atender los heridos y cuidarlos sin darnos medios, sino que teníamos que lavarles la ropa por las noches y hacer nosotras, las legas, el jabón con ceniza. Me pasaba el día y la noche trabajando y un capitán joven que no paraba de chillarme porque no sabía leer lo que me daba para hacer. Es que no aprendí a leer porque a las legas, entonces, no nos enseñaban a leer. Solo rezábamos el rosario y muchos pater. Ya me he dado cuenta que usted reza el rosario con las ancianas por la tarde. Eso me gusta.

        No era lo mismo las hermanas de coro que nosotras las legas. Ellas eran como señoras. Ahora es distinto, pero sigue habiendo distingos. No me quejo porque no me escucha nadie. ¿Quién va a escuchar a una vieja que no sabe leer y encima habla valenciano y casi no habla bien el castellano?

        ¿Por qué está usted doblada, sor? Estoy como la mujer que curo el Señor, Pero no debo tener tanta Fe como ella porque a mí no me cura. Le voy a contar lo que me paso, pero me ha de prometer que será como un secreto de confesión. Hace siete años, resbalé al bajar a abrir por una urgencia y caí de espaldas y me hice mucho daño. Me curaron con un emplasto y con pomadas, pero no me llevaron a Algeciras. La madre de entonces siempre tenía una excusa para no llevarme en un taxi ni en el comes. Y poco a poco me fui doblando hasta hoy. ¿Por qué no le ha escrito a la provincial? No sé escribir. Me enseñaron que quejarse está mal y que hay que sufrir como el Señor.

        Habían pasados meses de guardias, enfermos, urgencias y conversaciones en la escalera. Algunas cavilaciones hube de soportarme antes de decidir. Hablé con un compañero de Salamanca que tras estudiar en la Academia Pontificia de Nobles estaba en la Secretaría de Estado, con monseñor Benelli a quien conocí en la JOC y le pedí una bendición a mano, en pergamino y con indulgencias varias, lazos y sellos, metido en un tubo y enviado a través de la nunciatura en Madrid y de allí al obispado a mi nombre. Le hice una minuta y él se encargó de darle forma aceptable para carta del sustituto de la Secretaria de Estado.

        Al mes llegó el tubico. Al día siguiente era la festividad del Corpus, cuando aún era de guardar, con misa solemne, cantada y con incienso a las seis de la mañana. Ancianos, locos, monjas, cazadores, guardias que tomaban el servicio a las siete. La biblia en pasta.

        La pequeña iglesia estaba reluciente de brillo en los bronces, en los dorados, en las balaustradas del presbiterio. La hermana organista ya había atacado una fuga de Bach para ambientar. Comenzó la misa con los niños de capelina blanca armiñada y servidor de blanco, bordados en plata los remates de la casulla guitarra del siglo XVIII, prestada por el arcipreste de la iglesia mayor. Después de cantar el evangelio cogí el tubo rodeado de una cinta amarilla y blanca, lo abrí y leí la carta de Roma con todos los ringorrangos vaticanos dirigida a Sor Nazarena, lega, a la que agradecía su servicio a la Iglesia en medio de dificultades y penalidades. Y le adjuntaba una bendición papal, con foto, pergamino iluminado y no se cuantisimas indulgencias.

        Un silencio de Viernes Santo. Incensum istud ad te benedictum, ascendat ad te Domine, et descendat súper nos misericordiam tuam. Sigue la misa.

        La madre superiora, mientras me quito los paramentos, entra en la minúscula sacristía. “Padre, así no hará carrera en la Iglesia”.

       

7 comentarios

  • olga larrazabal

    Compasión, Alberto, compasión es lo que veo en tus escritos.  Tu ojo para la injusticia y tu necesidad de remediarla.  Si alguien se mete a cura o a monja para hacer carrera creyendo que la compasión se puede hacer a través de la institución, creo que están equivocados.  La compasión es algo íntimo, personal, y me parece que a medida que se escalan puestos, se va apagando.

    Y como dijo el cura Rentería , vasco que llegó a Talca la diócesis de Don Manuel Larraín, “Pues con el perdón de su hábito esa monja es una bruta” cuando veía los actos de tiranía un poco sádica que tenían las monjas con sus subordinadas más tímidas e inocentes, o con las niñas del colegio.

  • Mª Pilar

    Esta triste realidad que nos narra de manera tan real y entrañable, me retrotrae a los años 48-51…

    En esos casi tres años de formación, en una congregación, surgió en mí, una “necesidad imperiosa” de defender y trabajar, por la mejora en el trato alas HH… Siempre lo hice por cauces “legales” mis deseos… los trasladaba a la persona que nos formaba, y tuve la dicha, de que mi M. Maestra, hizo cuanto pudo sin hacer ningún ruido, muchas de sus actuaciones, me enteré d los cambios, cuando por “regla” pasaba por alguno de los departamentos de los que la preparación pedía,  para saber, en cual de ellos sería mejor aprovechadas las capacidades de las que deseaban ingresar.

    Pero llegó el momento de la visita de Roma… y ahí… me petición fue rechazada.

    Con tristeza pero de manera decidida, pregunté a mi M. Maestra la causa, porque sinceramente, nunca me habían llamado la atención por causa alguna de incumplimiento de las normas; y sobre todo, porque hablaron primero con mis padres para explicarles el por que; la respuesta fue concisa y salió de aquella gran mujer con tristeza:

    “Su deseo de… mejorar… la vida de las HH. Eso lo hará Roma, cuando lo considere necesario”

    Entonces, me serené y me encontré mejor. Dentro del dolor, que en aquellos momentos significaba la ruptura de un deseo buscado y preparado con esmero.

    ¡Gracias Alberto! Siempre nos presenta el dolor de las injusticias… que las personas somos capaces de impartir, dependiendo en el lado que nos “aposentemos…”.

    Un abrazo entrañable.

    mª pilar

     

     

  • Asun Poudereux

    Un buen ejemplo del lado oscuro  que gusta etiquetar y hace vigente el dicho: “Siempre ha habido clases y clases”.

    Triste muy triste. Real muy real. Muchas gracias, Alberto. Parece que hayas vivido mil vidas. Por lo menos.

    Un abrazo.

  • ELOY

    Esta “parábola-histórica”, enseña muchas cosas. Tengo que rumiarla. Gracias Alberto.

  • Juan García Caselles

    Preciosa estampa de un mundo felizmente acabado. No hizo Vd. carrera en la Iglesia, por lo que hay que felicitarle. Primero porque hubiera acabado en obispo, que es una de las cosas peores que se pueden ser en esta vida, y, segundo, porque ayudó a alumbrar ese “día en que todos” que profetizaba Labordeta, que en gloria esté. Un abrazo

  • Alberto Revuelta

    He terminado de colector de desgracias jurídicas en la parroquia menos vistosa de Sevilla. Con toga, eso sí. Es como ser protonotario apostolico in partibus infidelium. Sin ferraiolo, querido amigo. Un abrazo

  • óscar varela

    Padre, así no hará carrera en la Iglesia”.

    Y parece que no la has hecho!

    ¿Qué dices a esto?

    Abrazo!