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El canónigo comensal

          Un par de años apenas lo habían ordenado de presbítero y estalló el alzamiento del 18 de julio y la terrible guerra civil prolongada tres años hasta dejar exhausto el país. Lo hicieron capellán en una brigada de artillería. Al poco era capitán capellán pues había permanecido en el frente cumpliendo sus deberes. Muleros destripados, soldados abiertos en canal, artilleros reventados por las bombas ajenas y las propias. Si es capax ego te absolvo… Era su trabajo. Uno tras otro, un día sí y otro también. El paso de los meses de frente y el ascenso con el alma enturbiada por el mal que veía, que cogía, que absolvía. Y los fusilamientos ordenados por los tribunales militares de desertores y de prisioneros, de fugados y de hechos fugar. Ver morir a muchachos sin madre al lado, ya muertos antes por el pavor y el miedo. Y las palabras que cada vez le sonaban más lejanas y más huecas, como dichas por decir; sin que valieran nada ni al que iban a fusilar ni a él mismo que tenía que estar presente con el pelotón de fusilamiento para bendecir los cuerpos recién expulsados de la vida que les había otorgado el Creador y que otros también creados les arrebataban con precisión.

          En un permiso corto, en las frías planicies del frente norte, se encontró con un maestro joven del mismo pueblo donde –al sur del sol de ese norte desabrido junto a la mar destellante de luz que hace feliz a vivos y muertos a su vera– se confiaron sus penas de desgarrados cuerpos de ambos bandos, los piojos, las chinches, el hedor, el hambre y la miseria. El maestrillo era alférez de complemento, también en artillería. Desde entonces amigos bendecidos por la mutua historia recorrida, volvieron al pueblo al concluir la guerra y allí permanecieron cada uno en su oficio cumplido con orden y concierto. Ambos recordaron de consuno que nada es como se dice por quien no ha estado en las trincheras de un frente de guerra fratricida. No es verdad el tachin, tachin y la bandera, y los desfiles y las enciclopedias de la escuela, ni el obispo de morado y canoa embolada que predica sonoro desde el púlpito adornado del día de Patrona antes que el gobernador civil visite la alcaldía usando versación igual a la vertida por el reverendísimo prelado. Solo es verdad, lo aprendieron tres años de carrera de cañonazo y muertos, de jueces militares sin entraña en el código, de consejo de guerra y de mozos caídos ante mauseres lacerantes, los hombres que tiene uno delante, y el sol, la mar, los vientos de su pueblo. Lo demás cum mica salis y a tragos de anís en el amanecer de Fernando en su cuchitril de pescadores helados.

          Treinta y tantos años de misas, de rosarios, de novenas y entierros, de bodas y bautizos. Y en ellos, ocultos y despiertos, callados pero ciertos, eficaces aprendices de Tucídides el estratega griego que leyera en el frente, el cura y el maestro salvaron de la cárcel, de la muerte, del infierno vivido por los que no vencieron a decenas de gentes de su bendito pueblo. Esa es la historia patria que la ignorancia de unos, la miseria moral de los mandantes y la estulta pluma de escribidores varios, vase perdiendo hasta morir del todo ocultando la luz de la guirnalda de decenas de gentes salvadas por héroes de moral berroqueña como mis dos amigos muertos.

          También al viejo obispo lo llamó la muerte y con ella hubo cambios que el nuevo prelado eliminaba a los viejos curas de los viejos lugares donde las raíces se resisten al aire. Ascenso, pues, para el antiguo capitán capellán, hecho canónigo al otro lado de la mar que baña acantilados y playas de la plaza amurallada donde un hijo fue sentenciado por un puñal volante. Pronto necesitaron de él por razón de vacantes que nadie deseaba servir en adelante. Un enorme hospital bautizado en falangista convertido en tal desde la CNT en 1932, necesitaba capellán y pensaron en la curia que debía ser él quien bregara con tal entuerto. Había que traerlo a la capital desde el otro lado del mar en tierra de moros. Lo nombraron canónigo comensal de la mesa episcopal y aterrizó en medio de un centenar de médicos jóvenes, descreídos, de vida airada, sarcásticos, divertidos que se mofaban de lo humano y lo divino desde el cotidiano ir y venir de enfermedades a muertes.

          Aquel rascacielos del dolor estaba a un par de kilómetros, ida y vuelta, de la parroquia que servía quien de él se reclama admirador y amigo. Sobre las ocho en verano y sobre las seis en invierno venía por la vera exterior con eucaliptos de diez metros, de la tapia de corte de la dictadura de Primo de Rivera que albergaba fardos de valor misterioso hasta mi iglesia para tomar un café militar, cargado, fuerte, malo, sin azúcar y volver caminando los dos contándonos historias y sucedidos de humor bienvenido hasta el hospital para la hora de su cena con los médicos residentes de la guardia.

          Transformación luminosa, perceptible, llena de matices la que se había producido a los cuatro o cinco meses de que el canónigo comensal de la mesa episcopal principiase a cenar con los maliciosos, chispeantes y ateocritos residentes que despiadadamente trataban de desestabilizar al capellán, viejo, cargado de años, con sotana siempre, sin complejos. Solo una explicación: el capitán capellán provisional, que desapareció del mapa al volver a su pueblo de destino clerical, había revivido en medio del descaro de aquellos hombres jóvenes que se mofaban de dogmas; costumbres, ritos y piedades. Estaba entre oficiales de carrera, entre oficiales de complemento, entre descarados voluntarios falangistas igual de perversos y descreídos con los compartió rancho y guardias en trincheras y guarniciones hacia treinta y tantos años. Y había reaccionado igual: estando sin dar la murga, sin sermonear, con la hombría del que ha visto cientos de muertos y ha sido picado por chinches y mordido por ratas que no habían leído la Biblia, ni rezado el rosario. El canónigo comensal, el capellán de aquel lugar de dolores, penas y muerte, sabia de penas, dolores y muerte y las tomaba en serio a las tres y a quienes las padecía. No fingía piedad, no contaba mentiras estupidizadas por rutinas de clérigos sin fe, no consolaba con infantilismos no creíbles. Sufría, sonreía, miraba, se dejaba coger la mano por los que muertos de miedo iban a ser operados por aquellos simpáticos bandidos de bata blanca y ligues fáciles. Y los bandidos vieron, veían a diario que allí había un hombre con ellos; que veía lo mismo que ellos, que no tenía explicación como ellos, pero que estaba allí en silencio y más silencio, con ánimo de seguir así uno y otro día.

          Una tarde no vino, avisaron de la guardia para que fuera un compañero. Un infarto. Tendido en la camilla, desnudo, tapado a medias con la sabanilla oficial, blanca y con anagrama verde, ya no podía hablar. Los cinco médicos residentes de esa tarde estaban en torno a su rostro ya camino del definitivo estertor. La unción. El final. Levemente, vergonzosamente, vueltas las caras, las lágrimas por el capitán capellán provisional que era su muerto. Un hombre de una vez, el único canónigo comensal de la mesa episcopal que he conocido.

                    

4 comentarios

  • ana rodrigo

    Uf, qué fuerte el contenido del relato ( y qué magníficamente relatado, gracias Alberto)

    Cuántas historias cargadas de humanidad se ocultan entre apariencias engañosas. Allí donde se ofrezca una mano cargada de humanidad, allí alguien está sembrando la esperanza de que, en medio de un mundo tan calamitoso y cargado de sufrimiento, no todo está perdido.

  • olga larrazabal

    Al final de todo, de todas las ideologías y elucubraciones sobre la verdad y la justicia, sobre el amor y sus entuertos, sobre la guerra y sus desmanes, al final final, siempre se impone la humanidad del que te tiende la mano sin pedirte explicaciones. El que está contigo en la hora sombría, sin juicios y sin intereses mezquinos.

    Nunca me olvidaré cuando a mi madre la operaron de un tumor en la columna en un Hospital de Santiago, me quedé sola, sentada en una sala de espera, a mediodía, con la mirada perdida, y presentimientos horribles. De repente se me acercó  un joven cuya cara me era conocida, que pasó por ahí. Yo te conozco de la universidad, me dijo, soy fulano de tal. Yo nunca había sabido su nombre, y fuera de habernos topado en alguna escalera, nunca habíamos hablado. Intercambiamos información, y al ver que estaba sola esperando el resultado de la operación, se quedó  varias horas ya que la cosa fue muy larga, sin dar ninguna explicación. Solo acompañar. No recuerdo su nombre ni su rostro.  Solo se que dejó todo botado para que no estuviera sola.

    • Asun Poudereux

      Precioso el relato. Intenso el silencio. Ha pasado un ángel, dicen por aquí.

      Muchas gracias, Olga. Un abrazo.

  • oscar varela

    Una pinturita!

    Gracias!