Esta mañana me he despertado en la cama, aquí mismo. He puesto la radio y me he enterado de lo que pasa por ahí. Es como abrir la ventana. O los ojos. ¿Acaso me ha despertado lo que viene de fuera, de la calle, y ha llegado a mis oídos? Puede. No en vano tengo dos orejas abiertas, como todos; pero no hay peor sordo que el que no quiere oír y si no escucho, aunque despierte, no estoy para nadie. Y entonces me defiendo ajustando la ventana, cerrando los ojos y encerrado en mi propia piel, acurrucado, ensimismado, me quedo dormido y es como si no hubiera nacido o estuviera ya muerto.
Lo que nos abre realmente a todo el mundo es la pregunta por todo: ¿qué es lo que hay? Esa es la pregunta que nos despierta y nos pone de pie, la que abre y nos abre siempre que no sea simplemente un decir, un saludo trivial o una pregunta retórica. Preguntar por preguntar no conduce a nada, es dejar caer la pregunta. No es salir de sí mismo ni estar abierto a un mundo abierto, no es buscar caminando la respuesta. Así preguntó Pilatos a Jesús: “¿Qué es la verdad?”, y se dio la vuelta.
Vivimos en un mundo desencantado, desmoralizado, desorientado, y con muchos problemas que dejan de serlo cuando no lo son para uno mismo. Uno piensa que lo que no es su problema solo es un tema… Nos equivocamos. Aquello en que nos va la vida, el sentido de la vida y de la historia, es nuestro problema y mi problema: el de todos.
Franz Rosenzweig (1886-1929), un filósofo alemán perteneciente al judaísmo liberal, desarrolló lo que llamaba “nuevo pensamiento” y lo contrapuso a la antigua forma de pensar o “pensamiento viejo” que entendía como pensamiento estático: “El concepto de verificación de la verdad –escribe– se convierte en el concepto fundamental de esta nueva teoría del conocimiento, que ocupa ahora el lugar de la vieja y de sus teorías de ausencia de contradicción y del objeto, y que en lugar del concepto estático de objetividad de aquélla introduce otro dinámico”. La verdad deja de ser lo que es, la adecuación de la mente y la realidad, y se convierte en lo que puede y quiere ser verificado: “ Las verdades desesperadamente estáticas como las matemáticas, establecidas como punto de partida de la vieja teoría del conocimiento sin que se pueda avanzar después realmente más allá de ese punto, las considera el nuevo pensamiento las más bajas y un caso límite como es el reposo para el movimiento, mientras que las verdades más altas y supremas solo pueden ser pensadas como verdades [a verificar] sin tener que estigmatizarlas como ficciones, postulados o necesidades”
Lo que más importa no son las verdades del tipo dos y dos son cuatro, en las que todos estamos de acuerdo. Ni las verdades meramente objetivas: los juicios sobre las cosas que la ciencia pone en nuestras manos. Lo que importa por encima de todo no es saber hacer esto o aquello, una guerra o unos zapatos. Lo que importa por encima de todo y a todos es el sentido de la vida y de la historia, no sobre la vida y la historia sino de ella y en ella: y “ven conmigo a buscarla”, que diría Machado. Y esto es lo que más cuesta. Porque eso significa agotar toda la experiencia, sostener la pregunta en todo el camino de la vida y de la historia, mantenerse abierto en un mundo abierto sin perder el rumbo y la esperanza.
La persona libre y responsable que se toma en serio, se hace en serio esa pregunta. Ese tal es un testigo. La verdad última y suprema no es una verdad sobre las cosas, una proposición o teoría universal que lo explique todo, sino aquella que requiere toda nuestra vida y solo encuentra quien se abre a ella libremente y sin reservas. Esa verdad no está bajo control, no es objetiva. Pero se da a entender y deja adivinar su presencia en este mundo dondequiera uno responde ante los otros y en favor de todos nosotros – nunca contra los otros– con su propia vida.
Lo que está lejos del mundo en que vivimos, solo podemos conocerlo por el testimonio de los testigos. Donde la indignación aumenta y la desmoralización arrasa, se necesitan testigos que levanten la moral y pongan en camino la esperanza. Los que salen de casa y mantienen la pregunta abierta en el camino, los que se desviven por los otros, son el anticipo del futuro que queremos. Ellos son los testigos que necesitamos. No los que juran en nombre de Dios en vano, que los hay. Ni los blasfemos que ofenden en vano a Dios o a los dioses –en los que no creen– y realmente a los creyentes que no toleran. Pero los demás, mientras vayan por el camino con un pie en tierra y otro en el aire, son compañeros que comparten el mismo pan: “los gozos y las esperanza, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro mundo”. Son gotas de un mismo río que todas van al mismo mar. O como espigas reunidas para hacer un mismo pan. Si vamos juntos saldremos juntos de esa experiencia.
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