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Baruch Espinoza: revelación de Dios

­Spinoza

Un sábado más proponemos una lectura espiritual laica, para ser leída con calma, dialogando con el autor, pensando que escribía hace tres siglos y medio cuando tenía treinta y tantos años. Ahí están in nuce, en gérmen, varios siglos de ciencias bíblicas y humanas que finalmente han empezado a ser aceptadas por las iglesias cristianas. Fuera de ellas y de la sinagoga (ver Introducción histórica), Baruch Espinoza piensa que Dios revela a cada persona su palabra (“las llama por su nombre”, en el texto de Juan, hoy en la liturgia católica) a través de la interpretación de la realidad que elabora su inteligencia natural, creada por Él o fundada en Él.

Tratado teológico Político de Baruch Espinoza
Traducción de Atilano Domínguez. Editorial Altaya. Barcelona 1977.

Capítulo 1: De la profecía

La profecía o revelación es el conocimiento cierto de una cosa, revelado por Dios a los hombres. Y profeta es aquel que interpreta las cosas, por Dios reveladas, a aquellos que no pueden alcanzar un conocimiento cierto de ellas, sino que solo pueden aceptarlas por simple fe. Entre los hebreos, en efecto, profeta se dice nabi, es decir, orador e intérprete; pero en la Escritura este término designa siempre intérprete de Dios, como se desprende de Éxodo, 7, 1, donde Dios dice a Moisés: He aquí que te constituyo Dios del faraón, y Aarón, tu hermano, será tu profeta. Como si dijera: puesto que Aarón, interpretando para el faraón lo que tú dices, hace el papel de profeta, tú serás como el Dios del faraón o quien hace para él las veces de Dios. De los profetas trataremos en el capitulo siguiente; en este de la profecía.

De la definición que acabamos de dar, se sigue que el conocimiento natural se puede llamar profecía. En efecto, las cosas que conocemos por la luz natural, dependen exclusivamente del conocimiento de Dios y de sus eternos decretos. Pero, como este conocimiento natural es común a todos los hombres, puesto que depende de fundamentos que son comunes a todos ellos, el vulgo no lo estima tanto como al otro, ya que ansía siempre cosas raras y ajenas a su naturaleza y desprecia los dones naturales; por eso, al hablar del conocimiento profético, excluye expresamente de él el natural. Pero lo cierto es que se puede llamar conocimiento divino con el mismo derecho que otro cualquiera, puesto que nos es dictado, por así decirlo, por la naturaleza de Dios, en cuanto que participamos de ella, y por sus decretos. Por otra parte, solo se diferencia de aquel conocimiento, que todos llaman divino, en que este tiene límites más amplios y no puede ser efecto de las leyes de la natu­raleza humana, considerada en sí misma; pues, respecto a la certeza, que el conocimiento natural incluye, y al origen del que procede (es decir, Dios), no desmerece nada del conocimiento profético[1]. A menos que al­guien pretenda entender, o más bien soñar, que los pro­fetas tuvieron sin duda un cuerpo humano, pero no un alma (mens) humana y que, por eso mismo, sus sensa­ciones y su conciencia fueron ‘de una naturaleza total­mente distinta a la nuestra’.

No obstante, aunque la ciencia natural sea divina, no se puede dar el nombre de profetas[2] a los que la propagan, puesto que lo que ellos enseñan, pueden perci­birlo y aceptarlo también los demás hombres con igual certeza y dignidad, y no por simple fe.

Dado, pues, que nuestra alma, por el simple hecho de que contiene objetivamente, en sí misma, la naturaleza de Dios, y participa de ella, tiene poder para formar ciertas nociones, que explican la naturaleza de las cosas, y enseña la práctica de la vida, con razón podemos afir­mar que la naturaleza del alma, así concebida, es la pri­mera causa de la divina revelación. Efectivamente, todo lo que entendemos de forma clara y distinta, nos lo dicta, como acabamos de indicar, la idea de Dios y su naturaleza; no con palabras, sin duda, sino de un modo más excelente, que está en plena consonancia con la naturaleza del alma, como habrá experimentado en sí mismo quienquiera que haya gustado la certeza del en­tendimiento.

Pero, como mi objetivo principal es hablar únicamente de lo que solo atañe a la Escritura, baste con esta breve referencia a la luz natural. Paso, pues, a referirme a otras causas y medios, mediante los cuales Dios revela a los hombres aquellas cosas que exceden los límites del conocimiento natural y las que no los exceden también; ya que nada impide que Dios comunique de otras formas a los hombres las mismas cosas que conocemos por la luz natural. Esto lo trataré con más amplitud.

Ahora bien, cuanto se puede decir sobre este par­ticular, debe extraerse solo de la Escritura. Pues ¿qué podemos decir sobre cosas que exceden los límites de nuestro entendimiento, fuera de lo que se nos transmite, de palabra o por escrito, a partir de los mismos profetas? Y, como hoy no tenemos, que yo sepa, ningún profeta, no nos queda otro medio que repasar los sagrados volúmenes que los profetas nos dejaron. Y con esta reserva: que no afirmemos nada sobre esos temas ni atribuyamos nada a los profetas, que ellos mismos no hayan dictado con claridad.

En este sentido, hay que señalar, en primer lugar, que los judíos nunca mencionan las causas intermedias o particulares ni se ocupan de ellas; sino que, por reli­gión o piedad o (como suele decir el vulgo) por devoción, siempre recurren a Dios. Y así, por ejemplo, si han ganado dinero con el comercio, dicen que Dios dis­puso su corazón; e incluso, si piensan algo, dicen que Dios se lo ha dicho. De ahí que no se puede tener por profeta y por conocimiento sobrenatural todo lo que la Escritura dice que lo dijo Dios, sino tan solo aquello que ella afirma expresamente que fue una profecía o revelación, o lo que se sigue de las circunstancias mis­mas de la narración.

Efectivamente, si recorremos los sagrados volúmenes, veremos que todo cuanto Dios reveló a los profe­tas, les fue revelado o con palabras o con figuras o de ambas formas a la vez, es decir, con palabras y figuras. Las palabras y las figuras fueron verdaderas, es decir, algo exterior a la imaginación del profeta que las vio u oyó, o imaginarias, en cuanto que la imaginación del profeta estaba predispuesta, incluso durante la vigilia, a tener la clara impresión de que oía palabras o vela algo.

Por ejemplo, la voz con que Dios reveló a Moisés las leyes que quería prescribir a los hebreos, fue verda­dera, como consta por Éxodo, 25, 22, donde dice: Yo estaré allí esperándote y hablare contigo desde la parte de la cubierta que se halla entre los dos querubines. Esto muestra que Dios utilizó una voz verdadera, puesto que Moisés hallaba allí, siempre que quería, a Dios pre­parado para hablarle. Y, como demostraré después, solo esta voz, con la que fue anunciada la ley, fue una voz verdadera.

Me inclinaría a creer que la voz con que Dios llamó a Samuel, fue verdadera, porque en el último versículo de 1 Samuel, 3 se dice: y Dios se apareció de nuevo a Samuel en Silo, porque Dios se manifestó a Samuel en Silo por la palabra de Dios. Como si dijera que la aparición de Dios a Samuel consistió simplemente en que Dios se le manifestó con su palabra o que Samuel oyó que Dios le hablaba. Sin embargo, como nos vemos forzados a distinguir entre la profecía de Moisés y las de los otros profetas, tenemos que decir que esa voz oída por Samuel fue imaginaria. Lo cual se puede cole­gir, además, del hecho de que dicha voz se le parecía a la voz de Helí, que Samuel oía con mucha frecuencia y que, por tanto, también podía imaginar con más rapi­dez. En efecto, después de ser llamado tres veces por Dios, Samuel sospechaba que le llamaba Helí. La voz que oyó Abimelec fue imaginaria, ya que se dice en Gé­nesis, 20, 6: y le dijo Dios en sueños, etc. No fue, pues, despierto, sino solamente en sueños (es decir, en el mo­mento en que la imaginación está, por naturaleza, más predispuesta a imaginar cosas que no existen), cuando pudo imaginar la voluntad de Dios.

En cuanto a las palabras del Decálogo, hay algunos judíos que opinan que no fueron pronunciadas por Dios, sino que los israelitas solo escucharon un ruido, que, por supuesto, no profirió palabra alguna, y que, mientras duró ese ruido, percibieron con la pura mente los pre­ceptos del Decálogo. Hubo una época, en que yo mis­mo albergué esa sospecha, ya que veía que hay ciertas variantes entre las palabras del Decálogo en el Éxodo y en el Deuteronomio; eso, en efecto, parece suponer (dado que Dios solo habló una vez) que el Decálogo no pretende enseñar las mismas palabras de Dios, sino única­mente su significado. No obstante, si no queremos forzar la Escritura, hay que conceder, sin más, que los israelitas oyeron una voz verdadera, ya que ella (Deuteronomio, 5, 4) dice expresamente: Dios ha hablado cara a cara con vosotros, etc., es decir, lo mismo que dos hombres suelen comunicarse mutuamente sus conceptos, mediante los cuerpos de ambos. De ahí que parece ser más acorde con la Escritura que Dios haya creado realmente una voz, con la que el mismo reveló el Decálogo. En cuanto al motivo por que las palabras y los argumentos de una obra difieren de los de la otra, véase el capítulo VIII.

Aunque la verdad es que ni así se elimina íntegramente la dificultad, ya que no parece muy lógico afirmar que una cosa creada, dependiente de Dios lo mismo que las demás, pudiera expresar real o verbalmente la esen­cia o la existencia de Dios o explicarla a través de su persona, diciendo en primera persona ‘yo soy Jehová, tu Dios’, etc. En efecto, cuando alguien dice con la boca: yo entendí, nadie cree que fue la boca, sino solamente la mente del que lo dice, la que entendió eso; pero, como la boca esta en relación con la naturaleza del hombre que habla, y como, además, aquel a quien se dice eso, ya había percibido la naturaleza del entendimiento, a este último le resulta fácil comprender la mente del que habla, comparándola consigo mismo. Yo no veo, en cam­bio, cómo quienes no conocían nada de Dios, excepto el nombre, y deseaban hablar con él para cerciorarse de su existencia, pudieron ver satisfecha su petición a través de una creatura (que no tiene con Dios más relación que las demás cosas creadas y no pertenece a la naturaleza divina), que les dijera `yo soy Dios’. Yo me pre­gunto: si Dios hubiera contorsionado los labios de Moisés (¡qué digo de Moisés!, de una bestia cualquiera) para que pronunciaran y dijeran esas mismas palabras, `yo soy Dios’, ¿hubieran entendido así los israelitas la exis­tencia de Dios?

Lo cierto es que la Escritura parece indicar clara­mente que fue Dios quien habló (con ese fin habría bajado del cielo sobre el monte Sinaí) y que no solo lo oyeron hablar los judíos, sino que los magnates incluso lo vieron (véase Éxodo, 24). La misma ley, revelada a Moisés, a la que no era licito ni añadir ni guitar nada y que constituía como el derecho nacional, nunca nos mandó creer que Dios es incorpóreo y que no tiene nin­guna imagen o figura, sino 6nicamente que Dios existe y que creamos en él y lo adoremos; y, para que los israe­litas no se apartaran de su culto, les prohibió represen­tarlo con cualquier figura, ficticia o real. Porque, no habiendo ellos visto ninguna imagen de Dios, no podían hacer ninguna que representara a Dios, sino a otra cosa creada, que habían visto realmente. De ahí que, si ado­raran a Dios a través de esa imagen, no pensarían en Dios, sino en la cosa que aquella imagen representaba, con lo que terminarían atribuyendo a ese objeto el honor y el culto de Dios. Aún más, la Escritura indica clara­mente que Dios tiene figura y que Moisés dirigió a ella su mirada, mientras escuchaba a Dios que le hablaba, pero que solo consiguió ver su parte posterior. No me cabe, pues, la menor duda de que aquí se oculta algún misterio, del que hablaremos más largamente después. Ahora continuaré indicando los pasajes de la Escritura que muestran los medios con los que Dios reveló sus decretos a los hombres.

Que la revelación se efectuó por medio de simples imágenes, está claro por 1 Paralipómenos, 21, donde Dios mostró a David su ira por medio de un ángel que tenía una espada en su mano. Y lo mismo en el caso de Balaam. Y, aunque Maimónides y otros pretenden que esta historia y todas las que narran la aparición de algún ángel (como la de Manué, la de Abraham, en que pensaba inmolar a su hijo, etc.), sucedieron en sueños, y niegan que alguien haya podido ver, en estado de 3vigilia, a un ángel, todo eso es palabrería, ya que esos tales solo han intentado arrancar de la Escritura las bagatelas aristotélicas y sus propias ficciones. A mi enten­der, no hay cosa más ridícula. No fue, en cambio, con imágenes reales, sino producidas exclusivamente por la imaginación del profeta, como reveló Dios a Josa su futura supremacía.

Por medio de imágenes y de palabras reveló Dios a Josué que el lucharía por los israelitas, pues le mostró un Ángel con una espada, cual jefe del ejército, tal como le había dicho también con palabras, y como el mismo Josué había sabido por el ángel. También a Isaías (tal como se dice en Isaías, 6) se le presentó a través de figuras que la providencia de Dios abandonaba al pue­blo, pues imaginó a Dios, tres veces Santo, sobre un trono altísimo y a los israelitas manchados con el fango de sus pecados y como hundidos en el estiércol, es decir, sumamente alejados de Dios. Con esas imágenes comprendió el miserable estado actual del pueblo; en cambio, sus futuras calamidades le fueron reveladas mediante palabras, que le parecieron pronunciadas por Dios. Podría aducir muchos ejemplos de las Sagradas Escri­turas, similares a este, pero pienso que son de todos suficientemente conocidos.

Todo lo anterior está confirmado, con mayor claridad, por un texto de Números, 12, 6-7, que reza así: si alguno de vosotros fuera un profeta de Dios, me revelaré a él en una visión (es decir, mediante figuras y jeroglíficos, puesto que la visión de Moisés dice que fue una visión sin jeroglíficos); le hablaré en sueños (es decir, no con palabras reales y con una voz verdadera). Pero no así (me revelo) a Moisés; a él le hablo boca a boca y durante una visión, y no a través de enigmas, y el contempla la imagen de Dios (es decir, el habla conmigo, mirán­dome, como un compañero, y no aterrado, como consta en Éxodo, 33, 11). No cabe duda, pues, de que los demás profetas no oyeron una voz verdadera. Lo cual se confirma, además, por Deuteronomio, 34, 10, donde se dice: nunca existió (propiamente surgió) en Israel profeta como Moisés, a quien Dios conoció cara a cara (esto hay que referirlo solamente a la voz, ya que tam­poco Moisés había visto nunca el rostro de Dios: Éxodo, 33).

Yo no hallo en las Sagradas Escrituras ningún otro medio, aparte de los señalados, por los que se haya comunicado Dios a los hombres. Por consiguiente, como ya antes hemos dicho, no hay que inventar otros ni admitirlos. Y, aunque entendemos claramente que Dios puede comunicarse inmediatamente a los hombres, pues­to que, sin acudir a ningún medio corpóreo, comunica su esencia a nuestra alma; no obstante, para que un hombre percibiera con su sola mente algo, que no esté contenido en los primeros fundamentos de nuestro conocimiento ni puede deducirse de ellos, su alma debería ser necesariamente más poderosa y mucho m6s excelente que la humana.

No creo, pues, que ningún otro haya llegado a tanta perfección, por encima de los demás, a excepción de Cristo; pues a él le fueron revelados los designios de Dios, que conducen los hombres a la salvación, sin palabras ni visiones, sino inmediatamente; hasta el punto de que Dios se manifestó a los apóstoles a través de la mente de Cristo, como en otro tiempo a Moisés por medio de una voz aérea. Por eso, la voz de Cristo, al igual que aquella que oyera Moisés, puede llamarse la voz de Dios. En este sentido, también podemos decir que la sabiduría de Dios, es decir, una sabiduría que está por encima de la humana, ha asumido en Cristo la natu­raleza humana y que Cristo ha sido la vía de salvación.

No obstante, es necesario advertir aquí que yo no me refiero para nada a lo que ciertas iglesias afirman de Cristo; ni tampoco lo niego, pues confieso gustosamente que no lo entiendo. Lo que acabo de decir, lo conjeturo por la misma Escritura. Pues en ninguna parte he leído que Dios se apareciese a Cristo o que hablara con el, sino que Dios se reveló a los apóstoles por medio de Cristo, que este es el camino de la salvación y, final­mente, que la antigua ley fue entregada por medio de un ángel y no inmediatamente por Dios, etc. De ahí que, si Moisés hablaba con Dios cara a cara, como un hombre con su compañero (es decir, mediante dos cuerpos), Cristo se comunicó más bien con Dios de alma a alma (mens).

Afirmamos, pues, que, aparte de Cristo, nadie ha reci­bido las revelaciones de Dios, sino con ayuda de la imaginación, es decir, mediante el auxilio de palabras o imágenes, y que, por lo mismo, para profetizar no se requiere un alma más perfecta, sino una imaginación más viva, como explicaré de forma más clara en el si­guiente capítulo.

Ahora debemos investigar qué entienden las Escrituras por espíritu de Dios infundido a los profetas o al decir que los profetas hablaban impulsados por el espíritu de Dios. Para averiguarlo, hay que preguntarse primero qué significa la palabra hebrea ruagh, que el vulgo inter­preta por espíritu.

El término ruagh, en su sentido original, significa, como es sabido, viento; pero se usa con gran frecuencia para significar otras muchas cosas, todas ellas derivadas de la primera. Y así, por ejemplo, se emplea para in­dicar:

  • 1.° aliento, como en Salmos, 135, 17: ni espíritu hay en su boca;
  • 2.° ánimo o respiración, como en I Samuel, 30, 12:
  • 3.° valentía y fuerzas, como en Josué, 2, 11: después ya no hubo espíritu en ningún varón; y también en Eze­quiel, 2, 2: y me vino el espíritu (o la fuerza) que me permitió sostenerme sobre mis pies;
  • 4.° virtud y aptitud, como en Job, 32, 8: ciertamente que el espíritu mismo está en el hombre; es decir, que la ciencia no hay que buscarla precisamente en los an­cianos, puesto que constato que depende de la virtud y capacidad propia de cada hombre. Y lo mismo en Números, 27, 18: un hombre en el que hay espíritu;
  • 5.° opinión del alma (animi), como en Números, 14, 24: porque tuvo otro espíritu, es decir, otra opinión del alma u otra mente. Igualmente, en Proverbios, 1, 23: os expresaré mi espíritu (es decir, mi mente). Y en este sentido, se usa para significar voluntad o decreto, ape­tito o impulso del ánimo, como en Ezequiel, 1, 12: a donde tenían espíritu (o voluntad) de ir, iban. Y también, en Isaías, 30, 1: y para fundir la fusión, y no por mi espíritu; y en 29, 10: porque Dios derramó sobre ellos el espíritu (es decir, el apetito) de dormir. También en Jueces, 8, 3: entonces se mitigó su espíritu (o ímpetu). 20 Lo mismo, en Proverbios, 16, 32: quien domina su espíritu (o apetito), más que quien toma una ciudad; y en 25, 28: el hombre que no contiene su espíritu. Y en Isaías, 33, 11: vuestro espíritu es fuego que os consu­me. Por lo demás, el termino ruagh, en cuanto significa alma (animus), sirve para expresar todas sus pasiones e incluso sus cualidades; y asa, por ejemplo, espíritu alto significa la soberbia; espíritu bajo, la humildad; espíritu malo, el odio y la melancolía; espíritu bueno, la benignidad; espíritu de celos, espíritu (o deseo) de for­nicaciones, espíritu de sabiduría, de consejo, de fortaleza equivalen (ya que en hebreo usamos con más frecuencia los sustantivos que los adjetivos) a alma sabia, prudente, fuerte o a la virtud de la sabiduría, del consejo o de la fortaleza; espíritu de benevolencia, etc.;
  • 6.° ruagh significa también la misma mente o alma (animam), como en Eclesiastés, 3, 19: el espíritu (o alma) [23] es el mismo para todos, y en 12, 7: y el espíritu vuelve a Dios’;
  • 7.° significa, finalmente, las partes del mundo (por los vientos que de ellas soplan) e incluso los lados de cualquier cosa que miran a esas partes del mundo: véase Ezequiel, 37, 9 y 42, 16-9, etc.

Hay que señalar, además, que una cosa se refiere a Dios y se dice ser de Dios por las razones siguientes:

  • 1.° porque pertenece a la naturaleza de Dios y es como una parte suya, como cuando se dice: poder de Dios, ojos de Dios;
  • 2.° porque está bajo el poder de Dios y actúa según su voluntad; aso en los libros sagrados los cielos se llaman cielos de Dios, porque son su carro y su morada, y Asiria se llama azote de Dios y Nabucodonosor, siervo de Dios, etc.;
  • 3.° porque está dedicada a Dios, como el templo de Dios, el nazareno de Dios, el pan de Dios, etc.;
  • 4.° porque ha sido transmitida por los profetas, y no revelada por la luz natural: por eso a la ley de Moisés se le llama la ley de Dios;
  • 5.° porque expresa una cosa en grado superlativo, como montes de Dios, es decir, unos montes altísimos; sueño de Dios, un sueño profundísimo, en cuyo sentido hay que entender Amós, 4, 11, donde el mismo Dios habla así: os he destruido como la destrucción de Dios (destruye) a Sodoma y Gomorra; es decir, como aquella célebre destrucción; pues, como es el mismo Dios el que habla, no se puede explicar correctamente el texto de otra forma. También la ciencia natural de Salomón se llama ciencia de Dios, es decir, ciencia divina o superior a la ordinaria; igualmente, en los Salmos se dice cedros de Dios a fin de expresar su altura excepcional; y en I Samuel, 11, 7 para indicar un miedo extraordinario, se dice: y cayó sobre el pueblo el miedo de Dios.

En este sentido, los judíos solían referir a Dios todas aquellas cosas que superaban su capacidad y cuyas causas naturales ignoraban en aquella época. Y por eso, a la tempestad la llamaban increpación de Dios, y a los truenos y relámpagos, saetas de Dios. Pensaban, en efec­to, que Dios tenia los vientos encerrados en cavernas, que llamaban tesorerías de Dios; pero se diferenciaban de los gentiles en que no era Eolo, sino Dios el que gobernaba los vientos. Por este mismo motivo, los mi­lagros se llaman obras de Dios, es decir, obras asombro­sas; puesto que, en realidad, todas las cosas naturales son obras de Dios y solo existen y actúan por el poder divino. Es, pues, en este sentido en el que el salmista llama a los milagros de Egipto poderes de Dios; porque, cuando los hebreos se hallaban en sumo peligro y no podían esperar nada similar, les abrieron el camino hacia su salvación, suscitando su máxima admiración.

Si las obras insólitas de la naturaleza se llaman obras de Dios y los árboles de una altura insólita se llaman árboles de Dios, no hay que sorprenderse de que en el Génesis se llame hijos de Dios a los hombres de gran fortaleza y colosal estatura, aunque fueran hombres im­píos, que practicaban el rapto y la prostitución. De ahí que los antiguos, y no solo los judíos, sino también los paganos, solían referir a Dios absolutamente todo aquello por lo que alguien superaba a los demás. Y asa el faraón, después de escuchar la interpretación de su sueño, dijo que en José estaba el espíritu de los dioses y también Nabucodonosor dijo a Daniel que él poseía el espíritu de los dioses santos. Entre los mismos latinos, nada era más frecuente que decir, de un objeto fabricado con gran arte, que estaba hecho con mano divina; si quisiéramos traducirlo al hebreo, habría que decir, como saben los hebraizantes: fabricado por la mano de Dios.

Con estas aclaraciones, es fácil entender y explicar los pasajes de la Escritura en los que se hace mención del espíritu de Dios. En efecto, espíritu de Dios, espíritu de Jehová no significa, en algunos lugares, sino un viento muy fuerte, muy seco y fatal. Por ejemplo, en Isaías, 20 40, 7: el viento de Jehová sopló sobre él, es decir, un viento muy seco y fatal; y en Génesis, 1, 2: y el viento de Dios (o un viento fortísimo) se movía sobre las aguas. Significa, además, gran ánimo, y así el ánimo de Gedeón y de Sansón se denomina en las Sagradas Escrituras espíritu de Dios, es decir, un ánimo sumamente audaz y dispuesto a cualquier cosa. Igualmente, toda virtud o fuerza superior a lo habitual se llama espíritu o virtud de Dios, como por ejemplo en Éxodo, 31, 3: te llenaré (a Besalel) del, espíritu de Dios, es decir, como la misma Escritura lo explica, de un ingenio y de una destreza superiores a las que caen en suerte al común de los hombres; y lo mismo en Isaías, 11, 2: y reposará sobre él el espíritu de Dios, es decir, como explica a continua­ción el mismo profeta con todo detalle (siguiendo una costumbre muy corriente en las Sagradas Escrituras), la virtud de la sabiduría, del consejo, de la fortaleza, etc. Y también la melancolía de Saúl es llamada espíritu malo de Dios, es decir, melancolía profundísima: en efecto, los esclavos de Saúl, que decían que su melancolía era melancolía de Dios, fueron quienes hicieron que él llamara a su lado a un músico que lo distrajera tocando la flauta, lo cual demuestra que, por melancolía de Dios, entendían ellos una melancolía natural.

Con la expresión espíritu de Dios se designa, además, la misma alma (mens) humana, como en Job, 27, 3: y el espíritu de Dios en mis narices, aludiendo a lo que se narra en el Génesis: que Dios infundió un alma (anima) de vida en las narices del hombre; también en Eze­quiel, 37, 14 (refiriéndose proféticamente a los muertos) se dice: y os daré mi espíritu y viviréis, es decir, os devolveré la vida; y, en este mismo sentido, se dice en Job, 34, 14; si quiere (Dios), recogerá para sí el espíritu (es decir, la mente que nos dio) y su alma (anima). Así hay que entender también Génesis, 6, 3: mi espíritu no razonará (es decir, no discernirá) jamás en el hombre, porque es carne: es decir, en adelante, el hombre actuara según las decisiones de la carne y no de la mente que le he dado para que discerniera el bien; e igualmente en Salmos, 51, 12-3: créame, oh Dios, un corazón puro y renueva en mí un espíritu (esto es, un apetito) decente (o moderado) y no me deseches de tu presencia ni me quites el alma (mens) de tu santidad. Como los israelitas creían que los pecados solo procedían de la carne y que, en cambio, el alma aconsejaba exclusivamente el bien, por eso el salmista invoca el auxilio de Dios contra el apetito de la carne, mientras que pide al Dios santo que simplemente le conserve el alma que él le ha dado.

Ahora bien, la Escritura suele pintar a Dios a imagen del hombre y atribuirle alma, animo, afectos e incluso cuerpo y aliento, a causa de la débil inteligencia del vulgo. De ahí que la expresión espíritu de Dios la utiliza con frecuencia en el sentido de alma, es decir, de ánimo, afecto, fuerza y aliento de la boca de Dios. Y así, en 30 Isaías, 40, 13, se dice: ¿quién dispuso el espíritu (es decir, el alma) de Dios?; es decir, ¿quién sino el mismo Dios, determinó su mente a querer algo? Y más ade­lante (63, 10): y ellos causaron amargura y tristeza al espíritu de su santidad. De ahí que esa expresión se uti­liza también para designar la ley de Moisés, porque explica, por así decirlo, la mente de Dios, como lo dice el mismo Isaías, 63, 11: ¿en dónde está el que puso entre ellos el espíritu de su santidad?, es decir, la ley de Moisés, como claramente se desprende de todo el contexto. Y Nehemías, 9, 20: y tú les has dado tu buen espíritu (o tu mente) para hacerlos entender; de hecho, está hablando del tiempo de la Ley, al que también alude el Deuteronomio, 4, 6, donde dice Moisés: porque ella (la Ley) es vuestra ciencia y prudencia, etc. Lo mismo se dice en Salmos, 143, 10: tu mente buena me conducirá a la tierra llana, es decir, tu mente, a nosotros revelada, me llevara al recto camino.

Espíritu de Dios significa también, como hemos dicho, el aliento de Dios, que también se atribuye en la Escri­tura a Dios, aunque impropiamente, como la mente, el ánimo y el cuerpo; por ejemplo, en Salmos, 33, 6. Signi­fica, además, el poder, la fuerza o virtud de Dios, como en Job, 33, 4: el espíritu de Dios me hizo, es decir, la virtud o poder de Dios o, si se prefiere, su decreto, ya que el salmista añade, en terminos peticos, que los cielos fueron hechos por mandato de Dios, y con el hálito de su boca (esto es, por su decreto, como emitido con un soplo) todos sus ejercitos. Igualmente, en Salmos, 139, 7: ¿a dónde iré (para estar) fuera de tu espíritu o a dónde huiro (para estar) fuera de tu mirada?; lo cual significa, tal como se ve por lo que el mismo sal­mista explica a continuación: ¿a dónde puedo yo ir, que esté fuera de tu poder y de tu presencia?

Finalmente, espíritu de Dios se usa en las Sagradas Escrituras para expresar los afectos anímicos de Dios, a saber, su benignidad y misericordia, como en Miqueas, 2, 7: ¿ha disminuido acaso el espíritu de Dios (esto es, su misericordia) y son éstas (entiéndase crueles) sus obras? E igualmente en Zacarías, 4, 6: no con un ejército ni con la fuerza, sino únicamente con mi espíritu, es decir, tan solo con mi misericordia. Creo que en este sentido hay que interpretar también el texto del mismo profeta (7, 12): se han forjado un corazón cauto para no obedecer a la ley y a los mandatos que Dios les envió por su espíritu (es decir, por su misericordia) a través de los primeros profetas. En este mismo sentido, dice Ageo, 2, 5: mi espíritu (o mi gracia) permanece entre vosotros, no temáis.

En cambio, Isaías, 48, 16: pero ahora me ha enviado el Señor Dios y su espíritu, se puede entender (tradu­ciendo espíritu) por ánimo o misericordia de Dios o también por su mente revelada en la Ley. En efecto, el mismo texto añade: desde un principio (es decir, cuando vine a vosotros por primera vez para anunciaros la ira de Dios y la sentencia que él había pronunciado contra vosotros) os he hablado sin rodeos; en el mismo mo­mento en que fue (pronunciada), me presenté (como ha acreditado en el capítulo 7); más ahora soy mensa­jero feliz, enviado por la misericordia de Dios para cantar vuestra restauración. Pero ese texto también se puede entender traduciendo espíritu), como hemos di­cho, por mente de Dios revelada en la Ley; es decir, que él también viene a ellos por mandato de la Ley (Levítico, 19, 17), esto es, para amonestarles. Y por eso, les amonesta en las mismas condiciones y del mismo modo que solía hacerlo Moisés, y finaliza, como también hi­ciera Moisés, predicando su restauración. No obstante, la primera explicación me parece más coherente.

Volviendo ya a nuestro tema, veamos cómo a partir de cuanto precede se pueden entender sin dificultad las siguientes expresiones de la Escritura: el profeta tenía el espíritu de Dios, Dios infundió su espíritu a los hom­bres, los hombres están repletos del espíritu de Dios o del Espíritu Santo, etc. No significan otra cosa, en efecto, sino que los profetas poseían una singular virtud, superior a la corriente[3], y que practicaban la piedad con una admirable constancia de ánimo. Significan, además, que percibían la mente o juicio de Dios; efectivamente, hemos mostrado cómo espíritu significa en hebreo tanto la mente como el juicio de la mente y que, por este motivo, la misma Ley se llamaba espíritu o mente de Dios, porque explicaba la mente de Dios. De ahí que también la imaginación de los profetas, en cuanto por ella se revelaban los decretos de Dios, se podía llamar, y con el mismo derecho, mente de Dios, y se podía decir que los profetas habían tenido la mente de Dios. Y, aunque la mente de Dios y sus eternos juicios también están inscritos en nuestra mente y, por consiguiente, también nosotros percibimos (para hablar como la Escritura) la mente de Dios; no obstante, como el conocimiento natural es común a todos, no es tan estimado, como ya hemos dicho, por los hombres, y particularmente por los hebreos, que se jactaban de ser superiores a los demás y solían despreciar a todos y, en consecuencia, la ciencia común a todos los hombres. Finalmente, se decía que los profetas tenían el espíritu de Dios, porque, como los hombres ignoraban las causas del conocimiento profético, lo admiraban; de ahí que lo referían a Dios, igual que los demás prodigios, y solían llamarlo conocimiento de Dios.

Por consiguiente, ya podemos afirmar sin escrúpulos que los profetas no han percibido las revelaciones de Dios, sino en virtud de su imaginación, es decir, mediante palabras o imágenes, reales o imaginarias. Pues, no hallando en la Escritura ningún otro medio, aparte de estos, no debemos, como ya hemos dicho, inventarlos. Confieso, sin embargo, que yo ignoro según qué leyes de la naturaleza se haya realizado eso. Pudiera haber dicho, como otros, que tal percepción fue causada por el poder divino; pero me parecería pura palabrería. Sería como pretender explicar, acudiendo a un término transcendental, la forma de una cosa singular. ¿O es que no han sido hechas todas las cosas por el poder de Dios?

Aún más, puesto que el poder de la naturaleza no es sino el mismo poder de Dios, es evidente que, en la misma medida en que ignoramos las causas naturales, no comprendemos tampoco el poder divino. Es, pues, de necios acudir a ese poder divino, cuando desconoce­mos la causa natural de una cosa, es decir, ese mismo poder divino. Pero, la verdad es que no necesitamos ya saber la causa del conocimiento profético, puesto que, como ya he señalado, aqui solo nos proponemos inves­tigar los documentos de la Escritura, para extraer de ellos, como si fueran datos naturales, nuestras conclu­siones. En cuanto a las causas de tales documentos, no nos importan.

Dado, pues, que los profetas percibieron las revela­ciones de Dios en virtud de su imaginación, no cabe duda de que pudieron percibir muchas cosas que caen fuera de los límites del entendimiento. Porque a partir de palabras y de imágenes se pueden formar muchas más ideas, que a partir de los solos principios y nocio­nes, sobre los que se levanta todo el edificio de nuestro conocimiento natural.

Por lo anterior, se ve también por qué los profetas percibieron y enseñaron casi todas las cosas en forma de parábolas y en términos enigmáticos, y por qué ex­presaron todas las cosas espirituales corporalmente: por­que todo ello está en perfecta consonancia con la natu­raleza de la imaginación. No nos sorprenderá, por tanto, que la Escritura o los profetas hablen tan im­propia y oscuramente acerca del espíritu o mente de Dios, como se hace en Números, 11, 17 y en I Reyes, 22, 21, etc. Ni tampoco que Miqueas hubiera visto a Dios sentado, Daniel como un anciano vestido de blanco, y Ezequiel como un fuego; ni que los seguidores de Cristo vieran al Espíritu Santo en forma de una paloma que baja, y los apóstoles en forma de lenguas de fuego; y, finalmente, que Pablo, inmediatamente antes de su conversión, viera una gran luz. Todas estas expresiones, en efecto, están totalmente acordes con las imaginaciones vulgares acerca de Dios y de los espíritus.

Finalmente, como la imaginación es vaga e inconstante, la profecía no permanecía largo tiempo en los profetas ni era frecuente, sino sumamente rara, es decir, que se daba en muy pocos hombres e, incluso en estos, muy raras veces.

Si cuanto acabamos de decir es cierto, nos vemos obligados a investigar de dónde pudo provenir a los pro­fetas la certeza de las cosas que solo percibían por la imaginación y no a partir de principios intelectuales cier­tos. Pero, cuanto se pueda decir, también a este respecto, hay que sacarlo de la Escritura, puesto que, como ya hemos dicho, no tenemos una verdadera ciencia acerca de este asunto, es decir, que no la podemos explicar por sus primeras causas. Ahora bien, en el siguiente capítulo, que he dedicado a los profetas, expondré que enseña la Escritura sobre la certeza profética.


[1] 18 Spinoza es voluntariamente ambiguo, al poner en relacidn la profecfa o revelación con el conocimiento natural; pero, al fin, la certeza es superior en el segundo, al menos, cuando este es de orden intelectual (pp. 16/14-8; pp. 30-2, etc.).

[2] n* Es decir, interpretes de Dios. Pues interprete de Dios es aquel que interpreta los decretos de Dios, a el revelados, para otros, a los que no les fueron revelados y que solo los aceptan en virtud de la autoridad del profeta y de la fe que le otorgan. En cambio, si los hombres que escuchan a los profetas, se hide- ran profetas, como se hacen fildsofos los que escuchan a los filó- sofos, el profeta no serfa el interprete de los decretos divinos, puesto que sus oyentes no se apoyarfan en el testimonio y auto­ridad del mismo profeta, sino que se apoyarlan, como este, en la misma revelación divina y en el testimonio interno. Y por eso tambien, las potestades supremas son interpretes del derecho de su Estado, porque las leyes, por ellas dictadas, son defendidas por la sola autoridad de esas potestades y solo se apoyan en su testimonio.

[3] Aunque algunos hombres posean ciertas cualidades que la naturaleza no ha concedido a otros, no se dice que superen la naturaleza humana, a menos que sea algo tan singular que no pueda ser percibido a partir de la definición de la naturaleza humana. Por ejemplo, una talla de gigante es rara, pero es hu­mana. Son poquisimos, tambien, los que pueden improvisar ver­sos, pero es humano (e incluso hay quienes los hacen con faci­lidad); como hay quien, con los ojos abiertos, imagina las cosas con tal viveza como si las tuviera presentes. En cambio, si hubiera alguien que tuviera otro medio de percibirlas y otros funda­mentos de conocimiento, ese superaria sin duda los limites de la naturaleza humana.

2 comentarios

  • Antonio Vicedo

    -Que diferencia tan extraordinaria entre esta exposición de Baruch Espinoza y la sencillez y profundidad de esta cita evangélica, cuya práctica comprensión hemos podido admirar en vivencias  de gentes sencillas con las que hemos podido compartirlas:- Mt. XI. 25-26:
    “-Bendito seas , Padre.señor de cielo y tierra, porque, si has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, se las has revelado a la gente sencilla; si, Padre, bendito seas, por haberte aparecido esto bien.”
    Hemos visto con que sencillez y fortaleza, al mismo tiempo, resumían profecías y emparejaban testimonios vitales como:”Haz el bien y no mires a quien”; “-Lo que no quieras para tí, no lo quieras para nadie”; “No es lo mismo el delito que el delincuente”; “-Quien no es agradecido , no es bien nacido; “-La falsedad y la mentira, tienen las piernas cortas”: ¡Qué gozo y alegría cuando l*s herman*s se aman”; “¡Hoy por mí; mañana por tí! “; “Cuando el mal está en Almansa, a TODOS alcanza”; “¿Quien  vive? ¡Quien pesa y mide!: “-Piensa el ladrón que todos son de su misma condición,”; Si en el Sexto no hay rebaja, su Majestad llenará el cielo de paja.”” Los santos en los altares se tronchan de alegría, al ver que Dios los hizo chicos y chicas:”
    Y así hay muchos profetas y muchas profecías prácticas que, aplicadas, si se permitieran y fomentaran por una educación humana adecuada, la Humanidad, sin menosprecio alguno del avance técnico, podría ser HUMANA.

  • Gonza Haya

    Es ingenioso el esfuerzo que hace Spinoza para explicar la revelación como verdadera palabra de Dios percibida, no a través del entendimiento, sino de la imaginación. Más fecunda actualmente me parece la observación, que hace de pasada pero muy enraizada en su pensamiento: “Dado, pues, que nuestra alma, por el simple hecho de que contiene objetivamente, en sí misma, la naturaleza de Dios, y participa de ella, tiene poder para formar ciertas nociones…  con razón podemos afir­mar que la naturaleza del alma, así concebida, es la pri­mera causa de la divina revelación”. Nuestro espíritu es connatural con Dios; bastaría suprimir las interferencias para percibir su revelación.