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5. Meditación sobre la Iglesia

Una invitación a ejercitar un espíritu realista
durante la Cuaresma, 5

Por Antonio Duato, recogiendo varios textos de Marcel Légaut 

Cuando estaba empezando mis estudios de Teología, en 1953, pude ya leer obras como Sobrenatural (1946) y Meditación sobre la Iglesia (1953) de Henri De Lubac. La nueva teología, con persecución por parte de la Iglesia, estaba ya poniendo las bases de lo que sería el Vaticano II. Y a un estudiante le servía para superar ya desde entonces el entendimiento de la estrecha mentalidad escolástica y apologética del statu quo eclesiástico que tenía la mayoría de los profesores. Bueno, pues desde entonces creo que mi meditación sobre la Iglesia no ha cesado de profundizar y desarrollarse. Y como mi vida más que a la teología se ha orientado a la pastoral y gobierno de la Iglesia esta meditación se enfoca a aspectos prácticos más que a la definición de lo que es la Iglesia.

La cuestión fundamental que todos nos habremos planteado muchas veces a lo largo de nuestra vida es por qué seguimos en la Iglesia católica. Ha habido muchas ocasiones en que nos ha dado tanta vergüenza hacer número en una institución que se apartaba tanto del Evangelio de Jesús en que hemos tenido tentaciones de romper todos los lazos, de apostatar formalmente y de que así constara anotado en nuestro libro de bautismo. Algún compañero querido decidió hacerlo y mostrar las dificultades encontradas para ello, aunque en su caso insistía que seguía considerándose miembro de la verdadera asamblea de creyentes en Jesús. Otros han renunciado a cualquier tipo de iglesia, visible o invisible, que se acoja al nombre de cristiana, generalmente por el respetable argumento de que era más sincero decir que incluso la fe en Cristo como referente especial de su vida ya no existía.

 

Meditación sobre mi ser Iglesia

Si una persona conserva viva su fe en Jesús, como referencia y camino para vivir la fe en sí, en los otros y en Dios, deberá necesariamente aceptar que pertenece a esa comunidad creyente de discípulos y aprendices a discípulos de Jesús que es precisamente la Iglesia. He querido hacer una síntesis de cómo hago yo hoy mi meditación sobre la Iglesia y en qué fundo mi pertenencia y esperanza, pero me he encontrado con unas reflexiones tan atinadas de Marcel Légaut sobre todo ello, que hago tan mías, que cedo esta vez la palabra al mismo Légaut en largos textos de un libro suyo antiguo (1975) y actualísimo a la vez[1].

[1] El texto referido tiene como título “La Iglesia” y es, en su original, la tercera parte del libro Paciencia y pasión de un creyente (1975, con nueva edición de 1990, revisada por Légaut un año antes de morir). Traducido recientemente al castellano en Cuadernos de la Diáspora, nº 28, 2016. Disponible, como todos los escritos de Légaut, llamando a Domingo Melero, 916 638 504.

Para que la Iglesia institución evolucione y se sitúe a la altura de su necesaria labor, a fin de que la Iglesia-comunión llegue a ser lo que debe, los sacerdotes y los laicos que se sienten marginales en cierta manera por razones específicamente cristianas deben mantenerse deliberadamente en el interior de la Iglesia. No como un cuerpo extraño; no para formar un “grupo de presión”; no como un “caballo de Troya” cuyo fin sería introducirse en el recinto con astucia (tal como reza el título de una obra reciente, de tendencia fuertemente conservadora y reaccionaria) sino como una presencia espiritual y necesaria. Deben atenerse a mantener su presencia con la dignidad que conviene y con la discreción que hace soportable dicha presencia para la autoridad, la cual, por otra parte, si se muestra susceptible ante ella es porque, sordamente y sin querer reconocerlo, no se siente a la altura de su responsabilidad.

Estos sacerdotes y laicos marginales, que se cuentan ciertamente entre los mejores, deben vigilar, tan atentamente como puedan, para librarse de sus propios demonios interiores. Los hay en todo hombre y también en quienes gobiernan la Iglesia. La paciencia y la abnegación de estos cristianos lúcidos sin restricción, pues también son los más espirituales y sin componendas, producirán fruto a largo plazo, a diferencia de los practicantes más resueltos pero que se limitan a ser pasivos en la Iglesia pues ello les parece suficiente y los coloca, conscientemente o no, al abrigo de otros deberes más exigentes. El fin de la Iglesia no es el confort religioso de los cristianos sino su realización espiritual. No se es cristiano para servirse de la Iglesia sino para vivificarla.

Si alguien es de Jesús, es de la Iglesia. Y si es de la Iglesia debe permanecer en ella en nombre de su fe en Jesús, pues su fidelidad a Jesús es lo que le mantiene unido a ella. Así fue como Jesús actuó respecto de Israel en su tiempo y así se nutrió de la voluntad de Dios en él.

Légaut no plantea la pertenencia y permanencia en la Iglesia, tanto como comunión que como institución, por el origen divino y exclusividad salvífica de la misma, sino como consecuencia responsable de facto de considerarse seguidor de Jesús. Estando muy liberado de todo lo eclesiástico, sin embargo no se queda solo con la iglesia invisible de comunión, sino que realísticamente reconoce que ella tiene un necesario cuerpo visible e histórico que llama “institución”. Y no se plantea adherirse a otra iglesia que no sea la suya propia que es la católica, aunque a veces sea duro aceptarla, como expresa en este otro párrafo:

La Iglesia, mi madre y mi cruz. Sí, mi cruz también. Si la Autoridad fuese más espiritual, la Iglesia sería más madre que cruz. Pero, incluso entonces, también sería cruz. Las perspectivas de la acción creadora así como la propia condición humana incluyen algo de esta cruz que no es una reparación redentora a los ojos de Dios, tal como dicen los teólogos. El hombre sólo progresa en la vía espiritual a través del esfuerzo y de unos sufrimientos parecidos a los del parto. Igual ocurre en la Iglesia. Y son sus miembros más fieles quienes soportan dichos sufrimientos: tanto los del parto como los del crecimiento.

Hablando en general, las personas movidas más auténticamente por unas exigencias que suben imperiosamente de su interior son las que pueden verse llevadas a abandonar el camino que, en un principio, previeron para ser fieles a la llamada que provocó su primer compromiso. ¿Es este abandono una infidelidad? No. Dejando aparte los casos de error que hacen que se pierdan las huellas del camino y se llegue al extravío, esta difícil fidelidad suya es del tipo de la que Jesús vivió, siguió e hizo suya hasta el final, hasta el sacrificio total, lo cual, ¿no fue siempre así, de una u otra forma? Juzgado su abandono como infidelidad a menudo por los más próximos, su difícil fidelidad es más realmente fiel que la perseverancia en el compromiso que se contrajo al principio, aunque se hiciese a conciencia, y por eso ayudará de alguna manera a la Iglesia a vivir según el Espíritu inicial que la engendró y que ella debe redescubrir continuamente para mantenerlo vivo y activo en ella, e irradiando en su entorno.

Esto es lo que ocurre, por ejemplo, en las órdenes religiosas. Cuando alguien espiritual abandona su comunidad en nombre de la fidelidad que es su deber seguir y ésta sufre por su partida, que en absoluto es consecuencia de rechazar la fraternidad ni la solidaridad que ella le pide, entonces, sigue siendo fiel a dicha comunión, y más que quienes permanecen en el primer compromiso sin haberse planteado nunca partir a su vez. A corto o largo plazo, justo su abandono es lo que le prepara para la comunidad y lo lleva a una conversión sin la que la comunión se encaminaría hacia la parálisis espiritual y la desaparición.

No creo que ninguna comunidad tenga derecho a condenar a los miembros que la abandonan. El juicio pertenece a Dios. Pero la comunidad, sin duda, debe interrogarse al respecto. Fuera de casos extravagantes, o de vocaciones debidas a presiones sociológicas o ideológicas y claramente ajenas a cualquier realidad espiritual, el abandono de creyentes serios, que consagraron su vida a Dios en una institución de la Iglesia (orden religiosa, congregación, instituto secular), debe hacer reflexionar a estas instituciones sobre el espíritu que las anima en el presente y sobre las interpelaciones que se escuchan a su alrededor y entre sus miembros.

No obstante, como una institución de la Iglesia no es la Iglesia, yo plantearía graves reservas contra quienes se alejan voluntariamente de la Iglesia institucional. La exigencia interior de la vida espiritual implica no salir de la Iglesia-institución sino sostenerla y ser su soporte para hacerla vivir y ayudarla a la conversión que aún necesita y siempre necesitará, incluso –y sobre todo– cuando le parezca que ya ha cumplido su misión.

Gracias a la Iglesia, inseparablemente institución y comunión, aún podemos recordar a Jesús.

En el párrafo anterior se refiere Légaut no al abandono de la Iglesia en sí sino a la forma elegida para vivir en ella. Se dijo que Légaut era especialista en promover secularizaciones y exclaustraciones. Pero realmente él solo promovía fe personal en libertad. Incluso se alegraba cuando en los grupos que le seguían encontraba algún sacerdote o religiosa que mantenían su estado inicial de vida de una forma libre.

Cuando se nos dé un Papa tan vigoroso espiritualmente como para dominar a la curia, cuya función, sin duda útil, se debe limitar por respeto a las responsabilidades y poderes inherentes al conjunto episcopal, entonces, éste recuperará la popularidad de Juan XXIII. Habrá que desearle larga vida entonces para que las viejas maneras de hacer no reaparezcan, dada la actitud inamovible de los altos funcionarios eclesiásticos, y para que una administración central no vuelva, de manera gradual, por un impulso suave, perseverante y hábilmente dosificado, a retomar el lugar que indebidamente había ocupado en el gobierno y magisterio de la Iglesia. Tal recuperación de poder por parte de la curia es lo que, por desgracia, hemos visto comenzar al final del pontificado de Pablo VI.

Considero que la pieza clave de la institución al servicio de la comunión es el obispo. Es él quien, en comunión de espíritu con los demás obispos y en particular con el Papa, debe ser el mediador entre la doctrina y la ley de la Iglesia, por una parte y, por otra, los cristianos de quienes él es responsable, lo cual incluye tener en cuenta la individualidad, las posibilidades, los medios y el itinerario espiritual de cada uno de ellos.

Hay que reconocerlo: tal función es actualmente imposible por múltiples razones. Supondría tales cambios, no sólo en la manera de ser del obispo y del sacerdote sino en las dimensiones de las diócesis y en la organización de la vida de las comunidades cristianas locales, que mucha fe haría falta para creer que tal cambio y tales conversiones serán posibles algún día. Sin embargo, la Iglesia nació, hace veinte siglos, en condiciones no muy distintas de las actuales. Por eso mismo, hoy estamos abocados a un renacimiento tal que sería más justo llamarlo no renacimiento sino nuevo nacimiento.

Pío XII fue el último representante de esta larga inercia, sin duda desastrosa a largo plazo. ¿Durante cuánto tiempo sufriremos las consecuencias? Pío XII decía de sí mismo: “Soy el último Papa que va a conservar”. No digo que Juan XXIII haya sido un creador pero sí que supo no ser sólo un conservador. Su fe sostiene aún la nuestra, necesaria en los tiempos que corren, vista la manera en la que se sigue gobernando a la Iglesia.

Puse una gran esperanza en Pablo VI pero me decepcionó.

Vivió desde 1975 con esta esperanza de un nuevo papa que continuara más a fondo la obra de creación, no de conservación, emprendida por un hombre de fe como fue Juan XXIII y que Pablo VI ya empezó a reprimir. Posteriormente siguió con dolor la restauración progresiva de la antigua Iglesia hecha por Juan Pablo II. Sobre él habla en su último libro[2]. Él se alegraba cuando le llegaban noticias de obispos valientes y renovadores, como el de Evreux, Jacques Gaillot. ¡Cómo se hubiera alegrado del don a la Iglesia que significa hoy el papa Francisco y cómo desearía larga vida y vigor para dominar a la curia y el episcopado mundial, cuyas tretas para resistirse y reconquistar el poder de la institución daba por descontado!

Las pequeñas comunidades son en mi opinión, la única vía posible para que la Iglesia pueda cumplir su misión propia: no sólo enseñar y gobernar de manera general al pueblo cristiano sino llamar a cada ser humano a la vida espiritual, y más especialmente a la fe en Jesús, y ayudarlo, según sus posibilidades y necesidades, a lo largo de su singular itinerario.

Sin embargo, no todo grupo merece el nombre de comunidad, aunque se autodenomine así. Por eso es muy importante precisar la diferencia radical que hay entre una comunidad y una colectividad.

La colectividad forma a sus miembros desde fuera, les impone la unidad de la uniformidad, explícita o implícitamente en función de un proyecto (una acción común, una lucha, etc.), y sobre todo por presión sociológica (bajo máscara de autoridad, de solidaridad o por intimidación). La comunidad, en cambio, a diferencia de la colectividad, se esfuerza en cultivar la propia originalidad de sus miembros, en ayudarles a ser fieles a su realidad profunda y, de esa manera, poder ellos desarrollar sus posibilidades conocidas y sus potencialidades aún inconscientes. En estas condiciones, la comunidad opera no por presión externa, como la colectividad, sino por la presencia de unos miembros en otros, todos unidos en el esfuerzo de la fidelidad personal; fidelidad que, con los años, los hace ser cada vez más diferentes entre sí, mucho más que lo que lo eran en el origen; diferencia inicial que la colectividad tiende, en cambio, a suprimir pues, con el tiempo, los hace a todos muy parecidos.

La unidad de la comunidad es fruto de la fidelidad de sus miembros, se consigue a través de su misma diversidad, que se enraíza en la hondura humana común a todos pero percibida, en cada uno, en el nivel de humanidad que cada cual alcanza en su singularidad. La unidad de la comunidad no es un punto de partida ni tampoco el objetivo de un proyecto, como en el caso de la colectividad, sino un fruto característico de la vida espiritual; fruto que, por otra parte, nunca madura lo suficiente como para poderlo recoger en el momento justo.

Más que el concepto de “comunidad de base”, que es una denominación muy a menudo utilizada para designar grupos de orígenes, razones de ser y proyectos muy diferentes, yo prefiero el concepto de “comunidad de fe”; comunidad enraizada fundamentalmente en lo humano, y cuyos miembros, inspirados y llamados por la fe en Jesús, viven de cara a llegar a ser discípulos. Más allá de la adhesión a la cristología oficial, y gracias a su propia vida espiritual, quienes viven en comunidad de fe entran poco a poco, y cada uno a su manera, ayudado por los otros, en la comprensión de lo que Jesús vivió y fue. Estas comunidades abrirán nuevos caminos para la misión de la Iglesia en la medida en que tengan, gracias a su fe, la paciencia y la tenacidad necesarias para permanecer en unión con la Iglesia, y en la medida en que lleguen también a ser cada vez más ellas mismas y asumir ese riesgo con fe y coraje.

El futuro lo veía Légaut en pequeñas comunidades que él denomina “comunidades de fe” para ampliar más el ámbito de lo que es hoy el movimiento de comunidades de base y preservarlas también del peligro de ir derivando en “colectivos” que intentan determinar los criterios de pertenencia y la identidad desde fuera, con reglamentos, en de seguir respetando el camino singular de cada creyente y buscando la unidad desde dentro, con pluralismo y sin pretender uniformidad. Es un criterio de eclesiogénesis desde el interior, partiendo de lo universal que tiene la fa en Jesús de cada creyente que comparto plenamente.

 

La renovación de la Iglesia desde su interior

En los encuentros privados que pude tener con Marcel Légaut en su residencia de Mirmande, dos diferencias resaltábamos sobre la manera concreta de seguir cada uno nuestro camino. Él era ya, por su opción de vida hecha hace muchos años, un hombre del campo. Yo un hombre de ciudad. Él había vivido la Iglesia como seglar, sin compromiso especial en ella, como observador, aunque seguía yendo cada domingo a misa a la parroquia de su pueblo rural, observado a la gente y oyendo la predicación real conservadora como era la de todas parroquias. “Es el único lazo real que me une con mi vieja Iglesia, Antonio, y no lo voy a cortar aunque no me guste”, me dijo un domingo que le acompañé. Él fue siempre un laico por libre. Yo llevaba entonces ya 35 años comprometido como sacerdote en la lucha continua por renovar desde dentro esas estructuras y prácticas eclesiales. Hoy me siento tan laico libre como él por dentro, pero no puede evitar que sienta como cosa propia la lucha concreta por una renovación estructural de la Iglesia para que sea más fiel a su misión. Y vivo intensamente las estrategias concretas que existen para llevar esto a cabo.

Precisamente a través de la Asociación Marcel Légaut me llegaron noticias de todo el trabajo de búsqueda que desde hace años venía realizando el obispo anglicano John Selby Spong. En nuestro grupo le hemos dedicado muchas reuniones a asimilar sus nuevas versiones sobre los artículos del Credo. Él emplea sobre todo el método de revisar todas la creencia en dios superando el esquema teísta que concibe a Dios como un ser exterior que crea y determina todo con detalle, que premia o castiga, etc… En Légaut había ya encontrado suficiente orientación para hacer esa revisión y, sobre todo, para hacer nacer esa fe personal y realista que propugna Spong. Pero en lo que he encontrado mayor sintonía con él es en el que haya hecho todo este trabajo de renovación espiritual desde su ministerio de obispo. Es decir, teniendo que orientar hacia la unidad pero con respeto a la libertad a sus comunidades diocesanas, respetando la lentitud de las reformas. Y responsabilizándose en los cambios aún más lentos que proponía para toda la comunidad anglicana extendida por todo el mundo. Tenía la ventaja de que en esa comunidad no había un gobierno centralizado y monárquico sino sinodal y corresponsable, ideales propuestos por el Vaticano II para la Iglesia Católica. Spong, hasta su jubilación fue obispo oficial a pesar de sus ideas y libros que le habrían apartado incluso del sacerdocio en la Iglesia Católica. Así él pudo experimentar siempre con responsabilidad, ordenando al sacerdocio mujeres, cosa que fue aprobada oficialmente por los anglicanos de EEUU en 1976 y en Inglaterra en 1992. Y estuvo luchando hasta conseguir normalizar en el sínodo de la comunidad anglicana de 2015 la ordenación episcopal de mujeres. Es un ejemplo de cómo las mismas instituciones se ven obligadas a cambiar, lo que mantiene la esperanza de que otros cambios serán posibles si son muchas las comunidades de fe que presionan a ello desde dentro.

 

El cambio eclesial empezado por el papa Francisco

Muchos de nosotros, que vivimos los aires de renovación traídos a la Iglesia por Juan XXIII, creíamos hace solo cinco años que se nos acabaría la vida viendo cómo la restauración de una Iglesia de certezas y principios irrenunciables se afirmaba cada vez más. Se había atado bien tras la muerte de Juan Pablo y se suponía que todo estaba bien atado para dar continuidad a Ratzinger con una persona más resistente. Y la gran sorpresa es que salió al balcón Bergoglio con el nombre programático de Francisco y pidiendo antes de hablar la bendición del pueblo.

No vamos a entrar en una discusión sobre si se abren o no puertas a esa renovación de la Iglesia, al menos parcial, que proponía Légaut. Yo os puedo decir que llevo cuatro años presenciando, si puedo en directo, sus gestos, escuchando también en directo sus palabras y leyendo sus documentos. Y veo en él un hombre de fe profunda y conectada con la de Jesús de quien se muestra buen discípulo a pesar de lo que le separa el lugar que ocupa y los inmensos poderes de decisión que tiene.

Eligió como lema cuando le hicieron obispo y lo ha mantenido en su escudo papal una frase del Venerable Beda. Miserando atque eligendo. Ahí veo yo lo dramático de su pontificado que él parece que aguanta con coraje y sencillez. Lo de tener misericordia se nota que le sale sin forzar su naturaleza. Estoy convencido que el ir antes que nada a Lampedusa y lanzar su ¡Vergogna! le salió del corazón y no fue por instinto de marketing. Lo difícil en su situación es elegir en nombramientos y en alternativas de gobierno interior y exterior que se le presentaran continuamente. Y trazar el rumbo de una nave enorme que tiene que dar un giro de 180º sin hacerse pedazos con tanto islote enrocado. ¡Qué limitados en la práctica están todos esos poderes! Pero creo que además de seguir la vía del ejemplo de austeridad y cercanía a la gente, él tiene en mente –o yo humildemente le aconsejaría– una estrategia para llegar a una situación intermedia de gran iglesia llena aún de reliquias del pasado pero con mecanismo para acomodarse a la actualidad.

Se tratará de acercarse cada vez al modelo sinodal de la comunidad anglicana, que une a muchísimas iglesias diferentes repartidas por todo el mundo. El obispo de Roma, como él prefirió llamarse al principio y debería mantener más como principal título, tendrá más la misión de coordinador como el arzobispo de Canterbury en la comunidad anglicana. Existen ya las conferencias episcopales y continentales para instrumentalizar la transferencia de competencias desde Roma a la periferia, descentralizando así la curia. Y existen instrumentos de sinodalidad y parece que la opción tomada por Francisco es revitalizarlas más que convocar un Concilio. Me parece estrategia acertada. Pero las reuniones para coordinar la fe y la praxis de todas las diócesis del mundo deberían ser más frecuentes y para decidir, no solo consultar, sobre problemas concretos. También sería posible añadir a los obispos entre los participantes, representantes elegidos por los sacerdotes y laicos de todas las partes del mundo. Y no como meros oyentes, sino con voz y voto, como sucede en las reuniones de Lambeth. Por otra parte, en esos sínodos se marcaría la tendencia de unidad de todas las iglesias locales, que podrían mantener sus diferencias, aunque no coincidieran con lo expresado en los sínodos ecuménicos. A estos podrían ir añadiéndose otras iglesias hasta ahora consideradas heréticas o cismáticas, haciendo oficial un ecumenismo que debe iniciarse por las bases.

Francisco está tomando medidas muy importantes en esos encuentros ecuménicos. Para su relación con la Iglesia Luterana expresamente ha dicho que no hay que esperar a que se resuelvan todos los problemas que se están planteando en la comisión teológica interconfesional. Y decidió su viaje a Lund (Suecia) para un acto con ocasión del principio del año de Lutero. Abrazó a la pastora presidenta de la iglesia sueca y firmó una declaración conjunta en la que se dice:

Exhortamos a todas las comunidades y parroquias Luteranas y Católicas a que sean valientes, creativas, alegres y que tengan esperanza en su compromiso para continuar el gran itinerario que tenemos ante nosotros. En vez de los conflictos del pasado, el don de Dios de la unidad entre nosotros guiará la cooperación y hará más profunda nuestra solidaridad. Nosotros, Católicos y Luteranos, acercándonos en la fe a Cristo, rezando juntos, escuchándonos unos a otros, y viviendo el amor de Cristo en nuestras relaciones, nos abrimos al poder de Dios Trino. Fundados en Cristo y dando testimonio de él, renovamos nuestra determinación para ser fieles heraldos del amor infinito de Dios para toda la humanidad.

¡Exactamente lo contrario de lo que le obsesionaba a Ratzinger! Prohibió que habláramos, al referirnos a los protestantes, de “iglesias hermanas” por si poco a poco la gente se olvidaba que sólo la Católica es la verdadera Iglesia de Jesucristo. Es muy bueno que no se meta Francisco a decidir sobre temas teológicos. Respecto de esto lo mejor creo que no consiste en rectificar a sus anteriores, sino en dejar que esas discusiones se vayan olvidando (como fue pasando con la Humanae vitae y tantos temas) y dejar libertad a los teólogos que vayan avanzando desde diversas disciplinas y regiones del mundo: India, África, Europa, América… Después nos daremos cuenta del gran pluralismo teológico real que hay en nuestra Iglesia. Creo que esa es su estrategia, aunque a veces nos gustaría que tuviera expresiones tan tradicionalmente realistas para referirse al demonio o algunas intervenciones divinas. Lo que le acepto y hago es que siempre pida que recemos por él.

Porque, os lo reconozco, yo vivo muy dentro a ese extraordinario jesuita que es Bergoglio y me parece entenderlo. Muchos de vosotros sois o fuiste jesuitas. Yo no lo soy pero estuve en centros de jesuitas, ininterrumpidamente, desde los 7 a los 27 años. Bergoglio vivió la renovación de Arrupe sin significarse. Fue persona de gobierno. Me dijeron al principio como pega que le “gustaba mucho mandar”. Yo me alegré que fuera de la escuela de grandes superiores, aunque hubiera cometido errores, como él siempre ha reconocido. Pero estaba más preparado que otros para ir a fajarse con los colmillos retorcidos de la curia. Le debió servir para ser un cardenal aceptado ese “vivir con la iglesia” de jesuita con cuarto voto. Hasta que no fue papa sabía que había una voz por encima que había que obedecer. Pero aquella noche que se supo papa él, ya tenía la responsabilidad ilimitada de ser él mismo la suprema autoridad. De ahí el cambio incluso de la manera como había sido obispo.

Mi meditación sobre la Iglesia concluye hoy por hoy en solidarizarme plenamente con la propuesta de conversión personal e institucional que propone Francisco, sin preocuparme de sí se conseguirá algo con ello o si sus propuestas son lo suficientemente radicales. Y a veces esa esperanza a medio plazo no es aceptada por gente y movimientos progresistas que se habían acomodado a su rol de ser críticos con la jerarquía por sistema. Yo he constatado con frecuencia en los medios en que me expreso, comprendido el grup dels disabtes donde coincido con Alberto. ¿No es verdad que a veces nos confunden con papólatras?

 

El verdadero nacimiento de la nueva Iglesia creyente aún está lejos

Otra cosa es que la verdadera y profunda iglesia creyente, fundada en personas y grupos radicados en la fe auténtica, no hay que esperarla de ese desbrozamiento de estructuras perversas que ocultan la Iglesia visible. Estas es bueno que se corrijan pues de hecho impiden el acceso a Jesús de mucha gente que aún lo necesitaría.

Pero para llegar a una iglesia verdaderamente creyente y confesante habrás que seguir trabajando mucho en silencio, en pequeños grupos, en el corazón de las masas, con verdadera esperanza en que tardará generaciones en llegar. Acabo dejando de nuevo la palabra a Légaut, con el final de capítulo que citamos al principio:

¿Qué le ocurrirá mañana al cristianismo? No lo sé, pero estoy convencido, gracias a mi fe, que este mañana será. La esperanza fundamental, arraigada en el corazón del hombre y que lo ha sostenido a pesar de los pesares, permanece desde hace milenios en medio de la siempre difícil ascensión de los hombres hacia la consecución de lo humano. Esta esperanza reaparece nueva, en cada generación, en lo íntimo de los realmente más vivientes de entre ellos. Ella inspiró a los profetas a lo largo de la historia de Israel. Invencible en el fondo de unos corazones desolados, devolvió, a los discípulos de Jesús, el sentido que antes habían dado al acontecimiento que luego los hizo desesperar. Dos de ellos, cuando regresaban de Jerusalén a la caída de la tarde, vivieron, como fruto de esa esperanza, en el fervor de una presencia presentida, el nacimiento de una nueva interpretación de las Escrituras. Gracias a ello, llegaron a comprender lo que hasta ese momento no habían comprendido acerca del trágico final de aquél al que adoraban. Así alcanzaron una nueva forma de ver el futuro que aquella muerte había inaugurado. Esta esperanza fundamental asegura también que aunque la Iglesia de hoy debiese morir mañana, sería para resucitar pasado mañana, nueva con una nueva juventud.

Sí. En cada generación, tal como ocurrió en los siglos pasados, algunos hombres se levantarán, quizá en esta ocasión de una forma menos vistosa y llamativa, pero sí igual de creadora e incluso puede que más. Estos hombres de fe no serán personas que se escapen de la realidad volcándose en una afectividad “salvadora” que los asegure acerca de los fines últimos; y tampoco serán gente que imagine esos fines a partir de una concepción ideológica que satisfaga la necesidad humana de certezas y de instalarse en ellas; y por último, tampoco será gente que se escape entregándose a borracheras de activismo, ni que se ignore a sí misma a fuerza de centrarse exclusivamente en el conocimiento del mundo material y de la vida. Acercándose al misterio que ellos mismos son en sí, y en la medida de sus propios medios y según los recovecos que su temperamento y las situaciones concretas exigen pero que su fidelidad los lleva a reorientar, se encaminarán hacia Jesús, se acercarán al conocimiento de la forma en la que él que vivió, y lo reconocerán como la personificación de la Esperanza que los posee. Creadores de la Iglesia igual que los apóstoles del primer tiempo, ésta resucitará en una comunión y en una institución renovada si la antigua, la que la cristiandad había moldeado, llegase a no sobrevivir a los tiempos que, con todo su peso, tienden a destruirla. Sin duda, esta institución futura se parecerá a la que llevó hasta el nacimiento de las Iglesias de los tiempos apostólicos; pero sólo en lo esencial pues los hombres de mañana serán diferentes por sus necesidades y por sus posibilidades.

No. La fe de la que Jesús vivió no es en vano. Las palabras que le fueron inspiradas permanecerán. Ellas salvarán al mundo si a éste, algún día, se le debe librar del torbellino en el que sin cesar se agita, se corrompe y puede que llegue a destruirse a fuerza de verse perturbado y roto. Que los cristianos, discípulos de Jesús, sean testigos de esta fe que ha llegado para visitarlos y confirmarlos en lo que, bajo las formas que podían darse entonces, hombres y mujeres, desde hace siglos, han vivido como han podido, con la grandeza de una libertad sometida a las leyes de la materia y de la vida, atada a las cadencias de los tiempos y de los lugares pero dominándolos con el sudor de su frente y con honor y dignidad.

Viejo como soy, no conoceré el renacimiento de esta Iglesia de la que tanto he recibido. Y quizá este renacimiento sólo será si, gracias a los cristianos de fe de la siguiente generación a la mía, que a su vez los han precedido, otros más creen después, como ellos, y se comprometen en la vía de Jesús con todo su ser, y se convierten así en discípulos.

 

[2] Un hombre de fe y su Iglesia (Du Cerf 1988; en español 2010).