Otro avance parcial de comentario a los textos propuestos de Tomas Hálik que agradezco y publico inmediatamente. Quien lo desee puede enviarme artículos semejantes a los de Isidoro y Mariano por correo a antonio.duato.gn@gmail.com. Personalmente he acabado la lectura completa y ausada de La tarde del cristianismo (que puedo enviar en word a quien me lo pida) y estoy empezando a leer el último, Desde el reino de los sueños Mis cartas a un futuro papa, (Herder, 2024), que se puede adquirir fácilmente en papel o versión digital. El viernes, probablemente, continuaré expresando cómo me está diciendo mucho de lo que querría expresar yo mismo. AD.
Frase enigmática, que tiene su origen en la tradición bíblica, concretamente en el Salmo 90:4, donde se afirma: “Porque mil años son a tus ojos como el día de ayer que pasó, y como una vigilia de la noche.” Este salmo contrasta la infinitud y la eternidad de Dios creador de toda realidad, con la brevedad y fragilidad de la vida humana. Resalta que el tiempo humano, con todas sus angustias, todos sus esfuerzos, y todos sus progresos, es insignificante ante la presencia divina.
Si, “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”: La expresión “el Verbo”, traducción de la palabra griega logos, es ampliamente interpretada como una referencia a Jesús, para quien todo fue creado. Con la encarnación del Cristo Jesús, el Tiempo Eterno, el no tiempo, se encarnó. El tiempo del ser humano es el tiempo de su historia.
Por otra parte, toda historia tiene un autor, un principio, un protagonista, un título y un final. En esta historia, me centraré en su protagonista, el HOMBRE por antonomasia, CRISTO.
Muy bien sé, que a muchos les acabo de defraudar con este protagonista, pues siendo yo el autor de esta reflexión, me cabe la potestad de testimoniar a aquél en quien yo me reflejo y me reconozco. Lo contrario sería una impostura y una falta de respeto al propio lector. Además, como quiero hacerlo sobre un tema recientemente traído por A. Duato sobre lo que dice un compañero de cordada común, T. Halík, y respetando su posicionamiento de intentar hablar desde sí, y no repitiendo lo que otros dicen; quiero hacer mi propia reflexión, nada novedosa, pero sí personal en relación al título arriba expuesto, que conforma el capítulo IV del libro: “La tarde del cristianismo” de T. Halík.
Como decía al principio, al referirme a esta frase, frase enigmática sin duda alguna, que atraviesa el tejido de la historia humana como un hilo de sentido. Si mil años son como un día, ¿qué ocurre con nuestro propio tiempo, tan frágil, tan fugaz? La Encarnación del Logos, el Verbo hecho carne, no solo divide la historia en un “antes” y un “después,” sino que transforma el tiempo en un escenario donde lo eterno se encuentra con lo humano. Es aquí donde toda nuestra comprensión del tiempo —lineal, cronológico— debe abrirse a una profundidad que lo rebasa, a un tiempo de significado, a un tiempo de propósito, a un tiempo de sentido, a un tiempo con un final de sentido de principio a fin.
El hombre, en su limitada percepción, suele comprender el tiempo como una secuencia de acontecimientos, una cadena ininterrumpida que avanza hacia un futuro incierto. Pero, si el Logos eterno se encarnó, entonces el tiempo no es solo una línea que corre hacia adelante, sino una esfera que nos envuelve, que incluye pasado, presente y futuro como una unidad dinámica. En esta esfera, cada instante está conectado con todos los demás. Cada paso que damos, cada decisión que tomamos, reverbera hacia atrás y hacia adelante, tocando lo que hemos sido y lo que aún podemos ser.
Cuando pienso en la historia de la humanidad, no puedo evitar preguntarme: ¿qué significa que el tiempo humano, con todas sus angustias, pueda redimirse? El pasado, lejos de ser una lápida, es un terreno fértil donde la gracia puede actuar. El presente, en cambio, es el ámbito donde la libertad humana se encuentra con la gracia divina. Y el futuro, ese horizonte siempre en movimiento, no es un abismo que nos amenaza, sino una promesa que nos llama.
Aquí, en esta reflexión, no puedo ignorar la figura de Cristo. Él, no solo participa en el tiempo humano, sino que lo transforma desde dentro. En Él, el pasado no está muerto; es memoria viva. En Él, el presente no es solo un momento que pasa; es un instante cargado de eternidad. Y en Él, el futuro no es mera posibilidad; es la certeza de que todo encuentra su plenitud en el amor de Dios. Por eso me atrevo a decir que el tiempo, entendido de este modo, no es una condena, sino un don. Es el espacio donde somos invitados a ser co-creadores de nuestra historia, a redimir nuestros errores, a dar sentido a nuestro caminar. A ser libres y responsables de nuestro destino, porque toda historia sin un destino final deja de ser historia.
El hombre, este ser contradictorio, siempre en busca de algo que le trascienda, tiene en Cristo su respuesta, pero no una respuesta cerrada. Cristo no viene a resolver el misterio del tiempo, sino a invitar al hombre a habitarlo con esperanza. Habitar el tiempo significa aprender a caminar con un pie en lo eterno y otro en lo contingente. Significa aceptar que somos finitos, pero que nuestra finitud está abierta al Eterno. A encontrar la fuente en la que nos reflejamos y nos reconocemos.
Y aquí vuelvo al hilo conductor de mi reflexión: “Mil años como un día.” Esta frase, lejos de ser una fórmula poética, es una clave de lectura para la existencia. Mil años, que podrían parecer un peso insoportable, son, ante la mirada de Dios, un solo día lleno de sentido. Nuestro pequeño tiempo, nuestro limitado hoy, puede participar de esa eternidad si vivimos abiertos a ella, si aceptamos que el tiempo no es nuestro amo, sino nuestro compañero de camino.
De esta forma, el tiempo deja de ser una prisión y se convierte en la gran oportunidad. Cada instante, por pequeño que sea, es un umbral donde el pasado puede redimirse, el presente puede vivirse con intensidad y el futuro puede abrazarse con confianza. Aquí, en este diálogo entre lo humano y lo divino, es donde encuentro el verdadero significado de “mil años como un día.”
Tampoco me resisto a emparejar esta enigmática frase del tiempo, con esta otra, no menos enigmática y expresada en los evangelios: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”, para contextualizarlas con la cuestión que muchos se hacen para trasladarla e interpretarlas en los tiempos actuales, con un lenguaje comunicativo y más ágil para las generaciones presentes y futuras, tal y como A. Duato se pregunta en su artículo de “Un nuevo compañero de cordada, T. Halík”.
En el contexto de esta reflexión sobre el tiempo, “mis palabras no pasarán” se convierte en una invitación a vivir el tiempo como una realidad abierta a lo eterno. Cada día, cada decisión, cada instante tiene un peso infinito porque participa de esa palabra que no muere.
Cristo nos llama a confiar no en nuestras obras pasajeras ni en las seguridades temporales, sino en esa palabra viva que atraviesa los siglos y nos conduce hacia el sentido último. En ella, el tiempo humano deja de ser una encrucijada para convertirse en un camino, en un Kairós donde lo divino y lo humano se encuentran.
n esta luz, puedo preguntar: ¿Qué hacemos con el tiempo que nos es dado? ¿Cómo dejamos que la palabra, que nunca pasa, ilumine nuestra historia personal y colectiva? Estas preguntas no buscan respuestas definitivas, sino abrir un diálogo con lo eterno, un diálogo que transforma nuestra existencia.
Hasta aquí no he hecho más que introducirme contextualmente, en ese maravilloso texto que el citado artículo de A. Duato nos ofrece a través de su amigo de cordada T. Halík, contenido en su libro de “La tarde del cristianismo “, en el que metafóricamente toda la historia de la humanidad se refleja en el transcurso de un día.
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