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La raíces humanas de la Esperanza de Francisco

El reciente libro Esperanza. La autobiografía, se escribió a la limón entre el papa Francisco y su amigo, también argentino de origen italiano, Carlo Musso, editor. Se completó la redacción pensando que fuese una publicación póstuma, como lo fue Diario del Alma, de Angelo Roncalli, publicado en 1963, pocos meses después de su muerte, por el que fue su secretario, Loris Capovilla.

Recuerdo que leí con fruición los diarios y cartas a sus familiares y amigos en los que se descubría el itinerario en que se fue fraguando su fe personal y su humildad bien auténtica. Impresionante sobre todo sus largos periodos de nuncio (veinte años) en Bulgaria y Turquía, sin rechistar en lo que parecía un raro estancamiento en su carrera diplomática. Gracias a estas vivencias y las posteriores en París y Venezia, pudo madurar y eclosionar en su breve pontificado la gran renovación del Vaticano II.

Finalmente, la publicación del libro de Bergoglio ha sido adelantada para hacerla como una proclama papal, en forma de autobiografía, en este proclamado Año Santo de la Esperanza. Yo no estaba especialmente motivado a leer el nuevo libro, dado que de la vida personal de este papa, por sus repetidas alusiones en discursos improvisados y múltiples entrevistas en medios de comunicación, sabíamos ya mucho. Pero un amigo me lo recomendó especialmente. Le hice caso y lo he leído de principio a fin. Estoy contento por haberlo hecho y lo recomiendo a todos. Más que por los detalles de su vida que aporta, por el testimonio de cómo vivió él por dentro algunos de los acontecimientos antes y después de ser papa.

La parte primera del libro está estructurada de una manera secuencial, a partir de la vida concreta de sus abuelos campesinos, marcada por la terrible primera guerra mundial, la de las trincheras y la sucesiva emigración, con todos los altibajos de adaptación a la nueva patria argentina donde nació Jorge, hijo de Mario, hijo de Giovanni. La saga está bien descrita y religa sus raíces rurales del Piemonte con los barrios de  Buenos Aires. Son muy importantes las referencias a personas que marcaron su vida y que le descubrieron la crueldad de la dictadura, por ejemplo.

Me ha impresionado conocer a través de este libro a Esther Ballestrino de Careaga, la que había sido su metódica tutora de prácticas de química, no creyente, que, tras conseguir salvar de la represión a sus hijas en Suecia, regresó a Argentina para seguir luchando con las Madres de Plaza de Mayo. En diciembre de 1977, fue apresada con otras cuatro compañeras y arrojadas vivas desde un avión al mar. Esto se cuenta con detalle en el capítulo12, donde se parte de sus prácticas de química para, siguiendo a personas, hasta los crímenes de Videla cuando él era ya provincial de los jesuitas en  1977.

Y al final del mismo capítulo se pasa de puntillas por el asunto de los jóvenes jesuitas Yorio y Jaliks de cuyo apresamiento tanto se habló en los primeros años del pontificado. Fue acusado de haber denunciado al grupo de jesuitas obreros. Vi los vídeos de sus declaraciones cuando ya era cardenal. Él ha dicho siempre que gracias a las relaciones que seguía manteniendo con el dictador y sus generales fue como pudo salvarles la vida. No me cabe duda que fue así. pero tremendo conflicto entre el posibilismo diplomático para conseguir algo o la denuncia profética abierta como otros pedían. Hoy se repite. Y ese fue el problema de Pío XII con los nazis y los judíos, motivo por el que Eugenio Pacelli hoy no es santo, aunque su fiel asistenta sor Angelina declarara que al final de su vida se le aparecía el Sagrado Corazón y vio el milagro de danza del sol como en Fátima.

Y también las responsabilidades históricas debieron haber detenido la canonización de Wojtyla, por sus probables pactos con los EEUU para obtener ayuda en Polonia, a cambio de frenar la Teología de la Liberación en Sudamérica. Si tuviera acceso a Francisco una de las cosas que le recomendaría es que volviera a urgir perentoriamente que ningún papa ni ninguna persona con responsabilidades históricas puedan nunca ser beatificados o canonizados, a menos que pasen al menos 50 ó 100 años de su muerte. ¡Nada de nuevo con un ¡santo subito!  O mejor nadie en absoluto canonizado, al menos, si incluye la nefasta prueba de los milagros o un costosísimo proceso curial.

La segunda parte del libro son más bien testimonios de cómo vivió él algunos de sus conocidos viajes y ceremonias. Entro las experiencia de viajes, destaca el primero a Lampeusa, con el grito ¡Vergogna! Y los repetidos viajes a la isla de Lesbos y otros centros de internamiento. Ahí, más que en homilías o  discursos se nos muestra un papa humano, con una fe personal ,no solo teórica, en la dignidad humana. Ahí es donde debe ser cada vez más duro denunciando a los verdaderos sicarios que matan a niños sin piedad.  Esas experiencias profundas de lo que nos están mostrando los medios cada día, de cómo hoy con frialdad de quien maneja drones y mísiles teledirigidos  como si jugase a marcianitos en la pantalla, es la que debe ser sentida como hijo y nieto de emigrantes,  como sencilla persona humana de carne y hueso. Gracias, papa Frencisco, por ser así y no hacer mera retórica sino simple emoción de horror ante esos espectáculos. Ahí sí que debe primar, y prima casi siempre en su caso, la cercanía empática a la prudencia diplomática.

Hay una foto de hace ochenta años, en Nagasaki, que reproduce en el libro y no me resisto a publicarla (lo haré cuando lo consiga) con el comentario que de ella hace:

Para mí se ha convertido en el símbolo de la barbarie inhumana de las guerras: representa a un niño en primer plano, no tendrá más de diez años, que lleva a la espalda, como si fuese una mochila del colegio, la carga más pesada: su hermanito muerto. Tiene el rostro tenso, dramático y serio. Espera su turno para llevar al horno crematorio el cuerpo del más pequeño de la familia, muerto por las radiaciones de la bomba atómica en Nagasaki. Toda su angustia se manifiesta en un solo gesto, casi imperceptible: se muerde los labios hasta hacerlos sangrar. El fruto de la guerra: una imagen que vale más que mil palabras

Por esos testimonios que acercan a la auténtica humanidad del señor papa actual, vale la pena leer despacio el libro.

Voy a citar también otro comentario sobre cómo vivió él el terrible momento de atravesar la Plaza de San Pedro totalmente vacía por la pandemia en  la Semana Santa de 2020, cuando se reprodujo la salvación de Roma en la peste de 1522 por el mlagroso crucifijo de la Iglesia de San Marcelo:

Avanzaba solo y tenía en el corazón la soledad de todos, notaba sus pasos en los míos, sus pies en mis zapatos, podría decir. En aquel silencio sentía resonar millones de súplicas y una necesidad universal de esperanza. Había llegado el «atardecer» (Mc 4, 35), el tiempo de la tempestad, para desenmascarar falsas y superfluas seguridades, y todos juntos nos encontramos abrazados como a un ancla a ese Cristo capaz de vencer el miedo, de brindar apoyo. «Meté mano —le decía, una expresión muy mía, que utilizo con frecuencia en la oración—. Meté mano, por favor. Lo hiciste en el siglo XVI, ya conoces esta situación». De vez en cuando dirigía mi mirada hacia la columnata de la derecha y al monumento al Migrante que hacía un año decidí colocar ahí, para que nos ayudase, en el centro de la cristiandad, no solo a aceptar el desafío evangélico de la hospitalidad, sino precisamente a leer los signos de los tiempos. Se titula Angels Unawares, ángeles sin saberlo, esa escultura de bronce y arcilla en la que están representadas personas de todas las edades, de varias culturas, de distintas etapas históricas: están juntas, muy pegadas entre sí, hombro con hombro, de pie sobre una patera, con los rostros marcados por el drama de la huida, del peligro, del futuro incierto. Estábamos todos juntos en esa patera, ahora, con idéntica inquietud, sin saber cuántos lograríamos desembarcar, ni cuándo. Estábamos todos juntos. También por eso en esa plaza nunca me he sentido realmente solo. Besé la base del Crucifijo y eso me dio esperanza, me la da siempre. Le pedí al Señor que alejara el mal con su mano y a la vez la gracia y la creatividad de saber abrir nuevas formas de fraternidad y de solidaridad, incluso en ese contexto para nosotros desconocido. Porque de repente, en mí y en la Iglesia entera, la urgencia de la oración se unió a la del servicio. De manera especial a las personas más frágiles, en apuros: los indigentes, los presos, los hospitalizados, las personas mayores.

Muchos más textos del libro podría resaltar que expresan el alma tierna de Bergoglio. Recomiendo su lectura, ya lo he dicho. Pero sin menoscabo de mi cercanía y sintonía con él y dado que he vivido más años que él y con vivencias que siguen impulsando también mi fe y mi esperanza, permítame el querido papa Francisco que te haga unas sugerencias, entre las muchas que haría:

    — A los padres se nos recomendaba, con toda razón, no regalar a nuestros hijos armas de juguete. Par ir formándolos en la cultura de la paz. ¿Por qué no aprovecha la próxima Pascua del Año Santo para suprimir definitivamente esos anacrónicos desfiles de fuerzas armadas del Vaticano y del Estado Vaticano? Sería un primer paso para estudiar mejor cómo pueden organizarse los servicios de orden y seguridad indispensables.

    — ¿Por qué no superar ya certezas teológicas superadas como que la Iglesia no tiene autoridad para ordenar a mujeres sacerdotes? Lo pudo decir un papa pero no en absoluto definición dogmática, algunas de las cuales incluso  ya se admite que sean reinterpretadas? ¿O no?

    — Y, finalmente, para no hacer demasiado larga esta lista, ¿por qué no permitir que en los sínodos, universales o continentales, se acepte el principio decisorio por mayoría, no la remisión a una decisión última del papa, válida para todos?

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