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Anatomía del artículo: “Fe personal y piedad popular” de A. Duato

Este comentario de Mariano a mi último artículo también lo traigo a la columna central hoy pues creo que vale la pena leerlo y comentarlo, más incluso que el mío. Pues coincide casi totalmente con lo que yo quería expresar el viernes pasado en él. No pretendo en Atrio que se forme un rebaño que me siga. Aunque me satisface que un ingeniero, filósofo y psicólogo, con extensa carrera profesional, me lea y ello le inspire algo. E invito a muchos que también lean ATRIO a manifestar, como los comentarista, su sintonía o su desacuerdo. Y no para satisfacción personal, sino para compartir con más personas las mejores visiones y esperanzas para el presente y el futuro de la humanidad actual. AD.

El título “Fe personal y piedad popular” evoca una síntesis profunda entre las dimensión personal y comunitaria de la fe, abordando simultáneamente aspectos antropológicos, filosóficos y teológicos, pero desde un testimonio personal, muy lejos de todo gregarismo epistemológico uniformizador y desnaturalizador de la singularidad del ser humano, la persona. Singularidad que no admite el calificativo de especie.

Singularidad aquí personificada y encarnada en cuerpo y alma, en la Persona de A. Duato. La persona siempre se debería escribir en mayúsculas, pues no hay en la naturaleza nada más singular y propio que ella.

La fe, como experiencia personal del misterio, conecta con el ámbito de lo comunitario, al igual que en las culturas primitivas, donde el mito y el rito eran expresiones del asombro ante la vida. Antes de que la palabra se estructurara como razón, el misterio era celebrado colectivamente a través de bailes, cantos y símbolos, reflejo de una espiritualidad arraigada en la existencia misma.

Este enfoque resalta que la fe no es genérica ni estereotipada, sino profundamente singular, enraizada en la libertad de cada persona. Sin embargo, esta libertad es esencialmente relacional, abierta al encuentro con los demás y con el Misterio. Como diría Gabriel Marcel, la fe se experimenta no como una abstracción, sino como una confianza vivencial que se expresa en comunidad. Confianza que es el germen de la esperanza. Aquí, la piedad popular surge como un espacio donde la libertad individual se manifiesta en símbolos colectivos, enriqueciendo la experiencia personal y mostrando la riqueza de lo inagotable. De ahí que las manifestaciones religiosas sean tan variopintas, así como las no religiosas, que no pueden evitar emularlas.

El artículo, desde esta perspectiva, puede leerse como una invitación a comprender la fe no solo como una adhesión intelectual, sino como un camino que une lo personal y lo comunitario. Este entrelazamiento remite a una antropología que sitúa al ser humano en una constante apertura hacia el otro y hacia lo trascendente, mostrando que la fe, aunque no racionalizable completamente, busca expresarse y encontrar sentido dentro de una comunidad viva, y llena de matices y colores.

El misterio que envuelve la vida y la muerte no puede ser desvelado únicamente por la razón. Por más que esta busque y profundice, siempre encuentra un límite ante preguntas esenciales como el origen del ser y el destino final. Aquí es donde el artículo nos lleva a una Singularidad Trascendente, personalizada en Cristo, como clave interpretativa de toda fe y toda esperanza. En Cristo, Dios no solo se revela como principio creador, sino también como respuesta encarnada a las inquietudes humanas más profundas. Su vida, muerte y resurrección otorgan sentido y esperanza a lo que la razón no puede alcanzar por sí misma.

Esta personalización de la trascendencia no es abstracta ni genérica. Como se indica en el artículo, la fe en Cristo trasciende las estructuras impersonales del dogma, convirtiéndose en una relación viva y transformadora. Esto no niega el papel de la razón, pero la sitúa en su justa medida, como una compañera que ilumina el camino hacia una verdad que solo se desvela plenamente en el encuentro con Lo Absoluto Personal. Gabriel Marcel afirmaba que este encuentro es una invitación a la confianza, a un “yo confío” que rebasa los límites del “yo sé.”

La piedad popular, como manifestación comunitaria de esta fe, refleja la necesidad humana de expresar lo inefable de manera simbólica. En ella, la persona se une al misterio en una experiencia compartida, que no se reduce a lo puramente emocional, sino que encarna una verdad vivida. El rostro de Cristo, como lo enfatiza Levinas, interpela a cada persona en su singularidad, haciéndole descubrir que la fe no solo da sentido al misterio de la muerte, sino también a la vida misma, en toda su complejidad y plenitud.

La fe y la esperanza, tal como se subraya en la segunda parte del artículo, no se limitan a lo racional o explícitamente doctrinal, sino que encuentran una verdad implícita y profunda en las manifestaciones de piedad popular, especialmente en aquellas vivencias de la infancia, no solo de la nuestra, también de toda la humanidad, que de principio a fin de su historia es y será portadora de su propia niñez, llenas de cariño, tradición y solidaridad. Este planteamiento nos lleva a reflexionar sobre cómo los símbolos y relatos han moldeado nuestra comprensión del misterio y del amor divino, y así seguirá aconteciendo hasta el fin de los tiempos.

El exceso de desmitologización, si bien busca claridad histórica, corre el riesgo de alejar a las personas de la riqueza espiritual que contienen los relatos y símbolos. Como bien resalta el artículo, no se trata de constatar la historicidad del nacimiento en Belén, sino de rescatar el significado espiritual y humano que estas imágenes evocan. Francisco de Asís lo comprendió profundamente al recrear la escena de Belén, incluyendo elementos como el buey y la mula, símbolos de la sencillez y la universalidad de la encarnación divina.

Desde esta perspectiva, lo que se vive en la piedad popular no es una mera nostalgia infantil, sino una expresión concreta de cómo el misterio se hace tangible en las relaciones humanas y en los gestos de cuidado, celebración y solidaridad. Paul Ricoeur nos enseñó que los símbolos contienen una verdad existencial que la razón no puede agotar. En este sentido, los relatos del nacimiento y los gestos navideños son recordatorios vivos de una trascendencia que nos interpela desde el corazón de la humanidad.

Asimismo, el misterio de la Navidad encarna la paradoja de la fe: lo infinito se hace finito, y lo eterno, temporal. Aquí, Emmanuel Levinas subraya que la verdadera trascendencia no se encuentra en lo abstracto, sino en la relación concreta con el otro. En Navidad, esa relación se vuelve explícita en gestos de acogida, amor y donación, haciéndonos partícipes de un misterio que transforma.

De este modo, la fe personal y la piedad popular no se oponen, sino que se complementan. La primera ancla al individuo en su relación con lo trascendente personalizándolo; la segunda lo vincula a la comunidad en una relacion de personalización, permitiéndole expresar y celebrar juntos un misterio que no puede ser contenido por la razón ni agotado por la historia. En este diálogo entre lo personal y lo comunitario, entre lo simbólico y lo real, encontramos una forma de vivir la Navidad que trasciende las simples formas externas para conectar con lo más profundo de nuestro ser.

Por todo ello el artículo pone su broche final con su testimonio personal. No se le puede pedir nada más, pues en él, se nos da en persona. Se nos ofrece con la sinceridad y la claridad expresiva de un niño, recordándonos aquella frase de: “Si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos”

Gracias Antonio por tu invitación personal a que compartamos todos juntos ese siempre nuevo renacer, que nos ofrece Quien nos dio la vida, haciéndose niño para que en Él nos renazcamos como niños.

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