Nos encontramos en el corazón de una espantosa y generalizada crisis sobre la forma como habitamos y nos relacionamos con nuestro planeta, devastado y atravesado por guerras de gran destrucción y movido por odios raciales e ideológicos. Además, la era de la razón científica ha creado la irracionalidad del principio de autodestrucción: con las armas ya construidas podemos poner fin a nuestra vida y a la de gran parte de la biosfera, si no de toda.
No son pocos los analistas de la situación mundial que nos alertan sobre el eventual uso de tales armas de destrucción masiva. La razón de fondo sería la disputa sobre quién manda en la humanidad y quién tiene la última palabra. Tiene que ver con el enfrentamiento entre la unipolaridad sustentada por Estados Unidos y la multipolaridad requerida por China, por Rusia, y eventualmente por el conjunto de los países que forman los BRICS. Si hubiera una guerra nuclear, en ese caso se realizaría la fórmula: 1+1=0: una potencia nuclear destruiría a otra y juntas acabarían con la humanidad y con una parte sustancial de la vida.
Dadas estas circunstancias, nos vemos en la necesidad de tirar del freno de seguridad del tren de la vida, pues, desenfrenado, puede precipitarse en un abismo. Tememos que este freno esté ya oxidado y haya quedado inutilizable. ¿Podemos salir de esta amenaza? Tenemos que intentarlo, según el dicho de Don Quijote: “antes de aceptar la derrota, tenemos que dar todas las batallas”. Y las vamos a dar.
Voy a servirme de dos categorías para aclarar mejor nuestra situación. Una del teólogo y filósofo danés Soren Kierkegaard (1813-1885), la angustia, y otra del también teólogo y filósofo alemán, discípulo notable de Martin Heidegger, Hans Jonas (1903-1993), el miedo.
La angustia (O conceito de angústia,Vozes 2013) para Kierkegaard no es solo un fenómeno psicológico, sino un dato objetivo de la existencia humana. Para él como pastor y teólogo, además de eximio filósofo, sería la angustia frente a la perdición eterna o la salvación. Pero es aplicable a la vida humana. Esta se presenta frágil y sujeta a morir en cualquier instante. La angustia no deja a la persona inerte, la mueve continuamente a fin de crear condiciones para salvaguardar la vida.
Hoy tenemos que alimentar ese tipo de angustia existencial ante las amenazas objetivas que pesan sobre nuestro destino, que pueden resultar fatales. Ella es algo saludable que pertenece a la vida, no es algo enfermizo a ser tratado psiquiátricamente.
Hans Jonas en su libro O princípio responsabilidade, (Contraponto, Rio 2006) analiza el miedo a vernos colocados al borde del abismo y caer fatalmente en él. Estamos en una situación de no retorno. Ya no se trata de una ética del progreso o del perfeccionamiento, sino de prevención de la vida contra las amenazas que pueden traernos la muerte. El miedo aquí es sano y salvador, pues nos obliga a una ética de la responsabilidad colectiva en el sentido de aportar todos su colaboración para preservar la vida humana en la Tierra.
La situación actual a nivel planetario escapa al control humano. Hemos creado la Inteligencia Artificial Autónoma que ya no depende de nuestras decisiones. ¿Quién, con sus miles y miles de millones de algoritmos, impide que ella pueda optar por la destrucción de la humanidad?
En primer lugar tenemos una tarea que cumplir: responsabilizarnos del mal que estamos visiblemente causando al sistema-vida y al sistema-Tierra, sin capacidad de impedirlo o frenarlo, solo aminorando sus efectos dañinos. El sistema de producción mundial energívoro está de tal modo engrasado que no tiene manera ni quiere parar. No renuncia a sus mantras de base: aumento ilimitado del lucro individual, competición feroz y la superexplotación de los recursos de la naturaleza.
Además de esto, es importante responsabilizarnos también del mal que no supimos evitar física y espiritualmente en el pasado y cuyas consecuencias se han vuelto inevitables, como las que estamos sufriendo con el calentamiento creciente del planeta y la erosión de la biodiversidad.
El miedo del que estamos poseídos se relaciona con el futuro de la vida y la garantía de poder todavía seguir vivos sobre este planeta. En función de ese desiderátum Jonas formuló un imperativo ético categórico:
Obra de modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica sobre la Tierra; o expresado negativamente: obra de modo que los efectos de tu acción no sean destructivos para la posibilidad futura de una tal vida; o, simplemente, no pongas en peligro la continuidad indefinida de la humanidad en la Tierra” (Op. cit. 2006, p. 47-48). Yo añadiría “no pongas en peligro la continuidad indefinida de todo tipo de vida, de la biodiversidad, de la naturaleza y de la Madre Tierra”.
Estas reflexiones nos ayudan a alimentar alguna esperanza en la capacidad de cambio de los seres humanos, pues poseemos libre albedrío y flexibilidad.
Pero, como el peligro es global, se impone una instancia global y plural (representantes de los pueblos, de las religiones, de las universidades, de los pueblos originarios, de la sabiduría popular) para encontrar una solución global. Para eso tenemos que renunciar a los nacionalismos y a las fronteras obsoletos entre las naciones.
Como se puede observar, las distintas guerras hoy en curso son por conflictos entre las fronteras de las naciones; la afirmación de los nacionalismos y la creciente onda de conservadurismo y de políticas de extrema derecha se alejan mucho de esta idea de un centro colectivo para el bien de toda la humanidad.
Debemos reconocer que estos conflictos por las fronteras entre las naciones están despegados de la nueva fase de la Tierra-Casa Común, y representan movimientos regresivos y contrarios al curso irresistible de la historia, que unifica cada vez más el destino humano con el destino del planeta vivo.
Somos solo una Tierra y una sola humanidad a ser salvadas. Y con urgencia pues el tiempo del reloj corre en contra nuestra. Cambiemos nuestras mentes y nuestras prácticas.
*Leonardo Boff ha escrito Habitar la Tierra, Vozes 2022; Tierra madura: una teología de la vida, Planeta 2023.
Traducción de María José Gavito Milano
Me gustaría destacar un aspecto que se deriva de una deuda que tenemos los cristianos con un modo de vida que hemos pasado por alto y que podría haber sido un elemento muy positivo para evitar la catástrofe que se nos está viniendo encima; sobre nuestra propia vida y sobre la vida de nuestro entorno. Hemos crecido con la convicción de que la salvación era una tarea casi únicamente individual y también el esfuerzo por una vida ordenada y ascética, siguiendo la invitación de Jesucristo a tomar nuestra cruz y seguirle. Ese comportamiento debería haber salido del ámbito individual para convertirse en una categoría social: la moderación y la ascesis en todos nuestros actos. Con nuestras convicciones evangélicas y el ejemplo de una vida de compromiso con nosotros y con los demás, se hubiera frenado esa locura del consumo que a todos nos ha afectado en forma aniquiladora. Y al mismo tiempo hemos dejado pasar la oportunidad de expandir el ejemplo de una vida cristiana según el Evangelio que se podía haber convertido en camino para el respeto y la conservación de nuestro medio ambiente. Toda la estructura de la Iglesia, en sus niveles más altos y en las esferas más bajas se ha dejado penetrar el afán por el dinero, la riqueza, el poder y el éxito personal. ¿Y qué decir de esa terrible epidemia de la pederastia que ha acabado con la credibilidad de los cristianos y especialmente de la jerarquía y los clérigos en general? Nuestra vida se ha convertido en buena parte en un páramo tropical arrasado por el fuego del que ya no brota el agua fresca y limpia que riegue los campos y cure la sed. Hemos caído en la tentación de la ganancia a cualquier precio y de la enfermedad de la acumulación sin sentido. Como diría, en resumen, nuestro querido padre José María Castillo, hemos cambiado el Evangelio por la Religión. Y esa Religión no sirve.