Muchas veces en documentos oficiales, en homilías y reflexiones, se repite que los cristianos debemos dar testimonio. Se emplea esta palabra sin pensar mucho en su significado y sus condiciones, sobre todo teniendo en cuenta el tiempo en que vivimos.
Porque ciertamente, sea lo que sea el testimonio es algo histórico, condicionado por el tiempo y el momento, siempre cambiantes.
Habrá que empezar recordando que los cristianos somos seguidores de un testimonio, el que dieron los Apóstoles de la experiencia que habían vivido. Lo dice san Juan en su primera carta: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida (…) esto os lo escribimos para que nuestra alegría sea completa”.
Frente a esa actitud firme y convencida, lo cierto es que sus seguidores apenas nos atrevemos a hablar de lo que hemos experimentado. Como algunas veces se ha hecho notar, quien ha leído un libro, escuchado un concierto, visitado una exposición que le han impactado, no duda en testimoniarlo entre sus conocidos. No es así sin embargo en el caso de la experiencia cristiana. A lo sumo hablamos de religión, que es algo distinto.
Puede que no hayamos hecho esa experiencia o que no sea digna de comunicarse. Educados en una religión que era fundamentalmente culto, doctrina y moral, cuando esos tres pilares se han puesto en cuestión, nada nos ha quedado que decir.
Quiero contar tres anécdotas que espero me permitan llegar a algunas conclusiones.
Ya hace años que no se ven por las calles aquellas procesiones de personas ataviados como monjes budistas, repitiendo una y otra vez: Hare Krishna, Hare Krishna… Lograban llamar la atención de los viandantes y luego se alejaban sin más.
En una ocasión, yendo yo leyendo sentado en el metro cuando un evangelista empezó su predicación al estilo americano. Yo le rogué que lo dejara, que estaba de acuerdo con lo que decía pero que aquel no era el modo ni el lugar.
La tercera es más curiosa: un taxista me contó una vez que un pasajero le había preguntado: “¿usted sabe que Dios le ama?”. El taxista pensó –así me lo dijo-: “¿pero qué se le ocurre a este gilip…?”. “Pero, añadió, “luego lo fui pensando y ahora soy un hombre religioso”.
Tres relatos distintos que quiero tener como fondo de mi reflexión.
Lo primero que pienso es que el testimonio se da hablando, la palabra es necesariamente su vehículo. Ya san Pedro dijo que teníamos que dar razón de nuestra esperanza. No se puede, pues, confiar en que nuestro comportamiento es ya suficientes. En primer lugar nuestros actos no son tan radicales, tan llamativos que susciten admiración o interrogantes. Y en segundo lugar vivimos en un mundo variopinto y en ese sentido tolerante. Hay muchas conductas llamativas –como en el caso de los hare krisnhas– que sólo suscitan indiferencia: si éste actúa de este modo es su problema, él sabrá.
En todo caso algo tiene que haber en el comportamiento que merezca explicarse. El testigo tiene que verificar su propia conducta, aun sabiendo que llevamos este tesoro en vasos de barro. Lo importante es, sin embargo, que palabra y comportamiento coincidan, incluso en su sencillez. Contaré otras dos historias.
Una señora de mi parroquia, viuda, solía comentar: “Yo nunca me encuentro sola porque el Señor está siempre conmigo”. Su conducta sencilla se adecuaba sin duda a sus palabras.
En cambio, hace ya años, un profesor de la escuela de ingenieros forestales me contaba que en la primera clase decía siempre: “Han tenido ustedes suerte porque yo soy católico y por tanto soy una persona justa, entregada…” Lanzada al aire antes de cualquier verificación, estoy seguro de que era una declaración no testimonial sino un motivo de rechazo.
Así pues ¿a qué conclusión llegamos? Para mí el testimonio que nos pide la Escritura consiste en contar quién es Dios para mí, qué significa en mi vida. Contarlo con palabras a quien nos parezca que lo pueda escuchar y acompañando las palabras con los hechos.
Una familia de mi parroquia felicita siempre las Navidades con un largo texto. Pero es que hace años tomaron en acogida a un niño africano cuya madre se apresuró a desaparecer. En vista de ello decidieron adoptarlo. Ya tenían dos hijas adolescentes y la familia aumentó. Así pues, no hacen nada de más al escribir en navidades que su Dios es amor y que ellos participan de él. Es su testimonio. Es un ejemplo de lo que debe ser ese testimonio que nos exige la Biblia.
Este mensaje de Carlos me ha llevado a Isaías 8, (especialmente vv8 al 20) con toda la fuerza que contiene. Por razón de la costumbre y el uso eso de dar testimonio se ha convertido en algo manido y ha terminado desprendido de su auténtico valor.
Aquella primera generación de cristianos tan cercana en el tiempo y poseedora de la experiencia Pascual (Un Mesías celestial nacido hijo de mujer muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra Salvación) pudo predicar (enseñar) y escribir : “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca de la Palabra de vida…”
En nosotros se nos da el mismo milagro de la fe ante la contemplación de un bebé recién nacido posado tiernamente por su madre en un pesebre y nos volvemos ajenos a toda conspiración. !A la ley y el testimonio!, se lee en la Vulgata y en las biblias protestantes. Ya Bover y Cantera advertían que los vv 19 y 20 que eran versículos oscuros de interpretación dudosa y que los reformados utilizan para darle esa valoración absoluta a los textos bíblicos, como hoy también se hace, por ejemplo con las disciplinas científicas para desestimar cualquiera otra posible fuente de conocimiento. Todo conspira en cualquiera de los supuestos que pongamos.
dice la Biblia Latinoamericana en Isaías 8,12 : “Cuando la gente dice : “¡Conspiración!”, no repintan asustados: “¡Conspiración!” No teman lo que ellos temen, ni tengan miedo. Yahvé de los ejércitos es el único a quienes ustedes deben tener por Santo, a quien deben temer y a quien deben respetar.”
La conspiración que debemos tener por cierta son todas esas cosas negativas que concurren a un mismo fin, ya sea en la política, en nuestras vidas personales y en los movimientos de sectores eclesiales, por muy marginalistas que se autodefinan. Isaías estaba inmerso en lo que podía suponer una invasión asiria, nosotros en otras circunstancias históricas inmersos ya en la economía de la gracia.
Feliz Navidad
Feliz Navidad a tí y los tuyos, Román, y a todos los lectores y comentadores de Atrio.
(No nos abandones tanto, Román, que se te necesita y se te echa de menos).
“Contarlo con palabras a quien nos parezca que lo pueda escuchar y acompañando las palabras con los hechos”. Creo que, en nuestra cultura occidental, las palabras están descreditadas por la inflación verbal que hemos sufrido y, sobre todo, por la enorme discrepancia entre las palabras y los hechos. Lo que necesitamos ahora son hechos. Hechos que confirmen al menos lo que podríamos llamar una religión natural, y creo que de éstos hay bastantes testimonios entre los creyentes y los no creyentes. Y hechos que confirmen el mensaje evangélico; y de éstos creo que estamos bastante escasos.
Amigo Gonzalo, yo quiero dar el testimonio de que la esencia de las palabras de Jesús, (lo poco y malo que nos ha llegado de su presuntas palabras), apuntan hacia la misma dirección que la Ciencia marca, en su enorme complejidad.
Respecto a los hechos, es otro tema. Yo no doy tanta importancia a nuestros hechos como testimonio de la grandeza y sabiduría de Jesús, porque queramos o no, son hechos de humanos, y no damos para más.
Por eso dijo Jesús en la Cruz: ¡Perdónales, porque no saben lo que hacen!. (Y no lo dijo por los demás, lo dijo por todos, incluídos nosotros).