Hoy he descubierto en la revista El Viejo Topo (nº 418, nov-22) un artículo, enviado por colaborador, que me permito reproducir íntegramente en ATRIO. Su autor es Juan Arana Cañedo-Argüelles, Catedrático de Filosofía de la Universidad de Sevilla, que yo no conocía aunque es autor de numerosos libros sobre ciencia y filosofía. Se ha dicho aquí que en ATRIO estamos obsesionados en el tema ciencia-religión. Pero la frase con que se introduce este artículo y su último párrafo dicen lo que yo diría para explicar el necesario discernimiento sobre la ciencia-técnica actual. AD.
Aunque los contenidos doctrinales de una religión no sean verdaderos, sí lo son sus implicaciones materiales. Algo similar ocurre con el transhumanismo: su fe puede ser equivocada, pero sus actos y sus consecuencias serán inequívocamente reales.
¿Ante una nueva época?
Si nos distanciamos un poco de la marea de opiniones y datos, y procuramos evitar contaminaciones emocionales, la impresión global que produce el desafío transhumanista es la de un pandemónium. Tanto se dice a favor y, sobre todo, en contra, tanto se insta a favorecer su advenimiento o, con mayor frecuencia, a evitar la catástrofe que para muchos representa, que uno no sabe muy bien a qué carta quedarse. Sin duda mi perspectiva es parcial, puesto que cuando me invitan a participar en un encuentro sobre este asunto, la mayor parte de las voces que escucho van a la contra, con matices que varían desde la razonada condena hasta el apocalíptico anuncio de una época oscura con rasgos del Mordor de El Señor de los Anillos.
Se insta al ciudadano a oponerse con todas sus fuerzas a lo que se valora como un peligro mortal. Supongo que, de haber asistido a encuentros de otro signo, habría escuchado voces que nada tendrían que ver con lamentos de Casandra. Imagino que la atmósfera allí será eufórica porque sus partidarios, lejos de presentar el transhumanismo como una distopía, ni siquiera condescienden a considerarlo una utopía, porque lo conciben más bien como una realidad ya inminente que se va a imponer con la fuerza de un tsunami.
Los marxismos de finales del XIX y principios del XX reivindicaban que su socialismo no era utópico, sino científico. Con ellos concuerda la nueva moda, porque se presenta como heraldo de lo que ciencia y tecnología van a depararnos. La diferencia es que ahora se ha perdido el acento mesiánico que tanto predominaba antaño: la revolución que se anuncia no exigirá de sus promotores sacrificios sin cuento o que unas cuantas generaciones se inmolen en el altar del porvenir. No es en el campo de batalla, la agitación callejera o la huelga general revolucionaria donde se consumará lo que se interpreta como destino forzoso de la evolución planetaria. Todo lo contrario: los laboratorios, los claustros universitarios y los consejos de administración de las empresas serán los escenarios de unos cambios que se anuncian pacíficos en sus prolegómenos, aunque seguramente no así en sus consecuencias últimas. Esta vez el vuelco social no vendrá de abajo arriba, sino de arriba abajo, bien entendido que se trata de un “arriba” que no está referido a los poderes tradicionales, como el dinero o las armas. Se da por descontado que el empuje va a venir de la inteligencia, de una superinteligencia que se alumbrará a sí misma pese a quien pese, se oponga quien se oponga y –supongo que habría que añadir también– la promueva quien la promueva. Lejos de resultar una esforzada epopeya, muchos enuncian la llegada del transhumanismo como un teorema, un automatismo. Si fuera así, estaríamos realmente ante el fin de la historia, y no cuando Fukuyama lo pregonó. La única incertidumbre tendría que ver con el desarrollo de los preludios, que es donde supuestamente nos encontramos ahora mismo. Así pues, la cuestión no sería qué va a pasar, sino cómo y cuándo. El panorama que describo tal vez valga únicamente para la variante del transhumanismo que propongo llamar “fuerte” por analogía con la versión extrema de la inteligencia artificial. El transhumanista está convencido de que nadie podrá parar la rueda de la tecnociencia. Tanto da que uno pretenda acelerarla con todas sus fuerzas o que intente frenarla.
Nick Bostrom es uno de los que más lúcidamente han defendido este carácter presuntamente ineluctable de la profecía transhumanista, aunque luego se haga la ilusión de que es posible captar la benevolencia de la superinteligencia resultante, de suerte que no nos arrumbe como restos desechables del progreso. No es alentador pensar que solo podemos aspirar a que lo posthumano se apiade del hombre como nosotros nos apiadamos de los orangutanes y los osos panda. Por otra parte, resulta bastante dudoso, sobre todo cuando hasta una supermáquina de hacer clips podría borrarnos del mapa sin pestañear en el supuesto de que nuestra presencia le impidiese optimizar su producción.
Muy celebradas han sido durante demasiado tiempo las denominadas “leyes de Asimov” relativas a máquinas y ordenadores. Según la primera, ningún invento nuestro debiera ser programado para dañar a los humanos. Sería muy de considerar si se tratara de formular un deseo ante una mágica hada madrina, pero, como ha puesto de relieve el propio Bostrom, no hay medio de hacer entrar en la estrecha mente de un aparato regido por inteligencia artificial –por muy evolucionada que sea– el analógico concepto de “daño” que manejamos los humanos. Cualquier intento de convertir en unívoca la difusa semántica que utilizamos desemboca en un fiasco en cuanto damos unos cuantos pasos. Al final ocurre como en el relato La pata de mono de William Jacobs: la formulación de cualquier deseo interpretada rigurosamente ad litteram se vuelve terroríficamente contra las expectativas de quien lo expresó: la desconsolada madre pide que vuelva su hijo muerto, pero quien llama a su puerta es un cadáver putrefacto y así sucesivamente. Por eso es muy necia la ingenuidad de los biempensantes del progreso técnico. Por ejemplo, Olivier Sichel, personaje influente en el ámbito de la banca y las finanzas, pretende que las cacareadas leyes asimovianas se graben en todos los microprocesadores y se conviertan en una especie de principio constitucional inviolable previo a cualquier otro código, cuando el propio Asimov solo las ideó para mostrar lo problemáticas que resultaban y la cantidad de historias literariamente interesantes a que daban lugar sus efectos colaterales perversos.
Es dificilísimo asumir el papel de Dios providente; de hecho, lo único seguro es que si tratamos de conseguirlo repetiremos la historia que cuenta Goethe en su balada El aprendiz de brujo. Incluso los transhumanistas más fanáticos lo sospechan con mayor o menor nitidez. Así, Ray Kurzweil, director de ingeniería en Google y uno de los más activos innovadores en ámbito de la programación, expone en el libro La singularidad está cerca que la nanotecnología nos proporcionará la inmortalidad haciendo que por nuestra venas y arterias circulen microscópicos robots en lugar de glóbulos rojos y blancos. Sin embargo, tropieza a renglón seguido con el inconveniente de que nuestros organismos serán entonces mucho más vulnerables a los virus informáticos de lo que ahora mismo lo son a los biológicos. No he sacado la impresión de que consiga resolverlo. La futurología de muchos transhumanistas tiene un depósito de combustible repleto de agujeros.
¿Evitable o inevitable?
Si lo hasta ahora expuesto resulta ambiguo, voy a intentar precisarlo así: el impacto de la ciencia y la tecnología sobre el ser humano y su identidad biológica va a ser enorme dentro de muy poco. Aquí está el punto fuerte de los transhumanistas. Pero, y éste es el punto débil, resulta incierta la posibilidad de que unos pocos círculos de poder, o unos cuantos países, o incluso la humanidad en general, controlen esos cambios y los dirijan hacia el bien común (entiéndase como se entienda eso del “bien común”). El tren del cambio va a toda máquina, pero nadie está al volante en la cabina de mando. Dentro de ella hay una melé donde muchos pugnan por hacerse con el control, sin que nadie prevalezca del todo por ahora. Una consideración mínimamente desprejuiciada de la situación es que, aún en el supuesto de que un gobierno o autoridad mundial acabara imponiéndose, los esfuerzos para mejorar este planeta están por completo en precario. Es inmensa la cantidad de alternativas que suscita la edición genética, la utilización intensiva de la inteligencia artificial, la robótica o la nanotecnología, pero casi todas son adversas al futuro de nuestra especie e incluso de cualquier otra que surja para sustituirla. El tiempo que se ha tomado la naturaleza para lograr organismos tan bien adaptados como los mamíferos, alcanza varios miles de millones de años, y eso contando con un filtro tan eficiente como la selección natural. En agudo contraste, el destacado exponente del transhumanismo Kurzweil pretende transcender la biología en un plazo suficientemente breve como para que él mismo alcance la inmortalidad, a pesar de estar ya en la tercera edad y padecer diabetes. Desde luego, es el colmo del optimismo por no decir de la ceguera.
Podría comentar la letra pequeña y examinar los peligros e inverosimilitudes que encierran los proyectos transhumanistas. Pero esto es algo que ya se ha hecho repetidas veces. Considero bastante atinadas las objeciones de los críticos. Más cuestionable –por no decir completamente inverosímil– es la idea de accionar un interruptor y parar el experimento. Dado que ni siquiera hemos sido capaces de moderar las emisiones de CO2 y demás gases invernadero, a pesar de la casi unanimidad que hay sobre la conveniencia de hacerlo, ¿cómo podríamos conseguir frenar en seco un movimiento que en sus primeros pasos es indistinguible de la mera aspiración al mejoramiento (enhancement) de la especie? Casi nadie quiere renunciar a curar de raíz las enfermedades genéticas y de otro tipo. Todos aspiramos a ser más fuertes, más guapos, más listos y mejor integrados socialmente. El problema es que en esta línea de mejoras no se divisa ningún paradigma de virtud perfecta, ningún momento en que resulte obligado o deseable decir: “Hasta aquí y no más allá”. Para eso sería preciso poseer un concepto definido de esencia o naturaleza humana. Algunos todavía creen en él, pero la mayoría abriga vehementes dudas y en el colectivo filosófico domina el propósito de abandonarlo.
Por consiguiente, la situación se ha vuelto aporética: hemos subido a un convoy para huir de los males que nos aquejan y obtener los bienes que anhelamos, pero no sabemos dónde convendría detenerlo, ni si seríamos capaces de conseguirlo, aunque cundiera la sospecha de estar al borde de crear una raza de monstruos o bien una casta de ingratos enemigos cuya primera providencia sea acabar con nosotros.
Los progresistas y la aporía de un progreso indeseable
Supongo que a estas alturas está ya claro que el transhumanismo fuerte no goza de mis complacencias. Pero la situación es suficientemente compleja como para desvirtuar cualquier oposición dicotómica entre “ellos” y “nosotros”. En primer lugar, resulta poco grato definirse con un “anti”. Sería preferible encontrar una identidad que fuera más allá del rechazo de algo o de alguien. Por otro lado, en el campo de los oponentes al transhumanismo están confluyendo corrientes de pensamiento y actitudes políticas que hasta ayer mismo discrepaban prácticamente en todo. Perdone el lector la vulgaridad de la expresión, pero se diría que el colectivo de los críticos más que formar un frente se ha convertido en una jaula de grillos. Por ahí se afirma seriamente que la cuestión del transhumanismo va a dar un vuelco a las vigentes divisiones partidistas. Según algunos expertos, lo de izquierdas y derechas, progresistas y conservadores, incluso materialistas y espiritualistas va a quedar trasnochado. Laurent Alexandre defiende en su libro sobre La guerra de las inteligencias que la confrontación entre bio-conservadores y transhumanistas presidirá todo el debate político e ideológico en lo que queda de siglo. Probablemente será así, aunque a estas alturas de la historia las polarizaciones maniqueas tienen algo de infantil. No va a quedar otro remedio que afinar y buscar entre todos equilibrios y soluciones menos simplistas.
A mi juicio la opción bioconservadora, que es la que en primera aproximación más me cuadra, adolece de un voluntarismo un tanto bisoño. Antes de proseguir he de reconocer que también yo he incurrido en el mismo defecto. Pero ahora considero que es un error por varios motivos. Resulta escasamente productivo apelar al sentido moral de la gente y planear la batalla como si se tratara exclusivamente de un desafío ético, o si se quiere, de una historia de buenos y malos. Contraponer el interés general al particular y los derechos del futuro a los del presente puede inspirar gestos simbólicos y despertar el altruismo de los jóvenes, pero la movilización subsiguiente tiene corto recorrido cuando topa con los intereses particulares y las urgencias del día a día. Si yo o alguien próximo a mí padecemos la desgracia de tener un hijo discapacitado o una enfermedad degenerativa, sería heroico que votásemos, a pesar de todo, por la detención de programas de investigación que nos dan alguna esperanza de solución. Aunque lo más probable sea que las cosas se tuerzan, la falta de alternativas nos animará a apostar por intentarlo, sobre todo si pensamos que serán otros los que paguen las consecuencias del fracaso. Escucharemos a quienes magnifiquen el posible provecho y minimicen el presunto riesgo.
Esto vale para todos. Por lo que se refiere a la izquierda convencional, va a tener serios problemas de adaptación a la futura coyuntura: por tradición ha luchado para alumbrar nuevos tiempos y dejar atrás un pasado de opresión; pero ahora encuentra que quienes enarbolan la bandera del progreso son los tecnócratas y capitalistas, de suerte que se ve a sí misma en la tesitura de pasar a engrosar la reacción. Allí no será bienvenida por los reaccionarios de siempre, hasta el punto de que algunos de ellos se pasarán al bando opuesto por puro afán de ir contracorriente. Transcurrirán lustros –si no decenios– antes de que se asiente el nuevo mapa sociopolítico y es de temer que entonces ya será demasiado tarde para condicionar significativamente el proceso en un sentido u otro.
La ética no basta
Estas consideraciones tal vez resulten un tanto especulativas. No obstante, hay indicios tangibles de que los procesos de modificación de la identidad humana ya en marcha difícilmente serán detenidos. Que apunten en las direcciones propugnadas por las diversas corrientes transhumanistas es otro caso. Como sentencia Nicolás Gómez Dávila en uno de sus escolios: “La historia no muestra la ineficacia de los actos, sino la vanidad de los propósitos”. En todo caso, hay precedentes de procesos que guardan cierta semejanza con éste y no ha habido forma de pararlos. Los más ilustrativos y recientes son los del desarrollo del armamento nuclear y las técnicas de edición genética. No entraré en detalles, pero ambos casos concernían a cuestiones que afectaban al futuro de la humanidad, y con los dos han resultado inoperantes los esfuerzos tanto para serenar el desarrollo teóri tivos y recientes son los del desarrollo del armamento nuclear y las técnicas de edición genética. No entraré en detalles, pero ambos casos concernían a cuestiones que afectaban al futuro de la humanidad, y con los dos han resultado inoperantes los esfuerzos tanto para serenar el desarrollo teórico, como para controlar las tecnologías resultantes. Con respecto al átomo, la carrera armamentística durante la segunda guerra mundial y la guerra fría impidieron que la ciudadanía tuviera arte ni parte en el negocio, pero los sabios atómicos –que sí desempeñaron un papel importante– nada hicieron por conjurar la amenaza, salvando honrosas excepciones.
Paralelamente, cuando la intervención en el genoma de microorganismos, plantas, animales y humanos empezó a ser posible por el descubrimiento del ADN recombinante, una asamblea de grandes científicos reunida en Asilomar propuso limitar, de acuerdo con ciertos parámetros, la práctica de mezclar genes de diversas especies, acuerdo que solo de modo muy laxo fue respetado. Treinta años después aparecieron técnicas mucho más poderosas, como la Crispr-Cas9, y se convocó una reunión homóloga en Washington, que fue incapaz de acordar una moratoria comparable y decidió permitir que prosiguieran los ensayos de edición genética con embriones humanos, siempre que se evitara usarlos para provocar embarazos. Muy pronto el investigador chino He Jiankui desafió a bombo y platillo dichas recomendaciones, fabricando los primeros seres humanos a la carta. Se ha echado tierra al asunto y puesto sordina al contencioso, pero sería muy ingenuo pensar que no se va a seguir avanzando en esta dirección tan aprisa como se pueda.
No pretendo por ello que dejemos de firmar manifiestos, acudir a manifestaciones y ejercer una intensa militancia política en favor de lo que a todas luces es prudente y razonable. Defiendo en cambio que todo eso no basta, y que tampoco deberíamos conformarnos con apelar a la ética, porque hay demasiado disenso sobre lo que unos y otros consideran bueno y justo. Muchos actores relevantes no admiten otros límites que los legales y bastantes ni siquiera eso. Además, la globalización permite burlar con facilidad las leyes deslocalizando la actividad: si en este país se prohíbe determinado experimento, entonces traslado el laboratorio o la propia empresa a otra ubicación más permisiva. Como mínimo haría falta una legislación común para todo el planeta y otorgar suficiente poder coercitivo a la instancia judicial que la aplique. Sin embargo, tanto las Naciones Unidas como el Tribunal de La Haya son lastimosamente incompetentes para todo lo que tiene que ver con el enhancement o la edición genética. Lo cual es lacerante, porque no podemos esperar a mañana ni a pasado mañana para conseguirlo: tendría que haber sido para hoy o mejor aún para ayer.
Aunque el hombre corriente sabe en términos generales qué es lo correcto y qué no, lo percibe de un modo intuitivo y afectivo, no razonado. Su conocimiento también adolece de una vaguedad que naufraga en cuanto hay que entrar en detalles y distingos. Frente a la indiferencia e impotencia del ciudadano medio, existe una minoría de fanáticos del cambio desbocado que se da mucha maña para generar grupos de presión e influir en las instancias que deciden. Este núcleo de activistas ha transferido a la tecnociencia los sentimientos que usualmente se reservaban a la religión. Alexandre lo describe así: “El evangelio de los transhumanistas se esparce como la pólvora, encadena conversiones con mucha más rapidez de la que el evangelio cristiano había podido hacer al comienzo de nuestra era. La religión transhumanista podría imponer su ley en unas décadas, sus apóstoles ya son, de hecho, los nuevos amos del mundo”. No creo que sea para tanto ni mucho menos, pero estas palabras describen acertadamente el acento soteriológico del movimiento. Muchos desconfían de esta fiebre misticoide, pero a falta de nada mejor para dar respuesta a las grandes preguntas de la existencia, acaban prestándole apoyo. Por eso me parece imperioso someter al tribunal de la razón tanto entusiasmo y tanta vehemencia. En otras palabras, pretendo advertir que, para superar la inercia que ya se ha establecido y oponerse con eficacia al entusiasmo semirreligioso de los que todo lo fían a la llegada de lo transhumano, hay que poner en juego algo más firme que un buenismo sin nervio o una ética sin consistencia. Solo si conseguimos vencer la presente desmoralización y restablecer nuestra fe en nosotros mismos tendremos arrestos suficientes para defendernos con eficacia ■
El Viejo Topo 418 / noviembre 2022 / 55
Perdona, Antonio, pero haces unas mezclas que me obligan a intervenir.
Género tienen las cosas y las palabras, los seres vivos y las personas tenemos sexo. Razón por la que nombrarnos no es hacer referencia a un género, sino al sexo de la mitad de la humanidad en base al cual, se han construido las opresiones y discriminaciones que padecemos. Incluida la que aquí se trata, no nombrarnos.
Dices: “En filosofía y ciencia el concepto hombre (homo) tiene forma y artículo masculino pero se refire tanto al hombra como a la mujer” ¿Desde cuando? ¿Quién ha decidido que así sea? No querrás hacer creer que los filósofos habidos utilizaban “hombre” como genérico… cuando nos han negado tener racionalidad, una de las condiciones para ser persona.
La Ciencia, no de forma genérica, ha tomado también al hombre como referente de qué y cómo actúan las enfermedades en “ellos”. Es debido a eso que desde hace no mucho tiempo se está exhortando a que se tenga en cuenta a mujeres y niñas en estudios médicos y de salud, para no dar por hecho, por ejemplo, que los síntomas de infarto que padecen los hombres son también los de las mujeres, como venía sucediendo.
Que “hombre” no se ha usado como universal genérico queda patente en la primera declaración americana de los derechos humanos. Su “«todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes y tienen ciertos derechos…” se refiere exclusiva y literalmente a hombres, no a mujeres. No a negros, por supuesto, que ni siquiera tenían consideración de hombres.
La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano emanada de la revolución francesa, se refiere tal como se enuncia,exactamente al hombre, no daba iguales derechos ciudadanos, como poder votar, uno de ellos, a las mujeres. Y si no fuese por las Olimpia de Gouges, las “imprudentes” que se exceden en pedir y el movimiento feminista, seguiríamos igual.
Que en español la RAE haya admitido la palabra “presidenta”, se debe a no poco revuelo feminista frente a la animadversión a la letra “a”. Y es que, como dice Amelia Valcárcel, “La letra “a” parece estar dotada para ofuscar talentos.” Eso sí y sobre todo, si los hombres lo consideran una intromisión en un término, función, cargo, que les pertenece.
Ningún problema, todo normalidad con sirvienta, dependienta, asistenta.
No estamos exagerando nada. Es más, deberíamos cada vez que se usa “hombre” como incluyente protestar, a ver si así.
Por que a mí el artículo me ha parecido muy bueno, pero como bien dijo Ana, da mucha pereza a cada escrito mentalmente sustituir “hombre” por “ser humano”, o por hombre-mujer, o atribuir buena intención al o la autora en su falsa creencia de que es incluyente “hombre” porque así lo dictamina la RAE desde su poder privilegiado.
A doña Isabel: Hubo un experto en lógica, fallecido hace pocos años de cáncer de pulmón inducido por amianto, pues él no fumó un cigarrillo en su vida, que quiso imponer el uso de humán para designar varones y mujeres. Lo escribía así en artículos y libros. Más éxito ha tenido su voluntad de dotar de conciencia a los animales y negar dignidad al humán, si vemos la propuesta del gobierno actual. Me refiero a Jesús Mosterín, que en gloria esté pese a su renuencia militante a la trascendencia.
Como ha escrito Antonio Duato, en la historia d la filosofía la palabra homo designaba la especie humana, aludiendo a todos los componentes, varones y mujeres. Tengo estos días en mis manos el Compendio de Teología de santo Tomás de Aquino, el tratado que escribio para su amanuense Fray Reginaldo y que resume, de acuerdo con el título, los dos grandes núcleos de la fe cristiana: la Trinidad y la humanización de Cristo. Al principio, al hablar de la generación del Hijo por el Padre, afirma el santo que no es una generación como del hombre por el hombre y expone la naturaleza de esa relación.
Por ceñirme a lo que estoy leyendo. Tiene usted razón en los fallos de la medicina cuando no considera la diferente composición orgánica y bioquímica, entre otras, del varón y la mujer. En realidad, y es lo que acaba de publicarse, existe una poderosa discrepancia estadística entre negros y blancos estadunidenses en lo referente a determinados procedimientos clínicos, con la consiguiente divergencia en los resultados teraapéuticos. El estudio en cuestión se centra en la manipulación genética mediante el sistema CRISPR-Cas9.
Me alegro de su juicio sobre el artículo de Arana, filósofo de la ciencia y de muchos saberes como Leibniz, del que es experto mundial, amén de sobrado reconocimiento en asuntos morales.
Pero Asimov , además de un gran científico escribía ciencia ficción. Lo he dicho cien veces, su trilogía las fundaciones tiene el premio Hugo a la mejor obra de ciencia – ficción de todos los tiempos. Y sus libros sobre los robots también son de los años sesenta o setenta. Era ciencia ficción. Y preciosa. Quien quiera llevar esas leyes a los robots o como se les llame ahora, no es su responsabilidad. Era ficción. Su libro el hombre bicentenario sí que se podría tomar un poco como modelo de transhumanismo, pero no puede ser más bonito el final. Habiendo nacido robot, elige ser ser humano cuando tiene doscientos años. Ya estaba bien. Tiene un final precioso. No resiste el que la gente a la que quiere muera y muera…menuda soledad.
Luego vino otro tipo de literatura y de cine, ya saben, pero nada que ver con Asimov. Esas del tipo soldado universal y Robocop y esas cosas. Sencillamente películas.
En cuanto a Mordor, no sé. Quizás estemos viviendo tiempos oscuros, o tiempos como siempre , no lo sé, pero el final del señor de los anillos también es superbonito. Gana el Bien. Cuesta tres libros, pero gana.
Es que hay que ser un pelín optimista. No creo en el apocalipsis. No me gustan los tiempos que corren, pero los veo muy parecidos a los años treinta del siglo XX. Y también a los tiempos anteriores a la gran guerra. La historia como que se repite un poco, y los seres humanos, nosotros, nosotras, encontramos siempre un camino para salir de ellos.
A lo mejor no se comparte esta idea, pero es la mía. Tengo esperanza en mi especie. Y ahora que poquito a poco se está incorporando la mujer a las cosas de pensar, mucho más.
Y, ya saben, cuidado con los deseos, a veces se cumplen. Lo digo por la piel de zapa.
Un saludo cordial a todos.
El lenguaje no es creación divina, sino creación de las personas y/o de las sociedades, (históricamente la gramática como casi todo en la historia, ha sido cosa de hombres) y, como todo evoluciona, también las sociedades van cambiando el lenguaje ajustándose a una exigencia lógica y justa como es mencionarnos, nombrarnos; yo soy mujer y no me doy por aludida cuando utilizan la palabra hombre como, se dice, de forma genérica, y, si se me excluye, no me interesa lo que se diga excluyéndome a mí y a todas las mujeres.
No hace falta hacer el ridículo ni mofa de los cambios, hace falta buena voluntad y, siempre que sea posible (el castellano nos lo pone difícil), hacer presente la realidad social compuesta de hombres y de mujeres.
La palabra nombra aquello que existe, y, si existe la palabra mujer y se utiliza pertinentemente, colaboraremos en que avancemos en muchos aspectos relativos a la mujer.
Con ocasión de que mañana se dedica a recordarnos la violencia contra la mujer, se están dando muchos datos que asustan y que nos motivan a seguir luchando. Ay, la palabra, qué importancia tiene…, es lo que nos distingue de los animales…
Sólo hay que recordar a l@s diputad@s de VOX en pleno Parlamento, para ver que es una cuestión muy seria para nosotras y para el bien de toda la sociedad, los objetivos del feminismo en cuanto a la igualdad de todos los seres humanos es elemetal.
Si alguien vio ayer en la Sexta el programa dedicado a Ana Orantes y las reflexiones que se hicieron, nos daremos cuenta que, aunque se haya avanzado algo en estas últimas décadas, hay que seguir con fuerza, con rotundidad, y con buena voluntad. No estamos hablando de jirafas, estamos hablando de personas que es lo que somos las mujeres, con conciencia de lo que somos. Hombres y mujeres somos seres humanos. ¿Tanto cuesta entender algo tan simple? ¿Que hay costumbres no procedentes desde siglos, pero que hoy no proceden porque vivimos en otra época ?, pues vivamos esta época, las cosas no son buenas porque siempre se han hecho así, sino porque es bueno intrínsecamente.
Abrazos cordiales. Vamos pa`lante, mucho ánimo, lo conseguiremos.
Pues sí. A mí me costó mucho trabajo. Pero es que las cosas cambian. Lo he dicho con toda mi buena intención. Es que no es fácil. Yo siempre me he sentido aludida con lo del Hombre, con mayúsculas, pero el problema es que las palabras son muy diferentes. Hombre. Mujer.
Hay una lucha muy grande por conquistar derechos. Fíjate en la que se ha liado con la ley Sí es Sí. Supongo que has oído o visto lo que le ha dicho una diputada de vox a la ministra.
Es que, uuuuuufffffff. Realmente…es que, como he oído decir a alguien, no sé a quién, todo esto del congreso es premeditado, hay una lucha de Valores. Y, claro, es tremendo oír decir que un partido tiene una moralidad más mejor y los demás, y las demás, su valor está en con quién, digamos, mantiene una relación sentimental.
Es tan tremendo todo…
Y vivo en Murcia. Comunidad gobernada con el apoyo de voz, y me echo las manos a la cabeza. Y no únicamente por las mujeres. Hay otros colectivos amenazados directamente. Y…
No sé.
Me ha parecido que no me tenía que callar. Entiendo perfectamente al señor del comentario. Sencillamente ha hablado con el lenguaje de siempre. Ya te digo, me costó trabajo entender que habría que hablar de hombres y mujeres.
Pues eso.
Hombre y mujeeeeeeres.
Sé que es difícil.
Pruebe con El Ser humano. O la Persona.
La verdad. No me preocupa el transhumanismo. Siempre seré humana. He tenido esa suerte. Tengo casi 70 . Y también una cadera nueva. No sé si eso lo considerarían mis abuelos transhumanismo. Desde luego, yo no.
Un abrazo.
Ya ha salido lo del lenguaje inclusivo y precisamente con adevertencia al bueno de Mariana cuya aceptación de la advertencia de Ana le sorprendió agradablemente a ella misma.
Yo también acepto tarjtas amarillas por esto pero no sé si exagramos. Hay un programa gramatical, heredado de siglos. Hay muchos nombres de personas que tienen solo na forma y que son comprensivos a los dos géneros. En filosofía y ciencia el concepto hombre (homo) tiene forma y artículo masculino pero se refire tanto al hombra como a la mujer. Si se quiere hacer referencia al sexo o género habría que expresarloen la dualidad “Varón-hembra”, aunque se acepta también la segunda definición del DRAE, “hombre-mujer”.
¡Menudo lío tienen los italianos con esto de separar géneros. EN ellos “presidente” no tiene correspondiente femenino como entre nosotros, aunque está permitido y se suele usar el artículo femenino: “la presidente”, como si entre nosotros se pudiera usar “la hombre”. El artículo determina a veces el género de palabras como poeta.
Pero la pimera mujer, Giorgia Meloni, que en iIalia ha llegado al cargo de “premier” (en inglés y otros idiomas tieenen el problema solucionado y los artículos no tienen femenino) declaró desde el pincipio que se la denominase “Il presidente del Cnosiglio”. Veo que muchos periodista no le hacen caso y utilizan la fórmula “la presidente”. Aunque en las referencias oficiales se debe mantener la fórmula elegida “Il presidente“. Se me hace rarísimmo. En españa se consideró como un insulto cuando un senador se dirigió a la “señora Presidente”.
Yo creo que aquí se llegará a usar más los nombres comunes cuando impliquen la común condición humana (en ciencia y filosofía) y a emplear los dos formas (compañeros-compañeras, señoras y señores,etc, solo cuando se intente recalcar los dos géneros. Y artículos (el y la) cuando la palabra sea común, como en joven, poeta, miembro o anestesista. ¿O se introducira las expresione comprensivas como les y elles que algunes pretenden ? Tiempo al tiempo…
Magnífico artículo, muy bien traído y muy bien expuesto. Solo me quedan unas pequeñas dudas en cuanto a la propuesta final de “someter al tribunal de la razón tanto entusiasmo y tanta vehemencia”, cuando precisamente es el mismo tribunal del que salió tanto entusiasmo y tanta vehemencia. Además tal sometimiento se subordina no a razones y sí a leyes, que por cierto representan la fuerza de ciertas razones de quienes ostentan el poder. Es decir el tribunal de la razón debería ceder ante el tribunal del poder legislativo y que como ya vemos en la famosa ley “del solo el SI es SI”, la razón se debe ajusta al poder de la interpretación de quien tiene el poder.
La segunda duda es en relación en donde poner la fe, si es a “restablecer la fe en nosotros mismos” como así se dice al final del artículo, me parece que no lograremos salir de donde nos encontramos pues esa fe en nosotros mismo es la que nos ha traído a esta situación actual. Habría que explicitar qué es lo que esa fe en nosotros mismo significa y quienes somos nosotros mismos.
Por último quisiera matizar la expresión de que las “Técnicas transhumanistas” “afectan al futuro de la humanidad”, expresión que queriendo ser correcta no lo logra en su verdadera magnitud, pues a quien verdaderamente afecta es al hombre, al hombre concreto de todo tiempo concreto, no es un tema de futuro, es un tema de un presente rabioso, la humanidad es un concepto abstracto, el hombre no. El hombre tiene su propia historia que por supuesto y por su carácter relacional le relaciona también con la historia de todo hombre de todo tiempo, teniendo entonces sentido el termino de historia de la humanidad. Al transhumanismo no le hace falta ninguna historia de la humanidad, él inaugurará una nueva historia transhumana, matando a la historia del hombre que siempre acababa en la muerte. El transhumanista mata a la muerte, ese pretende ser su fin último y para ello le sobran razones, hasta su propia razón.
No creo oportuno extenderme más en mi respuesta, pues compartiendo plenamente la afirmación del redactor del mismo, el transhumanismo tampoco goza de mis complacencias, y es por ello que pienso hacerlo más en una reflexión aparte, bajo el título de “El Transhumanismo: No hay mal que cien años dure” y que si es publicado, se podrá apreciar que su cura además de llevarse su tiempo también se podrá llevar su vida. No tema querido lector, solo recuerde aquella frase de que “Quien quiera ganar la vida la perderá en tanto quien la entregue por mí la ganará”.