Nunca había pensado en la variedad de días que cada país dedica a celebrar el Día del Padre. En Brasil acaba de ser el domingo pasado y Leonardo hace en esta columna una impresionante semblanza de su padre Mansueto, AD.
Esbelto, de figura elegante, fumando siempre su cigarro de paja, fue un valiente explorador de nuevos caminos.
Cuando los colonos italianos no tuvieron más tierras para cultivar en la Sierra Gaúcha, emigraron en grupo hacia el interior de Santa Catarina, tierras llenas de bosques de pinos, a Concórdia, hoy sede de los frigoríficos de Sadia y, en los alrededores, de las empresas Perdigão y Seara.
No había nada, excepto algunos caboclos, mestizos de blanco e indio, sobrevivientes de la guerra del Contestado y grupos de indígenas kaigan, despreciados y siempre defendidos por él. Reinaban los pinos, soberbios, hasta donde se perdía la vista. Los colonos alemanes, polacos e italianos vinieron, organizados en caravanas, trayendo su profesor, su animador de rezos y una inmensa voluntad de trabajar y de vivir a partir de nada.
Había estudiado varios años con los jesuitas en São Leopoldo, en el Colegio Cristo Rey, en Rio Grande del Sur. Acumulaba un vasto saber humanístico: sabía algo de latín y de griego y leía en lenguas extranjeras. Vino para animar la vida de aquella “gente poverella”. Era maestro de escuela, figura de referencia y respetadísimo. Daba clases por la mañana y por la tarde. Por la noche enseñaba portugués a los colonos que solo hablaban italiano y alemán, cosa que estaba prohibida, pues era el tiempo de la Segunda Guerra Mundial. Además de eso, abrió una escuelita para los más inteligentes a fin de formarlos como contables para llevar la contabilidad de las bodegas y de las ventas de la región.
Como los adultos tenían especial dificultad para aprender, usaba un procedimiento creativo. Se hizo representante de una distribuidora de radios de Porto Alegre. Obligaba a cada familia a tener una radio en casa y así aprender el “brasilian”, oyendo programas en portugués. Montaba veletas y pequeñas dinamos donde había una cascada para poder recargar las baterías.
Como maestro de escuela era un Paulo Freire avant la lettre. Consiguió montar una biblioteca de más de dos mil libros. Obligaba a cada familia a llevarse un libro a casa, leerlo y el domingo, después del rezo del rosario en latín, se formaba un círculo, sentados en la hierba, donde cada uno contaba en portugués lo que había leído y entendido. Nosotros, los pequeños, nos reíamos a más no poder del portugués torpe que hablaban.
A los alumnos no les enseñaba solo lo básico de toda escuela, sino todo lo que un colono debía saber: cómo medir tierras, cómo debía ser el ángulo del tejado del almacén, cómo calcular intereses, cómo cuidar de la mata ciliar y tratar los terrenos con gran declive.
En la escuela nos introducía en los rudimentos de la filología, enseñándonos palabras latinas y griegas. Los pequeños, sentados detrás del fogón a causa del frio gélido, debíamos recitar todo el alfabeto griego, alpha, beta, gama, delta, teta…
Más tarde, en el seminario, yo me llenaba de orgullo al mostrar a los otros e incluso a los profesores la filología de algunas palabras. A sus once hijos nos incitaba a leer mucho. Yo recitaba frases de Hegel y de Darwin, sin entenderlas, para dar la impresión de que sabía más que los otros. Siempre me preguntaba qué significaba esta frase de Parménides: “el ser es y el no-ser no es”. Y hasta hoy me lo sigo preguntando.
Pero era un maestro de escuela en el sentido clásico de la palabra, porque no se restringía a las cuatro paredes. Salía con los alumnos para contemplar la naturaleza, explicarles el nombre de las plantas, la importancia de las aguas y de los árboles frutales nativos.
En aquella región interior, distantes de todo, hacía las funciones de farmacéutico. Salvó decenas de vidas usando la penicilina cuando le llamaban frecuentemente tarde en la noche. Estudiaba en un grueso libro de medicina los síntomas de las enfermedades y cómo tratarlas.
En aquellas tierras ignotas de nuestro país, había una persona preocupada por problemas políticos, culturales y hasta metafísicos, que se preguntaba por el destino del mundo. Creó hasta un pequeño círculo de amigos a los que les gustaba discutir “cosas serias”, más que nada para oírlo.
Sin nadie con quien intercambiar, leía los clásicos del pensamiento como Spinoza, Hegel, Darwin, Ortega y Gasset y Jaime Balmes. Pasaba largas horas por la noche pegado a la radio para escuchar programas extranjeros e informarse de cómo iba la Segunda Guerra Mundial.
Era crítico con la Iglesia de los curas, porque estos no respetaban a los protestantes alemanes, condenados ya al fuego eterno por no ser católicos. Muchos estudiantes miraban a aquellas bonitas niñas rubias luteranas y comentaban: “qué pena que estas niñas tan lindan vayan a ir al infierno”. Mi padre se oponía a eso y trataba con dureza a los que discriminaban a los “negriti” y a los “spuzzetti” (los “negritos” y los “apestosos”), hijos e hijas de caboclos. A nosotros, sus hijos e hijas, nos hacía sentar en la escuela al lado de ellos para aprender a respetarlos y a convivir con los diferentes.
Su piedad era interiorizada. Nos pasó un sentido espiritual y ético de vida: ser siempre honesto, no engañar nunca a nadie, decir siempre la verdad y confiar incondicionalmente en la divina Providencia.
Para que sus once hijos pudiesen estudiar y llegar a la universidad fue vendiendo todas las tierras que tenía o había heredado. Al final, se quedó sin casa propia.
Su alegría era sin límites cuando sus hijos e hijas venían de vacaciones, pues así podía discutir horas y horas con ellos. Y nos vencía a todos. Murió joven, a los 54 años, extenuado de tanto trabajo y de abnegado servicio en función de todos. Presentía que iba a morir, pues su corazón cansado se debilitaba día a día. Y solo tomaba como remedio maracugina.
Soñaba con conversar en el cielo con Platón y Aristóteles, discutir con San Agustín, oír a los maestros modernos y estar entre los sabios. Los hijos inscribieron su lema de vida sobre su tumba:
“De su boca oímos, de su vida aprendimos:
quien no vive para servir no sirve para vivir”.
Murió de infarto el día 17 de julio de 1965, a la misma hora en que yo embarcaba para estudiar en Europa. Allí, solo un mes después, supe de su travesía. Este maestro de escuela creativo, inquieto, servidor de todos y sabio, lejos de los centros, se cuestionaba sobre el sentido de la vida en esta tierra. El lector y la lectora seguramente ya han adivinado quién era: mi querido y añorado padre Mansueto, a quien en este día de los padres recuerdo con cariño y con infinita saudade, mi verdadero maestro.
Su hijo Leonardo Boff, teólogo, filósofo y escritor.
Traducción de Mª José Gavito Milano
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