Ayer, domingo viví plenamente la liturgia inaugural del proceso sinodal 2021-2023 que Francisco inició en el Vaticano y que en todas la diócesis del mundo se tendrá que celebrar el próximo domingo (veremos…). Ojalá todos los obispos del mundo pusieran en este gran evento eclesial toda su alma, como la está poniendo Francisco. Pensé que os tenía que trasmitir todo lo que vivía y pensaba ayer. Adivinadlo, siguiendo vosotros su homilía que hago mía, oral en italiano o escrita en español. AD.
Y a continuación el texto completo de la homilía, incluso con las frases añadidas (en negrita). De Vatican.va:
Una persona, un hombre rico, corrió hacia Jesús mientras Él «iba de camino» (Mc 10,17). Muchas veces los Evangelios nos presentan a Jesús “en camino”, acompañando al hombre en su marcha y escuchando las preguntas que pueblan e inquietan su corazón. De este modo, Él nos revela que Dios no habita en lugares asépticos, en lugares tranquilos, lejos de la realidad, sino que camina a nuestro lado y nos alcanza allí donde estemos, en las rutas a veces ásperas de la vida. Y hoy, al dar inicio al itinerario sinodal, todos —el Papa, los obispos, los sacerdotes, las religiosas y los religiosos, las hermanas y los hermanos laicos— comenzamos preguntándonos: nosotros, comunidad cristiana, ¿encarnamos el estilo de Dios, que camina en la historia y comparte las vicisitudes de la humanidad? ¿Estamos dispuestos a la aventura del camino o, temerosos ante lo incierto, preferimos refugiarnos en las excusas del “no hace falta” o del “siempre se ha hecho así”?
Hacer sínodo significa caminar juntos en la misma dirección. Miremos a Jesús, que en primer lugar encontró en el camino al hombre rico, después escuchó sus preguntas y finalmente lo ayudó a discernir qué tenía que hacer para heredar la vida eterna. Encontrar, escuchar, discernir: tres verbos del Sínodo en los que quisiera detenerme.
Encontrar. El Evangelio comienza refiriendo un encuentro. Un hombre se encontró con Jesús y se arrodilló ante Él, haciéndole una pregunta decisiva: «Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?» (v. 17). Una pregunta tan importante exige atención, tiempo, disponibilidad para encontrarse con el otro y dejarse interpelar por su inquietud. El Señor, en efecto, no se muestra distante, molesto o alterado, al contrario, se detiene con él. Está disponible para el encuentro. Nada lo deja indiferente, todo lo apasiona. Encontrar los rostros, cruzar las miradas, compartir la historia de cada uno; esta es la cercanía de Jesús. Él sabe que un encuentro puede cambiar la vida. Y en el Evangelio abundan encuentros con Cristo que reaniman y curan. Jesús no tenía prisa, no miraba el reloj para terminar rápido el encuentro. Siempre estaba al servicio de la persona que encontraba, para escucharla.
También nosotros, que comenzamos este camino, estamos llamados a ser expertos en el arte del encuentro. No en organizar eventos o en hacer una reflexión teórica de los problemas, sino, ante todo, en tomarnos tiempo para estar con el Señor y favorecer el encuentro entre nosotros. Un tiempo para dar espacio a la oración, a la adoración, esta oración que tanto descuidamos: adorar, dar espacio a la adoración, a lo que el Espíritu quiere decir a la Iglesia; para enfocarnos en el rostro y la palabra del otro, encontrarnos cara a cara, dejarnos alcanzar por las preguntas de las hermanas y los hermanos, ayudarnos para que la diversidad de los carismas, vocaciones y ministerios nos enriquezca. Todo encuentro —lo sabemos— requiere apertura, valentía, disponibilidad para dejarse interpelar por el rostro y la historia del otro. Mientras a menudo preferimos refugiarnos en relaciones formales o usar máscaras de circunstancia, el espíritu clerical y de corte, soy más monsieur l’abbé que padre, el encuentro nos cambia y con frecuencia nos sugiere nuevos caminos que no pensábamos recorrer. Hoy, después del Ángelus, recibiré a un grupo de personas de la calle, que simplemente se reunió porque hay un grupo de gente que va a escucharlos, solo para escucharlos. Y desde la escucha lograron empezar a caminar. Muchas veces es este justamente el modo en que Dios nos indica la vía a seguir, haciéndonos salir de nuestras rutinas desgastadas. Todo cambia cuando somos capaces de encuentros auténticos con Él y entre nosotros. Sin formalismos, sin falsedades, sin maquillajes.
Segundo verbo: escuchar. Un verdadero encuentro sólo nace de la escucha. Jesús, en efecto, se puso a escuchar la pregunta de aquel hombre y su inquietud religiosa y existencial. No dio una respuesta formal, no ofreció una solución prefabricada, no fingió responder con amabilidad sólo para librarse de él y continuar su camino. Simplemente lo escuchó. Todo el tiempo que fue necesario lo escuchó sin prisa. Y la cosa más importante, Jesús no tiene miedo de escucharlo con el corazón y no sólo con los oídos. En efecto, su respuesta no se limitó a contestar la pregunta, sino que le permitió al hombre rico que contara su propia historia, que hablara de sí mismo con libertad. Cristo le recordó los mandamientos, y él comenzó a hablar de su infancia, a compartir su itinerario religioso, la manera en la que se había esforzado por buscar a Dios. Cuando escuchamos con el corazón sucede esto: el otro se siente acogido, no juzgado, libre para contar la propia experiencia de vida y el propio camino espiritual.
Preguntémonos, con sinceridad en este itinerario sinodal: ¿cómo estamos con la escucha? ¿Cómo va “el oído” de nuestro corazón? ¿Permitimos a las personas que se expresen, que caminen en la fe aun cuando tengan recorridos de vida difíciles, que contribuyan a la vida de la comunidad sin que se les pongan trabas, sin que sean rechazadas o juzgadas? Hacer sínodo es ponerse en el mismo camino del Verbo hecho hombre, es seguir sus huellas, escuchando su Palabra junto a las palabras de los demás. Es descubrir con asombro que el Espíritu Santo siempre sopla de modo sorprendente, sugiriendo recorridos y lenguajes nuevos. Es un ejercicio lento, quizá fatigoso, para aprender a escucharnos mutuamente —obispos, sacerdotes, religiosos y laicos, todos, todos los bautizados— evitando respuestas artificiales y superficiales, respuestas prêt-à-porter, no. El Espíritu nos pide que nos pongamos a la escucha de las preguntas, de los afanes, de las esperanzas de cada Iglesia, de cada pueblo y nación. Y también a la escucha del mundo, de los desafíos y los cambios que nos pone delante. No insonoricemos el corazón, no nos blindemos dentro de nuestras certezas. Las certezas tantas veces nos cierran. Escuchémonos.
Por último, discernir. El encuentro y la escucha recíproca no son algo que acaba en sí mismo, que deja las cosas tal como están. Al contrario, cuando entramos en diálogo, iniciamos el debate y el camino, y al final no somos los mismos de antes, hemos cambiado. Hoy, el Evangelio nos lo muestra. Jesús intuye que el hombre que tiene delante es bueno, religioso y practica los mandamientos, pero quiere conducirlo más allá de la simple observancia de los preceptos. En el diálogo, lo ayuda a discernir. Le propone que mire su interior, a la luz del amor con el que Él mismo, mirándolo, lo ama (cf. v. 21), y que con esta luz discierna a qué está apegado verdaderamente su corazón. Para que luego descubra que su bien no es añadir otros actos religiosos sino, por el contrario, vaciarse de sí mismo, vender lo que ocupa su corazón para hacer espacio a Dios.
Es una indicación preciosa también para nosotros. El sínodo es un camino de discernimiento espiritual, de discernimiento eclesial, que se realiza en la adoración, en la oración, en contacto con la Palabra de Dios. Y hoy la segunda lectura nos dice justamente que «la Palabra de Dios es viva, eficaz y más cortante que una espada de dos filos: ella penetra hasta dividir alma y espíritu, articulaciones y médulas, y discierne las intenciones y pensamientos del corazón» (Hb 4,12). La Palabra nos abre al discernimiento y lo ilumina, orienta el Sínodo para que no sea una “convención” eclesial, una conferencia de estudios o un congreso político, para que no sea un parlamento, sino un acontecimiento de gracia, un proceso de sanación guiado por el Espíritu. Jesús, como hizo con el hombre rico del Evangelio, nos llama en estos días a vaciarnos, a liberarnos de lo que es mundano, y también de nuestras cerrazones y de nuestros modelos pastorales repetitivos; a interrogarnos sobre lo que Dios nos quiere decir en este tiempo y en qué dirección quiere orientarnos.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buen camino juntos! Que podamos ser peregrinos enamorados del Evangelio, abiertos a las sorpresas del Espíritu Santo. No perdamos las ocasiones de gracia del encuentro, de la escucha recíproca, del discernimiento. Con la alegría de saber que, mientras buscamos al Señor, es Él quien viene primero a nuestro encuentro con su amor.
Lo que quiero decir al final es que no podemos reformar la Iglesia, si no empezamos a reformarnos nosotros mismos. SH
La respuesta de Cristo está clarísima: “Guarda los mandamientos? Por supuesto TODOS. Porque Cristo sabe que aquel joven era un judío tratando de observar la Ley eterna promulgada en el Sinaí. Sabia que trataba de amar a Dios puesto que entonces nunca se hubiera acercado a Cristo..
Mateo nos aclara: “Si quieres ser perfecto, vende lo que tienes” puesto como dice Francisco hay un “apego” a los bienes materiales. El joven sabe que existe una llamada a “ser mejor” a seguir “más cerca a Cristo”. No se trata ya de salvación eterna, sino de amor a Dios lo que lleva a este joven a preguntarle a Cristo y aclarar su duda.
Por eso discernir es lo importante. El “mundo” se aleja de Dios, como dice Román. Europa ha rechazado ya las bases de su origen que el el cristianismo.
El mundo se encuentra ya sin brújula alguna, camino del abismo. No se trata de la sinodalidad de un mero diálogo parlamentario y dividido. El discernimiento nos debe llevar a reconocer donde se encuentra el problema actual, para el que el mundo pueda volver con el que nos reconcilió con Si mismo, que es Cristo que es La Palabra viva de Dios. Sólo El puede salvar al mundo de su acción “autodestructiva” actual. Esta reconciliación es reconocer nuestra imperfección y malicia, y empezar el proceso de reforma por nosotros mismos.
Un saludo cordial
Santiago Hernández
Año 1521 y año 2021. Los papas León X y Francisco
En aquel año, el 3 de enero, León X promulga la bula Decet Romanum Pontificem contra las noventa y cinco tesis y excomulgando a Martín Lutero, monje, teólogo y enseñante en la Universidad alemana de Wittenberg.
El acta de la Reforma se había producido en el año 1517, el mismo año en que finalizaba el Concilio de Letrán, que había sido un frustrado intento, muy en los condicionamientos de la época, de renovación de la Iglesia. Atrás había quedado ese chispazo momentáneo de lucidez sobre las condiciones morales del clero. El mismo papa León X “no tuvo escrúpulos en dejar a un lado repetidamente los decretos del concilio” (de la Enciclopedia Católica) El papa no estaba en posición de poner freno a la conducta indigna e inmoral de la curia y demás miembros de la corte de Roma . Murió el 1º de diciembre de aquel año 1521
En aquellos momentos la persona del papa, en León X, fue uno de los actores culpables a lo grande de que se hundiera profundamente la fe en la dignidad del papado y hasta de su capacidad de regeneración moral.
Francisco ha venido quinientos años después, cuando Europa ha sufrido la transformación de la Modernidad y la Iglesia está firmemente establecida en muchas partes del mundo, que en aquel entonces empezaban a ser descubiertas. No en vano este papa ha venido de los confines de la tierra, y que tiene necesariamente una mirada mucho más larga, más allá de Europa, algo impensable, inconcebible para los renacentistas, con su mirada hacia el pasado, aquella edad de oro que les deslumbraba. Hoy Europa vive en la alucinación de haber eliminado a todos sus dioses del pasado y el ser humano ha hecho un altar de sí mismo.
En nuestra América, en la ruralidad africana, en las cristiandades de Asia y Oceanía, ¿se entiende de la misma manera que en Europa la homilía de Francisco? “¿Encarnamos el estilo de Dios que camina en la historia y comparte las vicisitudes de la humanidad?”
El Sínodo de la sinolidad, vuelve a ser Vaticano II, pues de allí se desprendieron las vivencias de una Iglesia ecuménica, de todos y compartida por todos, la necesidad de reconocerse cristianos ante un mundo que se aleja progresivamente, despojándose como un proceso arrollador de cualquier referencia a lo divino. Y nosotros, con la pregunta. “Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”