Leí un libro perfectamente editado y de portada dura que no sólo era un primor desde el punto de vista de su formato, un libro de esos que hasta huelen bien y que pueden sustituir perfectamente a tu pistola debajo de la almohada, cuya última página rezaba así: “Este libro no contiene ninguna errita”. O sea, la perfección formal en estado químicamente puro echada a perder en el último milisegundo. Lo que significa que hasta el rabo todo es toro, y que no hay que vender la piel del oso antes de cazarlo. Dicho más analógicamente, quien esté libre de erratas, que arroje la primera errita sobre el texto impoluto.
Aquella errita no me importó. Era verdad una vez más el proverbio hindú: un césped perfecto no lo es hasta que no cae sobre él una hoja de árbol para romper su soberbia. Aquella errita, me reconcilió con la realidad, es decir, con la imperfección, de la que nada ni nadie está exento, y cuyo sueño obsesivo termina por hacer de nosotros unos desgraciados perfeccionistas frustrados, unos narcisistas despectivos de cuanto huela a falibilidad.
Nunca te bañaras dos veces en el mismo río, pero el ser humano es el único que tropezará dos veces sobre la misma errita, por la simple y sencilla razón de que la errita no está fuera, sino dentro de cada cual.
Ahora bien, ¿qué pasa cuando la vida misma se convierte toda ella en una errita? Entonces se trata de otro cantar. Mi amigo Juan Luis Ruiz de la Peña, que fue el escatólogo más importante de la teología católica española, tenía la costumbre de leerse mis libros desde el alfa hasta el omega, pero –como no podía ser de otro modo en él- me escribía con lo que él denominaba fe de erratas, y que no eran otra cosa que un repaso de mis errores, a veces excesivamente crueles. Para él mis errores no eran sino erratas. Pocas veces una sabiduría tan apabullante sobre la mía trató con tanta caridad al errado.
Este comportamiento contraste con el de tipejos como yo mismo que, en mis fogosas disputas dialécticas con compañeros de mi generación, no sólo convertía sus erritas en errores, sino además sus errores en objeto de eventración: siempre tenía entre mis dientes un afilado cuchillo para sacarles sus tripas, para rajar sus vientres. De nada sirve al efecto la autoexcusa por el hecho de que ellos mismos procurasen devolverme el ataque con la misma moneda.
Un pueblo crece cuando las erritas son erritas, las erratas son erratas, y los errores son errores. Trasvasar los géneros es construir la decadencia. Cuando los parlamentos se convierten en eso, el breviario de podredumbre queda asegurado por la mano espesa del aciago demiurgo.
Acabo de regresar de Noruega bajando desde el círculo polar ártico con toda la familia, hasta Bergen, casi al sur, entre los fiordos, los verdores, los lagos, los árboles, las polícromas casitas de madera, los suelos limpios y la temperatura ideal, donde hemos pasado días auténticamente maravillosos. No quiero pensar que la naturaleza sea más buena que el hombre que la destruye y quema de mil modos, y en verano especialmente con espantosos fuegos devoradores.
Lo único que deseo resaltar en este breve escrito es que, cuando viajas, el único error es el de olvidar que da más fuerza sentirse amado que creerse fuerte. Ojalá fuera este destino familiar un programa universal para toda la humanidad.
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