Se cuenta la anécdota, al parecer verdadera, hilarante como sólo puede darse en países sin casta cultural y con hipertrofia de enchufismo entre los burócratas funcionarios, que en el año 2006, con ocasión del sesquicentenario, una señora directora de la Biblioteca Nacional (que no era bibliotecaria, sino cargo político nombrado a dedo por gobierno socialdemócrata PSOE, que al menos en eso hacía bueno al Régimen del general Franco) pretendió retirar la estatua de Marcelino Menéndez Pelayo del lugar de honor que ocupa en el edificio de la Biblioteca Nacional de España.
¿Era eso un preludio de recuperación de la cadavérica memoria histórica de los socialistas ulteriores? País de enterradores: enterradores de todos los países, culminen la faena, sean consecuentes, entiérrense a sí mismos. Hasta mí llegaron esos furores cuando una pintoresca concejala de Izquierda Unida del Excelentísimo Ayuntamiento quiso impedir mi conferencia en el salón de actos de su Chiclana (Cádiz) por los inimaginables motivos que cabe imaginar.
La afirmación todas las comparaciones son odiosas a mí siempre me resultó particularmente odiosa conceptualmente. En efecto, afirmar es comparar; el sí es la comparación destructiva con respecto al no, y a la inversa. Cuando elijo a un trabajador en lugar de elegir otro no habiendo sitio para los dos, estoy ejerciendo el resultado de una comparación. Cuando afirmo que la verdad sería mejor que la mentira, y que la violación del tipo que fuere es peor que el respeto a la identidad ajena, yo por lo menos estoy comparando. Y esto mismo nos ocurre a todos los mortales a lo largo de cada una de las acciones de nuestra vida, e incluso a quienes se sitúan olímpicamente por encima de todos, y a partir de esa augusta condición todo lo ajeno les parece igual, sin sospechar de su diplopia óptica ni dignarse ir al oculista.
Evidentemente, hay afirmaciones y negaciones odiosas que son producto de comparaciones odiosas, por ejemplo, decir que la raza blanca es mejor que la negra, o que la negra es mejor que la blanca, y todas esas barbaridades del tipo “los pobres son unos ladrones perezosos pero los ricos unos benefactores”, en fin. Pero ¿qué de malo tiene decir que hay algunas personas más trabajadoras que otras, o que el sociópata es más peligroso relacionalmente que el solidario empático, o que la salud es mejor que la enfermedad?
No pocas veces he comprobado también que el resentimiento cubre con sus fétidas pústulas los cuerpos y las almas de los envidiosos, los cuales se caracterizan por no soportar la mentira respecto de sí mismos frente a la verdad de los demás. En sentido contrario, también he comprobado en múltiples ocasiones que las personas generosas y nobles no desprecian a aquellas otras a las cuales -después de un juicio comparativo objetivo en la medida de lo posible- estiman menos preferibles e inhábiles. Por esas razones algunos llegamos a la conclusión de que comparar es inevitable, que lo inevitable de la comparación no necesariamente conlleva ningún desprecio por los menos agraciados, e incluso que ese reconocimiento comparativo inevitable se orienta a la mejora (no a la igualación, que no siempre es posible y ni quiera deseable) de las personas desfavorecidas y de sus entornos comunitarios, sin hacer la vista gorda o mirar para otro lado.
Hay también en todo esto de las “comparaciones odiosas” dos tipos de actitudes diferenciadas. La primera es incapaz de dar el lugar que le corresponde a la otra persona, resultando en esa misma medida excluyente por los mil motivos que fueren: no es de los míos, no me valora, no me, no me. Ese nomeo, por utilizar un neologismo, tendría tal vez su sede en un riñón enfermo, es decir, en un riñón al que le cuesta un riñón el reconocimiento la necesidad de riñón de sus prójimos o de sus prójimas. Desafortunadamente, la escasez de riñones no se compensa con el exceso de huevos como los del general Silvestre, el general más joven del Ejército español que murió heroicamente con 50 años en el desastre de Annual ante las tribus del norte de Marruecos después de haber fraguado una carrera heroica en la guerra de Cuba, a pesar de presumir de que era tan valiente en los combates que presumía de tener tres testículos. Mejor dos riñones y dos testículos que un riñón y tres testículos, aunque en ambos casos sumen cuatro.
La segunda actitud se alegra de las diferencias y por lo mismo se sitúa en la antítesis del considerar a lo diferente como deficiente, pues valora también lo pequeño, lo crecedero, lo por venir, gozando incluso de aupar al enano sobre la propia estatura, no sólo porque funcionalmente se ve mejor gracias a los ojos ajenos. Comparar para sumar es, en todos los aspectos, mucho más inteligente.
Sin la menor pretensión de decirlo todo sobre el asunto que nos está ocupando, sólo añadiré que, además de imposible, la afirmación “todas las comparaciones son odiosas” pone de manifiesto un relativismo ambiental donde lo verdadero vale exactamente igual que lo falso, en el cual se refugian además las tribus de escépticos pretendidos, aunque nunca se es del todo escéptico cuando se afirma que se es escéptico. En definitiva, si me parece odioso el “todas las comparaciones son odiosas”, me parece igualmente odioso el “todas las diferencias son iguales”. Odioso conceptualmente.
¡Gracias un art. genial y veraz!
Lo es, al menos para mi personilla.
Gracias.