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Del mundo en la oquedad de mi cabeza

 Cuando me preguntaban antes los periodistas qué libro andaba leyendo en el momento de la entrevista, les decía la verdad, que a ellos posiblemente les parecía una broma ingeniosa de un intelectual con fama de rarito: que leía siempre el Quijote, para mí el escrito más importante después de la Biblia. Cuando (posiblemente según les habían enseñado en sus facultades de periodismo) insistían en alguno más moderno, les decía que yo no leía nada con menos de quinientos años de antigüedad.

Otras veces me preguntaban (un chascarrillo docente de sus pobres maestros tal vez) qué libro me llevaría a una isla si fuese el único náufrago sobreviviente, yo les respondía que, en efecto, antes incluso que un libro, me llevaría a un ser humano, a condición, eso desde luego, de que no fuese periodista.

Últimamente, ni siquiera soportaba en las ruedas de prensa a las cámaras de televisión que pretendían informar del evento sin haber estado en la conferencia por haber llegado tarde, o porque los marmolillos de los entrevistadores no sabían siquiera qué preguntar, a juzgar por el tamaño de sus disparates. Sin embargo, para ellos resultaba de todo punto incomprensible que alguien de medio pelo como yo no quisiera salir en televisión por los citados motivos. Y no digamos de las esperas en los locutorios de radio, donde se creen con derecho a hacerte esperar más que el médico, y además sin preguntarte si te deben algo: tú trabajas gratis para ellas porque ellas son ellas y tú eres tú, y tú no eres nadie. Si no haces ruido no existes, y ellos tienen poder resucitador del hombre apagado. La que tuve una vez con Mercedes Milá ya fue apoteósica, pero no añade nada a lo ya dicho.

Por no hacer este cuento demasiado largo, debiendo esperar yo en mi calidad de conferencista a que llegara el Gobernador Civil para abrir el evento (del partido que fuere, pues no soy la voz de su amo, sino más bien la voz de los sin voz), algunas veces he puesto los pies en polvorosa antes de que el sujeto llegara, no sin antes dirigirme al público para decirle con el subsiguiente escándalo de los organizadores: “Llevan ustedes una hora larga aguantando el duro sol hasta que llegue la máxima autoridad, que cuando fueron las elecciones se apresuró a visitar sus últimos ranchos, pero ahora todavía no ha llegado, ni se les ha avisado de cuándo llegará, si es que llega. Ustedes no se merecen que les dispense ese trato, ni yo quiero colaborar. Yo que ustedes me iría; en todo caso no aguanto más y me voy”. Y me iba, pero me iba sin un solo aplauso, mientras el pobre pueblo con sus sombreros blancos de paja seguía asándose a la parilla hasta que al final del mitin les entregaran la zapatilla complementaria a la que les había sido entregada a la entrada.

Cuando llegaba el tribuno máximo de la plebe saludando con esa mano hueca entre una turba de cámaras de televisión, luces, taquígrafos, turiferarios y bacineros, la multitud estallaba en vítores a Don Pan y Don Circo, que llegaban juntos. Mi rabia fue tan grande una vez, que me quedé pegado al asiento hasta que llegó el dios búdico, a juzgar por su tamaño, y se lo reproché en su cara. El muy cabrón se exculpaba en aquella ocasión por haber tenido que acudir a reprimir una manifestación que el pueblo de su Estado humilde tributaba a El Chapo por su construcción de equipamientos con el dinero del narcotráfico. Claro, me lo puso muy fácil: “¿Cree usted, señor Gobernador, que el pueblo va a interesarse por su política mientras hambrea, y además llegando usted a estas horas y humillando así a la gente?”. Tengo unas ochenta carpetas de periódicos llenas de recortes, en una de ellas debe de estar la recepción en primera plana de todo aquello por parte de los periódicos. También es algo que me ha ocurrido en otros países, especialmente en Paraguay, y esta vez con el general en jefe del ejército por una parte, y con el Parlamento en pleno otra. Lo he narrado en mi biografía.

Si he pasado a narrarles estas cosas no es porque yo sea el Sastrecillo Valiente ni Juan sin Miedo, ni nada de nada de nada. Nada de nada de nada. Lo que es más cierto es que me veo como a un pobre payaso con su nariz roja haciendo sonreír con el dardo de mi palabra, y luego despedido con calurosas salvas de aplausos durante muchos minutos, que se me pegue la lengua al paladar si es falso, aunque ustedes no se lo crean… pero sin que, después, ya bajado de la gloria de los escenarios, nadie venga a preguntarme: “¿Podemos acompañarle en su travesía, doctor Carlos”? Pero nada, todo el mundo mira para abajo, todos hacen como el rico del Evangelio: que no quieren dar ni una gota de la sangre que se guardan, y prefieren volver tristes a sus casas.

A mí ya no me urtican estas cosas y casi ninguna otras, desgraciadamente, pues mi piel se ha ido haciendo cada vez más paquidérmica, más fría, más carente de colmillos. Sólo quería contárselo, mi melancolía es tal, que hasta se agradecen golpecitos en la espalda: “Venga muchacho, tú sigue así”.

Siento, en fin, una sublime melancolía por todo aquello que pasó y no ha sido, del mundo en la oquedad de mi cabeza En cualquier caso espero, al menos, no ser manteado como don Quijote en la venta por los arrieros.

Un comentario

  • mª pilar

    Yo no le voy a mantear:

    ¡Muy al contrario!

    En su caso…que nunca me llegará, porque no soy nada…le aplaudo con gozo, y me hubiese levantado como Vd. hizo.

    Un abrazo entrañable y agradecido.