El sentido es el sendero del ser, una senda articulada en una dirección convenida o concertada, naturaleza cultivada o enculturizada por la humanidad. Por contra el sinsentido es un lugar lleno de abrojos e informe, incultivado y abrupto, herido de muerte. El sentido es un ámbito culto abierto por el hombre conscientemente, el sinsentido es un ámbito inculto abierto por la naturaleza inconscientemente en su espesura. Por eso el sentido es el culto del hombre por el hombre, mientras que el sinsentido es la incultura del hombre abocado a la impura naturaleza animalesca.
Sin embargo, ha sido el existencialismo contemporáneo quien ha insistido, desde Schopenhauer y Nietzsche, en el culto y cultivo del sinsentido, cuya naturaleza romántica parece haber sustituido en nuestro tiempo al viejo sentido y su culto clásico. Asistimos a un cierto romanticismo de lo negativo que ya no celebra el viejo sentido, sino que celebra el sinsentido de la existencia como una fuga o exilio, como una rebeldía del desorden en el vacuo orden del universo. La fruición con la que Camus o Beckett concelebran el absurdo resulta algo patética por su celebración del sinsentido del mundo, pero algo parecido ocurre con Sartre o Cioran. Hasta arribar a los posmodernos como Derrida o a los cienticistas como Dawkins.
Como puede comprobarse, se trata sobre todo de una posición francesa o afrancesada ante el fracaso de la razón, tanto la clásica de Descartes como la revolucionaria de la Revolución, una razón oscurecida por la irracionalidad de la humanidad. El fracaso de la razón encarnada otrora en Dios, nos expone a una realidad resquebrajada por cuanto atravesada por la nada y el nihilismo. Ahora bien, paradójicamente esa nada es un agujero del ser, un sinsentido que rompe y agrieta la realidad, una brecha que se abre al más allá o trascendencia. De este modo, aparece el sentido agazapado en el propio sinsentido, lo mismo que hay sinsentido en el sentido, a causa de nuestra contingencia y finitud. Lo mismo que hay desamor en el amor y fuego de amor en el desamor y su ceniza, y lo mismo que hay muerte en la vida y vida en la muerte en cuanto reposo trascendente.
Así que el sinsentido puede ser un absurdo redentor, ya que nos catapulta más allá del sentido confortable, a modo de túnel que atraviesa nuestra fortaleza así abierta de par en par. Pues el sentido acaba acomodándose y acomodándonos, mientras que el sinsentido nos pincha o hiere con la inquietud propia del “trickster”, la figura antropológica del burlador o bufón salvador, del duende que juega con lo más serio, del que conjuga la vida con la muerte y la muerte con la vida. Hermes representa entre los griegos este juego o conjugación de la vida frente a la muerte en su intercambio de papeles. El hombre trata de horadar el sinsentido en nombre del sentido, ignorando que el propio sinsentido dice horadación propia de la nada y el absurdo, así pues rotura y apertura subterránea de la vida más allá de sí misma.
La existencia humana, como decía Unamuno, no tiene propiamente razón de ser, ya que está por encima de todas nuestras razones. Nuestra existencia no tiene razón de ser en sí misma, ya que dice ex-sistencia o consistencia extraña, sino que está atravesada por un sentido que a su vez atraviesa el sinsentido hasta un más allá simbólico y real, radical. Parafraseando a S.Butler, cabría decir que existir es exactamente como amar, toda razón está en contra, pero todo sentido está a favor, a pesar del sinsentido. Pues no podemos salvar la vida, pero sí podemos otorgarle un sentido incluso a través del sinsentido rajado y abierto de la muerte. Así reaparece en el horizonte una nueva divinidad transmoderna, el Dios definido por A. Gide como todo lo que amamos y queremos, sentimos y asentimos: como el sentido que atraviesa el sinsentido y lo traspasa finalmente, aunque sea dolorosamente.
Vivir el sinsentido con sentido es crucial para estar naciendo en lo sentido. Gracias. Un abrazo.