El bien común no es el bien que meramente se reparte como el pan de los pobres y entre los pobres o el pienso en una granja entre animales. Sino el que se comparte, no el que se hace meras migas sino la compañía y la convivencia que se celebra. Ese es el banquete, la gracia y la fiesta de la vida: la excelencia que nos reúne, el corazón de la concordia y el sentido de la comunidad. Sin bien común no hay pueblo propiamente dicho, acaso población, pero no pueblo. Estar juntos no es convivir y sin convivencia, sin pueblo que conviva tampoco hay pueblo que gobierne. Se prescinde de los otros que no son los demás sino los de menos. El sentido com-unitario exige una comunidad de sentido, en la cual lo decisivo no es tanto de dónde venimos sino adónde vamos juntos, así pues, el sentido de dirección y un horizonte abierto.
De lo contrario no hay democracia, solo hay electores y clientela. Y política de mercado en el mercado político. Entonces las elecciones no son una fiesta, son una feria y lo que importa es ganar a ser posible por mayoría aplastante. Cada partido va a lo suyo, y cada elector lo mismo: nadie piensa en los otros, en todos nosotros y no digamos ya en la humanidad entera y en el bien común. Una cosa es respetar a la mayoría –¡qué remedio!–, y otra creer que representa y gobierna para todos y todas sin excepción. La democracia como mal menor es el gobierno de la mayoría, y como bien mayor el gobierno del pueblo y para el pueblo, en nombre de sus representantes elegidos para servir al bien comunitario.
Podemos distinguir dos visiones del sentido común político. La mitología oriental nipona nos presenta la política como un politeísmo o pluralismo de ideologías, las cuales circulan a través de un centro vacío cohabitado por el dios-luna pasivamente. Este centro es potencia sin poder, simbolizando la pluralidad de posiciones que pueden y deben articularse en un sentido común o comunitario.
La otra visión es la versión occidental de origen europeo, según la cual la política se basaría en el diálogo cuasi socrático entre los contrarios, los cuales se alternan a través de un centro que hace de mediador y mediación de ellos. En esta versión el centro tiene el poder de equilibrar o armonizar los contrarios, que se alternan entre el arriba y el abajo, la derecha y la izquierda, y sus pactos o articulaciones.
Lo malo es cuando el centro se vacía de sentido común o comun/itario, recayendo en la imposibilidad/impasibilidad de formar gobierno común, sea de adicción o coalición. Algo así nos ocurre en España, ya que nos cuesta articular los contrarios, mediar los contrastes y remediar las diferencias. Nuestra historia entre el centralismo y los reinos de taifas nos sigue lastrando.
Hola!
Tal vez convenga hablar:
de LOS BIENES comunes;
de TODOS antes que de “ALGUNOS”;
de NOSOTROS/NUESTRO antes que de MÍO/TUYO.
Tal vez ¿no?
¡Claro que sí, Oscar! Hablar de los bienes comunes de TODOS ( a través de las cosas buenas) supone el esfuerzo de situarnos con anterioridad en un campo de realidad más amplio donde la configuración del nosotros/nuestro sea anterior a la limitación perceptiva del mío y del tuyo. Naturalmente que sí!! Este es el sentido que a su respecto y con posterioridad puedan hacerse posibles las relaciones humanas.
Un abrazo!
Efectivamente! “Sin bien común no hay pueblo propiamente dicho , acaso población, pero no pueblo” lo suscribo.
Ahora bien, y ya que estamos en un apartado estrictamente filosófico, sería menester, para evitar desencuentros a priori, remitirnos a algo que aquí en ocasiones se ha abordado, aunque de puntillas, y preguntarnos si este “bien” se refiere a la idea platónica del Bien o aquel bien que se va concretizando en “lo bueno” mediante la acción humana que en tanto humana queda, lo bueno, realizado en el tiempo y en el espacio y por ello, en consecuencia, su término no es una abstracción sino algo real y totalmente distinto: lo bueno como posible nos deja frente a un campo abierto para la acción humana caracterizada ésta siempre en ir hacia delante dinámicamente en busca de progreso.
Estos son los condicionantes que nos ofrece la democracia en contra del estatismo ideológico y paralizador. La Democracia nunca es algo acabado, perfecto. Resulta paradoxal pero lo cierto es que ser demócrat/@ es saber y aceptar que un@ nunca es bastante demócrata. Sin embargo repensando esta paradoja descubrimos que como seres finitos que somos los humanos un sistema abierto e imperfecto como es la democracia nos impele a cambiar, a reflexionar y a ser críticos con nosotros mismos. Su poder, el poder que envuelve la Democracia es más amplio que el control que exige articular el Bien.