El miedo es un mecanismo biológico fundamental de defensa de la vida. Está presente en el cerebro reptil que aún llevamos los humanos en la base de los otros dos cerebros: el mamífero y el humano. El miedo nos alerta de los muchos peligros que amenazan la vida. Sin el miedo, seríamos ciegos e imprudentes, incluso crueles. Sin el miedo, habríamos muerto hace mucho tiempo, aunque la muerte a su vez es transformación y tampoco sin ella puede sobrevivir la vida. Si queremos vivir y que la Vida perdure en todas sus formas, es, pues, necesario aprender a morir. Sí, pero también es necesario aprender a temer. Como aquel muchacho del cuento de los Hermanos Grimm que no conocía el miedo y salió al mundo para experimentarlo.
Aprender a temer significa entre otras cosas liberarnos del miedo, máxime de aquellos miedos, las fobias, que amenazan más que preservan la vida. Los estragos del miedo en nuestra vida, en nuestra sociedad, en nuestro mundo, son terribles. El miedo explica casi todos los desastres: complejos y angustias, celos y envidias, codicia, corrupción y mentira, el terrorismo y el antiterrorismo, y la guerra más terrorista y asesina de todas que es la economía de la especulación y el mercado.
También las Iglesias cristianas, la Iglesia católica en particular, se muestran presa del miedo. Así fue durante siglos desde muy pronto, desde que la Iglesia se hizo poderosa, aliada con unos poderes y enfrentada a otros. A la llegada del mundo moderno con la razón y la ciencia, la reivindicación de la libertad y de la liberación de todos los oprimidos, su miedo se volvió pánico. Mientras más temía más se atrincheraba, y mientras más se atrincheraba más débil se volvía.
En eso llegó Juan XXIII y dijo: “Abramos las ventanas. Que sople el Espíritu. Que callen los profetas de calamidades. Es hora de usar la medicina de la misericordia y no de la severidad”. Fue una bocanada de aire fresco.
Una bocanada breve y pasajera, pues muy pronto se volvieron a cerrar las ventanas y se frustraron los sueños del Vaticano II (1962-1965). Pablo VI (1963-1978) fue un hombre de grandes horizontes, pero lleno de miedos, tanto durante como después del Concilio. Y luego vino Juan Pablo II, el papa polaco dispuesto a reponer las cosas en su sitio. “No tengáis miedo” fueron sus primeras palabras desde la ventana del Vaticano en la plaza de San Pedro, y esa fue la consigna más repetida de su pontificado. Sin embargo, a lo largo de sus 27 años de mandato, en su severidad y contundencia se traslucía miedo. Sus muchas condenas revelaban mucho miedo.
Hoy todavía prevalecen los miedos: el miedo al cambio, el miedo a renunciar a la posesión de la verdad y al control de la moral, el miedo a la duda, el miedo a la herejía (siendo así que la herejía más peligrosa es el miedo), el miedo a perder el poder e incluso los dineros, el miedo a la laicidad, el miedo a la diversidad, el miedo al pluralismo tachado de relativismo, el miedo a la libertad, el miedo tan masculino a la mujer, el miedo a la perspectiva de género, el miedo a la homosexualidad y a toda identidad y orientación sexual que no sea la consagrada por la convención en nombre de la religión, el miedo al ser humano en su devenir tan abierto, el miedo al Espíritu libre, el miedo a lo nuevo, el miedo a la muerte, en una palabra, el miedo a la vida.
¿Podrá el papa Francisco abrir un nuevo tiempo a la Iglesia, si no afronta todos esos miedos con mayor decisión, si no promueve reformas mucho más radicales en el Derecho Canónico, en el modelo clerical y patriarcal de Iglesia, en tantas doctrinas teológicas incomprensibles para los hombres y mujeres de hoy?
La Iglesia se encuentra tal vez en la mayor encrucijada de su historia bimilenaria: o se libera de sus miedos o perecerá en ellos.
(Publicado en DEIA y en los Diarios del Grupo Noticias el 15 de abril de 2018)
Como todos los artículos de José Arregi, éste también por tratarse de experiencias próximas que cualquier persona puede vivir, inducen de inmediato a una reflexión.
Para que el efecto del miedo no produzca en nosotros la intención o la idea con la que el causante la provocara, sea un individuo, sea una institución política o religiosa, hemos de confiar, ante todo en nosotr@s mism@s, ser conscientes no de nuestras capacidades, pues éstas ni las niegan incluso las fomentan al mismo tiempo quienes sin escrúpulos ninguno promueven este miedo.
Me refiero no a la alusión de nuestra capacidad que en tanto nuestra puede ser limitada, sino de confiar en la propia capacidad nuestra, cosa muy distinta.
Pienso que para que la capacidad nuestra sea plena, es decir, que cumpla su función realmente, tiene que haber en la persona estos dos movimientos uno de constatación y otro de apropiación. Sólo en este segundo movimiento o momento podemos actuar con plena libertad y sentirnos fuertes y capaces. Claro que a la vez esto comporta riesgos tangenciales, nadie nos privará de ello pero el hecho de asumirlos es la prueba de que nuestra capacidad es plena y real.
Yo creo que la Iglesia ha sobrevivido a tantos avatares históricos precisamente porque ha ofrecido seguridades otorgadas por Dios, por “su indiscutible Palabra”, por sus interlocutores aceptados como los únicos conocedores de arcanos misteriosos a los que solamente ellos pueden acceder.
Y una sociedad compuesta por individuos temerosos de la venganza de Dios por sus pecados (hasta envió a hijo para sacrificarse por nuestros pecados ¡¡!!),colectivamente asustada ante tantas incógnitas del presente y del futuro a la que se les promete que Dios la va a liberar (colectiva e individualmente) del mal (“líbranos del mal”), que, a través de la oración de pedigüeños, Dios les va a conceder todos sus deseos, desde la salud hasta el que su nieto/a apruebe las oposiciones, la tranquilidad que da el que un sacerdote al que se le cuentan tus miserias y errores va a conseguir que todo esto se borre, el que si entras en una basílica en años que determina el Papa, consigue que todo su pasado oscuro desaparezca (indulgencia plenaria), sin olvidarnos que, si somos buenos, después de esta vida tendremos una eternidad feliz junto a Dios, etc. etc., nos lleva a la conclusión de que, si la Iglesia se liberase de estas creencias y dogmas, la base social que la sustenta, se desintegraría, con todas las consecuencias.
Es el equivalente a esa empresa muy conocida de instalación de alarmas antirrobo cuya publicidad se basa en el miedo, si no existiesen esos telediarios de sucesos y las noticias de que ocurren tantos robos, esta empresa desaparecería. Es el miedo lo que mantiene a estas empresas de seguridad, así como a todas las compañías de seguros que tanto capital acumulan. Pues a la Iglesia le pasaría lo mismo, no creo que ni este Papa ni todos los que vengan puedan hacer gran cosa contra el miedo, los miedos.
Sí se puede y se debe convertir la fe, como lo hacía Jesús, en una fe de vida y para la vida propia y solidaria con la vida del prójimo. Es decir puede añadir otra visión y versión de la fe, pero no quitar lo que ya está consolidado desde siglos en las conciencias religioso-cristianas.
Toda la razón.
Pero fíjate. En tres o cuatro generaciones está visión podría cambiar totalmente.
Y si no cambia es , pues por la misma razón que, sabiendo que nos estamos cargando el planeta, que es la casa de todos, y la de cada uno de nosotros también, y la de nuestros nietos y bisnietos y… es como si no nos importara.
A veces no entiendo nada. Porque , por qué sabiendo lo que ya sabemos nos dejamos manejar de esta manera? No logro entender.
Miedo? Miedo tendrían que tener los que todo lo dominan.
No llego a entender. Por qué? El ser humano es supercomplejísimo.
A lo mejor es que tenemos que evolucionar como especie. Tampoco Llevamos mucho tiempo en el planeta. El problema que se puede presentar es que nos aniquilemos a nosotros mismos antes de lograr determinado grado de evolución.
O que el planeta Tierra se deshaga de nosotros como un virus. A mí me gusta la teoría de Gaia que considera que la Tierra se comporta como un ser vivo.
A lo mejor es que no tenemos conciencia de especie y que cada uno va a lo suyo y a lo que considera que es ‘ de los suyos’
Cómo ves no tengo una sola respuesta y si mil preguntas.
Me he cansado de pensar por hoy. Me voy con mi música.
Buenas noches
Construidos sobre arena.
Me encanta el artículo.
El miedo es tremendo. Hay que haberlo sentido para saberlo.
Y luego está el miedo a perder algo que tienes, como el poder y el hilo directo con el mismo Dios.
Y por supuesto, el miedo a lo desconocido. A adentrarte por caminos que desconoces y no sabes a dónde te pueden conducir.
Pero se puede luchar contra todo tipo de miedo. Al menos luchar.
Un saludo cordia
Hola Joshe: En el Tarot, con sus 22 Arcanos Mayores donde vemos reflejados situaciones y personalidades arquetípicas, en un camino que nos conduce a la Libertad, el Miedo se ve reflejado en la carta XV que es El Demonio.
En la versión que yo tengo, aparece el demonio, con patas de macho cabrío que en vez de pezuñas tiene garras como ave de presa, dominando la situación de los humanos, representados por un hombre y una mujer desnudo, que están encadenados del cuello al sitial donde está el diablo. Lo curioso es que tienen las manos libres para sacarse las cadenas..si es que quisieran, ya que no las tienen apretadas y cabe la cabeza perfectamente.
De modo que en la tradición de sabiduría, es el Demonio el que maneja el miedo a liberarse de esquemas y abrir la mente al cambio. Y tanto el miedo como el Demonio, están dentro de nosotros, viviendo a costillas de nuestra energía.
Jesús no solo representa el rechazo al Demonio y sus intentos de seducirlo con el poder mundano, sino que se manifestó con toda libertad contra las cadenas de la tradición en su forma opresiva.
La carta que le sigue en el camino es la Torre, que representa le forma violenta en que terminan las situaciones, y las instituciones, cuando están construidas sobre bases erróneas, o en terrenos que no corresponden.