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Santa Madre de Dios

No es la primera vez que inauguramos y felicitamos un nuevo año con una homilía papal. No es rutina ni papolatría. Oyéndola en directo, viendo síntomas de cansancio junto a voluntad de seguir con su misión, he descubierto cómo recoger cosas tan antiguas como el Concilio de Éfeso y la devoción a la Virgen pueden ser vividas hoy como al pensamiento y  acción más . Me permito destacar las frases que me han impactado. AD.

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS
HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO
Lunes, 1 de enero de 2018

El año se abre en el nombre de la Madre de Dios. Madre de Dios es el título más importante de la Virgen. Pero nos podemos plantear una cuestión: ¿Por qué decimos Madre de Dios y no Madre de Jesús? Algunos en el pasado pidieron limitarse a esto, pero la Iglesia afirmó: María es Madre de Dios. Tenemos que dar gracias porque estas palabras contienen una verdad espléndida sobre Dios y sobre nosotros. Y es que, desde que el Señor se encarnó en María, y por siempre, nuestra humanidad está indefectiblemente unida a él. Ya no existe Dios sin el hombre: la carne que Jesús tomó de su Madre es suya también ahora y lo será para siempre. Decir Madre de Dios nos recuerda esto: Dios se ha hecho cercano con la humanidad como un niño a su madre que lo lleva en el seno.

La palabra madre (mater) hace referencia también a la palabra materia. En su Madre, el Dios del cielo, el Dios infinito se ha hecho pequeño, se ha hecho materia, para estar no solamente con nosotros, sino también para ser como nosotros. He aquí el milagro, he aquí la novedad: el hombre ya no está solo; ya no es huérfano, sino que es hijo para siempre. El año se abre con esta novedad. Y nosotros la proclamamos diciendo: ¡Madre de Dios! Es el gozo de saber que nuestra soledad ha sido derrotada. Es la belleza de sabernos hijos amados, de conocer que no nos podrán quitar jamás esta infancia nuestra. Es reconocerse en el Dios frágil y niño que está en los brazos de su Madre y ver que para el Señor la humanidad es preciosa y sagrada. Por lo tanto, servir a la vida humana es servir a Dios, y que toda vida, desde la que está en el seno de la madre hasta que es anciana, la que sufre y está enferma, también la que es incómoda y hasta repugnante, debe ser acogida, amada y ayudada.

Dejémonos ahora guiar por el Evangelio de hoy. Sobre la Madre de Dios se dice una sola frase: «Custodiaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). Custodiaba. Simplemente custodiaba. María no habla: el Evangelio no nos menciona ni tan siquiera una sola palabra suya en todo el relato de la Navidad. También en esto la Madre está unida al Hijo: Jesús es infante, es decir «sin palabra». Él, el Verbo, la Palabra de Dios que «muchas veces y en diversos modos en los tiempos antiguos había hablado» (Hb 1,1), ahora, en la «plenitud de los tiempos» (Ga 4,4), está mudo. El Dios ante el cual se guarda silencio es un niño que no habla. Su majestad es sin palabras, su misterio de amor se revela en la pequeñez. Esta pequeñez silenciosa es el lenguaje de su realeza. La Madre se asocia al Hijo y custodia en el silencio.

Y el silencio nos dice que también nosotros, si queremos custodiarnos, tenemos necesidad de silencio. Tenemos necesidad de permanecer en silencio mirando el pesebre. Porque delante del pesebre nos descubrimos amados, saboreamos el sentido genuino de la vida. Y contemplando en silencio, dejamos que Jesús nos hable al corazón: que su pequeñez desarme nuestra soberbia, que su pobreza desconcierte nuestra fastuosidad, que su ternura sacuda nuestro corazón insensible. Reservar cada día un momento de silencio con Dios es custodiar nuestra alma; es custodiar nuestra libertad frente a las banalidades corrosivas del consumo y la ruidosa confusión de la publicidad, frente a la abundancia de palabras vacías y las olas impetuosas de las murmuraciones y quejas.

El Evangelio sigue diciendo que María custodiaba todas estas cosas, meditándolas. ¿Cuáles eran estas cosas? Eran gozos y dolores: por una parte, el nacimiento de Jesús, el amor de José, la visita de los pastores, aquella noche luminosa. Pero por otra parte: el futuro incierto, la falta de un hogar, «porque para ellos no había sitio en la posada» (Lc 2,7), la desolación del rechazo, la desilusión de ver nacer a Jesús en un establo. Esperanzas y angustias, luz y tiniebla: todas estas cosas poblaban el corazón de María. Y ella, ¿qué hizo? Las meditaba, es decir las repasaba con Dios en su corazón. No se guardó nada para sí misma, no ocultó nada en la soledad ni lo ahogó en la amargura, sino que todo lo llevó a Dios. Así custodió. Confiando se custodia: no dejando que la vida caiga presa del miedo, del desconsuelo o de la superstición, no cerrándose o tratando de olvidar, sino haciendo de toda ocasión un diálogo con Dios. Y Dios que se preocupa de nosotros, viene a habitar nuestras vidas.

Este es el secreto de la Madre de Dios: custodiar en el silencio y llevar a Dios. Y como concluye el Evangelio, todo esto sucedía en su corazón. El corazón invita a mirar al centro de la persona, de los afectos, de la vida. También nosotros, cristianos en camino, al inicio del año sentimos la necesidad de volver a comenzar desde el centro, de dejar atrás los fardos del pasado y de empezar de nuevo desde lo que importa. Aquí está hoy, frente a nosotros, el punto de partida: la Madre de Dios. Porque María es como Dios quiere que seamos nosotros, como quiere que sea su Iglesia: Madre tierna, humilde, pobre de cosas y rica de amor, libre del pecado, unida a Jesús, que custodia a Dios en su corazón y al prójimo en su vida. Para recomenzar, contemplemos a la Madre. En su corazón palpita el corazón de la Iglesia. La fiesta de hoy nos dice que para ir hacia delante es necesario volver de nuevo al pesebre, a la Madre que lleva en sus brazos a Dios.

La devoción a María no es una cortesía espiritual, es una exigencia de la vida cristiana. Contemplando a la Madre nos sentimos animados a soltar tantos pesos inútiles y a encontrar lo que verdaderamente cuenta. El don de la Madre, el don de toda madre y de toda mujer es muy valioso para la Iglesia, que es madre y mujer. Y mientras el hombre frecuentemente abstrae, afirma e impone ideas; la mujer, la madre, sabe custodiar, unir en el corazón, vivificar. Para que la fe no se reduzca sólo a ser idea o doctrina, todos necesitamos tener un corazón de madre, que sepa custodiar la ternura de Dios y escuchar los latidos del hombre. Que la Madre, que es el sello especial de Dios sobre la humanidad, custodie este año y traiga la paz de su Hijo a los corazones, nuestros corazones, y al mundo entero. Y como niños, sencillamente, os invito a saludarla hoy con el saludo de los cristianos de Éfeso, ante sus obispos: «¡Santa Madre de Dios!». Digámoslo, tres veces, con el corazón, todos juntos, mirándola [volviéndose a la imagen colocada a un lado del altar]: «¡Santa Madre de Dios!».

 

3 comentarios

  • Isidoro García

    Respecto al tema de María = madre de Dios, yo creo que es una expresión escandalosa, pero por otra parte muy iluminadora sobre el concepto divino de Jesús.

    María sería el ancla frenadora de las exageraciones teológicas trinitarias de equiparar al hombre Jesús, con el Dios primero e ignoto.

    Ahora bien si más humildemente y más con los pies en el Universo, consideramos la “divinidad” de Jesús, como una dignidad y categoría propia y perteneciente al Jefe Supremo y Señor de cada especie inteligente del Universo, (en el caso de Jesús de la humanidad terráquea), entonces María sería el recordatorio evidente, de la humanidad de Jesús, que nadie discute, pero que con tanto adulador bienintencionado, se ha mediatizado equívocamente.

    Los generales romanos triunfantes, en su desfile triunfal, (o “Triunfo”), llevaban a su lado a un esclavo, que le repetía: “Recuerda que eres un hombre”.

    La figura de María, la humilde mujer galilea que parió a Jesús, es para nosotros, como ese consejero que nos pone los pies en el suelo, y nos dice sabiamente:

    “Es mi hijo, no os paseis, y no le calentéis la cabeza con halagos exagerados, que cuando no corresponden con la realidad, no son prueba de amor sano, sino de amor loco, y desequilibrado”.

    (Es mi mera opinión personal, con total respeto a las creencias de los demás).

  • Rodrigo Olvera

    1.- Técnicamente, el concilio de Éfeso no otorgó a María el título de Madre de Dios sino de Paridora de Dios (τόκος, no Μήτηρ). Para quienes tienen asociaciones negativas con el acto de parir, y les moleste la expresión, el eufemismo sería Portadora de Dios.

    Cuando se habla de ese concilio, mucha de la atención se pone en la disputa entre Theos y Christos (si dio a luz a Dios o a Cristo). Pero en aquella época existían las expresiones Θεομήτωρ y Μητρόθεος como dos formas de referirse a maternidad de Dios. Y sin embargo, el concilio no las adopta, sino que en vez de mater adopta tokos. 

     

    2.- En cuanto a la homilía, repite varios tópicos que hemos abordado en intercambios anteriores en ATRIO respecto de la ideología de la jerarquía católica:

    a) el elogio a la infantilización de los creyentes

    b) la idealización de la mujer en su función materna, como mecanismo compensador de la discriminación que sufre al interior de la iglesia católica

    c) la reproducción de estereotipos de género: las mujeres cuidan, vivifican, unen en el corazón; mientras que los varones, abstraen, afirman ideas. Como si las mujeres fueran incapaces en el mundo de las ideas y los varones carecieran de emociones.

    d) el elogio al pueblo de dios, especialmente las mujeres que le componen, silenciado.

     

    Los textos del nuevo testamento y la tradición apostólica dan elementos suficientes para hablar de María como una mujer activa, de iniciativa, con una voz potente y liberadora. Pero esta homilía decide centrarse en una sólo frase, para seguir representándola con el estereotipo patriarcal sobre las mujeres. Queda tanto por hacer y cambiar en la mentalidad de la jerarquía (y no sólo en la de la jerarquía) católica. 

  • Carmen

    Es que las mujeres lo tenemos tan difícil…

    Y si esperamos que alguien nos defienda salvo nosotras mismas, lo tenemos claro. Tenemos que luchar con la idea ancestral que los seres humanos tenemos grabada a fuego en muestras almas acerca de la mujer ideal. La posesión ideal.

    Personalmente detesto el silencio. No la reflexión, no. El silencio.

    En fin.

    Feliz año a todas las mujeres y hombres que lean este blog o lo que sea Atrio..

    Un saludo cordial.