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Dignidad

fausOtra de nuestras grandes palabras. Y quizá una de las que más podrían enfrentar al cristianismo con la cultura moderna: pues, aunque coinciden ambos en que el ser humano tiene una dignidad absoluta, pueden diferir en el sentido de esa dignidad.

Hace pocos años apareció una organización pro eutanasia titulada “derecho a morir dignamente”. Es innegable que se debe evitar toda obstinación terapéutica que cause al enfermo sufrimientos inútiles, que la medicina a veces no alarga la vida sino que retarda la muerte. Llegan momentos en que ya no se debe luchar contra la muerte sino contra el dolor aunque, al menos a mí, me gustaría morir entregando mi vida de una manera activa. Pero no vamos a hablar de eutanasia.

Jesús de Nazaret murió de la manera más “indigna” que se conocía entonces. Un cristiano ve en aquella muerte el acto más supremo de dignidad: esa es, por ejemplo, una de las tesis del cuarto evangelio. A niveles más sencillos he comprobado a veces la ternura y delicadeza con que algunas cuidadoras atienden a enfermos y ancianos de esos que preferiríamos no ver nunca. Un día, viéndolas, se me ocurrió pensar estremecido: “¡están haciendo poesía con el sinsentido” y dando una nueva dignidad al enfermo! Pero tampoco es momento de temas sanitarios, sino de buscar el contenido de la dignidad humana.

De pequeños nos enseñaban que determinadas vulgaridades, vg. en vestido y vivienda, pueden ser tolerables en quienes no son nadie, pero son “indignas” de gentes cultivadas y de clases altas; de hecho, la tendencia anti-corbata ha brotado muchas veces como protesta contra ese modo de pensar. “Las mujeres de verdad tienen curvas”, se tituló una película que polemizaba contra esa presunción de que la persona mejor vestida, más esbelta y mejor maquillada posee más dignidad que la que se ensucia o se deforma o se estropea las manos lavando y cuidando. La película mostraba que la dignidad es fundamento de un respeto que los demás me deben, pero no necesariamente título de un derecho a mejor apariencia material y más comodidad.

Desde una óptica cristiana, el horizonte y fundamento último de la dignidad está en eso que llamamos Dios. Se crea o no se crea en Dios, si algún contenido daríamos todos a esa palabra es el de la máxima Dignidad concebible. La blasfemia, nos decían de niños, es una ofensa a “la dignidad de Dios”: por eso es tan grave. Y en aquellos días de dictadura en que no había ley de reforma laboral, leíamos en avisos públicos: “la blasfemia se castiga con el despido”… Pero, cristianamente hablando, a Dios le dolía más aquel despido que la supuesta blasfemia: pues la mayoría de ese tipo de blasfemias no le llegan a Dios, o le entran por un oído y le salen por el otro.

Dejemos estar también lo que hubiera de estupidez o de falsa educación en aquellos contextos de mi infancia. Lo importante es contraponer esa mentalidad descrita con la forma como los cristianos creemos que Dios se reveló en Jesucristo: no exhibiendo su dignidad, sino desnudándose de ella por amor a nosotros. Y creemos además que ahí se puso en juego la mayor dignidad de Dios: no la dignidad del poder sino la del Amor.

Pero siempre que subimos hasta Dios en nuestro lenguaje, es para bajar después al ser humano. También para nosotros cabe más dignidad en el amor y el servicio, que en el poder y la distancia. El gobernante o el monarca no serán más dignos porque lleven coronas o mantos imperiales, o cambien de traje cada día, sino por mancharse la piel en servicio de los suyos. Un papa no será más digno por vivir en un palacio de 600 metros cuadrados ni por vestirse en la mejor sastrería de Roma, sino por entregarse más totalmente a las víctimas de este mundo doliente e injusto. Y un cura tampoco irá más acorde con su dignidad si se viste en Armani (me consta de alguno que apela para eso a su “dignidad sacerdotal”) sino más bien cuando no tenga reparo en “oler a oveja”. Tampoco damos a Dios un culto más digno celebrando la eucaristía con vasos de oro y perlas, sino haciéndolo con un corazón limpio, desprendido y dispuesto a compartir.

En resumen: la dignidad, una de las palabras más ambiciosas de nuestro lenguaje es, sobre todo, un valor o una cualidad espiritual, no meramente material. A veces, en situaciones de igualdad casi perfecta, será muy lógico que eso espiritual se exprese y se visibilice en algo material. Pero repito: en situaciones de justa igualdad material. Cuando ésta no se dé (como pasa hoy en nuestro mundo) más coherente con la dignidad serán la mera pulcritud y la cercanía que la distancia, la ostentación y la distinción. Éstas últimas, en esos casos, tendrán más de hipocresía que de dignidad.

Si esto es así, debemos temer que algunas apelaciones a nuestra dignidad sólo sean en verdad excusas camufladas para una mayor comodidad material. Y pensar que, por ejemplo, Amnistía Internacional o Médicos Sin Fronteras responden mejor a la dignidad humana que muchas de nuestras cómodas suntuosidades.

3 comentarios

  • oscar varela

    Hola!

    Alguna vez me hube internado en el sentido (y etymología) del vocablo “DIGNIDAD“.

    Lo que me quedó es la imagen de un “ESTAR PARADO y SOSTENERSE SOBRE SÍ MISMO“.

    ¡Nada de “arrodilladitas” que quiebran la estatura que te debes a tí mismo!

    ¿Tal vez, no?

    ¡Voy paradito (un poco bastante viejote) todavía! – Óscar.

  • George R Porta

    Casi en cada párrafo de este artículo, González Faus entra en un tema y pocas líneas después lo deja. Por eso deseo comentar el único que obviamente deseó sostener: El penúltimo, el del “resumen”.
     
    Es extraordinario que el autor proponga que la dignidad sea un valor o cualidad espiritual cuando no hay evidencia más que metafísica de una tal dimensión humana (He aquí su texto: “[la dignidad]…es, sobre todo, un valor o una cualidad espiritual, no meramente material”).
     
    Solo puedo plantearme las preguntas que me gustaría hacerle si pudiera…
     
    Cuando en 2003 las tropas norteamericanas fueron autorizadas a torturar durante interrogatorios en la cárcel de Abu Grahib (Irak) ¿se destrozaba materialmente su dignidad o no? ¿Se destrozaba similarmente la de los torturadores o no?
     
    En aquella cárcel norteamericana en Irak a un prisionero se le podía dejar intacto físicamente y destrozado psicológicamente solo privándole del sueño; mientras que a otro se le permitía dormir, pero tenía que mostrarse sin vestidos lo que en su cultura constituía una humillación sin precedente y en su religión una falta gravísima. ¿A cuál se violaba su dignidad?
     
    ¿Realmente se puede afirmar que Jesús deseó su muerte en algún otro momento que cuando la esperaba en el Huerto? (Asumiendo que las atribuciones de las narraciones evangélicas sean legítimas).
     
    ¿Puede ser válido afirmar que Jesús muriera voluntariamente y que no fuera asesinado por los poderes de su tiempo después de la afirmación de dos de los Sinópticos y casi del tercero de que Caifás justificara políticamente ante el Consejo Supremo de Jerusalén la conveniencia de propiciar su eliminación?
     
     
    ¿Puede sostenerse hoy día la validez de la teología anselmiana contenida en Cur Deus Homo? Por enésima vez, ¿pudo quien Jesús consideraba su Abba preferir la horrible muerte injusta de su hijo antes que renunciar a la satisfacción de su orgullo, una ofensa en última instancia debida a su propio error de ―posiblemente no necesitando él mismo de la libertad― la concediera a la criatura más irresponsable de todas las que creó?

  • Isidoro García

    La dignidad, como el colesterol y como todo, tiene una parte buena y otra mala.

    En su acepción buena, tiene que ver con los derechos humanos que nos hemos reconocido convencional y universalmente todos los humanos en nuestra naturaleza.

    Y en su acepción mala, tiene que ver con la vanidad, la necesidad de recibir un excesivo reconocimiento de los demás.

    Y esta acepción mala, la vanidad, proviene de la perversión de la necesidad natural de autoestima, que es uno de los valores de reconocimiento de Maslow, (autorreconocimiento, confianza, respeto, éxito).

    Cuando andamos mal de autoestima, eso nos trae o depresiones directas o un intento de autocompensarnos falsamente con ideas paranoides de superioridad, y reivindicaciones de una dignidad excesiva.

     

    Por su parte la autoestima buena, viene primero del conocerse: “El primer paso de saber es saberse – Gracian).

    Y el segundo paso es comprenderse, en todas nuestras circunstancias, valorarse con realismo, sin humildades viciosas, (que es otra de las virtudes que se han estropeado), y perdonarse a sí mismos.

    El tercer paso a continuación, de la autoestima buena, es perdonar a los demás, o mejor aún reconocer en los demás las mismas dificultades que en nosotros, por lo que mas que perdonar, hay que mirar con simpatía, con camaradería de compañeros de fatigas, como mira en un hospital, un enfermo, al de la cama de al lado.