Paz y Bien, amiga, amigo. Así le gustaba saludar y nos enseñó a saludar San Francisco, el Poverello de Asís, el Hermano, el Pequeño, el Mínimo. Fue hombre de paz y de bien, porque se hizo pequeño, y no compitió con nadie. Cuando bajó del todo, fue libre y creció hasta el fondo de sí. Cuando nos volvamos pequeños, seremos libres, hermanos, dichosos. Divinos. Seremos nuestro ser verdadero.
El pasado 4 de octubre, fiesta de San Francisco, tuve el gusto de participar en Bilbao en la presentación de un libro muy especial sobre él: El Bajísimo, de Christian Bobin (Ed. El Gallo de Oro). Es un libro corto de sorprendente belleza y fuerza. Un libro poema de la primera hasta la última frase, escrito con la inocencia de un niño y el vigor de un profeta. La traducción de Alicia Martínez es espléndida, digna del texto original. Sobre su autor ha dicho André Comte Sponville, pensador místico y ateo: es el “el escritor más grande de su generación, el más dotado, el más original, el más libre –al margen de las modas–; uno de esos raros escritores que nos ayudan a vivir”.
El libro se abre con estas palabras: “El niño se fue con el ángel y el perro iba detrás”. ¿Reconoces la frase? Está en la Biblia, en el libro de Tobías, una breve y deliciosa novela del siglo III antes de nuestra era sobre una familia judía deportada a Nínive (entonces Asiria, hoy Irak). Los protagonistas son Tobit y Ana, su hijo Tobías y Sara, su esposa. Y un buen joven que, sin ellos saberlo, resulta ser un ángel llamado Rafael o “medicina de Dios”. Y el perro que les acompaña en la dicha y la desdicha, en todos sus caminos. Tob significa en hebreo “bueno” o “bondad”. Es una historia de bondad. La bondad es más fuerte que el exilio, más fuerte que la pobreza, más fuerte que la ceguera, más fuerte que la muerte. Y no te digo más, para que busques el librito en la Biblia y lo leas entero. Merece la pena, y son 14 páginas.
También El Bajísimo es un canto a la bondad, como la propia vida de Francisco de Asís, el hermano humilde, el hermano menor de la cigarra y del lobo. Porque el corazón le llevaba. O el gusto. “El amor no es amado”, exclamaba por los bosques, a veces cantando, a veces llorando. Deja a tu corazón que sea y haz lo que quieras.
En la Regla para sus hermanos escribe Francisco: “Que nadie sea llamado prior, mas todos sin excepción llámense hermanos menores. Y lávense los pies el uno al otro”. No son órdenes. No es cosa de duro empeño, sino de dejarse llevar por el impulso más profundo. En una sociedad medieval dividida como hoy en dos clases, “mayores” y “menores”, Francisco aspiró primero a ser caballero noble, señor, mayor. Pero pronto fue hallando otra satisfacción más grande, la de ser menor entre los menores, servidor de los leprosos, desecho social a las afueras de Asís. “Me era amargo ver leprosos –escribirá en su Testamento–, pero fui donde ellos y los traté con misericordia y lo que antes me era amargo se me tornó en dulzura de alma y cuerpo”.
Un día, yendo de camino con un compañero, se encontró con un pobre más pobre que ellos, y a Francisco le dio vergüenza. O le dio envidia más bien. “Envidia nunca vista”, comenta Tomás de Celano, coetáneo suyo y primer biógrafo. Francisco no era masoquista. Le guiaba el sano, santo gusto de ser hermano del último. Por eso fue feliz. Se hizo menor porque se sentía feliz, fue feliz porque se hizo el menor. “Escribe, hermano León –le dijo un día– cuál es la verdadera alegría. No consiste en que crezca la Orden, vengan a nosotros doctores y obispos, hagamos milagros, convirtamos a todos y seamos admirados”. ¿En qué consiste, pues?, le preguntó fray León. “Consiste en ser los últimos, tener paciencia en todo y hacer el bien a quien nos hace el mal”.
A esa otra alegría nos remite el último párrafo de El Bajísimo. Describe una foto de una familia con diez niños de caras radiantes que vienen de rebuscar en un basurero. Detrás viene un ángel. “Casi invisible, relegado al último plano, en la lejanía brumosa de la imagen, tres pasos por detrás, indolente, siguiendo el rastro de los niños, el carro y el ángel, el otro, el perro de Tobías y esa alegría en su paso, esta alegría insensata, la contraria de la alegría mercantil. Es al ver la alegría del perro sarnoso cuando habéis sabido que estabais ante o que se llama una imagen sagrada”. El libro concluye con estas palabras y nuestros ojos se abren al Infinito.
(Publicado el 16-10-2016 en DEIA y los diarios del Grupo NOTICIAS)
A la orilla del río…
(Juan Laurentino ORTIZ – “juanele”)
A la orilla del río
un niño solo
con su perro.
A la orilla del río
dos soledades
tímidas,
que se abrazan.
¿Qué mar oscuro,
qué mar oscuro,
los rodea,
cuando el agua es de cielo
que llega danzando
hasta las gramillas?
A la orilla del río
dos vidas solas,
que se abrazan.
Solos, solos, quedaron
cerca del rancho.
La madre fue por algo.
El mundo era una crecida
nocturna,
¿Por qué el hambre y las piedras
y las palabras duras?
Y había enredaderas
que se miraban,
y sombras de sauces,
que se iban,
y ramas que quedaban…
Solos de pronto, solos,
ante la extraña noche
que subía, y los rodeaba:
del vago, del profundo
terror igual,
surgió el desesperado
anhelo de un calor
que los flotara.
A la orilla del río
dos soledades puras
confundidas
sobre una isla efímera
de amor desesperado.
El animal temblaba.
¿De qué alegría
temblaba?
El niño casi lloraba.
¿De qué alegría
casi lloraba?
A la orilla del río
un niño solo
con su perro.
···············
Nota: juanele (1896-1978) era de una Provincia argentina cuya geografía le dio su nombre “Entre-Ríos”. Esos ríos que a veces suben y suben e inundan los pueblitos costeros, inundando también de desazón la teercer orilla del alma.