Estamos en vísperas del nombramiento de un nuevo Gobierno. Y, como es costumbre, los nuevos gobernantes, en presencia del rey, prometerán o jurarán sus cargos. Es presumible que, dado que el Gobierno será de derechas, abundarán los que opten por jurar su fidelidad al desempeño del cargo que les asignen. Pues bien, para éstos, los que prefieren los juramentos, “aviso para gobernantes”: “Está prohibido jurar”.
En realidad, este aviso es para gobernantes y no gobernantes. Es para todo el mundo. ¿Por qué? Hace mucho tiempo, en 1855, Soren Kierkegaard nos hizo caer en la cuenta de una cosa tan simple y tan clara como ésta: “el juramento es una contradicción tan grande como dejar que un hombre jure poniendo la mano sobre el Nuevo Testamento donde dice: No debes jurar” (“El Instante”, nº 3). Y efectivamente así es. La prohibición tajante del juramento está en el evangelio de Mateo, en el Sermón del Monte (Mt 5, 33-37). Y está también en la carta de Santiago (Sant 5, 12). De modo que el que jura invocando a Dios, hace eso poniendo su mano sobre un libro que le prohíbe jurar. Así de simple, así de claro y así de contradictorio es el juramento, por más que lo haga el mismísimo presidente de los Estados Unidos, el día que jura su cargo, ante las cámaras de televisión de todo el mundo. ¡Una patraña más! Entre las muchas que nos televisan cada día.
Pero este asunto es más serio de lo que parece a primera vista. Prescindiendo de otras cuestiones (históricas y religiosas), que aquí se podrían plantear, lo que quiero destacar es que el juramento de no pocos cargos públicos es la primera señal de incompetencia que da el gobernante de turno. Porque, en definitiva, lo primero que (sin darse cuenta) está diciendo el tal gobernante es que su palabra, por sí sola, no merece el crédito que necesita para ejercer el cargo que le han encomendado. Por eso tiene que echar mano de Dios, invocar a Dios, poner a Dios por testigo, para que la sociedad acepte que él merece estar donde está y ejercer el cargo que piensa ejercer.
Por supuesto, casi nadie se da cuenta de toda la tramoya que entraña este teatrillo. Pero el teatrillo ahí está. Y en el centro de la escena, el protagonista del sainete, jurando – ante Dios y ante los hombres – que piensa seguir mintiendo, con pomposas apariencias de verdad absoluta, que le permitirán seguir ocultando la cantidad de mentiras, robos y otras lindezas por el estilo, todas ellas, ¡eso sí!, garantizadas con el sagrado nombre del Altísimo. Le sobraba razón a Flavio Josefo, escritor judío del s. I, cuando aseguraba que nadie debe jurar por Dios, porque nadie tiene derecho a profanar y manchar el nombre divino. Pero, sobre todo, a lo que nadie tiene derecho es a utilizar al santo nombre de Dios, para luego terminar prometiendo lo que no piensa hacer, engañando a la gente, protegiendo a los ricos, oprimiendo a los pobres, sometiendo a los débiles y tolerando, con su impunidad pasiva, el desastre de sociedad que tenemos. Y, para colmo, sacando pecho con la vanidad pueril del que asegura que tenemos la España que preside, como buque insignia, el crecimiento de Europa.
¿Es que se puede usar y abusar del santo nombre de Dios para semejante cantidad de despropósitos? Pue eso, ni más ni menos, es lo que – indudablemente sin darse cuenta – hacen quienes, poniendo a Dios como garante y testigo de sus conductas, gestionan las cosas de manera que la distancia entre los más ricos y los más pobres se hace en España, de día en día, más enorme y asombrosa.
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