Marcelino Legido consumó su vida este pasado fin de semana. Personaje único, referente de sacerdote intelectual que opta ser solo cura de pueblo, encarnado en su gente. En ATRIO teníamos que escribir algo, pero yo no quería una simple necrológica. Hoy he conectado con quien sabía lo consideraba un padre espiritual. Carlos Díaz se ha puesto a escribir y a las dos horas me enviaba este artículo. Largo pero jugoso todo él. No sobra nada. Es lo mínimo que se merecía Marcelino, a quien conocí hace tiempo y de quien no me he olvidado aunque hayan pasado 45 años sin vernos. AD.
Marcelino Legido ha significado todo para mí, mis dos maestros en esta tierra han sido Emmanuel Mounier y él. Cuando el primero murió yo tenía menos cinco años, y ahora al morir el segundo tengo setenta y dos. Siguen siendo dos influencias capitales, y lo serán hasta mi último aliento.
Un niño de diecisiete años descubre a un ángel que le toma en sus alas, le enseña a leer las primeras letras de filosofía bajo una buhardilla en la Universidad de Salamanca a la sombra de don Miguel de Unamuno, y queda tocado ya en este primer vuelo. El niño iba para lenguas clásicas, pero sobre el aire, aún tocado por el plomo, la influencia del maestro deshizo su vuelo para volar más alto hacia la filosofía; como la paloma kantiana, aún así tocado, volvió a su palomar en München, Alemania, año 1968. Ahí estuve otra vez con el Marcelino Legido de los emigrantes españoles pobres de la Bundesbahn gracias a una beca de la Fundación Oriol.
Había dos Marcelinos, el que fue mi profesor irrepetible, el doctor en lenguas clásicas con una tesis doctoral sobre El Demiurgo en Platón, el que ya en Alemania entraba el primero en la Staatsbibliotek de Munich para de allí salir el último con los ojos cegados por tanta bibliografía sobre la mesa del Señor (La Iglesia en san Pablo), el gran intelectual, el que sabía tantos idiomas (hablaba incluso griego moderno con los emigrantes), aquel al que Hans Küng, levantándose ante este patriarca idumeo de los humildes, saludaba con un reverente Herr Professor. Si se me permite una verdad en el marco de la hagiografía inevitable –yo no sabría hacer otra cosa– en mi opinión ha sido el teólogo más profundo e interesante de Occidente en la segunda mitad del pasado siglo, y desde luego el que la ha vivido hasta la locura, locura real, porque en Marcelino todo ha sido real. Sabiduría y locura, Marcelino como lúcida ingenuidad. Un hombre real cuyas dos primeras publicaciones fueron Wir bauen auch im Leib Christi (también nosotros construimos el cuerpo de Cristo) y un densísimo artículo de título En torno al bien común entre los personalistas, aquellas polémicas que arrancaban de Maritain y que él desde la remota Salamanca dorada conocía como nadie. Este era el Marcelino intelectual, aunque caminara con una cuerda a modo de cíngulo, como arrastrado por su carterón inevitable, la mitad de su personalidad, y por norma hablase el último, sólo y exclusivamente cuando se le pedía: él, que comía el duro pan de los pobres, se creía el más tonto del pueblo, o al menos yo creía que él lo creía, aunque siempre me costó creerlo. Siendo Marcelino el hombre de lo real, éralo también el de lo posible y lo imposible, quién sabe.
Coincidiendo con él, en la emigración española de entonces, finales de los sesenta, se perfilaban dos tipos de curas-estudiantes: los demás, los que abandonaron después y los que no (es decir: misa a las monjitas, cuello duro y conciertos en la Hörersaal traducidos luego en tesis de derecho canónico con elevadísimo futuro eclesiástico) y –además de esos demás– pasaba por allí un tal Marcelino Legido López: olor a pobre, vestimenta remendada a la enésima, formación de militantes en la escuela de la justicia, y eucaristía al inicio de la noche, ya derrengado y casi en solitario, entre los cubos de la basura de aquella torre en la que vivía por opción propia. Para los obreros en realidad Marcelino no pasaba de ser en el fondo otra cosa que el chico de los recados, pues ellos no veían sus varices ni su cuerpo desgastado lavando sus pies con una apabullante servicialidad.
¡Esas torres de puro Babel, estratificadas lingüísticamente por turcos, españoles, griegos, alemanes, polacos y demás emigrantes! ¡Había que haber visto a aquellas pobres prostitutas que intentaban colarse por alguna empinada ventana para satisfacer el hambre hormonal de los dos veces pobres, como los llamaba Marcelino! Más que para contar, es para haber sido visto y vivido, como lo vivían junto a él Luis Blanco y unos pocos más. Alguien debería escribirlo y describirlo.
Marcelino regresó de Alemania a España tocado aunque con la segunda Tesis Doctoral concluida, pues las cosas no le salieron bien por muchas razones, bastando con una: porque es imposible salir airoso en la tierra. Extenuado físicamente, con intensísimos dolores de cabeza, viendo a los militantes a los que él enseñó a leer la justicia convertidos a su regreso a España en “grises” orangutanes con porras golpeadoras sobre el lomo de los sin trabajo, hubo de reposar contra su voluntad en el Cubo de don Sancho en la casa de su hermana –su principio de realidad– porque Marcelino no era capaz de leer nada relativo a los signos de su propio cuerpo.
Tan identificado como lo estaba con el cuerpo de Cristo –que es la Iglesia, sí, pero no siempre la Curia, ni los cristianos de a pie tan “inocentes”, paja en el ojo ajeno–, ya superada aquella situación valetudinaria, tuvo que litigar después, con don Mauro, el obispo de Salamanca, y con las propiedades agrarias que la Iglesia salmantina administraba de modo feudal a costa de los salarios de los propios braceros… ¡Todos los enanos te crecían, Marcelo! También nosotros, la barahúnda de universitarios progres que te deificaba según la Orden del Bla Bla Blá, y que en lugar de arrimar el hombro para construir el Reino de Dios y su justicia construíamos por nuestra parte chaletitos, residencias, bandas de honores cum laude, cátedras y socialismo de garrafón, todo honor y toda gloria…
Allí te quedaste, hermano y maestro mío, por decisión propia, lo más cerca que pudiste de los pobres, en la raya de Portugal, en El Cubo de Don Sancho, uno de aquellos pueblecillos emparedados entre la nada y la más absoluta miseria, aunque no te dejaron ir a morir a Latinoamérica como solicitaste, donde suponías se abrían los infiernos para los más desgraciados de la Tierra. Ni siquiera sentías, sentidor ajeno, que tú también habitabas in hac lacrimarum valle, tierra sin tierra apenas en el mapa, junto a niños, locos, y locales que te fueron haciendo a un lado a ti, el más radical y radicalmente loco de atar. ¡Pero tú genio y figura, ultrabaturro abulense! Tú me habías prohibido ir a verte después de Alemania por aquello de que “a los pobres nadie los visita”, aunque sé que tenías mi nombre escrito en tu Biblia en griego, la que manejabas. Desgraciadamente yo te hice caso mientras se organizaban peregrinaciones turísticas en autobuses para ver por debajo de la puerta la patita del santito. Pese a todo, muy al final, en un viaje a Coimbra, ante un letrero de madera que apenas anunciaba El Cubo de don Sancho, mi esposa dio un volantazo a la derecha a petición mía. Nos enseñaste el templo, era Semana Santa y habías preparado para la catequesis dibujos, guirnaldas y colores en el ruinoso templo, al que ahora ni las pompas del Templo de Jerusalén podían compararse; recuerdo los textos que para niños y loquitos tenías preparados sin renunciar al griego, con aquella profundidad elegante antítesis de cualquier ritualismo académico y de toda divulgación barata. Sobre un crucifijo desvencijado, al que en ese momento iluminaba un rayo de luz, musitaste con voz inaudible: “Del cuello del Señor estamos aquí colgados”. Reactivamente, conforme a mi poca fe, pensé para mis adentros: “¡Cómo colgara yo de este crucifijo mis pecados íbamos él y yo al suelo!” Nunca pude llegar más lejos y más bajo. Mi error más grande: ya que no puedo confiar en Cristo, imitaré a Marcelino. Y de ahí mis desvaríos…
Ya apuradas las heces de aquel amargo cáliz, se las vomité a Marcelino y armándome de valor le dije que él no amaba a ninguna persona sino a través de Cristo, y le regañé como un niño enfadado reprende a su mamá. Fue fantástico, genial: ni el menor esbozo de autodefensa por parte suya, sólo presencia amorosa, sólo petición de perdón. Y entonces dije para mí: “Señor, hagamos tres tiendas, ¿dónde mejor que aquí, Señor?”. Entre tantas vivencias al menos relato una: el bueno de Marcelino, el tonto del pueblo, el que renunció a impartir cátedra en la Universidad Pontifica pese a haberse arrodillado ante él un gran teólogo para que se incorporase a la Academia en la cual hacían grande falta personas como la suya, ese hombre no se dejó convencer. Sin embargo, lejos de renunciar a la enseñanza, organizaba anualmente unas increíbles aulas de verano en su pueblo, a las cuales ningún intelectual de renombre osaba negarse, ¿quién iba moralmente a rehusar una invitación de Marcelino? Recuerdo que invitó a aquella Real Academia del Cubo de Don Sancho a Pedro Laín Entralgo y gentes así, y allá que fue Diego Gracia a hablar de Zubiri, y otros de la misma talla a perorar sobre lo suyo. A mí me tocó también la pedrea, y jamás olvidaré aquella anécdota tan sorprendente para un no vegano: en el diálogo posterior a la charla, la cabrera del pueblo, con todas sus ovejas balando allí mismo, y no es broma, manifestó rotundamente que me había entendido muy bien porque, lo mismo que Cristo conoce a cada una de las ovejas, ella también conocía uno a uno el rostro de las suyas.
¿Cómo será en el futuro inmediato el recuerdo en esta tierra de Marcelino? ¿Habrá recuerdo? ¿Qué dirán los que oyeron de él a los curas del Duero, los Ángel Nistal, los Ángel Barahora y otros ángeles que le acompañaron cada año en aquellos ejercicios espirituales? ¿qué conservarán en sus memorias los ahora catedráticos emperifollados que bebieron de sus aguas bautismales? ¿qué pensarán los ortodoxos de un cura que como Francisco de Asís corría desnudo y loco dentro de la residencia de sacerdotes en que pasó sus últimos años? ¿quién apartará con los propios dientes la tierra que le estercola? ¿qué dirá la iglesia repolluda, casta y castólica? ¿faltará quien le sitúe en los infiernos de Dante por no haber sabido fructificar sus talentos, sino sólo su propio talante? Yo sinceramente, y esta es mi opinión, creo que tantos obispos en su funeral no le harán jamás justicia, pues resulta demasiado fácil una beatífica despedida, y mejor hubiera sido haberse acercado a Jesús a través del sufrimiento y de la lucha contra la injusticia. No sé si cambiarán mucho las cosas entre los creyentes católicos, pero si siguen como hasta ahora, lo lógico será que –por supuesto sobre un monolito– su memoria sea borrada de la faz de la tierra.
A quienes conocimos y amamos a Marcelino, indignos discípulos suyos, y esta vez hablo exclusivamente por lo que mí me toca, nos parece la historia de nuestro señor maestro Marcelino la vida más profunda jamás contada, y lo digo porque en mi propia autobiografía en realidad de quien más hablaba era de Marcelino y, apenas vendidos doscientos o trescientos libros, hubo que guillotinar el papel y venderlo al peso. Pero al menos quienes te amamos más allá de la muerte, al menos mientras nosotros vivamos tú no morirás, Marcelo.
Ha muerto Marcelino y le he dado gracias a Dios con una alegría profunda. Estaba sufriendo demasiado, no sé si –entre otras cosas– por culpa y gracia de su propio rigorismo de la gratuidad (contradicción más aparente que real, al menos en él) y ya era hora de que viera a Dios. Ahora sabrá si se había equivocado o no, pues Dios es el único teólogo que sabe desde dentro la verdad sobre Dios, y que nosotros conocemos a través de la biografía de Jesucristo.
Lo había leído más de una vez el texto, y hoy de nuevo quiero hacer un homenaje a mi conciudadano Marcelino Legido que en paz descanse, tengo en mi retina recuerdos que nunca olvidaré en los años 50-60 hizo mucho por los niños y jóvenes del pueblo, nos inició en la Acción Católica. A partir del año 65 que me vine para Barcelona le vi poco pero sabía por mis padres todo lo relacionado con él, aparte era amiga de su hermana Beatriz…
Ha pasado por la tierra haciendo el bien, siempre tan humilde y de una calidad humana que para mi es un Santo…
Marcelino! A secas como así le gustaba a el q le llamarámos,fue un personaje q Dios quiso q naciera en nuestro pueblo San Esteban de Zapardiel,fue un santo q vivió con nosotros,siempre haciendo bien a todo el mundo,todo el día se lo pasaba en oración rezando y pidiendo por todo el mundo, Alá juventud del pueblo nos ayudó mucho a comprender lo q era la vida y la oración.Mi nombre es Julián Martín Zurdo y hablar de este santo me emociona,Ami me ayudó muchísimo,con 18 años falleció mi madre y el me hizo seguir adelante
Leo por tercera vez el texto de Carlos Díaz, con enorme nostalgia de la Ponti, del Salvador y de San Carlos. Y aprovechó el recuerdo un poco anterior en el tiempo del suegro de Carlos, Teofilo Pérez, presidente de la HOAC con quie compartí además de amistad y afanes, detenciones de político social y estancias en el inmueble donde ahora sonríe Cifuentes y en mayo de 1962′ penábamos en los calabozos de los sótanos con José Antonio Alzola, ya viendo al teólogo único desde hace tiempo, jugando a los barcos en una hojilla que nos dio un gris. Por cierto ganó Teofilo que era funcionario del INSS sabía de casilleros y cuentas. Un abrazo y excelente idea la de Antonio al pedir este artículo