Hay un tema que me preocupa y hasta me obsesiona desde hace mucho y es el de la tensión entre lo absoluto y lo relativo. He vuelto a pensar en él con motivo de lo sucedido en y tras las últimas elecciones generales.
Como es sabido, Horkheimer, en su Crítica de la razón instrumental, reprochó a la Modernidad que la razón hubiese desembocado precisamente en eso, en razón instrumental, muy capaz de crear instrumentos olvidándose de los objetivos a los que debían servir. Para el filósofo alemán se trataba de liberar a la razón de su reducción de fines a medios, recordándole su impulso utópico: la realización de la justicia entre los hombres.
Alguna vez se ha defendido que los gobiernos de las naciones deberían ser de tecnócratas, constituidos por técnicos especialistas en cada una de las ramas de su encomienda. Dicha posición fue rechazada con argumento bien sólido: un gobierno no tiene únicamente que gestionar, su cometido es sobre todo hacer política. Vale decir: tiene que conseguir objetivos, y éstos consisten en inaugurar situaciones sociales nuevas. Podríamos decir que la razón de gobierno es una razón utópica, en el sentido de que pretende alcanzar objetivos que hasta ahora no han tenido lugar. Pero no hay que olvidar a la vez que esta tarea se realiza con el convencimiento de lo relativo de nuestra ideas y tendencias.
En efecto, vivimos en una sociedad occidental avanzada y como tal cada vez más convencida de que no existen verdades absolutas, de que ha pasado el tiempo de los dogmas y de las aseveraciones infalibles. Naturalmente esto no significa que todo valga lo mismo, porque eso llevaría a un relativismo nihilista. Unas afirmaciones o teorías valen acaso más que las otras pero son todas igualmente relativas.
Dicho todo esto, vengamos al campo de la política. Ya hemos hecho la experiencia de que las afirmaciones absolutas, los grandes relatos han dado lugar a dictaduras, fuera la del proletariado o de la raza aria o del nacionalcatolicismo. Incluso las mayorías absolutas, por el hecho de serlo, esgrimen pronto tendencias dictatoriales porque pueden permitirse el lujo de tomar decisiones sin la hipoteca de pactar con otros.
Admitamos, pues, que una situación que obligue a pactos es mejor que la ausencia de esa necesidad. Porque en definitiva la razón utópica requiere de instrumentos que en el caso de la política son las leyes. Son instrumentos sin una asegurada garantía de éxito; al contrario, corren siempre el riesgo del error y del fracaso. Pueden no conseguir lo que se proponían, no ser recetas acertadas. Pero además no dependen sólo de su acierto en el diagnóstico y de su propia eficacia sino del no siempre controlable mar de intereses y poderes que las rodea.
Cuando los Estados Unidos aprobaron la ley seca, sus valedores confiaban en que, con el “noble experimento” “se redujese el crimen y la corrupción, se mejorase la salud de los ciudadanos (especialmente de las clases bajas), se redujeran los homicidios y la violencia doméstica, se descongestionaran prisiones y albergues para vagabundos y, en general, se hiciera del mundo un lugar mejor”. No se logró ninguno de esos fines. Por el contrario esa ley dio lugar a la consolidación y florecimiento de la mafia.
En otras ocasiones, gobiernos y leyes justas caen ante el embate de fuerzas más poderosas. Así cayó el gobierno de Allende y todas sus medidas a favor de los más desfavorecidos. El presidente chileno tuvo que aprender, a costa de su vida, lo que ya se había repetido muchas veces, que la política es el arte de lo posible.
Dicho todo esto, me ha sorprendido en los debates electorales y de investidura la aparición de propuestas con el marchamo de absolutas y por tanto de inmodificables, sin reparar en lo que es obvio, que estamos en el tiempo de la relatividad.
De igual modo me ha llamado la atención que un pacto se calificase de modo peyorativo como capitulación cuando la Real Academia define esta palabra como “concierto o pacto hecho entre dos o más personas sobre algún asunto, comúnmente grave”. Es evidente, todo pacto es una capitulación pero esto pertenece a la lógica de un tiempo sin dogmas.
No quisiera hacer aquí un análisis político para el que no estoy especialmente capacitado ni menos plantear afirmaciones que podrían sonar a propagandísticas. Únicamente quiero terminar con dos o tres reflexiones. Es más fácil aseverar que todo es relativo que vivir después con las consecuencias de esta afirmación. Parece que toda persona y toda sociedad necesitan certezas para lograr su estabilidad, aunque finalmente ellas mismas no puedan ser probadas y tengan algo de axiomas. No es posible un relativismo absoluto. Sin embargo hay que cuidar que esas certezas no se utilicen como arma de combate o de exclusión. Lo serán si quiero convertir mis dogmas en dogmas obligatorios para todos, una tentación que en política está siempre al acecho. En los últimos tiempos en el mundo se ha encarnado en muchos gestores políticos.
Ya se ha citado muchas veces la sentencia de Antonio Machado: “¿Tu verdad? No, la verdad. Y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela”.
Carlos, tu reflexión es perfecta como punto partida. La comparto. A mi modo de ver, y lo has insinuado de alguna manera, el pacto se impone como medida menos mala frente a las mayorías absolutas y las dictaduras. Normalmente el poder está en las élites, en el poder real, en el dinero, … y también normalmente todos los ciudadanos que no pertenecen a esos colectivos dominantes no tienen voz. La llamada democracia está trucada de antemano por una legislación que puede ser justa o injusta. En estas circunstancias que vivimos y lo sabemos los que nos quedamos sin sindicatos es más que evidente que sólo parece posible un pacto, el que proponen las élites neoliberales. El únivo ‘verdadero’, el de las élites de siempre. ¿Y los que no son élite? ¿No tienen derechos, ni voz, ni derecho a que los paridos que ellos han votado tengan un mínimo peso y contrapoder que pueda contrarrestar la imposición de criterios absolutos? ¿No tienen cabida en los pactos? El trabajador, el ciudadano de a pié sigue indefenso, por no tener no tiene ni derecho a negociar un pacto menos injusto. La prensa, toda la prensa que depende del capital, manipula descaradamente sirviendo sus intereses. ¿Y los intereses de los que no tienen voz? Gracias por tu reflexión. Como puedes comprobar, yo sólo añado una consecuencia explícita, pero necesaria, sin la cual hay justicia. Termino, ¿y si una norma es injusta, si el derecho establecido no es justo? ¿La culpa es del que se niega a obedecer o aceptar un pacto injusto?