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Conversión del papado

Castillo         El papa Francisco lo ha dicho sin rodeos: es necesaria y urgente la “conversión del papado”. No se trata, por supuesto de que el papa se convierta. Francisco no ha dicho esto refiriéndose a una persona, el papa; sino afirmando que es una institución, el papado, lo que tiene que cambiar, es decir, organizarse de otra manera y funcionar de forma distinta a como lo viene haciendo desde hace ya bastantes siglos.

        El mismo Francisco explicó ayer, en el Sínodo de Obispos, en qué tiene que consistir este cambio. Lo que el papa ve que es urgente cambiar en la Iglesia es el ejercicio del poder. Concretamente el ejercicio del poder por parte del papado. Se trata de “descentralizar” el modo de gobernar. Para que la Iglesia vuelva a ser gobernada como lo fue durante casi mil años, hasta el s. X. Durante aquellos siglos, el gobierno ordinario de las Iglesias locales, regionales y nacionales lo ejercían los Sínodos de cada región o de cada país. Sólo en circunstancias extraordinarias, y para asuntos que no se podían  resolver en el ámbito local, intervenía el obispo de Roma, que, durante siglos, se resistió a ser llamado “papa”, tema en el que insiste con palabras fuertes el papa Gregorio I, San Gregorio Magno (s. VI).

        Sería atrevido y desacertado precisar ahora en qué va a quedar esto. Y cómo se van a organizar las cosas de la Iglesia en los próximos años. Sea como sea, una cosa es cierta: la Iglesia no puede seguir viviendo en la enorme contradicción, en que vive ahora, en este orden de cosas. ¿En qué cabeza cabe que la autoridad oficial, que hoy habla en el mundo, en nombre de Jesús y su Evangelio, sea el único monarca absoluto que queda en Europa? ¿Con qué autoridad puede este monarca ponerse a explicar el Evangelio, en el que “los primeros tienen que hacerse  los últimos”? ¿Cómo puede decirle a la gente que los discípulos de Cristo no pueden ejercer el poder como lo ejercen los grandes y poderosos de este mundo? (Mc 10, 35-45; Mt 20, 20-28; Lc 22, 24-27). ¿Y va a seguir diciendo esto un jefe de Estado que acepta (según el Derecho Canónico) ser el único hombre en la tierra que posee una potestad “suprema, plena, inmediata y universal, que puede ejercer siempre libremente”? (can. 331, 2).

O sea, el papado se atribuye un poder que no es como el de los “jefes de los pueblos”, sino más fuerte que todos los demás poderes. ¿Qué sentido tiene entonces la prohibición tajante del Evangelio: “No ha de ser así entre vosotros” (Mc 10, 43; Mt 20, 26)?

        Impresiona la lucidez y la honradez de Francisco. Como impresiona (quizá más) la ceguera y la hipocresía de quienes se empeñan en que Francisco será la ruina de la Iglesia. Difícil va  a ser la conversión del papado. Pero más lo va a ser la conversión de los fariseos. Porque ellos son los que se sienten más seguros en la posesión de la verdad.

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