Desde hace algún tiempo el obispo anglicano jubilado John Shelby Spong empieza a hacerse presente en los medios de lengua castellana, más entre los católicos que entre los protestantes. Tiempo Axial, la Asociación Marcel Légaut y los grupos cristianos LGTB, han empezado a traducirlo y difundir su pensamiento incluso con visitas y conferencias en varias ciudades. Esperamos que vaya estando cada vez más presente en ATRIO, pues en muchos temas coincide con nuestras posiciones de búsqueda y cambio. Pero expresamente queremos empezar a darle voz con este último artículo suyo que nos ha llegado, por representar una profunda reflexión sobre las redes humanas, que no necesita ser rompedora con antiguas lecturas del NT para aportar algo nuevo y revolucionario.
En estos últimos años, mientras trabajaba en mi libro más reciente, El Cuarto Evangelio: narraciones de un místico judío, me encantó la forma como el autor presentaba a los personajes de sus relatos. Hay más personajes memorables en el Cuarto Evangelio que en ningún otro libro del Nuevo Testamento. En los otros evangelios, Tomás no pasa de ser un nombre más en una lista de discípulos; en el evangelio de Juan, en cambio, se convierte en un escéptico que incluso da origen a la expresión “eres tan incrédulo como Tomás”. De modo similar, el evangelio de Juan introduce muchos otros personajes sobre los que ningún otro autor evangélico parece haber oído hablar antes. Entre ellos: Natanael, Nicodemo, el “discípulo amado”, la samaritana de junto al pozo, el ciego de nacimiento, el cojo de la piscina y Lázaro. Son personajes tan bien dibujados que no sólo se han hecho inolvidables sino que su singularidad plantea la posibilidad de que se trate de figuras simbólicas más que de personas históricas pues, en el evangelio de Juan, estas figuras parecen representar diferentes tipos de respuesta ante Jesús. Cuando uno lee a fondo a Juan, cada personaje parece representar un tipo de personalidad diferente de modo que hay en él suficiente diversidad de tipos como para que cada uno pueda identificarse con alguno de ellos en especial. Hoy quiero fijarme en uno de estos personajes del texto de Juan y presentarlo como alguien que puede ser un modelo a seguir, al menos para algunos. Su nombre es Andrés y yo lo llamo “el patrón de la gente corriente”.
Hasta que apareció el Cuarto Evangelio, todo lo que el Nuevo Testamento decía sobre Andrés era que era hermano de Simón Pedro, el cual siempre aparecía como líder. Así que el papel de Andrés sólo se definía indirectamente: se le conocía, sobre todo, por su relación con otro, es decir, por ser el hermano de otro personaje realmente más famoso. A menudo, en nuestro mundo todavía patriarcal, a las mujeres, se las conoce sobre todo por ser las esposas de sus maridos; y a veces a los hijos, sólo se le conoce como los hijos de alguno de sus padres, si éste es famoso. Esto fue lo que le pasó a Andrés y esto es lo que le pasa a la gente corriente, a la que sólo se la conoce si tiene relación con alguien conocido.
Sin embargo, aunque vivamos en una cultura de héroes, yo creo que si el mundo se mueve es porque se apoya en la gente normal y corriente. Al leer la historia de la Segunda Guerra Mundial, uno podría tener la impresión de que Estados Unidos luchó y ganó gracias a tres soldados tan sólo: Eisenhower, MacArthur y Patton. Sin embargo, todo el mundo sabe que los que ganan las guerras no son los generales sino los soldados, que luchan, se desangran y mueren, y suelen permanecer anónimos. Antes de que se escribiera el evangelio de Juan, Andrés era una persona de a pie, alguien normal y corriente a quien sólo se le identificaba por tener relación con otro. Pero, cuando llega el Cuarto Evangelio, éste añade tres relatos, breves pero significativos, a su escueta biografía, que así adquiere un peso específico.
En el primer capítulo se nos dice que fue Andrés, el hombre normal y corriente, el que trajo a su hermano hasta Jesús. Así pues, fue él quien hizo posible que existiese Pedro, el hombre que había de convertirse en el primer líder de la comunidad cristiana y por ello ser el más conocido de la misma.
En el capítulo sexto, Andrés es quien conduce hasta Jesús al muchacho que tiene los cinco panes y los dos peces. Dadas las dimensiones de la multitud (miles de personas a las que había que alimentar), lo que se ofrecía era apenas una gota en un cubo de agua. Andrés, sin embargo, entendió que el don de una persona nunca es lo bastante pequeño o insignificante como para que no pueda ser de provecho, y consideró, por tanto, que había que valorar lo que se ofrecía, tal como era. Y el relato dice que Jesús tomó este don, lo multiplicó y lo utilizó para alimentar a la multitud.
En el capítulo duodécimo, se nos dice que un grupo de extranjeros, griegos por más señas, vinieron en busca de Jesús. Según la norma judía, eran “gentiles”, gente impura, incircuncisa, gente que no observaba ni la dieta Kosher ni la Torá, es decir, la Ley. Con todo, se nos dice, Andrés se convirtió en su guía hacia Jesús pues, para él, no había ninguna tarea tan insignificante que no merecierse realizarse. Así que, a través de las oscuras calles de Jerusalén, Andrés los llevó al lugar donde estaba Jesús. Es el mismo momento en que Juan nos presenta a Jesús anunciando: “Mi hora ya ha llegado”, para luego, añadir: “Ahora el Hijo del Hombre será glorificado” y continuar: “Cuando sea levantado en la cruz, atraeré a todos hacia mí y entonces el mundo sabrá que YO SOY”, es decir, entonces, el mundo sabrá qué significa “Dios”.
Una vez más, Andrés había sido el intermediario que siempre actúa como una persona normal y corriente pero gracias al cual las cosas normales y corrientes son grandes cosas a su alrededor. A nadie le falta cualificación para desempeñar este papel. Recordad, por un momento, algún punto de inflexión importante en vuestro camino y fijaos en quién estuvo con vosotros en aquel momento, quién os dijo la palabra justa que os hizo elegir un camino y no otro, de modo que, según podéis reconocer ahora, dicha elección determinó vuestra vida. Aquella persona crucial, ¿no fue, acaso, un hombre o una mujer normal y corriente?
Aun con riesgo de ser un poco exhibicionista, permitidme que os cuente un episodio muy personal, que a mí me ilustra muy bien el papel de las personas corrientes. Mi padre murió cuando yo tenía doce años y, dado que mi madre no había terminado el noveno grado en la escuela, fue difícil que sustituyese a mi padre como sostén de la familia. Por eso no tardamos en caer en una situación de pobreza bastante precaria. Durante dos años más o menos, fui un adolescente muy perdido e inseguro. Entonces, sin mediar iniciativa alguna por mi parte, alguien apareció en mi vida. Mi iglesia en Charlotte, Carolina del Norte, eligió a un nuevo rector. Era el año 1946, la Segunda Guerra Mundial había concluido y el hombre elegido acababa de salir de la Marina, donde había servido como capellán en un portaviones, en el Pacífico Sur. No conozco el proceso por el que se le eligió, pero sí sé que esta elección determinó el curso de mi vida.
Este hombre era diferente de cualquier ministro o sacerdote que yo hubiera conocido antes. Para empezar, tenía sólo 32 años. Este hecho, por sí solo, ya rompía con mi idea de lo que era un clérigo, pues nunca había conocido a uno que no fuera muy mayor. Probablemente pensaba que uno debía tener al menos 80 años para ser ordenado. En segundo lugar, llevaba zapatos de piel, blancos. Nunca había conocido a un sacerdote cuyos zapatos no fuesen negros y con cordones. En tercer lugar, conducía un Ford descapotable y yo pensaba que los sacerdotes sólo conducían coches fúnebres. Y, por último, tenía una mujer increíblemente guapa y yo pensaba que las esposas de los clérigos eran siempre severas, vestidas de riguroso marrón oscuro o azul marino, y con
el pelo recogido en un moño. Sin embargo, aquella mujer era elegante y usaba joyas; incluso fumaba cigarrillos con una larga boquilla dorada. Creo que era la mujer más sofisticada que había conocido hasta entonces. Me sentí tan profundamente atraído por aquella pareja que me ofrecí para hacer cualquier cosa que me permitiera estar más cerca de ellos. Por eso me convertí en el único monaguillo dispuesto a ayudar en el servicio de las 8 de la mañana. Aunque no era un buen monaguillo y no era demasiado competente, sí que era piadoso.
Mi nuevo rector pertenecía al ala más católica de la Iglesia Episcopal, y creía que nadie debía recibir la comunión sin ayunar desde la medianoche anterior. Le preocupaba que un poco de pan tostado sin digerir pudiera corromper el cuerpo de Cristo recibido en la Eucaristía. Así que yo iba en ayunas a ayudar como monaguillo. Pero resultaba que, en aquella época, cada mañana, yo repartía antes el Charlotte Observer en unas 150 casas. Esto significaba que tenía que levantarme a las 4,30 de la madrugada, ir a la esquina en la que dejaban mis periódicos, doblarlos para poder lanzarlos a los jardines de los suscriptores, y, luego, con la cesta de mi bicicleta llena, salir a repartirlos. Llegaba a casa sobre la 6,45, es decir, con el tiempo justo para ducharme, vestirme y coger un autobús hasta mi iglesia del centro, donde cumplía con mi deber de monaguillo a las 8 de la mañana.
A esa hora, yo estaba absolutamente hambriento pero dispuesto a cumplir con el ayuno. En la liturgia del Libro de Oraciones de 1928, que era el que se usaba en mi iglesia entonces, había una “Oración por toda la Iglesia de Cristo”. Ocupaba dos páginas y por eso me recordaba la misericordia de Dios pues… ¡ambas me parecían infinitas! Inevitablemente, antes de que aquella oración terminase, empezaba a sentirme mal, mareado y sofocado. En esta situación, cualquiera se desmayaría de golpe y tendrían que sacarlo del templo o se pondría verde y vomitaría y dejaría su “ofrenda” al pie del altar. Afortunadamente, nunca llegó a pasarme esto durante aquella oración pero, una de las razones por las que, ya en mi carrera, defendí la revisión del Libro de Oraciones, fue por librar a todos de la “Oración por toda la Iglesia de Cristo”.
A pesar de esta precariedad (de mi cuerpo y de mi actuación como monaguillo), mi rector siguió contando conmigo. Cuando el servicio de las 8 terminaba y yo ya me había repuesto, este hombre y yo íbamos a un restaurante, que estaba media cuadra más arriba, por la calle principal de Charlotte, para charlar y desayunar juntos. No recuerdo de qué hablábamos pero sí sé que, en toda mi vida de adolescente, estas fueron las únicas ocasiones en las que un adulto habló conmigo. Muchos adultos me decían cosas o hablaban junto a mí, pero él hablaba conmigo; incluso escuchaba mis ideas inmaduras y hacía preguntas para aclarar mi pensamiento. Era algo sencillo de hacer, algo muy normal pero fue algo enormemente importante y vivificante para aquel muchacho de quince años, solitario y perdido. Yo adoraba a aquel hombre y quería parecerme a él tanto como fuera posible. Se convirtió en el modelo de mi vida y así fue como encontré mi vocación de sacerdote: fue en mi relación con él.
Este hombre, ¿fue una gran persona?, ¿fue siquiera un gran sacerdote? Bueno, para mí sí que lo fue aunque no fue así como el mundo lo juzgó. El mundo lo vio y lo juzgó como un hombre corriente con debilidades corrientes. Cuando me fui de Charlotte para comenzar mi formación universitaria, él dejó nuestra iglesia y pasó a ser rector de una iglesia de Louisiana. Allí cayó en la adicción al alcohol. Empeoró tanto que finalmente lo retiraron del sacerdocio. Murió pensando de sí mismo que, profesionalmente, era un fracasado. Pero fue una persona vital y alguien que a mí me cambió. La verdad es que sólo fue un hombre normal y corriente que, sencillamente, dedicó un poco de tiempo a hablar con un adolescente que andaba perdido. Fue algo que podía haber hecho cualquiera pero que sólo él hizo. Fue un “Andrés” para mí. La mayoría de nosotros no seremos generales que ganen batallas ni cargos electos que destaquen en el poder político. Es posible que no nos convirtamos en jefes ni de un pequeño negocio ni de una gran empresa, pero puede que marquemos la diferencia, una profunda diferencia, en las vidas de los que nos rodean, y además de la forma más normal, sólo siendo sensibles, sólo ofreciendo nuestra amistad, sólo diciendo una palabra justa en un momento oportuno y en una circunstancia correcta. Todos podemos ser como Andrés, el santo patrón de la gente corriente.
Es estupendo que haya analizado el papel de Andrés, en el que nos vemos muchos reflejados, que parece que no tenga importancia, pero si te paras a pensar, fue grande su fe cuando condujo a su hermano Pedro hasta Jesús; a los niños con los pocos panes y peces; y al grupo de gentiles que querían conocerlo. De no haber visto en Jesús a alguien especial, no habría pensado en presentarlo.
De la misma forma, la fe de la gente normal, que casi ni se da cuenta, lucha y resiste crisis y problemas porque por encima de todo tiene fe en la humanidad y en el Misterio que la envuelve.
John, Pascual, Ana y Olga ¿No va esto que tan sencilla y llanamente aportais en plena convergencia vital con aquello que Mt.XI, 25 atribuye a Jesús:“- Bendito seas, Padre,señor de cielo y tierra, porque, si has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, se las has revelado a la gente sencilla; si, Padre, bendito seas, por haberte parecido eso bien”.
Gracias por vuestras aportaciones que prueban, en la práctica vital humana,esa proclama agredecida de Jesús al Padre, y nos estimulan a relativizar tantos saberes y entendidos que no tienen en cuenta el incalculable valor de l*s mas pequeñ*s y de lo que, por hacerlo ell*s, o no lo consideramos, o lo devaluamos absolutamente.
Que importante me parece el reconocimiento a los detalles de la vida corriente. La mayoría no somos ni heroicas ni iluminadas, sufrimos miedos y necesitamos una palabra amiga y una oreja que nos escuche nuestras penitas con paciencia, sin juzgar si son tonterías, sin consejos de como deberíamos haberlo hecho.
La palabrería teológico religiosa mata a la comunidad. Cada vez que voy a un matrimonio o funeral católico, me sueltan un rollo teológico que no tiene nada que ver con las personas involucradas. En cambio en la Iglesia Luterana, donde me ha tocado asistir a estos mismos actos, estos son íntimos, familiares, y a nadie se le ocurriría compara el amor de los novios con el de Cristo por su Iglesia, una cosa tan abstracta que nadie entiende.
Si Jesús no hubiera sido cariñoso y cercano con las personas, nadie se acordaría de él.
El personaje Andrés y el escrito de Spong, nos invita a identificarnos con la gente corriente. También se presta a algún desahogo personal. Como no es obligación leer lo que escribo, pido perdón por adelantado a quien me lea, por haberme extendido en exceso.
La vida es una sucesión de sucesos que se suceden sucesivamente, y el “misterio” está en porqué en ese momento, porqué a mí, porqué esa persona, porqué esa circunstancia, etc. han hecho de guardagujas para que nuestra vida derivase por derroteros no buscados.
Gente corriente que ni siquiera ha tenido conciencia ni siquiera ha sabido nunca su influencia decisiva en la vida de los demás. Cuando yo me jubilé hice como una especie de balance vital y, mirando hacia atrás, visualizaba personas decisivas en mi destino, a alguna he tenido la oportunidad de agradecérselo, y nunca había sospechado que su presencia en mi vida hubiese podido tener tales consecuencias.
Como dicen que la naturaleza es sabia (no siempre) y que recordamos con más facilidad lo positivo y olvidamos con facilidad lo negativo, yo procuro seguir estas leyes sabias y recordar a quienes han sido positiv@s en mi vida.
Esta reflexión sobre Andrés, también me lleva a pensar en que mis actos y mi persona tienen mucha importancia, para bien o para mal, en quien me conoce, en quien está próximo a mi vida cotidiana, simple, sin actos heroicos.
En el ambiente en el que me muevo hay una tendencia a exhibir “medallas” de grandes compromisos personales, y a mí que, pienso se me ha pasado el arroz para estos actos por mis escasas fuerzas, hubo un tiempo en que me acomplejaba y me producía mala conciencia, pero llegué a la conclusión de que tendría que conformarme con poner más atención en lo cotidiano, en una sonrisa, en un abrazo, en una palabra…., en ser gente normal. Así me lo reconocieron en el mismo día hace poco una señora que apenas me conocía y un empleado de movistar, que me manifestaron su gusto de tratar con alguien que le transmitiese sosiego y amabilidad. Pues, me gustó mucho que valorasen estas pequeñas cosas de la gente corriente.
He leído bastantes artículos y varios libros de JohScelby Spong y tengo que confesar que es uno de los grandes que me abrió lods ojos,junto a la adoración al Padre y el acatamiento de Jesús de Nazaret. Spong me convenció y Robinson y otros más que sí vienen al caso pero, que sería prolijo enumerar, de que la Santos Evangelios hay que limpiarlos de fervor y de fe entusiasta; decía el otro día, “como una mazorca”. Y esos escritos seguirán siendo grandes y agrandando, verídicos y verificándose, incluso comprensibles para los hombres de hoy, que no dicen a todo lo que se lee:”palabra de Dios” Es que le hacen decir tales cosas al Pobre Dios… En fin busquen, busquen, que hay mucho en la red de Shelby Spong y leanlo sin miedo. Sería muy buena idea traerlos a Atrio donde hay mucha gente interesada, que razona de maravillas.