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La palabra amenazada

Texto completo del libro de IVONNE BORDELOIS con ese título, bajado a través de este enlace http://www.textosenlinea.com.ar/textos/La%20palabra%20amenazada.doc por augerencia de Oscar Varela y cpiado en una página de ATRIO.org

 

i v o n n e  b o r d e l o i s

L a  p a l a b r a  a m e n a z a d a

 

L i b r o s  d e l  Z o r z a l

L i b e r a   l o s   L i b r o s

Primera edición: marzo 2003 Primera reimpresión: enero 2004

 

© Ivonne Bordelois, 2003

 

Se terminó de imprimir en el mes de enero de 2004 en los Talleres Gráficos Nuevo Offset, Viel 1444, Ciudad de Buenos Aires.

índice

Al que se arriesga a leer…………………………………………………….. 9

  1. Violencia y Lenguaje…………………………………………………. 11
  2. Eurídice: la no escuchada……………………………………………. 17
  3. El Verbo y las Tinieblas……………………………………………… 23
  4. El conflicto entre lengua y cultura………………………………… 31
  5. Una riqueza inagotable………………………………………………. 37
  6. Una estrategia ecológica…………………………………………….. 41
  7. Babel y nosotros: el aljibe etimológico………………………….. 43
  8. El Diálogo de las Lenguas…………………………………………… 59
  9. La otra cuesta de la ladera…………………………………………… 71
  10. Poesía y Lenguaje……………………………………………………… 85
  11. Lenguaje y Esperanza………………………………………………… 99

Bibliografía…………………………………………………………………. 107

Agradecimientos…………………………………………………………… 109

 

Al que se arriesga a leer

En estas páginas he tratado de bosquejar una estrategia para el rescate de la palabra en el mundo contemporá­neo. En primer lugar, denuncio las razones por las cua­les el presente sistema intenta aniquilar la conciencia lingüística en un tiempo diseñado para la esclavitud la­boral, informática y consumista. La segunda línea, eje de celebración, propone el redescubrimiento de la ener­gía de la palabra, clave de conocimiento, placer y con­ciencia crítica. La etimología, el diálogo de las lenguas, la observación de lo viviente en el habla coloquial y en el lenguaje del humor y de la infancia son elementos cruciales en este redescubrimiento. Y sobre todo, nues­tro reencuentro con la poesía, tanto la de los poetas como la de los involuntarios y anónimos creadores del lenguaje; la fuente que sigue y siempre seguirá manan­do “aunque es de noche”.

 

1

Violencia y lenguaje

Se habla mucho de violencia entre nosotros estos días; acaso demasiado. El mismo hablar contra la violencia parece generar violencia. Profetas que aúllan, pacifica­dores que abruman, políticos y periodistas que ensorde­cen, rockeros que deliran: de este estruendo parece sur­gir en nosotros sólo un vehemente deseo de fuga a un lugar de silencio y de paz. Acaso este lugar es mucho más accesible que lo que nos imaginamos. Y estas líneas, que intentan una suerte de ecología del lenguaje, se pro­ponen imaginar ese lugar; porque uno de los aterrado­res poderes de la violencia es que está destinada, preci­samente, a la tarea de destruir la imaginación, tarea en la que es inmensamente eficaz.

Una primera y muy extendida forma de violencia que sufre la lengua, en la que todos prácticamente par­ticipamos, es el prejuicio que la define exclusivamente como un medio de comunicación. Si se la considera así -como lo hace nuestra sociedad- se la violenta en el sentido de que se olvida que el lenguaje -en particular, el lenguaje poético- no es sólo el medio, sino también el fin de la comunicación. Cuando se mediatiza al lengua­je, cuando se lo considera sólo una mediación para otra mediación -porque la comunicación se pone al servicio

 

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del marketing, el marketing del dinero y así sucesiva e infinitamente- nos olvidamos de que el lenguaje es ante todo un placer, un placer sagrado; una forma, acaso la más elevada, de amor y de conocimiento.

Si es verdad que la pulsión de vida, el Eros, es la que vincula al deseo y su objeto, y el placer es la señal certe­ra de su realización, el lenguaje es una de las manifesta­ciones más evidentes y universales del principio del pla­cer. En cada comunicación verbal que se logra se da una relación misteriosa y fecunda. La libido hace de las pala­bras su objeto y habitación: entre la lengua parlante y la oreja escuchante hay una relación análoga a la que exis­te entre el falo (que en sánscrito se llama lingam) y la vulva. Como sistema de símbolos -y símbolo es una pala­bra griega que significa la fusión de dos objetos- el len­guaje pone de manifiesto nuestra capacidad innata de in­vestir la libido en palabras, objetos verbales inagotables y vinculados entre sí a través de la ligazón permanente de la sintaxis y el léxico, que nos relacionan a su vez con los otros y con nosotros mismos. Las relaciones existen­tes entre las palabras son a la vez espejo y modelo de nuestras propias relaciones con el universo.

Este carácter peculiar del lenguaje es lo que garan­tiza su poder, un poder que prevalece sobre todas las operaciones intelectuales. En este sentido, es necesario recordar a Martí: “La lengua no es el caballo del pensa­miento, sino su jinete”. Es decir, en la lengua hay algo an­terior y superior, en cierto modo, al pensamiento mismo1.

1 La filosofía del giro lingüístico, tal como la presenta Dardo Scavino, llega a decir que el lenguaje deja de ser un medio, algo que estaría entre el yo y la realidad, para convertirse en un léxico, capaz de

 

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No es una coincidencia el hecho de que Martí fuera poeta, ya que son los poetas -junto con los niños- los que pri­mero advierten las posibilidades más abiertas y secretas del lenguaje y juegan o se dejan jugar con ellas. Los etimólogos son también conscientes de estos despliegues, corroborados en los documentos que establecen los orí­genes de una palabra. Si nos enteramos de que pasión y paciencia provienen de la misma raíz, por ejemplo, así como amar y amamantar también tienen un parentesco común, algo en nosotros descubre esa fuente que es la sa­biduría inmanente del lenguaje y se inclina a escucharla. Y si pensamos en el lenguaje como un órgano de co­nocimiento anterior al pensamiento, la pregunta normal ya no es: ¿Cuántas lenguas habla Ud.? sino: ¿Cuántas len­guas escucha Ud.? Hablamos aquí de un don más ínti­mo, tan desconocido como necesario en nuestros días: el don de escuchar lenguas, y en particular, el don de dar

crear tanto el yo como la realidad. Menos radicalmente, preferiría­mos apelar a la noción de campo, que aparece simultáneamente entre dos instancias (el yo y su interlocutor, el yo y la “realidad”) como correlato necesario de ese encuentro, determinando y siendo determinada a su vez por estas presencias.

Recordemos que en el Génesis las palabras anteceden a las cosas, no las reflejan. Dios nombra primero a la luz para que la luz exista, y es la palabra lo que termina con el caos. En el caso de Adán, los animales preceden a sus nombres, que son los que Adán les da y los que les “corresponden”. Sería interesante explorar el paralelis­mo de la tradición hebrea con el pensamiento platónico e idealista, en el cual las ideas preceden a las cosas. (Lo común de ambas tra­diciones es que la realidad no existe si no hay algo que la promue­va y condicione a la existencia: en el pensamiento hebreo este algo es la palabra, en el platónico la idea. Es decir, en el pensamiento platónico el hombre se asemeja más a Dios que a Adán.)

 

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lugar en nosotros a la escucha de nuestra propia len­gua, que tan desatenta y desatentadamente hablamos y a la que tan poco lugar y tiempo de reflexión concede­mos. Entre el uso de la palabra y la escucha de la pala­bra media una distancia semejante a la que separa al amor de la prostitución. Piénsese en la ridicula parado­ja que encierra la común expresión “dominar una len­gua”. Las lenguas son ellas mismas dominios inmensos de tradiciones, vastos léxicos que se nos escapan, reglas gramaticales subterráneas de las que apenas alcanza­mos a atisbar los mecanismos, métricas tan espontáneas como misteriosas, poéticas realizadas y otras maravillo­sas por cumplirse. De nada de todo esto corresponde ni es posible apropiarse: sólo cabe aquí una contempla­ción admirada, un humilde y tenaz estudio que arran­que de la certeza de la inaccesibilidad total de su objeto último.

Hay culturas que son generosas y atentas a su pro­pio lenguaje, como la de España del Siglo de Oro o la Inglaterra de Shakespeare, y lo transmiten y lo llevan a un fulgor extraordinario. Dice Steiner que en el inglés de ciertos períodos hay un sentimiento de descubri­miento, de adquisición exuberante que nunca se ha vuelto a reconquistar íntegramente. “Marlowe, Bacon, Shakespeare usan las palabras como si fueran nuevas, como si ningún roce previo hubiera enturbiado su es­plendor o atenuado su resonancia. Así es como los si­glos XVI y XVII parecían contemplar al lenguaje mismo. Tenían ante sí al gran tesoro cuyas puertas se habían abierto de improviso y las saqueaban con la sen­sación de que era infinito”. Notemos, con todo, la ima-

 

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gen típica de la visión dominadora de la lengua en Steiner. Shakespeare no saqueaba la lengua: la escuchaba en su ámbito más profundo; por eso es Shakespeare. Y el inglés, como toda lengua natural, aun la más pobre lexicalmente, sigue siendo infinito en sus posibilidades, pese a las desvirtuaciones que puede sufrir en nuestros tiempos. Hablamos de épocas excepcionales, en las que el lenguaje es sentido no exclusivamente como un medio de comunicación, una moneda de intercambio circulan­te y corriente, sino como un camino de conocimiento y de celebración. En esas épocas afortunadas, el lenguaje no es sólo usado, sino que es escuchado por los grandes poetas, y de esta escucha y de esta reinterpretación sur­gen los poemas más memorables de nuestra historia, no digo ya de la historia de las literaturas particulares, sino de la historia de la especie.

 

2

 

Eurídice: la no escuchada

Orfeo es el mito trágico que pone en escena, entre otras fisuras, el abismo entre los no-escuchantes y los ha­blantes. Es la variante brasileña del mito, el hermoso Orfeo Negro de Marcel Camus -realizado en los años cincuenta e inspirado en una obra de teatro de Vinicius de Moraes-, la que revela más claramente esta interpre­tación, que parece estar implícita, sin embargo, en el te­jido mismo del relato. Orfeo desciende a los infiernos a salvar a Eurídice; la condición de su rescate (condición impuesta, no por azar, por una ley infernal invocada por Pluto) establece que hasta la salida del Hades Orfeo, que precede a Eurídice, no dará vuelta la cabeza para mirarla 2. Pero Orfeo no puede resistir la tentación y pierde definitivamente a Eurídice.

En la versión brasileña, Eurídice dice: “Si pudieras escucharme en vez de verme”. El regreso al infierno se cier­ne como amenaza para la pareja ante la imposibilidad de que el varón escuche a la mujer, que es para él ante

2 La prohibición acerca del no mirar atrás no es exclusiva del mito de Orfeo: la reencontramos en el Antiguo Testamento, cuando se narra la maldición de la mujer de Lot, convertida en estatua de sal al mirar hacia Sodoma en llamas; y también aparece en el Evangelio: “El que pone su mano en el arado y mira hacia atrás no es digno de Mí”.

 

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todo presencia visible, física o sexual, antes que palabra portadora de sentido. Orfeo, mitad dios y mitad hom­bre, es el creador de la música, el supremamente escuchable, nunca el escuchante. La condición impuesta a Orfeo, en realidad, consiste en superar esta situación de ensordecimiento, y así responder al deseo más profun­do de Eurídice: el ser oída. Una Eurídice invisible, que sólo puede ser escuchada, representa para Orfeo el in­fierno, porque trastorna todos sus poderes.

En la versión griega del mito, las Ménades, que re­presentan las furias femeninas, descuartizan a Orfeo, el músico que carecía de espacio y tiempo para escuchar a otros, y que por no escuchar tampoco a Eurídice perdió la visión de ella, quedando así parcialmente ciego. Las Ménades descuartizan a Orfeo y el infierno de Eurídice se sella para siempre. El infierno devora la inaudible música de Eurídice, es decir, el infierno de Eurídice consiste precisamente en ser sacrificada al imperio ex­clusivo de la música órfica, que entraña la imposibili­dad de ser escuchada en su propia palabra, en su pro­pia música3.

Varios detalles confirman lo plausible de esta hipó­tesis. La voz de Orfeo no sólo excluye la de Eurídice a

3 El gesto de Orfeo no es único: repica ilimitadamente en la tradición lírica occidental, que expresa que el silencio no sólo le es necesario a la mujer sino que constituye uno de sus rasgos eróticos definito-rios. Tres ejemplos al caso: Baudelaire: “Sois belle et tais-toi” ; Ne-ruda: “Me gustas cuando callas porque estás como ausente / y me oyes desde lejos y mi voz no te toca / Parece que los ojos se te hu­bieran volado / y parece que un ángel te besara la boca.”; Vocos Lescano: “Dices, y mientras dices, lo que dices / vuelve las cosas cla­ras y felices / y hasta donde llega el júbilo convoca. // Pero callas,

 

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la salida del infierno, sino que en un episodio anterior, en su viaje con los Argonautas, el canto de Orfeo ha desplazado al de las sirenas para impedir que sus com­pañeros las escuchen. Ellas, despechadas, acaban suici­dándose: otra instancia fatal de la supresión de la voz de las mujeres. Orfeo es también considerado sacerdote, el primero en haber escrito los dogmas y rituales de una religión hermética que excluía a las mujeres. Está vincu­lado asimismo con la sacralización de las relaciones ho­mosexuales entre varones y es protegido de Apolo, que ama a mujeres y a varones. Las Ménades que lo destro­zan son oriundas de Ciconia, de donde también era Eurídice. Es notable que los restos de Orfeo descuartizado vayan a desembocar a Lesbos, patria de la poesía lírica

y entonces, cuando callas / se inclina el cielo al sitio donde te ha­llas / y se te llena de ángeles la boca.” Por cierto que las teorías del silencio, tan proliferantes en nuestros ensordecedores días, podrían adjudicar una secreta superioridad, un escondido privilegio místi­co a la mujer en su enigmático silencio. Lo que me interesa mostrar aquí es que el lirismo raramente produce la imagen inversa del varón que seduce a partir de su silencio, y no debemos ni podemos engañarnos acerca del significado de esta asimetría.

En su hermosa interpretación de Los Tres Cofrecillos, Freud muestra ejemplos muy persuasivos de la ecuación de la mujer con el silencio (y del silencio con la muerte). El silencio que se otorga como clave a la supuesta identidad de la mujer acaba por desem­bocar inevitablemente en el silenciamiento de la mujer en la cultu­ra. Baste considerar, entre nosotros, el tiempo y los esfuerzos que han sido necesarios para restituir a su auténtica estatura una voz poética como la de Alfonsina Storni (ignorada públicamente, en su tiempo, por la voz de los Orfeos imperantes: Lugones y Borges). Explorar estos muy interesantes terrenos nos llevaría, con todo, muy lejos de nuestro propósito principal, de modo que dejamos el tema abierto para otra ocasión.

 

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y territorio de Safo. Según Ovidio, las Ménades, para matarlo, utilizan un arado, hecho que acaso represente la venganza matriarcal por el pasaje de la agricultura de la mano de las mujeres a la de los varones. Curiosa­mente, mientras el nombre de Orfeo significa “la gran voz”, el nombre de Eurídice puede analizarse en griego como eurys, amplio, y dike, la justicia que concierne, par­ticularmente en caso de abuso, a personas implicadas en relaciones íntimas. Podría significar, por lo tanto, una mirada más amplia -y profunda- en lo que concierne a los vínculos de la pareja. No se olvide que Eurídice es también el nombre de la mujer de Creón, quien se ahor­cará cuando éste arrastre al suicidio al hijo de ambos, Hemón, el enamorado de Antígona (otro caso de mujer no escuchada).

Parece entonces que el mito encierra una pluralidad de mensajes, uno de los cuales, acaso el más prominen­te, es el enfrentamiento de culturas matriarcales y pa­triarcales. Orfeo es hijo de Calíope, una de las Musas -origen de la música- y su apoteosis final se ve refren­dada cuando Zeus transporta su lira a la constelación de su nombre. Parece claro que su figura encarna la ri­validad con la voz femenina, evidenciada ya en el epi­sodio de las Sirenas. Pero lo que nos interesa aquí es que Orfeo -que pasó a la posteridad patriarcal como el héroe-víctima y músico supremo, venerado por poetas y músi­cos como Rilke y Glück, que se identificaban sin duda con su fascinante voz todopoderosa- es en verdad quien provoca la tragedia. En efecto, ésta se desencadena por su incapacidad de escuchar al otro, que va pareja con su necesidad exasperada y exasperante de escucharse nar-cisísticamente sólo a sí mismo, y de ser escuchado a

 

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costa del silenciamiento ajeno. El mito órfico es enton­ces también la representación de un monólogo delirante que, pretextando amor, desplaza al interlocutor y lo re­duce a la nada de un silencio infernal. A la violencia que representa su negación de la palabra-música de Eurídice contesta la violencia vengativa de su descuartiza­miento por las Ménades. La cólera de las Ménades, ins­piradas por Dionisio, el dios rival de Apolo, representa la ira femenina por el rechazo de un espacio de amor y atención para la voz de la mujer 4.

Más allá de la disputa entre los sexos, sin embar­go, lo que parece sugerir el mito, desde el fondo de los tiempos, es la trágica circunstancia que hace que los más dotados para la música y la palabra -y los poderes que de estos dones se derivan- sean con frecuencia también los menos dotados para la atención y la escu­cha. Una figura posible del mito, aquella que estamos explorando en este texto, representa la incapacidad de los seres humanos de escucharnos unos a otros, así como la contumacia de nuestra inconsciente negativa a escuchar aquello que precisamente nos permite hablar­nos: nuestro lenguaje. Así, reducimos a nuestros inter­locutores y a nuestro lenguaje a la nada del sinsentido y el olvido.

Cuando se habla de competitividad en el mundo contemporáneo se piensa en general en la capacidad de imponer masivamente pautas y productos culturales e industriales, así como ideas y formas de poder a lo

4 Como lo sugiere Ludovico Ivanissevich, acaso sea un eco de esa venganza el hecho de que Glück imponga a una intérprete contral­to en el papel de Orfeo.

 

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largo y a lo ancho de todo el planeta. Pero lo que sub­yace a este alud de imposiciones y hace posible su efec­tividad es un lenguaje monotemático que busca sólo afirmarse y escucharse a sí mismo y desatiende impla­cablemente la escucha y la necesidad del otro. La pa­labra fetiche de la propaganda comercial y política desaloja así fieramente a la palabra profunda de la tra­dición y al léxico del nuevo conocimiento; el jingle reem­plaza a la canción de cuna, el cliché político a la refle­xión original, el autismo mediático a las humildes e inspiradas formas de la estética popular o de las voces marginales.

Con razón dice Margaret Fuller que la literatura -y lo mismo vale para la cultura- no consiste en una co­lección de libros magníficos, sino en un ensayo de in­terpretación mutua. La cultura global es en gran medi­da un remedo de diálogo en el que poderosos Orfeos, embebidos narcisísticamente en su propia música, su­mergen en el silenciamiento total a los que se supone deben ser rescatados. El cine contemporáneo, con sus megaproducciones, hazañas virtuales y falsos estrélla­tos, la industria musical de nuestros días, campo de ba­talla de los intereses del rock, llevan las señales claras -o más bien, exhiben las garras- de una empresa que aspira a imponer pautas de dominio unilateral y con­ducirnos al infierno del sinsentido -o al nirvana de los zombies- antes que proponer un diálogo abierto en el que despunte lo verdaderamente nuevo, lo no dicho, aquello que necesariamente conforma el porvenir. Y así se prolonga y consolida el infierno de Eurídice.

 

3

El verbo y las tinieblas

Las lenguas no sólo se “emplean”, no son sólo valores de comunicación, expresión personal o uso colectivo: contienen la experiencia de los pueblos y nos la trans­miten, pero sólo en la medida en que estemos dispues­tos a reconocer su capacidad de poder hablarnos. La expresión “usar la lengua” reduce la lengua a un ins­trumento, cuando en realidad la lengua es un proceso que vastamente nos trasciende. Como dice Guillermo Boido: “La poesía es el intento de preguntarle a las pa­labras qué somos. Como los sueños, ellas saben mucho de nosotros, quizá más que nosotros”. Si la palabra sabe más de nosotros que nosotros mismos es porque viene de una tradición de experiencia humana que nos supe­ra en el tiempo y en el espacio. Las palabras que hoy día pronunciamos son sobrevivientes de catástrofes históri­cas donde el latín pereció, pero estas palabras nos pre­ceden, nos presencian y se prolongarán mucho más allá de nosotros en el tiempo: podríamos decir que en cier­ta medida somos sus vehículos; no su fuente misma y mucho menos sus propietarios.

El hombre es el ser de la palabra, según Aristóteles y la tradición griega; pero cómo llegó la palabra hasta él es un enigma que Sócrates calificó de insoluble y ante el cual toda la ciencia de nuestra época sigue estrellando-

 

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se sin respuesta: sólo cabe interrogar tentativamente, admirar y seguir escuchando5. Como dice Steiner: “Po­seedor del habla, poseído por ésta, cuando la palabra eligió la tosquedad y flaqueza de la condición humana como morada de su propia vida imperiosa, la persona humana se liberó del gran silencio de la materia. O, para emplear la imagen de Ibsen, golpeado por el mar­tillo, el mineral insensato se ha puesto a cantar”.

En latín “he hablado” se dice “locutus sum”, que morfológicamente significa “he sido hablado”. Y Hei­degger decía: “El hombre no habla el lenguaje sino que el lenguaje habla al hombre”. Si aceptáramos que la len­gua nos circula como la sangre que nos sustenta, o bien nos penetra como el aire que respiramos, nos encontra­ríamos más abiertos a “ser hablados” por las lenguas antes que a hablarlas, a ser inspirados y aspirados por ellas antes que a aspirarlas o inspirarlas omnipotente­mente, como en vano tratamos de hacerlo. Por alguna razón los mayas decían en su idioma que la lengua era un sentido comparable a la vista o al oído. Precisamos reencontrar un aire más libre, donde las palabras, resti­tuidas a sí mismas, a su propia personalidad, nos sor­prendan y nos iluminen, conversen y se rían de nosotros y de ellas mismas con nosotros, en vez de ser exclusiva­mente nuestras mucamas, espías o niños mensajeros.

5 Un reciente artículo de Chomsky en Science procura determinar la distinción específica entre lenguaje humano y lenguaje animal, que él asigna a la capacidad de recursividad, propia solamente de los humanos, y no referida exclusivamente al lenguaje. Pero en cuanto al modo en que nace y evoluciona el lenguaje nada se adelanta en este artículo.

 

LA PALABRA AMENAZADA                                                                                   25

El lenguaje está antes y después de nosotros, pero también está, felizmente, entre nosotros. Es el tejido relacional del cual los otros dependen: un tejido fuerte y subsistente, y tan necesario a nuestras vidas como la nutrición. En otras palabras, es como el Verbo del Evan­gelio de Juan, del que se dice que “todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho fue hecho”. Naturalmente, la exégesis tradicional indica que Juan estaba hablando de Cristo al referirse al Verbo. Pero si Juan encuentra esta imagen para hablar de Cris­to muy bien puede ser porque al compararlo con la pa­labra, al llamarlo palabra, está diciendo también que hay una energía luminosa, universal e inagotable que Cristo -como todos los grandes maestros- comparte con el lenguaje. “El Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios”: en efecto, el lenguaje representa al Eros y es el Eros, el logro del encuentro en la comunicación verbal y el sustento relacional más profundo de la vida. “El verbo es la luz verdadera que alumbra a todo ser hu­mano que viene a este mundo”, dice Juan, significando que el lenguaje es, precisamente, ese don misterioso que comparte la especie y la ilumina. Y más allá: “En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres. La luz en las tinieblas resplandece y las tinieblas no prevale­cieron contra ella” 6.

6 Inversamente dice Nietzsche, consciente como era del poder de la palabra: “Mientras no destruyamos la gramática, seguiremos cre­yendo en Dios” -acaso un inconsciente y paradójico deseo, por parte de Nietzsche, de que Dios exista indestructiblemente, ya que, como dice Valéry, la sintaxis es un elemento constituyente del espíritu hu­mano; mientras haya humanos inevitablemente habrá gramática.

 

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En cuanto al sentido metafórico de las tinieblas de las que habla Juan, deberíamos disponernos a un esta­do de alerta, porque el hecho insoslayable es que estas tinieblas se ven representadas por la cultura global del capitalismo 7 salvaje que vivimos: una empresa destina­da a demoler nuestra conciencia del lenguaje, increíble­mente eficaz en este sentido. No estamos, por cierto, postulando la existencia de un conjunto de multinacio­nales perversas dedicadas a deteriorar el lenguaje, enarbolando programas específicos al respecto. Sí creemos que el presente sistema está claramente decidido a for­mar esclavos del trabajo, de la información y del consu­mo, y nada favorece y robustece más la esclavitud que la pérdida del lenguaje, de modo que todas las técnicas de reclutamiento y organización del trabajo, así como las de información y de la propaganda comercial apuntan, directamente o indirectamente a esa destrucción, y la implican. (Un ejemplo directo, aunque modesto, de esta situación puede ser la ofensiva estupidez de un reciente

7 Cuando hablo en este texto de una cultura enemiga del lenguaje me refiero en realidad a las tendencias dominantes del capitalismo glo­bal, y en particular a sus poderes propagandísticos, mediáticos e in­formáticos. Es evidente que los lenguajes naturales se desenvuelven en una cultura ambiental con la cual necesariamente interactúan. Ocurre que en general no se sopesa suficientemente el fundamento biológico del lenguaje cuando se lo describe como un factor más entre los constituyentes de una cultura. El lenguaje es la articulación más importante, misteriosa e impenetrable entre cuerpo y sociedad. Resulta una estimulante humillación para la inteligencia científica que aquello que nos diferencia de todas las otras especies animales se encuentre tan remotamente alejado de nuestra comprensión, en particular en lo que se refiere a su nacimiento y evolución.

 

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anuncio comercial que culmina machacando: “Porque lo único que importa es la cerveza”.)

Una cultura consumista se opone por esencia, es decir, necesita, por su propia naturaleza, oponerse a ese sistema gratuito de creación e intercambio de bienes que es el lenguaje: esa maravillosa feria libre en donde todos los días se acuñan nuevas expresiones y canciones, esa indetenible fiesta inconsciente que es el idioma colecti­vo. En esa fiesta no son los ejecutivos de las multinacio­nales ni las grandes figuras mediáticas ni los escritores consagrados, sino los niños y los adolescentes quienes ocupan anónimamente, irresistiblemente, la vanguar­dia, y lanzan, junto con las nuevas blasfemias y las nue­vas vulgaridades, como el trigo que no puede separar­se de la cizaña, las metáforas que luego ganan la calle y los medios y empapan toda nuestra vida de vigor, fres­cura y novedad.

Cuando palpamos la increíble estrechez de la fran­ja verbal de los diarios, la televisión y la literatura best-seller de nuestra época, cuando la conversación (una forma de poesía mutua si es verdadera) es desalojada violentamente de los lugares de encuentro por los alari­dos infantiles y patéticos del peor rock, cuando la letra de las canciones más populares desciende al infierno de la monotonía y la estupidez, es nuestro lenguaje (y a través del lenguaje nosotros mismos, en lo más profun­do de nuestra identidad) el que es atacado y destruido. Con razón Merleau Ponty -alguien a quien no pueden imputarse relentes de misticismo esotérico- decía: “El lenguaje, antes que un objeto, es un ser”. Y este ser se degrada inevitablemente con estos ataques. Fingir que

 

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no registramos esta degradación, que es también la nuestra, pretender que no la experimentamos, es crear una suerte de costra a nuestro alrededor que acaba por separarnos de nuestros propios deseos y de nuestra propia felicidad, porque el lenguaje, en su pureza y su vitalidad, es una de las mayores y más profundas fuen­tes de gracia, dignidad y felicidad en la vida humana.

Quiero decir que hay una ecología del lenguaje que tenemos que reencontrar, y ésta no es una empresa in­accesible. No se trata de velar por el casticismo o resu­citar vetustas academias o arcaicas ortodoxias. Cada vez que abrimos paso a la reflexión sobre el sentido es­condido de las palabras o a la ponderación de la sabia arquitectura de la sintaxis, cada vez que celebramos la gracia de un chiste verbal o de una adivinanza, una copla, una frase escuchada al pasar, cada vez que incu­rrimos en el lujo de ese paseo arqueológico entre ruinas maravillosas que es la etimología, estamos reviviendo la felicidad del lenguaje y la posibilidad de la poesía, que es la criatura más excelsa del lenguaje, su corona de estrellas.

Pero si esta cultura ataca la conciencia del lenguaje es, en gran medida, porque de algún modo se adivina que en ella, además de la fuerza refrescante de la poesía, reside la raíz de toda crítica. Para un sistema consumis­ta como el que nos tiraniza, es indispensable la reduc­ción del vocabulario, el aplanamiento y aplastamiento colectivo del lenguaje, la exclusión de los matices -que muchas veces significa el olvido de los propios deseos-y sobre todo, la pérdida del sentido del goce y la luci­dez que la lengua puede llegar a proporcionarnos. Por

 

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eso, la empresa consumista es enemiga frontal de la au­téntica expresión lingüística, que exige libertad, don de aventura y originalidad y desasimiento total de pautas exteriores para desplegarse en todo su esplendor.

 

4

El conflicto entre lenguaje y cultura

Esta situación, en realidad, no es demasiado nueva ni sorprendente. No es un azar que las Academias, en ge­neral custodias de la gramática y ajenas a las formas in­esperadas de la poesía, aparezcan en el cénit de las épo­cas imperiales. Cuando Platón expulsa a los poetas de la ciudad está reconociendo la capacidad de subversión que conlleva la poesía. La ciudad contemporánea no es ciertamente platónica pero sí patriarcal y autoritaria: sigue sospechando los conmocionantes poderes de la palabra poética y por eso la confina a las catacumbas. Al mismo tiempo, da rienda suelta a los mercaderes de la palabra calumniadora, del insulto, de la blasfemia y de la obscenidad. El espectáculo de la degradación del sexo y de la intimidad no se totaliza sino con el desfon­de y la violación de la palabra.

El espacio oficial de la palabra está hoy confinado a “los medios”, término cuya metáfora conviene cues­tionar. ¿Son realmente medios de información, comuni­cación o entretenimiento, como se pretendía en las épo­cas inaugurales? ¿No está suficientemente claro, por las desbocadas carreras tras el rating, por su sustitución al ámbito legal y judicial, por el carácter extorsionador con respecto a las figuras públicas, que los llamados medios son ante todo medios de poder? Los romanos

 

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hacían del circo un espectáculo para obliterar la vida política; los medios actuales montan el circo de la vida política y al circo la reducen. Pero la palabra entregada al poder no es lenguaje sino pura consigna, mandato, explotación, ajena a la preciosa libertad que es el desti­no profundo de la verdadera palabra humana. Y nunca como ahora cabe decir que el fin no justifica los medios.

Existe entonces una tensión en las relaciones entre cultura y lenguaje. En cierto modo, podemos decir que la cultura envidia al lenguaje su indetenible poder de re­generación. La violencia sobre el lenguaje, sobre el Eros que manifiesta el lenguaje, sólo puede venir de una po­derosa pulsión de muerte ambiental que tiende a mani­pular, deteriorar y tergiversar el sentido primero y ori­ginal de esa comunicación única, celebrante y placentera, que es el lenguaje en el mundo del Eros. El lenguaje con­grega y comunica, la violencia obtura y destruye. Cuan­do la violencia se apodera del lenguaje tenemos la re­petición compulsiva del insulto -nuestro sempiterno boludo-, la blasfemia de la agresión sexual -hijo de puta-, el incesto verbal -go fuck your mother. Cuando es el len­guaje quien se apodera de la violencia tenemos a Esqui­lo, a Shakespeare, a Quevedo, a Isaías, a Cristo: la mal­dición sacra, el exorcismo necesario, la expulsión de los demonios íntimos y sociales.

La palabra poética es violencia contra la palabra es­tablecida -pero se trata de aquella violencia que señala el Evangelio cuando dice que sólo los violentos arreba­tarán el reino. Walter Benjamin habla de los martillazos necesarios al escritor que debe forjarse un nuevo len­guaje golpeando a contrapelo la costra que ciega a la pa-

 

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labra desgastada por el uso, la máscara que ahoga a la palabra convencional, la rigidez que asfixia a la palabra burocrática. Todas estas trabas son arrancadas por ese golpe de luz que, como el viento que abre a la anémo­na, la poesía inflige a los sepulcros blanqueados de los lenguajes oficiales. Y la palabra resucita llamando y lla­meando nuevamente, recordando su origen y el nuestro.

Pero es necesario advertir también que la cultura masificante desconfía del lenguaje porque, como lo hemos dicho, la conciencia crítica de la lengua es el co­mienzo de toda crítica. Según Saussure, el modesto y misterioso suizo que funda la lingüística contemporá­nea, la lengua es el sistema social más poderoso porque está grabado fundamentalmente en el inconsciente. Por eso, para aparecer ante nosotros mismos, la primera re­cuperación que nos es obligatoria es el reconocimiento de nuestro lenguaje. Ésta es precisamente una de las más poderosas razones por las cuales las grandes cul­turas contemporáneas no favorecen el desarrollo de la conciencia lingüística o la restringen solamente al malabarismo de la propaganda comercial. Una cultura masi­ficante entorpece el acceso a los estratos más profundos del lenguaje y de su conciencia, transmite prejuicios sin delatarlos, empobrece el vocabulario u olvida sus re­frescantes orígenes.

Y precisamente porque se opone al lenguaje, la cul­tura contemporánea destruye el silencio, que es la con­dición primera y fundamental de la palabra genuina, la que viene de lo necesario y lo íntimo y no es simple re­sorte de respuesta mecánica. Una tecnología que es capaz de colocar un hombre en la luna pero que no al-

 

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canza a inventar silenciadores para las aspiradoras o para las cortadoras de pasto representa una cultura que detesta tanto el silencio como el diálogo vivificante y tranquilo que del silencio emana, y se encamina categó­ricamente a destruirlos. Lo vociferante de nuestras ciu­dades, los decibeles de una música deleznable que de continuo aturde y ensordece, desafiando e impidiendo toda forma de comunicación, son modos patentes de una violencia cada vez más invasora que sólo se sacia con la obstrucción de la conciencia, en particular de la conciencia que se alimenta de los poderes del diálogo sosegadamente nacido en el silencio.

Y esto no debe sorprendernos: la destrucción de la intimidad y la vida interior, ante todo la del adolescente, es una condición sine qua non para su adiestramiento posterior como títere del mercado y cliente fiel de la farándula. Estos desplazamientos forzosos en la batalla de la palabra contra el ruido, estos aturdimientos progra­mados no son inocentes. Implican una fiera voluntad de arrasar al otro en su fuero íntimo, el propósito de insta­lar el corazón digital y la implacable velocidad electróni­ca en el mundo de la mente, no acompañando sino sus­tituyendo violentamente y excluyendo para siempre los otros ritmos necesarios al corazón humano. Acaso no es un azar que en inglés, el idioma hoy globalmente domi­nante, no exista una palabra equivalente a callar8. Nada

8 Miguel Mascialino advierte que en hebreo y en alemán los térmi­nos referentes al silencio significan también calma y tranquilidad. En alemán, donde Stille es silencio, stillen significa asimismo calmar y amamantar.

 

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calla en el ritmo indetenible de la industria musical que se produce en los países anglosajones, y el horror al vacío impone no perdonar un solo hueco de atención pura y desnuda en la ruidosa selva de la ciudad con­temporánea.

 

5

Una riqueza inagotable

El lenguaje, don que no se puede perder, nos singulari­za como individuos; como dice Lacan, el sujeto se cons­tituye a través de la trama del lenguaje y gracias a éste. La identidad es una construcción interminable, del mismo modo que el lenguaje es una operación intermi­nable y está continuamente en perpetua renovación. Bien propio e inalienable, el lenguaje es también un re­ferente necesario para plasmar y sostener, no sólo la in­dividualidad propia, sino la del grupo.

Contrariamente a los bienes de consumo, el len­guaje jamás se agota, recreándose continuamente; por lo tanto, compite con ventaja con cualquier producto manufacturado. Es también un bien solidario: lo com­parte toda una comunidad, por un espontáneo sistema de trueque. Y por fin, es un bien absolutamente gratui­to, ya sea en su apropiación como en su circulación. En otras palabras, es un bien totalmente subversivo, por­que siendo como es, el bien más importante para los seres humanos -ya que es el don propio de la especie, el que nos diferencia de otros animales- su naturaleza se opone a la de todos los otros bienes de consumo, que en lugar de ser gratuitos, solidarios e inagotables son, sin excepción, agotables, costosos y no compartidos.

 

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En este sentido, el lenguaje es un amenazante peli­gro para la civilización mercantilista, por su estructura única e indestructible, que ningún mercado puede poner en jaque. Por eso, para los sectores del poder es perentorio, dada la resistencia del lenguaje, volverlo in­visible e inaudible, cortarnos de esa fuente inconsciente y solidaria de placer que brilla en el habla popular, en los chistes que brotan como salpicaduras en las conver­saciones entre amigos, en las nuevas canciones hermo­sas, en las creaciones auténticas que surgen todos los días en el patio de un colegio, en la mesa familiar, en la charla de un grupo de adolescentes.

Aunque, como todos sabemos, estamos viviendo una crisis profunda, algo posible en estas circunstancias (que no consista exclusivamente en culpabilizar a la otra mitad del país y nos dé un poco de aire para respi­rar) es considerar las cosas que son signos de indiscuti­ble energía a nuestro alrededor y orientarnos decidida­mente hacia ellas. Menciono una sola y extendida contravención a esta consigna que es pura sensatez de supervivencia. Una cierta y oscura omnipotencia nos da permiso cotidianamente para ver horas de televisión basura o leer las peores secciones de los diarios o escu­char los noticieros más sensacionalistas o la música más deleznable, acumulando de ese modo en nosotros mis­mos una enorme resaca de sedimentos espurios que nos va convirtiendo en seres opacos y carentes de toda energía y transparencia. Aun cuando nos creamos im­punes o invulnerables, nos estamos destruyendo nos­otros mismos, del mismo modo que se destruyen los que comen y beben irresponsablemente hasta destrozar sus cuerpos, sus vidas y las de los que los rodean.

 

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Estas formas de descenso de la conciencia son más frecuentes y extensas de lo que pensamos y van contri­buyendo en no poca medida a la hecatombe social que estamos presenciando. El deterioro del lenguaje -tanto del que hablamos como del que nos permitimos escu­char- es una forma de autodestrucción sumamente grave, sobre todo cuando acompaña, desde adentro, las enormes fuerzas de agresión externa a las que estamos diariamente sometidos. Es algo así como un suicidio no sangriento decidido como respuesta frente a la adversi­dad; es abrazarse al enemigo cooperando siniestramen­te con su tarea. Porque está claro que un sistema inicuo puede acorralar nuestros ahorros y nuestros proyectos personales o políticos sin que en gran medida podamos impedirlo, pero el desfondamiento del lenguaje, el acorralamiento de nuestra capacidad verbal, el aniquilarse de ese pacto gratuito de solidaridad, libertad y felicidad entre nosotros, no puede realizarse sin nuestro propio consentimiento y connivencia. Y ese autoacorralamiento expresivo, esa mutilación colectiva consentida de común acuerdo por los medios y por la gente, es una es­calofriante señal del suicidio masivo que estamos pre­senciando como si no fuéramos capaces de detenerlo.

La pelea por recuperar el dinero confiscado, justa y necesaria como es, puede derivar para muchos en la identificación profunda y exclusiva con su dinero, y allí sí que, aún recuperando el dinero, se pierde para siem­pre la identidad. Pero con el permiso que otorgamos a nuestros agresores para acorralar y devaluar nuestro lenguaje también estamos arriesgando y perdiendo nuestra verdadera identidad, esta vez de una manera

 

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innecesaria y autodestructiva. Podemos y debemos avergonzamos de la política y la economía de nuestro país y encolerizarnos con los responsables de su catás­trofe. Podemos y debemos perseguirlos política y judi­cialmente. Pero al mismo tiempo, de lo que no podemos ni debemos olvidarnos es de que sí podemos estar or­gullosos de nuestro lenguaje , y este orgullo, y la firme resolución de no dejar que aquél sea avasallado, nos hacen falta imperiosamente en esta hora de humillacio­nes y bochornos insondables.

 

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Una estrategia ecológica

Frente a la violencia contra el lenguaje, la estrategia a se­guir no consiste en la denuncia sistemática o en la cen­sura permanente de esta violencia, si bien tales activida­des, en general, no son prescindibles ni desdeñables. Nada más efectivo contra esa violencia que habituarnos a frecuentar las vías no violentas de la celebración del lenguaje entre nosotros. Es decir, explorar cuáles son las maneras de recuperación y escucha del lenguaje que nos lo vuelvan más íntimo, viviente y disfrutable, vol­viéndonos a nosotros, al mismo tiempo, más disfrutables, vivientes e íntimos.

Entre esas vías -que considero ecológicas porque preservan, protegen y estimulan el ser del lenguaje- se cuenta el refrescante descenso al aljibe etimológico, la pregunta por el origen de las palabras que las rescata en su savia histórica y semántica. Otra vía posible es asis­tir al diálogo de las lenguas como a un espectáculo de iluminaciones mutuas, una esgrima pacífica de lucidez y sabiduría complementaria. Finalmente, nos es necesa­ria la escucha atenta del lenguaje cotidiano, el prestar oídos a las novedades y hallazgos del habla coloquial e infantil y el recrearnos en el lenguaje como fuente de humor. Y siempre y ante todo, aproximarnos a la poe-

 

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sía como a la zona más alta y misteriosa del lenguaje, la comprobación más certera de su fuerza mágica y de los mundos de energía y libertad que a través de ella nos habitan.

 

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Babel y nosotros: el aljibe etimológico

Las lenguas son en cierto modo vastos seres que nos ro­dean y nos iluminan como grandes arcángeles vivien­tes: es necesario darles un espacio interior de acogida y estar dispuestos a escucharlas y prestarles atención. Y sobre todo es necesario escuchar, en las lenguas, el valor de imagen que transmiten las palabras, que originaria­mente, etimológicamente, son parábolas.

Cuidar, disfrutar, contemplar las palabras significa también poder reconstruirlas en su infancia, seguir su proceso significativo y metafórico desde el comienzo, sus ancestrales orígenes. Este cuidar por lo etimológico nos remite a etytmon, que significa, en griego, lo cierto; porque los griegos consideraban que lo cierto de una palabra es su origen, el momento inaugural en que fue­ron pronunciadas por primera vez. Para Nietzsche, apa­sionado filólogo, la etimología demuestra cómo las pa­labras supuestamente literales son en realidad antiguas figuras poéticas, fósiles prestos a resucitar: las verdades no son sino arcaicas metáforas olvidadas.

El proyecto etimológico representa una suerte de in­versión del mito de la Torre de Babel, que es una forma del mito del Progreso. Babel, como Prometeo, es el pro­yecto humano de arrancar a la potencia divina su capa-

 

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cidad creadora. El progreso, y sobre todo el progreso tecnológico, es una conveniente proyección de ese mito. Así como en el relato bíblico el castigo a la soberbia de los hombres consiste en la pérdida de un lenguaje único, el progreso científico y tecnológico consiste en gran medida, sobre todo en la era computacional, en el remplazo de la lengua natural por múltiples códigos, muchas veces ininteligibles entre sí. No tratamos de mi­nimizar, por cierto, la bienvenida inclusión en la cultura de vastísimos sectores marginales, gracias a la tecnolo­gía actual: simplemente consideramos aquí los aspectos ambivalentes de tal progreso. La computadora, por ejemplo, que representa indudablemente un avance crucial en nuestras posibilidades de organizar nuestra actividad intelectual e incrementar nuestra creatividad, es también un objeto excesivamente costoso y complejo que destituye a muchos, por motivos económicos o ge­neracionales, del ingreso pleno al ámbito de la comuni­cación social.

Lo mismo ocurrió, naturalmente, con la llegada del libro, que desterró en gran medida el espacio de la me­moria y la tradición oral, y sometió por un largo tiem­po a vastos sectores -en particular a las mujeres, pre­destinadas como analfabetas- al apartamiento cultural. Cada hito en el progreso tecnocultural marca así tam­bién la frontera de una nueva legión de destituidos y en ocasiones la pérdida de un rico territorio natural de en­cuentros humanos. El correo electrónico, entendido en general como intercambio telegráfico, suplanta a los epistolarios, fuentes de información y edificios de amis­tad irremplazable, así como el parloteo computacional,

 

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muestrario de ingenio y velocidad, sustituye el ritmo de los silencios que marcan el nacimiento de una intimi­dad -aquella que el tango memorablemente nombraba “nuestra timidez temblando suavemente en tu balcón”.

La torre que construye el proyecto etimológico es una torre inversa, de acceso al lenguaje común perdido y recuperación de su comunitaria sabiduría. Más que torre es un aljibe que busca el agua profunda en donde nuestros lenguajes se espejan y reconocen como vinien­do de un mismo linaje maternal. Mientras en ciertos as­pectos la tecnología exaspera las especializaciones y va fragmentando la conciencia humana en múltiples com­partimentos hiperracionales pero en gran medida inco­municables, la etimología abre brechas universales entre las barreras idiomáticas, y como un rabdomante explora las convergencias de los cursos subterráneos. Muchos de sus avatares pasan por las fronteras de una poética, no de lo irracional, pero sí de lo inconsciente. En lugar de desafiar el poder creador omnipotente suplantándo­lo, el etimólogo busca identificarse con la magia ances­tral de la lengua madre.

Karl Kraus decía: “Cuanto más de cerca contem­plamos una palabra, más lejos ésta mira”. Esta lejanía recuerda aquella que Walter Benjamin confiere al aura, al explicar que ésta se produce cuando nos creemos o sentimos mirados por un objeto o un paisaje, de tal modo que esta mirada nos obliga a nuestra vez a alzar los ojos y mirar. Cuando alguien, ser humano o ser ani­mado, nos obliga a alzar la mirada, se da la “aparición única de una realidad lejana”: es ésta una de las fuen­tes de la poesía. Lo que Benjamin dice genialmente del

 

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aura, la poesía y la visión, puede también trasladarse a la etimología, porque las palabras poseen un aura, en­lazada con su significado primigenio. También ellas miran de lejos si uno se les aproxima, como dice Kraus. Y esa mirada nos transforma. La mirada etimológica re­presenta nuestro encuentro con el aura de una palabra que es “la aparición única de una realidad lejana”.

Lo que significan originariamente las palabras se ha ido borrando en nuestra memoria a través del tiem­po y sobre todo debido a nuestra actitud, ese empeñar­nos en usar las palabras antes que interrogarlas con cui­dado, aprehendiendo su sabor primero-. Esto ocurre sobre todo si habitamos allí donde la cultura comercial no permite ni tolera el crecimiento de la conciencia de la lengua, una amenaza seria y cierta para un sistema que aspira a controlar y cotizar la información, junto con el placer de la comunicación y de la expresión, de una manera implacable y exclusivamente monetaria.

Nuestras raíces indoeuropeas

Los que trabajamos en ese terreno apasionante que es la etimología nos vamos apropiando de una herencia que es el derecho de todos nosotros, accesible a todos nos­otros. Nos valemos de algunas nociones básicas de la historia de la lengua, gramáticas y diccionarios para es­tudiar la genealogía de cada palabra. Por ejemplo, una gran cantidad de las palabras que usamos en el caste­llano provienen del latín, así como el francés, el italiano, el rumano y el portugués provienen también del latín por la fragmentación del Imperio Romano. Vamos tra-

 

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zando así una suerte de cuadro genealógico en el que nos remontamos cada vez más atrás en el tiempo. El latín a su vez forma grupo con otras lenguas como el griego, el eslavo y el antiguo germánico y así llegamos a una etapa anterior que podemos reconstruir gracias a los elementos comunes que encontramos entre lenguas aparentemente muy distantes. Es como si trazáramos nuestro ADN lingüístico mediante esta operación de ir filtrando hacia atrás, hacia el pasado, los elementos co­munes a todas nuestras lenguas.

Este idioma reconstruido hipotéticamente, del que no nos quedan documentos pero que debió existir, sin duda, ya que de otro modo no se explicarían las coinci­dencias sistemáticas que se dan entre estos grupos de lenguas, esta lengua originaria se llama el indoeuropeo. Cuando llegamos hasta el indoeuropeo nos encontra­mos con raíces de una gran riqueza que son como pre­cipitados semánticos de gran densidad, y de estas raíces podemos deducir de qué modo se fueron estableciendo las nociones más significativas que hoy guían nuestra existencia, las que hacen al cuerpo, a las relaciones hu­manas fundamentales, a las instituciones, a la historia y a las pasiones y los sentimientos.

Fundamental para establecer la existencia del indo­europeo fue el estudio del sánscrito, la lengua sagrada de los hindúes. A través de la comparación del sánscri­to con otras lenguas occidentales y orientales pudieron reconstituirse, hace dos siglos, las raíces del indoeuro­peo, y se pudo establecer que se trataba de una lengua común, hablada probablemente alrededor del tercer milenio antes de Cristo en la región de Anatolia (hoy

 

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Turquía). Sus elementos se recuperaron mediante leyes fonéticas muy precisas, recogidas en la Gramática His­tórica elaborada por una generación de lingüistas euro­peos -ingleses, alemanes y escandinavos- a comienzos del siglo XIX. Si bien, como lo hemos dicho, se trata de un descubrimiento en cierto modo comparable a la for­mulación biológica del ADN, debemos tener presente que lo que aquí estamos reconstituyendo es el código cultural de un grupo humano (es decir, no se trata ya de la especie, puesto que hay otros grupos lingüísticos no subsumidos en el Indoeuropeo) del cual descendemos, el grupo que somos. Así, la palabra que significa en es­pañol hermano era en sánscrito bhratar, en gótico brothar, en griego phrater, en latín frater. Del indoeuropeo así re­constituido pueden calcularse un léxico de cerca de 2000 palabras9.

En el juego etimológico se trata de establecer, o por lo menos hipotetizar, el tipo de razonamiento o de me­táfora que puede conducir desde el significado primiti­vo de una raíz, a los significados actuales, contenidos en la familia de las palabras derivadas. Como no siem­pre hay evidencias abundantes de las correspondencias etimológicas, a veces debemos remitirnos a las coinci­dencias nucleares entre varios diccionarios serios. Para garantizar la unidad de sentido de una raíz se necesitan suficientes ejemplos; lo ideal es contar con contextos donde el significado de un término se vuelva evidente

9 Particularmente interesante es la comparación de las raíces indo­europeas con las semíticas, entre las cuales también podemos hallar correspondencias muy significativas.

 

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a través de citas de diversos documentos. Pero también una cierta epistemología y una intuición primera es ne­cesaria: es notable cómo ciertos etimólogos, entre los más ilustres, consignan como meros homónimos a pa­labras cuya común raigambre semántica nos parece pa­tente desde una óptica contemporánea.

Podemos proponernos dar un pequeño paseo ar­queológico por algunas palabras, un paseo a través de esa especie de jardín de estatuas que se animan de una manera sorprendente a nuestro paso si las miramos desde esta pregunta etimológica, que es mucho más re­volucionaria de lo que suele imaginarse. Con Miguel Mascialino, con quien hace tiempo estamos trabajando este tema, y con quien aprendemos y nos sorprendemos y nos divertimos enormemente en este contacto germi­nal con las palabras, hemos seleccionado un grupo de términos que demuestran hasta qué punto el etymon, lo cierto de cada palabra, contradice muchas veces la es­pesa apariencia de significados convencionales que van acumulándose en torno de ella, por virtud de una so­ciedad represiva y bienpensante y de una conciencia nublada acerca de los valores profundos del lenguaje.

Lo que saben las palabras

Naturalmente, la etimología contemporánea no procu­ra restaurar arquetipos esenciales a través de su buceo histórico: antes bien, procura desenterrar la serie de alienaciones colectivas por las cuales ciertos sentidos preciosos -o terribles- se nos van perdiendo y escapan­do con el correr del tiempo. ¿Qué significan originaria-

 

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mente las palabras con las que designamos los aspectos más importantes de nuestra vida, las actividades cor­porales, la organización de la familia y la sociedad, la estructura del lenguaje, nuestro cuerpo y nuestros pro­pios sentimientos? ¿Por cuáles símbolos están oculta­mente habitadas las palabras más decisivas de nuestra cultura? ¿Cuáles son los prejuicios de que nos alimen­tan inconscientemente las palabras?

Tomemos por ejemplo la palabra familia. ¿De dónde viene familia? Quizás alguno de entre nosotros recuerde que en una época, en ciertos medios sociales, se llama­ba a las empleadas domésticas fámulas, es decir, sir­vientas. En latín, famulus significa esclavo. Las familias romanas, que eran familias extendidas, donde vivían conjuntamente muchos parientes de distintas generacio­nes y diferentes grados de consanguinidad, albergaban también a los esclavos, y una famulia o familia es en rea­lidad, lingüísticamente, un conjunto de esclavos. Porque lo que les interesaba a los romanos no era tanto destacar los vínculos parentales entre parejas o padres e hijos, sino el poderío económico-social que revelaba el núme­ro de esclavos que como grupo de producción y servicio cada familia poseía. De modo que cuando hoy decimos por ejemplo familia cristiana estamos hablando, etimoló­gicamente, de un conjunto de esclavos cristianos, o un conjunto cristiano de esclavos, como se quiera.

Lo interesante es que la Iglesia, que apoya a la fa­milia como baluarte central de sus prédicas sociales, jamás cuestionó ni transformó la palabra familia -jamás la escuchó profundamente, diríamos. Como el cristia­nismo, además, dice en principio oponerse a la esclavi-

 

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tud, llegamos así a una cierta contradicción, que sin em­bargo nuestras normas lingüísticas conservan y preser­van hasta nuestros días. Pero el hecho de que familia, originariamente, signifique un conjunto de esclavos, in­dica que en el mantenimiento de la palabra y en la for­mación misma del concepto y de la institución, los lazos económicos y/o de poder fueron más significativos, con todo, que los lazos de la sangre, y que lo esencial, antes que asegurar la protección paternal o el amor ma­terno o la legalidad reproductiva, ha sido -y probable­mente lo es todavía, en gran medida- garantizar el orden de una unidad infraestructural de servicio fun­damentalmente no mutuo. La verdad subsistente de esta historia no deja de iluminar con ironía los reclamos eclesiásticos por el mantenimiento del orden familiar o expresiones tan paradójicas como La Sagrada Familia. También podemos explorar el pasado en busca de una explicación de la presencia de lo paternal en patri­monio. Antes del advenimiento del mundo moderno, la propiedad, legalmente, era sólo privilegio del varón, en particular del padre. En alemán, patrimonio y herencia son la misma palabra, erbgut. ¿Por qué se habla -al lado de lengua materna- de casa paterna y más raramente de casa materna, de patria y no de matria? ¿Acaso como compensación al sexo fuerte por todo lo que se arroga la maternidad como valor en nuestra cultura? Sin em­bargo, las universidades, instituciones fuertemente pa­triarcales -recordemos simplemente la fecha excesiva­mente tardía en que las mujeres fueron admitidas en ellas- son llamadas Alma Mater. El matrimonio, por otra parte, es la institución que legaliza la maternidad. Y

 

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mientras el lenguaje muestra que en su origen el varón reclama su supremacía en la herencia, existe una rela­ción etimológica profunda e indudable entre madre, ma­teria y madera y aun más, entre amamantamiento y amor. (Probablemente, a través de estas derivaciones, no sea demasiado difícil decidir quién se ha quedado con la mejor parte.)

Soltero significa originariamente solitario. Spinster, mujer soltera en inglés, se refiere originariamente a la que hila (spinweb significa tela de araña). En la Edad Media las mujeres solteras sólo podían dedicarse a hilar para mantenerse económicamente: la hostilidad con que se retrata a la bruja que se disfraza de hilandera en La Bella Durmiente era también una especie de adver­tencia amenazante con respecto a la suerte que corrían las mujeres que no encontraban marido, con el rechazo social aparejado por esa situación, considerada enton­ces denigrante.

Parábola -un término griego- se analiza originaria­mente como para-bolos -un objeto que se arroja al lado de otro para establecer una relación de comparación entre ellos. Lo interesante es que la misma palabra pa­rábola nos revela el proceso de creación de las palabras nuevas, que en general aparecen como términos de comparación con cosas que ya se conocen o se poseen. Y lo importante es que el punto de arranque resulta siempre algo muy concreto de la realidad; por ejemplo, algo que nos remite a la naturaleza o a nuestro cuerpo, que es también parte de la naturaleza. Este aspecto, el origen corporal o natural de las palabras que emplea­mos todos los días, es sumamente intrigante y rico en

 

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implicaciones para todos los que aspiramos a entender algo más acerca de la mente y la vida humana y a esto quisiera ahora referirme con cierto detalle.

Por ejemplo, cuando decimos palabras tan distin­tas materialmente como jefe, capataz o capitán, estamos evocando en todos estos casos, a partir de una larga evolución lingüística, un solo término, la cabeza, caput en latín, porque es la cabeza la que gobierna y se en­cuentra en la zona más prominente en nuestro cuerpo. Lo mismo ocurre con cabecilla, que es también caudillo. Estos valores metafóricos se han embotado en nuestra percepción debido al tiempo y al empleo cotidiano; ya nadie imagina la conexión entre estos términos, bien atestiguada en los diccionarios y en los textos de filolo­gía. Pero sobre todo, hay que resaltar que estos puentes de sentido se han perdido por nuestra incapacidad de ver en la lengua algo más que un instrumento de co­municación y por el modo en que violentamos nuestro contacto profundo y natural con ella.

El cuerpo diminutivo

Acaso aquello que mejor se opone a la violencia no sea meramente el sosiego, la serenidad de la paz interior, sino la ternura -es decir, la paz que se apoya y se en­vuelve en la ternura. Así como la violencia es el filo de la agresividad, la ternura es la medida protectora del amor. Muchas de las palabras que designan en español los ór­ganos o partes del cuerpo provienen de nombres que en latín llevan un diminutivo: en nuestro lenguaje hay algo así como una conciencia maternal del cuerpo. Es como si

 

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el cuerpo fuera visto con cierta ternura o cuidado, como cuando miramos a los niños. Así, la palabra oreja signifi­ca en realidad -etimológicamente- pequeña oreja -aures + cula: aurícula, orejita. Lo mismo ocurre con ojos, que viene de oculos: pequeños huecos; a su vez, rodilla viene de rotula, pequeña rueda.

Pupila quiere decir originariamente pequeña muñeca (la raíz pup aparece también en francés poupée, inglés puppet, holandés pop). Notemos que en español se llama también a las pupilas niñas de los ojos, porque se presta atención a aquello que se ve reflejado en las pupilas, es decir, formas semejantes a muñequitas. El francés no mantiene esta imagen pero elige también un gracioso di­minutivo para designar a las pupilas: prunelles -esto es, ciruelitas. El holandés oogappels, y el alemán augapfel, manzana de los ojos, también eligen, esta vez sin dimi­nutivo, una imagen frutal para designar a las pupilas.

Notemos por otra parte el significado de testículos: los testigos -los pequeños testigos de la virilidad. Según la costumbre romana, los testigos debían jurar con la mano sobre los testículos -razón por la cual las mujeres no podían dar testi-monio. Hay una curiosa familia de palabras que reúne términos tan interesantes como testí­culo y detestar -que significa originariamente denegar el carácter de testigo y/o heredero (de un testamento) a alguien, ya que des- o de- es un prefijo negativo (como lo vemos en des-astre, de-fenestrar, des-esperar). Puede de­cirse así sin incurrir en feminismo exagerado que, por el hecho de ser rechazadas como test-igos, las mujeres eran de-test-adas en el mundo romano.

 

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El sabor del saber

Parecería que desear (de de-siderare) tiene una formación análoga a la de con-siderar, actividad del que va con las estrellas, es decir, las consulta al caminar o navegar o pensar -considerar el rumbo es acordar el timón al curso de las estrellas. El que de-sidera deja de ver su camino en las constelaciones. Al no estar en los astros, busco y echo de menos o constato la ausencia de aquello que deseo, dice el diccionario: el que desea es así aquel que experimenta una falta o ausencia.

Del latín scio, scire, cortar, desmenuzar (en francés scie significa serrucho; recordemos scissors, tijeras en in­glés) viene ciencia; de sapio (gusto) sabiduría y sapiencia. Saber se relaciona con sabor o sea, con gusto. El español subraya el placer o el gusto que podemos encontrar en el conocimiento. Mientras la ciencia fragmenta y anali­za, la sabiduría se goza y complace con el sabor de las cosas. Saber, que desciende del indoeuropeo sap, latín sapere, significa tener sabor, tener gusto (saber a), tener discernimiento. Sápido es lo que tiene gusto, lo sabroso, insípido lo que no. Sap, la raíz indoeuropea, significa jugo de planta -acaso de la vid, porque sapa significaba vino cocido en latín. Recordemos asimismo sus descen­dientes savia en español, sève en francés; evidentemen­te, estaba también relacionada esta raíz con la experien­cia gustativa. La energía de esta raíz es muy fuerte: sap significa hoy día jugo de fruta en holandés. El español, con su sabiduría, subraya o retiene el placer o el gusto que podemos encontrar en el conocimiento.

Habría que comparar sabio con su equivalente in­glés, wise, que proviene de una raíz *woid, *weid, *wi (el

 

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asterisco señala que se trata de formas indoeuropeas re­construidas), relacionada con el griego oída, aspecto per­fecto del verbo que significa ver, como video en latín. Wisdom se relaciona con ver; es la visión, la forma de ver que produce la sabiduría. Las lenguas asociadas con el latín conectan el saber y la sabiduría con el gusto, las ger­mánicas con la visión. En general, las lenguas latinas de­muestran preferencia por imágenes que están más cerca de la experiencia concreta: la vista es un sentido más in­telectual y más pasible de abstracción que el gusto.

La misma distinción entre una perspectiva más in­telectual y otra más sensorial y sensible se ve también en la diferencia de hombre (de humus, barro) y man, que muchos estudios etimológicos correlacionan con mente. En hombre o en humano está patente el vínculo que nos une con la naturaleza; en man-mind, el que nos distin­gue como especie, separándonos de las otras especies animales. En El Laberinto de la Soledad, Octavio Paz 10 dice que el mejicano se siente oscuramente parte de un todo, mientras el estadounidense se encuentra arrojado a un universo que debe inventar. La etimología parece darle razón: entre la distinción de hombre y man discu­rre, precisamente, esa significativa diferencia.

10 “En el Valle de México el hombre se siente suspendido entre el cielo y la tierra y oscila entre poderes y fuerzas contrarias, ojos petrifica­dos, bocas que devoran. La realidad, esto es, el mundo que nos rodea, tiene vida propia y no ha sido inventada, como en los Estados Unidos, por el hombre. (…) En ese país el hombre no se siente arran­cado del centro de la creación ni suspendido entre fuerzas enemigas. El mundo ha sido construido por él y está hecho a su imagen: es su espejo. Está solo entre sus obras, perdido en un ‘páramo de espejos'” (Octavio Paz, El Laberinto de la Soledad, p. 19, FCE, 1970).

 

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En síntesis, la etimología es un camino de recupera­ción de memorias ancestrales de las que todos proveni­mos sin darnos por enterados, como aquel hombre que, según Pablo de Tarso, mira su rostro en un espejo para luego olvidarlo. Pero cuando advertimos que en la copla hay cópula y en el coito (co-itum) un haber ido juntos; cuan­do nos percatamos de que en la melancolía y en la cólera confluyen la bilis negra y la bilis roja (el kholos griego) y de que la raíz de orgía y de orgasmo es la misma que la de orgullo, una puerta se abre interiormente en nosotros que ya no podrá cerrarse más. Y lo mismo ocurrirá cuando sepamos que la libido confluye con el amor en alemán (Ich liebe dich: te amo; con razón decía Freud: “La libido es la energía que tiene que ver con todas aquellas pul­siones que se relacionan con el amor”) pero también con nuestra libertad -porque el lenguaje mismo parecería ser quien nos está diciendo que el amor nos hace libres y la libertad nos hace amables. El lenguaje se vuelve enton­ces un espejo oracular en el que podemos reflejarnos in­definidamente y en donde siempre encontraremos, in­agotables, nuevas respuestas y nuevos enigmas.

 

8

El diálogo de las lenguas

Las lenguas no son sólo construcciones verbales especí­ficas, sino que acarrean con ellas la experiencia de cada nación, experiencia única para la cual existen, por cier­to, leyes de traducción y validación en otras lenguas, sin que esto implique eliminar, sin embargo, un residuo intransferible que constituye lo precioso, lo único y ne­cesario de cada lenguaje, lo que cada uno aporta irre­emplazablemente a la mente universal. Lacan ha llega­do a decir que el único saber sigue siendo el saber de las lenguas. Las lenguas orientan, fijan y limitan nuestro horizonte cognoscitivo: los celtas no conocían lingüísti­camente la diferencia entre el verde y el azul; ante la muerte, los yamanas -que carecen del verbo morir-dicen que los hombres se pierden, pero los animales se rompen; y los esquimales poseen decenas de términos para designar la nieve en sus diversos estados, pero ca­recen de una palabra específica que sirva sólo para de­signar la nieve como un concepto general, subyacente a estas diversas manifestaciones.

Como ya hemos dicho, no se trata sólo de hablar una o más lenguas, sino de saber escucharlas, empe­zando por la propia, que hemos aprendido a desaten­der a fuerza de su desgaste por el uso y abuso. Pero además hay que hacerlas dialogar entre sí, del mismo

 

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modo que los anfitriones presentan a los amigos para alcanzar la diversidad y la plenitud de la fiesta. Así como Baudelaire pudo hablar de esa catedral del alma humana donde “les parfums, les couleurs et les sons se répondent”, podemos hablar también de un espacio donde las lenguas que conocemos entrecruzan miradas y lla­mados y el alma del mundo, del conocimiento y el amor humano resuena con ecos, sobreentendidos, guiños y centellas misteriosas en la noche. Es así como muchas veces el destello peculiar de una palabra, su música pe­culiar, se percibe mejor al confrontárselo con las pala­bras equivalentes en otras lenguas. Insuperablemente lo dice Alfonso Reyes: “A veces lamento hablar en español: escuchado desde la otra orilla debe ser algo incompara­ble, lleno de chasquidos y latigazos, terrible carga de ca­ballería de abiertas vocales, por entre un campo erizado de consonantes clavadas como estacas”.

Existen sectores del vocabulario, sumamente revela­dores, donde las lenguas se contraponen y/o se comple­mentan, y de acuerdo con su idiosincrasia, iluminan cier­tos aspectos de las mismas cosas antes que otros, o bien carecen de una palabra propia para un concepto o senti­miento que en otras lenguas resulta fundamental, o bien la connotación y el matiz son distintos, o bien la imagen o metáfora que implica la palabra es totalmente otra. Ésta es una de las maneras más gratificantes de escuchar las lenguas, pero se requiere cierta afición, ejercicio y gusto para poder realizar esta delicada operación de escucha.

Aunque establecer estas comparaciones puede pare­cer algo infantil, es interesante darse cuenta de los hue­cos y destellos que se producen en estos diálogos de len­guas, donde de pronto una de ellas avanza y arroja su

 

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dardo con más precisión o gracia y hondura en la ima­gen que hay que crear o evocar, y nuestro espejo inte­rior se ilumina y apaga intermitentemente con estos re­flejos que acompañan el léxico bilingüe o multilingüe como un gran mosaico con sus luces y sombras.

Lo que dicen y callan las diversas lenguas

Una de las consecuencias favorables de la explosión del inglés como lengua global reside en el hecho de que todos aquellos que lo aprenden como segunda lengua están inevitablemente expuestos a desarrollar un segun­do oído interior, por el cual las comparaciones léxicas, por inconscientes que aparezcan, son potencialmente conductos de una percepción más clara y aguda de los distintos valores de representación que se dan en dife­rentes lenguas. De este modo, nuestras palabras ad­quieren impensadamente perfiles y brillos u opacidades inusitadas al compararse con sus equivalentes -muchas veces sólo aproximativos- en las lenguas que vamos in­corporando. Por ejemplo, nosotros decimos mesa de luz allí donde el inglés dice Night-table -mesa de noche, como el alemán nacht-tische y el francés table de nuit. Donde el español ve una lámpara, los otros ven la oscuridad del sueño: el mismo objeto evoca sensaciones opuestas.

Los ingleses hablan en sentencias (sentences), es decir, que se sienten jueces dirigiéndose a acusados; nosotros, en oraciones, dirigiéndonos como creyentes, a través de nuestros interlocutores, a Dios; más prácticos y raciona­les, los holandeses hablan en significados (zinnen); y los franceses, típicamente, incurren en frases (phrases), ya que la frase es la unidad rítmica fundamental. Metafóri-

 

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camente, el inglés considera el acto de hablar como un juicio, el holandés como una afirmación de sentido, el francés como una danza y el español como una ocasión de rezar, de hablar -con Dios primero. (¿No dice Anto­nio Machado: “Quien habla solo espera hablar con Dios un día”?).

Es verdad que originalmente oratio en latín signifi­caba todo discurso -incluyendo el religioso, entre otros. Una diatriba de Cicerón era también una oratio, palabra que se relaciona con boca, ya que proviene de os-oris (de donde surgen también oralidad, oráculo, etc.) En el habla se esconde algo sagrado: rezar y recitar descienden de la misma raíz. Asimismo, la palabra sermón deriva de sermo (y su raíz está también presente en el inglés ser-ment, juramento): en latín, significa simplemente palabra. Es decir que, para ciertas culturas, toda palabra puede ser considerada amonestación o juramento de verdad. Queda claro entonces que las connotaciones religiosas de las palabras que designan el acto de hablar en sus di­ferentes variedades son muchas, diversas y significati­vas; estos ejemplos muestran ante todo que siempre se ha sentido que el lenguaje es una actividad seria y sa­grada. En alemán Rede significa lo que se habla -y tam­bién argumento (de allí redeneren, argumentar en holan­dés) o explicación (rede stellen en alemán): no hay que olvidar que el término se relacionaba, en sus orígenes, con la explicación de la Biblia.

En otros aspectos ocurre que el español es más des­confiado, sarcástico o decididamente prosaico que el in­glés. Así, el inglés toma fotos (to take a picture); el español, advirtiendo la posible rapacidad o intrusividad del fo-

 

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tógrafo, dice que las fotos, aparte de tomarse, se sacan. Los quehaceres y negocios cotidianos son para el espa­ñol ocupaciones, es decir, invasiones del mundanal ruido o conquistas del espacio exterior, en inglés tal prejuicio no existe, pero la palabra errands parece predicarse de un sujeto desasosegado y errático. El inglés no conoce un término equivalente a trabajo; labor indica ante todo las relaciones institucionales que el trabajo crea, y tam­bién los dolores de parto. Recordemos que trabajo deri­va de tripalium (palabra derivada a su vez de tres palos, que fue primero una suerte de yugo para uncir a los animales y luego una forma de tortura aplicada en tiempos medievales, que conducía a la rotura de los huesos del supliciado). Mientras que en español y en francés (travail) el sentido penoso y explotativo del tra­bajo está presente -etimológicamente-, el inglés subra­ya su creatividad en work: las obras de Shakespeare son los trabajos de Shakespeare -es decir, no hay diferencia entre trabajo y obra para los anglosajones.

La sutileza fonética del inglés, con sus numerosas vocales, contrasta a veces con la falta de matices en cier­tos significados para nosotros sumamente relevantes. No hay distinción en ese idioma que equivalga a las que el español traza entre suave y blando, honesto y honrado, temor y miedo, cólera e ira, ser y estar. Es verdad que nos­otros, a nuestra vez, carecemos de la importante grada­ción afternoon-evening; pero en inglés no existen verbos como nuestro amanece, atardece, o anochece; ni tampoco ambiente. Nosotros diferenciamos piernas y patas, distin­ción que no sólo separa a humanos y animales, ya que nuestras sillas tienen patas y nuestras lámparas pie, di-

 

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vertida zoología mobiliaria que no acontece en otras ór­bitas. Naturalmente, en cuanto a sutileza, no cabe gene­ralizar: ciertas preciosas significaciones ocurren sólo en inglés. Por ejemplo, nosotros no podemos decir algo tan especial como serendipity, que significa la aptitud para realizar accidentalmente descubrimientos afortunados. Cariño no es lo mismo que affection; pero también es cier­to que anger es más y mejor que enojo o irritación o mo­lestia; como nightingale (la flauta en la noche) es más ins­pirada que nuestro ruiseñor: el señor Ruiz (o sea, el señor rojo). Pero reparemos asimismo en que no puede decir­se en inglés, como observaba Borges “estaba sentadita” 11; y tampoco hay palabra inglesa equivalente a llanto.

Curiosamente -o acaso sintomáticamente- el inglés, como ya lo hemos dicho, no tiene un verbo que signifi­que callarse: to keep silent significa permanecer silencioso, que no es lo mismo; o bien tenemos que recurrir a algo tan brutal como el imperioso shut up, casi equivalente a cerrar el pico. La interesante distinción entre lengua y len­guaje no existe en inglés. Nosotros soñamos con alguien, como si ese alguien fuera conjurado por nuestro sueño y nos acompañara; en inglés to dream of, literalmente, sig­nifica soñar acerca de alguien, como alguien que escribe una composición sobre un tema dado. Del mismo modo,

11 “Cada idioma tiene alguna posesión secreta. Uno puede decir en castellano, ‘estaba sólita’; eso podría decirse en inglés: ‘she was all alone’. Pero, ¿cómo decir ‘estaba sentadita’? Yo creo que no puede decirse en otros idiomas, porque sentadita significa que una persona está sentada y al mismo tiempo se expresa la ternura y el cariño que uno siente por ella: ésta es una posibilidad del idioma castellano.”

 

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nosotros pensamos en alguien o en algo, como si nos in­ternáramos o sumergiéramos místicamente en ese obje­to de nuestro pensamiento; más objetivo, distante y neu­tral, nuevamente, el inglés thinks of someone or something. Pero en castellano carecemos, significativamente, del verbo intrude, que en tantos casos nos describe fielmen­te, así como en inglés brilla por su ausencia, conspicua­mente, el equivalente de nuestro verbo agredir.

El inglés introduce a sus amigos; nosotros, más gen­tilmente, los presentamos (como presente significa tam­bién regalo, podemos decir que los regalamos). No hay equivalente exacto en lengua inglesa para nuestro pre­senciar (carente de su natural contraparte, ausenciar); en inglés no presenciamos sino que atestiguamos (witness) un acontecimiento determinado. Mientras la presencia con que presenciamos en español parece flotar amable­mente alrededor de un suceso, el testimonio con que se lo atestigua en inglés tiene algo del control remoto del Gran Hermano. Mientras los anglohablantes tienen infar­tos (he had an infarct) o mueren en accidentes (he died in an accident), nosotros, más psicoanalíticamente, hacemos un infarto o nos matamos en un accidente. Mientras ellos hacen decisiones (to make a decision), nosotros las tomamos. Las cosas suceden (happen) en inglés, llegan (arrivent) en francés y pasan, simplemente, en español. Pero el inglés distingue entre to wait for y to hope for, que el español confunde en esperar 12.

12 Hay quienes aprecian este rasgo del español, como André Gide en esta frase que sirve de epígrafe a La sala de espera, de Mallea: “Que-lle belle langue que celle qui confond l’attente et l’espoir!”

 

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La palabra querer es de la misma familia romance que inquirir o requerir, significa -etimológicamente- bus­car o preguntar acerca de algo o alguien. La palabra equivalente want, en inglés, significa que carecemos de algo que estamos necesitando. En español buscamos, deseamos; en inglés necesitamos. Los franceses no dis­tinguen, en aimer, amar de gustar, la misma palabra de­signa nuestra relación con un amante o con un bombón. Como ya se ha observado alguna vez, esta frivolidad aparente de los franceses ha tenido con todo consecuen­cias positivas, ya que los empujó a acuñar la expresión faire l’amour -hacer el amor- que, transportada a otras len­guas, nos exime de las vulgaridades, agresiones o eufe­mismos científicos con que suele designarse esta mara­villosa actividad.

En una obra de teatro, García Lorca hace decir a uno de sus personajes, del cual se sospecha que mantiene una relación prohibida: “Hay una cosa en el mundo que es la mirada”. La mirada por sí sola, aun sin las palabras, es suficiente testigo de esta relación secreta y apasionada. En inglés esto resulta indecible: look tiene la precisión en­tomológica del que ensarta con los ojos un insecto, no la extensión y la grave intención de la mirada española, cuyo ámbito amplio y prolongado no coincide tampoco con el de gaze o el de glance. Cuando nosotros pregunta­mos: “¿Cuál es la gracia?”, la óptica anglosajona clava su alfiler: “What is the point?” Y algunas de sus metáforas no son particularmente halagüeñas para los hispanoha­blantes: spaniel -obviamente relacionado con español, Spanish- significa perro de aguas y también persona servil. Además, Spaniard es el único gentilicio en inglés que

 

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rima a la vez con bastard y coward, analogías no demasia­do confortables o halagüeñas a nuestros oídos.

Pero no son todas desventajas las del inglés: como lo advirtieron muy bien, en un memorable diálogo, Jorge Luis Borges y Victoria Ocampo, duchos en mate­ria de traducción anglohispánica y autores ambos de al­gunas de las mejores traducciones que se han hecho del inglés al español, en nuestro idioma no podemos decir palabras tan preciosas como haunt -algo así como habi­tar u obsesionar hechizadamente- o bien uncanny, un término tan necesario y escalofriante como imposible de traducir13. Y cuando comparamos el elegante nightgown inglés y la sensual chemise de nuit con nuestro burdo ca­misón, no podemos sino lamentar y deplorar nuestra evidente desventaja en estas sensibles materias.

Músicas intransferibles

Estos residuos, estos imponderables irreducibles se per­ciben sobre todo en la poesía, porque son los poetas

13 Transcribo este párrafo: victoria ocampo: -“… ¿Por qué no existi­rá esta palabra haunted en español? ¿Es que ningún español o nin­gún hispanoamericano ha sentido la necesidad de inventarla?” borges: -“Estoy plenamente de acuerdo con usted. Creo que palabras como haunted, uncanny, eery, no existen en otros idiomas porque la gente que los habla no ha sentido la necesidad de inventarlas, como usted dice. En cambio tenemos en inglés o en escocés la palabra un­canny y en alemán la palabra análoga unheimlich porque esa gente ha necesitado esas palabras, porque ha sentido la presencia de algo so­brenatural y maligno a la vez. Creo que los idiomas corresponden a las necesidades de quienes los hablan, y si a un idioma le falta una pa­labra es porque le falta un concepto o, mejor dicho, un sentimiento.”

 

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quienes están llamados naturalmente a realzar esa pre­ciosidad única de los lenguajes que hablan a través de ellos. Por ejemplo, la potencia poética del inglés es ex­traordinaria: yo recuerdo un pasaje del filósofo francés Jacques Maritain en donde él sostiene, sorprendente y muy persuasivamente, la superioridad musical del in­glés sobre el francés. De modo que, si nuestros chicos aprenden inglés porque quieren o deben manejar com­putación o cantar letras de rock, aun si estas activida­des son en gran medida impuestas por los mercados externos, como todos lo sabemos, bienvenido sea ese inglés donde podemos decir con Eliot: “If you came by night like a broken king / If you came by night not knowing who you are”.

El poder del inglés, como ya lo vio Borges, reside en la fuerza concisa de sus monosílabos, que retumban en los versos yámbicos como martillazos de luz en medio de la noche. Pero en cambio el inglés no puede decir, con la claridad oscura y siniestra de Quevedo: “Mi corazón es reino del espanto”, un verso absoluto y también totalmente intraducible.

Y el español no puede decir, y tampoco el inglés, lo que dice desde el francés Marceline Desbordes Valmore: “Quand les cloches du soir, dans leur lente volée / feront descendre l’heure au fond de la vallée”.

Quiero decir, con estos ejemplos, que la música poética de cada idioma es intransferible, y conviene co­locarse en el ánimo de poder admirarlas a todas y a cada una en su particular esplendor. En otras palabras, hay muchas moradas en la casa de la poesía humana y nos conviene recorrerlas en la medida de todas nuestras po-

 

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sibilidades, del mismo modo que nuestra educación musical no puede contentarse con Bach o con Mozart o Chopin o Rachmaninoff o Debussy o Piazzola o Yupan-qui, sino que debe aprender a expandirse y gozarse con todos ellos. De modo que bienvenido el inglés junto con todas aquellas lenguas que nos ayuden a ampliar nues­tra acústica poética.

Y agradezcamos asimismo a nuestra historia, que nos permitió y nos permite albergar una tan rica diver­sidad de lenguas, desde el inglés al italiano pasando por el francés, el guaraní, el iddish y tantas otras len­guas que se mantienen vivas en nuestra sociedad y en nuestra experiencia. La oreja argentina es una oreja poliglótica y admite y absorbe préstamos e imágenes que van paulatinamente confiriendo una tonalidad particu­lar a nuestro hablar, del mismo modo que las grandes lenguas europeas se revelan como poderosas fusiones de familias lingüísticas muy diferentes: la céltica, la la­tina y la germánica, entre muchas otras.

 

9

 

La otra cuesta de la ladera

Este recorrido acerca de las posibilidades de escucha y contacto entre el español y las lenguas del mundo no puede terminar, sin embargo, en una nota superficial­mente optimista. Entre las muchas ruinas a lo largo de las cuales nos vemos obligados a caminar en estos días, es en el lenguaje donde avanza más visiblemente una suerte de descuido colectivo que yo llamaría criminal. El castellano, que en esto se aparta del francés y del inglés, que carecen de equivalencias literales, registra las malas palabras. Recuerdo una vez haber leído en un tranvía en Barcelona, en épocas de Franco, todo a lo largo de la carrocería exterior, el siguiente cartel: Prohi­bido Blasfemar. Algo en la disposición y la magnitud del cartel parecía implicar que la consistencia misma del vehículo sería fatalmente vulnerable a las andana­das blasfematorias de los amortiguados ciudadanos ca­talanes que en él transitaban. A pesar del decorado almodovariano de esta anécdota, lo más gracioso en ella era la parte de verdad que se ocultaba detrás de la si­niestra escenografía. La etimología nos dice que blasfe­mar se relaciona etimológicamente con lastimar, del mismo modo que insulto es una suerte de asalto en lo in­terior. La palabra mala, la agresión verbal desenfrenada es inminencia de ataque físico y ataque en sí.

 

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No sólo es la blasfemia sino la palabra pobre, desen­tonada o destemplada la que reduce el lenguaje a ceni­zas. Leemos en el Fedón de Platón: “Porque hablar im­propiamente no sólo es cometer una falta en lo que se dice, sino causar un mal a las almas”. De lo que podría deducirse, inversamente, que hablar participando en lo propio del lenguaje, es decir, hablar respetando, afian­zando, afinando las cualidades creativas y poéticas de la lengua, resguardando su decoro, su gracia, su riqueza, en una palabra, su dignidad, es hacer un bien a las almas.

A veces esto ocurre en los recitales de buena poesía, cuando la gente se pone a sonreír suavemente, recono­ciendo el resplandor de su propia lengua emergiendo de las rutinas desgastantes y de las distorsiones vulgari­zantes que la desfiguran y sofocan. A veces, en cambio, esto ocurre en otro tipo de circunstancias: peruanos, bo­livianos o paraguayos que trabajan entre nosotros -y que son víctimas frecuentemente de una feroz discrimi­nación- nos hacen ruborizar cuando comparamos su vocabulario, y en muchos casos, sus modales, mucho más sobrios y dignos, con los nuestros, y en particular con los de nuestros adolescentes: tan fácil y tontamente se condesciende a lo vulgar y a lo falsamente moderno o snob entre nosotros. Y de paso, no está de más recor­dar, precisamente, la etimología de snob, que es una abreviatura de la expresión latina sine nobilitate: sin no­bleza; con lo cual se da a entender la falsa afectación de quien pretende orígenes supuestamente mejores que los que tiene. Belén, nacida en Argentina, hija de pe­ruana, no tiene tres años. Un día en que está algo mo­lesta, alguien le dice: “Hinchapelotas”. Belén se yergue

 

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en toda su estatura y desde sus negros ojos fulminantes responde con todas las letras: “Yo no me llamo hinchapelotas. Yo me llamo Belén”. Algo ha mamado de fun­damental esta criatura que antes de los tres años sabe perfectamente donde están los límites de la dignidad lingüística.

Uno de los méritos de la película de Adrián Caetano, Bolivia (2001), fue precisamente poner de relieve la diversidad de estilos entre porteños y gentes de países vecinos entre las cuales la pobreza de ningún modo ha significado condescender a la vulgaridad. Dentro de esta perspectiva, una escena me impresionó en particu­lar. En un momento dado, la muchacha paraguaya, que trabaja en la limpieza del café que es escenario central del film, encuentra prudente y necesario -como lo es, dadas las circunstancias- advertir al boliviano parrillero, con quien está despuntando un romance, que uno de los muchachos que asiste al bar tiene interés en él, y así se lo dice. El boliviano, demasiado inocente o bien ocupado en otras cosas, no reacciona, y la paraguaya comprende que hay que explicitar mejor la situación. No dirá que el chico es gay, término que no figura en su lenguaje; pero tampoco dirá que es puto, como diríamos el 90% de los porteños cultos y supuestamente bien ha­blados en el mismo contexto. La muchacha paraguaya observa suavemente: “No le gustan las mujeres” -y el boliviano comprende sin más trámite. La paraguaya no ha necesitado insultar, y tampoco ha distorsionado la situación -el chico en cuestión no está buscando de nin­gún modo prostituirse. Donde el porteño insulta y de­grada gratuitamente, una paraguaya aparentemente sin

 

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instrucción enseña discreción y elegancia. Dura lección -tan dura que acaso haya sido uno de los factores de la brevedad en el cartel de esta excelente película.

Y ahora exploremos lo que se implica detrás de una estrategia de crítica a la vulgaridad. Muy importante aquí es no perder de vista la distinción entre aquello que podemos desdeñar, aquello de lo que podemos y debemos prescindir por el nivel de chabacanería enceguecedora que implica y aquello otro que, aun en ger­men, encierra la dinámica indetenible de la lengua por venir. La pureza no está lejos de la censura, y ese límite es también peligroso para la conciencia del lenguaje y la vida en nosotros. Al fin y al cabo, no olvidemos que somos descendientes todos -franceses, españoles, ru­manos, portugueses, italianos, gallegos y catalanes- de la jerga entremezclada que en su tiempo se llamó el latín vulgar. Vulgo era simplemente el pueblo; sólo des­pués adquirió la palabra un tinte denigrante. No olvi­demos que las versiones de la Biblia que han llegado hasta nosotros se originan todas en la versión de San Je­rónimo apodada la Vulgata. No olvidemos que divulga­ción, en nuestros días, no significa extender la vulgari­dad sino el conocimiento. Contrariando tenazmente las innovaciones así denominadas se escondía una legión negativa de puristas pedantes, de eruditos encarama­dos al monopolio de la sabiduría que trataron por todos los medios de detener el avance de esa fuerza sin fron­teras que es la expansión de la lengua entre nosotros, con las modificaciones que inevitablemente esta evolu­ción acarrea.

 

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Lenguaje y Humor

Viene al caso señalar cómo precisamente quienes deten­tan el poder de legitimar estos órganos de conservación y preservación del lenguaje que son, supuestamente, los diccionarios, caen en excesos interpretativos lindantes con la comicidad. Jugar al diccionario es una actividad capaz de depararnos ilimitadas sorpresas. Tuve el privi­legio de aprender este juego con Alejandra Pizarnik, gran poeta laureada en serendipity, que era experta en los hallazgos más venturosos. Nunca olvidaré nuestras car­cajadas en la madrugada al descubrir en una vieja edi­ción del Diccionario de la Academia que el perro era un mamífero de cuatro patas, “una de las cuales levanta el macho para orinar”. En una de sus acepciones, el beso se define también -y todavía- como “golpe fuerte que se dan en la cara dos personas”. La intimidad es una rela­ción íntima. Una velada memorable puede reunir a al­gunos amigos preferidos y varios diccionarios en torno de estos deliciosos dislates -en particular, los referentes a las relaciones personales y la vida sexual- que queda­rán grabados para siempre en la memoria del grupo.

El machismo léxico del que hacen gala los legislado­res de la lengua, discriminatorio y reprobable como es, puede ser también una copiosa fuente de hilaridad. La obsesión por señalar los eventuales descarríos de la mujer acaba por resultar irresistiblemente cómica: así, como lo nota García Meseguer, comentando el Dicciona­rio de la Academia de los años setenta, mientras verdule­ro es un honesto señor que vende verduras, verdulera es un mujer desvergonzada; si el pobre pupilo es un huérfa­no, pupila es una mujer de la mancebía; si fulano es una

 

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persona imaginaria, fulana es ramera o mujer de vida ai­rada; si el mozo es simple y castamente célibe, la moza es mujer que mantiene trato ilícito con alguno (nótese el desprecio que se cierne sobre el desdichado “alguno”). Las ediciones ulteriores de la Academia han borrado al­gunas de estas iniquidades, privándonos del regocijo que nos causaban, más allá de la indignación necesaria. Pero no todo es risa: podemos también deslizamos sin dificultades, a través de las definiciones, a la poesía in­voluntaria. Así, el Diccionario de Autoridades define al ojo como el “órgano por el cual el animal recibe las espe­cies de la vida y por donde explica sus afectos”. Y otras veces los diccionarios nos deparan sobresaltos escalo­friantes, como cuando María Moliner nos informa que “caer en el campo” o “criar malvas” son sinónimos de morir, o que lúbrico es lo mismo que lóbrego, o bien que “prostituta, insecto o muchacha hermosa” son todas acepciones de una misma misteriosa palabra: ninfa.

¿Quién dijo que todo está perdido?

El habla es ya un poema olvidado heidegger

Si deploramos en general, con justo motivo, el nivel de lenguaje de los medios o del habla de algunos grupos de adolescentes entre nosotros, no podemos hacerlo sin re­parar al mismo tiempo en aquellos que son signos de esa frescura aluvional con que la lengua sigue avanzando aun en zonas y épocas nubladas. El que se erige en cus­todio de la lengua está a un paso de convertirse en maes­tro ciruela si no tiene al mismo tiempo la generosidad, la

 

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abertura y la lucidez necesarias para detectar la buena nueva que va emergiendo y destellando aun desde los aparentes pantanos expresivos de nuestra cultura.

Por ejemplo, pocos notan que en los últimos tiem­pos -sea por el influjo de las telenovelas latinoamerica­nas, de las letras de las canciones populares o lo que fuere: poco importa el origen cuando los frutos son bue­nos- nuestra gente joven ha recuperado algunos térmi­nos que la pacatería estética de nuestras clases “supe­riores” habían confinado al infierno de la cursilería. Nuestros adolescentes hoy día no sólo se quieren sino que se aman; encuentran que las cosas y las gentes no son sólo lindas sino también hermosas o bellísimas. Nue­vos matices se desarrollan que acompañan también estas nuevas actitudes expresivas. El rojo, proscripto misteriosamente de nuestro vocabulario (¿acaso por in­flujo reaccionario derivado de la Guerra Civil españo­la?), va reincorporándose y desterrando vengativamen­te al hoy envejecido colorado.

La sorprendente y heterodoxa aparición de genia e ídola acaso contrabalancee tanta absurda Señora Ministro o Señora Médico que nos llega de España. Afortunada­mente, las mujeres ya no son monas (con la inevitable connotación burlesca y grotesca de imitación servil que el término apañaba) sino que están fuertes. Ir al frente y poner el cuerpo son frases-emblemas de una nueva gene­ración extrovertida, harta acaso de los melindres y tapu­jos de las etapas precedentes. Se mandó, te mandaste son las pintorescas versiones porteñas de una fresca inter­pretación del imperativo categórico. No cabe dejar de ad­mirar la eficaz brevedad de nuestro gráfico fue, fuiste, y la

 

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nefasta concisión del no menos despiadado se pudrió todo. La codicia de los narcotraficantes tiene su merecido re­trato y maltrato en el nombre de la merca. La represalia por la desaparición de la mágica ñ, cuyo funeral fue me­morablemente entonado por María Elena Walsh, ha sido la sustitución de OK por OKA. En un café, ya no recurri­mos a la insolencia de llamar mozo a un empleado ancia­no. En los supermercados caminamos venecianamente entre góndolas, invistiendo de un aire surrealista nuestros mercantiles quehaceres cotidianos. La admiración o la celebración no sólo se atestiguan -paradójica y significa­tivamente- con un ¡barbaro! o un ¡brutal! o un ¡bestial! sino con un ¡buenísimo! o bien, aun mejor, con el poético ¡joya! Si hay escaseces de las que podemos con motivo quejarnos, la de la gracia porteña no es una de ellas. Un personaje televisivo se queja de haber quedado “más solo que Adán en el Día de la Madre”. Las paredes de Palermo Viejo sonríen: “Démonos una mano, dijo la Venus de Milo”, o bien: “Anoche soñé con Dios / Pero yo no lo maté”. El carpintero que se cae de una escalera en casa comenta: “Y, qué quiere, señora, es la sejuela”. “¿Y qué es la sejuela, Juan?” “Y, se jue la juventud, señora”. Un tachero con el cual comparto los cotidianos infortunios que afligen nuestra vida urbana y política me despide con un oriental y enjundioso: “Que Dios nos cubra, se­ñora”. No hay drama suena a mis oídos más convincente que no problem. Si, muy probablemente a través del tildo bem portugués, hemos calcado con nuestro todo bien el all right anglosajón -muchas veces mezcla de impaciencia retenida más que de aprobación- no dejamos de contras­tarlo con un sincero todo mal cuando la ocasión lo requie-

 

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re; el sempiterno triunfalismo de nuestros vecinos del Norte no se permite estos lujos expresivos, que denota­rían la admisión de un fracaso ante el ojo eternamente competitivo del interlocutor. El estar de onda proclama la existencia de un radar invisible que detecta una feliz e imponderable armonía con los alrededores. Y no hemos perdido el freudiano y profundo ¿Quién te manda…? ante las barrabasadas del prójimo. Nos zarpamos, nos sacamos cuando nos hacen el verso, nos ningunean o nos cortan el rostro, así como remamos ante la adversidad cotidiana de nuestro catastrófico país, y alguien se llora todo si el dolor golpea demasiado fuerte. Al que se abalanza con su his­teria verbal sobre nosotros lo frenamos con un oportuno Pará la moto o Bajá un cambio. El vesre lunfardesco extien­de maliciosamente las connotaciones: no es lo mismo telo que hotel, rope que perro, chochamu que muchachos. El voseo avanza y limita severamente las zonas en que era sólo atributo de los supuestamente privilegiados o per­sonas de mayor autoridad para dirigirse a los supuesta­mente inferiores o de rango menor. Y a la vista y oídos de estos y otros indudables avances expresivos, no po­demos vacilar en decir, como en una de las mejores letras de nuestro rock: “¿Quién dijo que todo está perdido?”

Ninguna de estas innovaciones proviene de escrito­res ilustres o periodistas brillantes u oradores enjundiosos ni mucho menos de académicos consagrados; son todas fantasías, innovaciones o gracias colectivas y anó­nimas que algún día brotan y otros días se marchitan o se expanden y prenden en el aire febril de la ciudad. Como dice Heidegger, “el habla habla”: las nuevas pa­labras, las fonéticas innovadoras se instalan en el aire de

 

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las conversaciones sin las luchas feroces que llevan al estrellato a un best-seller o a un cantautor o a una anima­dora de televisión: del pueblo vienen y al pueblo van. Por eso podemos decir que el lenguaje es acaso la única institución democrática que aún nos queda funcionando eficazmente. No ostenta líderes seductores ni propagan­das invasoras ni controles totalitarios como las supues­tas democracias actuales: está naciendo todos los días del común consenso y de su propia y colectiva libertad. Crece como un niño indetenible, se ríe de las normas in­necesarias, pero guarda la inconsciente memoria de la riqueza del pasado y de ella se abastece con rara preci­sión. No ha olvidado que algún día dijimos la calor, como aún lo dicen los franceses; aunque ya no puede ir del médico, va de compras todos los días; resucita palabras cuando, con sesgo científico-surrealista, adjetiva los su­cesos como fenomenales. Es inocente, pretérito y futuro; juega y profetiza, se divierte con nosotros y a costa de nosotros. Y en el paisaje de macabros escombros que nos rodea, es la garantía más preciosa que tenemos de que la vida sigue viva en nosotros.

Infancia y Lenguaje

Nada más injusto que el nombre del in-fante, que signi­fica que el niño no puede o no sabe hablar -como el sol­dado de infantería, llamado así porque carece del dere­cho de réplica 14. Todos sabemos que en innúmeros

14 El verbo latín fari, hablar, del que proviene in-fancia, da también fa-bular (de donde deriva hablar) y afable: persona a la que se puede ha­blar, así como inefable es lo que no se puede expresar y nefando lo

 

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casos es la frescura de una primera aproximación al len­guaje la que hace de los niños maestros del habla. El chico cuestiona la lengua, irrumpe con la lógica de cabo contra el anómalo quepo y adjetiva y redefine sorpren­dentemente los términos del común vivir. Una antolo­gía privada me permite coleccionar las frases célebres de los hijos y nietos de mis amigos que revelan ince­santemente este don. Por ejemplo, uno de ellos corría por el living de su casa dictaminando: “La libertad es libre pero estrecha”. Otro señalaba con precoz metafísi­ca e impecable ritmo: “Vivir se puede pero no te dejan”. La hija de Arnold, un amigo holandés, pasó copérnicanamente de la precoz curiosidad sexual a una filosófica inquietud cósmica prenatal cuando le preguntó: “Papá, ¿cómo se hace para tener padres?” En un viaje en colec­tivo he oído a un chico preguntando a su madre: “Mamá, ¿en esta iglesia hay campanadas?” Y un perio­dista porteño sostiene que su hija, a los dos años, defi­nía: “Hoy es el mañana del ayer”.

También es notable el celo literal con que los niños interpretan las instrucciones lingüísticas. Un hermano mío, molesto porque su hijo llamaba “vieja” a su sue­gra, digna señora si las hubo, lo amonestó largamente al respecto y logró la aquiescencia total: “Cada vez que vaya a decir vieja, diré abuelita”, prometió solemne­mente Jean Pierre. A la mañana siguiente, la familia consternada presenció a Jean Pierre encaramado a un

que no debe decirse. Fama e infame son de la misma familia. El grie­go femi, emparentado arqueológicamente con fari a través de la raíz común bha, es el que produce afasia y eufemismo.

 

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sillón y entonando a voz en cuello: “¡Que llueva, que llueva / Abuelita está en la cueva!”

Pero donde más comúnmente se destacan los niños, sin embargo, es en su gusto e inspiración para interpre­tar la música de la lengua y jugarla en sus posibilidades más misteriosas. Las rondas, adivinanzas, villancicos, trabalenguas, romances, coplas, presentan caprichosas variaciones muchas veces originadas en la juguetona transmisión infantil. Los niños aprenden y rememoran con inmensa facilidad y felicidad las frases absurdas que responden a la fonética interior de la lengua antes que a sus significados. Yo recuerdo aún con fruición las frases que acompañaban los juegos con mis compañeros -en el patio de tierra de la maravillosa escuela de los Oyhamburu, Alberdi, Provincia de Buenos Aires- y sus mági­cos sonsonetes: “Pisa pisuela – color de ciruela – vía vía hueste pie” “Una doli tuá – de la limentá – oso fete co­lorete – una doli tuá”. Mantras inmemoriales, misterio­sos: ¿Quién era “oso fete colorete”? ¿Qué es lo que ame­nazaba en el enigma de “vía vía hueste pie”? ¿Qué se escondía tras “lori bilori – vicenti colori” o la campanita tonta del “mantantirulirulá”? Y quién no recuerda la es­calofriante veta sonora de fino sadismo que tanto que nos deleitaba: “La mujer mató al marido con un hilo de coser”, o bien aquella: “El bichito colorado mató a su mujer / con un cuchillito de punta alfiler. / Le sacó las tripas, las puso a vender / a veinte, a veinte / las tripas de mi mujer”.

En casa nos enseñaban otra rima: “Éste era el cuen­to viruento viruento de picopicotuento de pomporirá. / Que tenía tres hijos viruijos viruijos / de picopicotijo de pomporirá. / Uno fue a la escuela viruela viruela / de pi-

 

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copicotuela de pomporirá. / Otro fue al estudio virudio, virudio/ de picopicotudio de pomporirá. / Otro fue al trabajo pituajo pituajo / de pico picotajo de pomporirá. / Y aquí termina el cuento viruento viruento / de pico picotuento de pomporirá.” Ahora se me ocurre una leja­na simbología subversiva para interpretar estas estrofas: la escuela producía viruela y en cuanto al trabajo, de pe­ligroso sonsonete, no parecía salir mejor parado. El cuento era en verdad virulento y su pico turgente pare­cía exaltar los encantos del ritmo más allá de la urgencia de las severas prestaciones que nos eran requeridas para pasar a ser adultos. Pero valga lo que valga el análisis de la rima, lo importante es su impronta rítmica imborra­ble, que los años no lograron erosionar.

“Todos llevamos, a sabiendas o no, una jitanjáfora escondida como alondra en el pecho”, dice Alfonso Reyes. Y la jitanjáfora, linde del poema hermético con la canción infantil, es precisamente, ese juego verbal donde lo absurdo y lo analógico se besan, como en aquella rima inventada por uno de sus amigos que, leída en el primer año de la Facultad, me obsesionó mucho tiempo: “Curubú, curubú: moriré. / Curubú / Junto a ti, junto a ti dor­miré / Caraba. / (Vienen y vienen, vienen y van / los piecesitos de la marchan)”. Como dice Reyes, “en el ruido de esta sonaja hay algún misterio. (¿No hubo tam­bién misterio en el delirio de celebridad que acompañó al enigmático Aserejé en nuestros tiempos?) Juego ha habido, pero no todo ha sido juego. Los ecos resuenan hasta el fondo de ciertos corredores por donde se llega a las catacumbas de la poesía”.

 

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Poesía y lenguaje

No deberíamos, entonces, deslizarnos al cliché apoca­líptico, porque, felizmente, las culturas transcurren y se suceden unas a otras, mientras el lenguaje, a pesar de llevar en sí las cicatrices de las diferentes hecatombes culturales, económicas e históricas de las cuales es tes­tigo y víctima, sigue allí como depósito de la memoria colectiva y fuente viva de la vida y la poética futura. Es decir, hay algo perfectamente indestructible en el len­guaje y algo particularmente eterno en ese especial res­plandor del lenguaje que llamamos la poesía -el más peligroso de los bienes, según Hölderlin. Y en realidad, tratar de defender a la poesía es una empresa un tanto ridicula, porque es la poesía quien en realidad nos de­fiende a nosotros, y hay algo permanente y permanen­temente sosegante en esa fortaleza con que la poesía nos defiende y sostiene el esplendor de nuestra vida. De eso hablaba Keats cuando dijo: “A thing of beauty is a joy for ever”. Ese gozo profundo que se desprende de la poesía nos es siempre accesible y tiene que ver mucho más con la felicidad, que llega siempre en re­lámpago y conmoción, que con esa forma bastarda y ciega del ser contemporáneo que es el bienestar.

En esencia, pase lo que pase, seguimos siendo, con Manrique, “los ríos / que van a dar a la mar / que es el

 

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morir. / Allí van los señoríos / derechos a se acabar / y consumir”. También los señoríos electrónicos, también los bancos off shore se consumen y desploman, pero no, curiosamente, las palabras de Jorge Manrique, que res­plandecen oscuramente a través de los siglos. Ninguna multinacional puede apagar los ecos de aquel “Verde que te quiero verde” con el cual Federico García Lorca modificó de una sola pincelada el español de su época, y a nosotros con él. Ninguna deuda externa, ningún riesgo país puede superar lo que el universo le adeuda a aquel muchacho oscuro que en una pensión de San­tiago de Chile, a los diecinueve años, se sienta a escri­bir: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche. / Escribir, por ejemplo: El cielo está estrellado/ y tiritan azules los astros a lo lejos”.

Hay algo particularmente hermoso y natural en la poesía que nace del lenguaje porque el lenguaje nunca se acaba; no hay que salir a buscar o a comprar sus ele­mentos, como lo debe hacer el escultor o el pintor con sus materiales. Está allí, inacabable, siempre; nunca agotable. Como decía Alfonso Reyes, es el baile del habla. Riéndose de nosotros: pura abundancia, niñez, regocijo, todos los días recreándose a sí mismo. En el principio es el verbo, en el final es el verbo: siempre es el verbo, y nosotros, sus inútiles servidores. El destina­tario e interlocutor esencial de la poesía -y también su causa y su origen-, no es jamás el público, ni el poeta mismo, sino el lenguaje que resplandece en las tinieblas -de las que forma parte, en gran medida, el público. El que realmente nos espera y nos exige, es el lenguaje, ese ser proteico, multiforme y eterno, superior y anterior a nosotros. Aquello indecible, escandaloso y sublime, es-

 

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candalosamente sublime, que el público, interesado en el éxito, justamente no comprende. Como la lluvia surge del agua y vuelve al agua, como el mar asciende al cielo para regresar a sí mismo, así la poesía emerge del len­guaje y al lenguaje vuelve, purificándolo en su viaje desde los abismos a las alturas más remotas.

Algo que distingue al verdadero poeta de aquél que codea por los honores -y vaya si los y las “poetas” tienen codos fuertes- no es su modestia sino saber eso: que el destinatario cierto de la poesía no es jamás el pú­blico sino esa misteriosa calidad del lenguaje que el pú­blico adocenado justamente no comprende. De modo que la ridicula desproporción entre la suprema digni­dad de Aquello y la vulgaridad del público que se menea y baja la frente obsecuentemente, con sumisión enceguecedora, ante los premios y las supuestas consa­graciones, es tal, que el verdadero poeta se encoge de hombros y sigue su camino, fiel al Verbo por el cual todo fue hecho y sin el cual ninguna cosa verdadera­mente viviente existe. A veces un Federico, a veces un Pablo rompen el cerco de tinieblas y la luz se esparce por toda la tribu. Pero por uno de ellos, cuántas Viole­tas muertas en el camino. Esto es lo que le da al poeta fortaleza contra los editores estólidos y las audiencias bostezantes y las puertas cerradas. Ésta es su única re­compensa: saber que aquello es inalcanzable y siempre nos sonríe -entre las tinieblas. “El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás no es digno de mí”.

Y una de los rasgos más peculiares de la poesía es que, a diferencia de los objetos de la ciencia, que son de­finidos y definibles rigurosamente, nadie puede defi­nirla a ciencia cierta. Algunas definiciones son más afor-

 

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tunadas que otras, como por ejemplo cuando se dice que la poesía es un aleteo, o el resplandor de la verdad, o el lugar donde todo es posible, como afirmaba Pizarnik. Sin embargo, la esencia, o más bien la experiencia de la poe­sía, sigue siendo fundamentalmente inaferrable, y es precisamente en este carácter de permanente libertad y misterio donde se centra su profundo e imperecedero encanto. En otras palabras, ninguno de nosotros sabe en realidad, definitivamente, qué es la poesía; nadie, en rigor, la conoce; pero todos, sin excepción, nos reconoce­mos en ella. Es más, la precisamos: Baudelaire, que sabía algo más que algunos de nosotros acerca de ella, decía que era imposible para un ser humano mantenerse vivo sin una visitación diaria, aun cuando fugaz, aun cuando inconsciente, de la poesía; y todos nosotros entendemos, comprobamos, de algún modo, que esto es cierto.

Y la poesía debe pasar obligatoriamente por la ca­tarsis del silencio, sobre todo del silencio lector. Antes de escribir un poema, debiéramos asomarnos a escuchar aquellos cien poemas que bordearon o dijeron lo que, acaso sin saberlo, repetiremos defectuosamente. La poe­sía empieza con la escucha humilde y purificadora, no con explosiones prematuras de un narcisismo mal con­tenido. Antes de decirnos a nosotros mismos nos han dicho Isaías, Sófocles, Shakespeare, García Lorca, Bau­delaire. “Escribir es hablar y callarse a la vez. Alguna vez esto también significa cantar”, dice Marguerite Yourcenar.

Personalmente, siento que la poesía es aquello que rompe los límites de lo indecible y cambia nuestra len­gua, transformándonos a nosotros con ella. La poesía in-

 

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tenta crear un lenguaje dentro del lenguaje, decía Valéry; es más: es un combate contra el lenguaje, añade Alfonso Reyes. La violencia que ejerce el poeta contra el lengua­je inerte y cosificado con el cual tiene que medirse es la violencia de los dolores de parto que anuncian la crea­ción de un nuevo lenguaje en el lenguaje, contra el len­guaje. A veces lo indecible es lo aparentemente trivial, aquello que subyace la experiencia cotidiana y no alcan­za a emerger al dominio de nuestra atención porque ca­rece de los prestigios temáticos de la poesía convencio­nal. A veces se trata de un fiero tabú. En todos los casos, hemos saltado un límite de ese silencio que no es el si­lencio enriquecedor de la contemplación sino el violento silencio de la represión o del ninguneamiento o, más profundamente, la ceguera acerca de los propios meca­nismos con que el lenguaje se amortigua a sí mismo.

Es preciso decir que el carácter inasible de la poesía es uno de sus poderes, pero también una de sus mayo­res debilidades, porque en nombre de ella, es decir, en su nombre falsificado, se producen enormes embustes y sa­crilegios, como lo es la producción de teorías ininteli­gibles acerca de ella, o bien la carrera de los premios oficiales, que muchas veces laurea a determinados es­critores por modas culturales, por sus preferencias polí­ticas o sexuales, es decir, consideraciones que nada tie­nen que ver con ella. Esta política es nefasta, no tanto porque recompense a actores equivocados, sino y ante todo porque ahuyenta de la verdadera poesía a quienes se sienten genuinamente, inocentemente inclinados a ella o arraigados en ella, y se ven sin embargo confundi­dos por este curso erróneo de los acontecimientos. Pero

 

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en realidad, aunque esto suene extraño, el lugar de la poesía no es la literatura y mucho menos los premios o las distinciones y aun menos el canon o la crítica académica. Es bueno y necesario saber o recordar que los ma­yores poetas del mundo han sido grandes desconocidos en su tiempo. La más hermosa poesía lírica de la Penín­sula Ibérica -según Román Jakobson, el monumento lí­rico mayor de todo Occidente- las cantigas de amor galaico-portuguesas, canciones de amigo, provienen de mujeres analfabetas, muchachas campesinas que las cantaron en el siglo XIV, en pleno Medioevo, mientras poetas cortesanos las recogían y a veces las firmaban descaradamente. Algunos de los mejores versos de la poesía argentina andan en boca de pastores y pastoras collas, recogidos en los cancioneros de Carrizo y Valla­dares. El poeta contemporáneo, como dice Joyce, tiene sólo tres armas a su disposición: astucia, silencio y exi­lio. Son las armas de Kavafis, las de Pessoa, las de Mi­guel Hernández, las de César Vallejo, que murieron sin el menor asomo de celebridad, y algunos de ellos en la mayor penuria. Esto no es un azar, como tampoco es un azar el hecho de que nunca hubieran sido premiados en vida: a una poesía de cóndores corresponde muchas veces una crítica de topos. El desprecio que cerca a los mejores poetas es el mismo desprecio que cerca e impi­de la escucha profunda del lenguaje: por cierto, ese desprecio no juzga a los poetas, sino que confirma y condena la sordera y mediocridad de su época.

El mismo desdén o falta de atención cerca a aque­llas creaciones espontáneas que no precisan el aura lite­raria sino la presencia de un ojo poético para emerger. El

 

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imperdible y fatídico refrán de nuestras operadoras te­lefónicas: “El destino que intenta alcanzar se encuentra congestionado” es un buen ejemplo de poesía negra in­voluntaria, perla del humor argentino. Como dice José María Parreño en el epilogo del delicioso libro de Este­ban Peicovich, Poemas Plagiados, que recoge muchas de estas perlas, lo poético acecha en lo escrito o lo dicho sin pretensión estética alguna. “Y es que la poesía vive sil­vestre y muchas veces en los libros de versos es el único sitio donde no está”.

Cuerpo de la palabra

Mallarmé advertía a Degas -que pretendía escribir ver­sos con ideas, ya que no le faltaban en sus ratos de ocio: “Pero los versos, oh Degas, no se hacen con ideas, sino con palabras”. Parecería obvio que la primera y pri­mordial materia de la poesía es la música de la palabra, el cuerpo glorioso de la palabra, y que precisamente la poesía sea el reclamo de los poderes corporales del len­guaje. Como lo dice Borges: “Creo que la poesía debe impresionar inmediatamente y de un modo casi físico”. Y cita a un poeta inglés que dice: “Si al leer un poema no sentimos que nuestra sangre circula más de prisa, ese poema ha fracasado”. Desde esta perspectiva, po­demos pensar en aquella conmoción que acompaña a la poesía imaginándola, en las palabras de un pensador francés, como “aquello que no engaña”. Un ejemplo efi­caz, proveniente del mismo Borges, es aquella su céle­bre línea: “Me duele una mujer en todo el cuerpo”.

Y si hablo de la música de las lenguas poéticas es porque curiosamente la poesía contemporánea, en par-

 

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ticular la de algunos poetas más jóvenes, parece aline­arse casi ferozmente del lado más sordo del idioma, allí donde las palabras parece que se avergüenzan de su cuerpo. Esta deliberada amusicalidad del lenguaje poé­tico ocurre, paradójicamente, cuando en la teoría con­temporánea se habla incansablemente del cuerpo. Es notable que esto ocurra precisamente cuando el pobre cuerpo humano es clonado, reducido constantemente a dieta, obligado a operaciones indignas para ocultar una digna ancianidad, proclive a la anorexia, compelido a gimnasias extenuantes, degradado constantemente por la pornografía global. En particular, parece curioso que la muy positiva revolución sexual del siglo XX y la muy positiva liberación de las mujeres no hayan desemboca­do, como acaso hubiera cabido esperar, en el nacimien­to de una poesía erótica, naturalmente distinta pero comparable en calidad y eficacia a la del medioevo y la del renacimiento. Es como si el cuerpo se hubiera di­vorciado de la palabra. En lugar de una renovada poe­sía erótica presenciamos la irrupción indetenible de la pornografía internética: una vez más, el lenguaje calla avergonzado.

Volviendo a la centralidad del cuerpo, cuando habla del impacto físico que debe tener la poesía, Borges está hablando de los poderes musicales e irracionales de la lengua, allí donde las palabras no son referencia sino presencia, contacto mágico con el otro lado del lenguaje. Dicho de otro modo, las palabras dejan de ser signos duales provistos de significado y significante, de senti­do y sonido, para fusionarse en una sola experiencia simbólica más cercana al sueño y a la sangre que al dis-

 

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curso articulado. En la tradición de la poesía argentina tenemos hermosísimas ilustraciones de estas magias corporales de la poesía, desde Lugones a Pizarnik pa­sando por Orozco, Molina, Biagioni, Castilla y tantos otros más. Una manera de reconocer estas magias es que el verso se clava inmediatamente en nuestra memoria y no la abandona nunca más, como un talismán necesario que nos protegerá desde allí en adelante. Pienso por ejemplo en las líneas de Pizarnik: “Explicar con palabras de este mundo / que partió de mí un barco, llevándo­me”, o en Molina cuando dice: “Cuando un hombre y una mujer que se han amado se separan / se yergue como una cobra de oro el canto ardiente del orgullo / la errónea maravilla de sus noches de amor…”

La ausencia de esta fuerza física, esa capacidad de impregnar de un solo golpe nuestra memoria y nuestra vida que tiene la gran poesía, es quizá uno de los rasgos más notables de la poética contemporánea en nuestro medio. Acaso con el propósito de liberarse de toda re­tórica, se incurre ahora en una retórica negativa, que es la de la trivialidad, la opacidad, la deliberada mortifica­ción del espléndido cuerpo verbal de la palabra.

Esta situación, por otra parte, no es privativa de la poesía argentina actual. Quiero decir que a principios y mediados del siglo XX hubo una gran renovación de la poética mundial, iniciada por las vanguardias y conti­nuada por grandes figuras de la talla de Neruda o Dylan Thomas. Se ha hablado mucho, por ejemplo, del boom de la novela latinoamericana, pero se olvida de­masiado que a este boom lo precedió y lo alimentó un boom anterior, el de la poesía en lengua española re-

 

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presentada por Vallejo, Lorca, Neruda o el primer Paz. En ciertos aspectos, estos escritores desataron ideológi­ca y metafóricamente la imaginación de los grandes no­velistas que de ellos se nutrieron. Es más, dentro de la novela del boom, los límites entre poesía y narrativa no son siempre nítidos, y figuras como las de Cortázar no representan sólo a novelistas innovadores, sino, en su caso específico, a un buen poeta muy mal conocido, que convendría releer con mayor atención. En ese sentido, ha habido un nuevo Siglo de Oro para la literatura es­pañola -y para la poesía en general- en esa etapa del siglo XX, y a las grandes cumbres de inspiración poéti­ca, como se sabe, suelen sucederse períodos de cierta opacidad y repliegue.

¿Cuál sería, entonces, la estrategia a seguir para quienes nos aferramos atentamente a las zonas de su­pervivencia de la poesía, ya que la poesía es nuestra propia forma de supervivencia? Pienso fundamental­mente en dos caminos. Uno, el que consiste en desem­barazarse de la panoplia oficial de evaluaciones, y aten­der y suscitar con mayor lucidez y ternura a la poesía de los más desconocidos -no de aquellos que hacen de la poesía un buzón sentimental, como ocurre con exce­siva frecuencia, sino de aquellos que saben que la poe­sía es fundamentalmente un salto mortal en un lengua­je nuevo, y a esa riesgosa empresa se atreven.

Pero como la poesía participa del eterno retorno (es un avatar dichoso de este mito), está también el camino del regreso. Éste es el camino que nos lleva a releer y re­construir con amor la gran poesía descuidada o ignora­da que nos ha precedido, y que yace entre nosotros

 

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como esa “inmensa riqueza abandonada” de la que ha­blaba Edgar Bailey. Pienso en las relecturas de la es­pléndida poesía olvidada que nos rodea, en la necesi­dad, por ejemplo, de una reedición de las obras de Amelia Biagioni. Pienso en los grandes, enormes poetas chilenos que nos llaman desde el otro lado de la Cordi­llera: pienso en el entrañable Jorge Teillier, pienso en la injustificablemente desoída Violeta Parra, una figura magnífica que está esperando el lugar que le corres­ponde en las letras latinoamericanas. La mirada que se detiene en estas figuras y las relanza a la vida es tam­bién poesía, es guardiana de la alta llama inextinguible de la poesía entre nosotros, es garantía y condición de la permanencia de la poesía con nosotros.

Memoria digital y memoria poética

Además del deterioro del cuerpo glorioso de la poesía, otro ejemplo muy fuerte del ataque de la cultura contra el lenguaje -y un gran daño a nuestra escuela, a nues­tros chicos, a nosotros mismos- es que se haya inte­rrumpido la tradición de algunos grandes poemas sabi­dos -saboreados- de memoria, porque los poemas que se aprenden durante la infancia y la adolescencia son como grandes hitos de belleza y emoción, grandes ar­cángeles guardianes que nos alumbran y a los que nos referimos consciente o inconscientemente toda la vida. Yo recuerdo poemas de Juana de Ibarbourou, de Pedro Miguel Obligado, de Rubén Darío que me han acompa­ñado siempre como grandes señales luminosas, como ese fuego alrededor del cual se encuentran desconoci-

 

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dos en una noche de invierno, y en donde se respira ese fuerte y querido aroma de la patria como si ella fuera la vieja y hermosa casa de la infancia. Por ejemplo, se me grabaron para siempre en la memoria aquellos dos ver­sos del Nido de Cóndores que, en líneas generales, es un poema terrible, lleno de retórica patriotera, pero que tiene estas inmensas líneas: “Todo es silencio en torno. Hasta las nubes / van pasando calladas / como tropas de espectros que dispersan / las ráfagas heladas”. De un solo aletazo nos han llevado a la mirada de los cón­dores, a los Andes magníficos mirados y vigilados por un antiguo cóndor. O, en otro registro muy distinto, aquella maravilla de Banchs: “Si supieras cuánto, cuán­to / la casa y yo te queremos. / Es como un montón de estrellas / todo lo que te queremos”.

¿Se puede ser más simple, mas cierto, más conmo­vedor que esta estrofa? ¿Y se puede ser más obtuso que aquellos que impiden, por razones de didáctica actual, el encuentro de los chicos con estas palabras milagro­sas? La poesía está allí diciendo: “Dejen que los chicos se acerquen a mí”, y los celadores del orden global y electrónico, los mismos que distribuyen pornografía a destajo por Internet, no se lo permiten.

Una tecnología que impulsa a desplazar toda me­moria al depósito de una computadora y destierra el aprendizaje verbal en la superficie de la tierra civilizada es una tecnología que se ensaña con nuestra conciencia lingüística, con sus poderes y placeres, para reempla­zarla por el muchas veces vulnerable poderío de la má­quina. Alienación de la memoria, esclavitud del merca­do computacional: el deslumbramiento y entusiasmo

 

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por el innegable progreso que los “ordenadores” repre­sentan oculta muchas veces la violencia depredadora de esta empresa que no casualmente se acompaña de me­didas pedagógicas pretendidamente progresistas, desti­nadas a recluir y cegar los manantiales del verbo a lo largo y lo ancho de todo el planeta.

 

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Lenguaje y esperanza

Yo me imagino que acaso puede pensarse que, en este paisaje de la poesía aparentemente amenazada que he trazado a grandes rasgos, me estoy refiriendo de un modo subyacente o lateral a esa permanente invasión de los idiomas imperiales en el mundo que presenciamos actualmente, y en particular, a la del inglés. Éste es un malentendido que quiero despejar de inmediato. En pri­mer lugar, sin entrar todavía en los aspectos específicos del universo poético, consideremos los aparentes peli­gros que corre el español ante el avance del inglés. En li­bros y documentos contemporáneos destinados a eva­luar el estado actual de nuestra lengua -sobre todo en los procedentes de España- cunde muchas veces un intenso alarmismo acerca de la invasión del inglés como agente corruptor de nuestra lengua. Lo primero que cabe decir es que la situación dista de ser desesperada: será difícil alterar radicalmente o borrar la estructura y potencia de una lengua hoy hablada por veintiún países, la lengua de Cervantes y García Márquez y de Violeta Parra y Teresa de Jesús. Lejos de ser la lengua la compañera del Impe­rio, como quería Nebrija, enarbolando así la consigna que condujo a la desaparición de tantas lenguas indíge­nas en Latinoamérica, el Imperio ha dejado de existir y es la lengua la que reúne la conciencia cultural -no precisa­mente imperial- de 400 millones de hablantes.

 

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En algunos aspectos, con todo, es cierto que desde el área de producción anglosajona se intenta violentar a veces la estructura del español, y que las advertencias y cautelas al respecto se vuelven imprescindibles. En su Defensa apasionada del idioma español, Álex Grijelmo, re­dactor jefe de El País, señala los despropósitos que se han encontrado en el diccionario español ofrecido por Micro­soft a sus asombrados usuarios -algunos pero no todos posteriormente corregidos. Mientras ansioso es descripto como codicioso, anhelante, afanoso, ambicioso, avaro, capri­choso, intranquilo, preocupado, ávido, deseoso, glotón y egoís­ta, ansiosa significa ninfómana, ninfomaníaca, lujuriosa y ávida sexual. Asimismo, mestizo se equipara a bastardo, el europeo a civilizado y culto, y hombre se define como ser hu­mano, aun cuando mujer es señorita o doncella, venus y eva. Es difícil decidir si estas definiciones apuntan a una suer­te de proyección de lo que los fabricantes de Microsoft imaginan es una mente hispánica o si simplemente se trata de empleados a sueldo que rutinariamente ejercen el disparate sexista o racista: al parecer, según lo ha de­clarado la empresa, tal diccionario se elabora en Irlanda del Norte, con la participación de dos personas “de ori­gen español”. Pero difícil sería imaginar que en un país de lengua española, en la actualidad, pudieran fabricar­se, circular y aceptarse tales y tantas aberraciones.

Yendo a otro terreno, podemos notar que aunque es cierto que en muchos casos innecesariamente se adop­tan -en particular, en la Argentina más que en toda Sudamérica- giros ingleses que sólo denotan el descui­do, esnobismo o provincianismo de quienes los usan, se debe recordar que hay también innovaciones afortuna­das y humorísticas en este terreno.

 

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Ejemplos de las dos situaciones abundan; recuerdo, con respecto a la primera instancia, el asombro y estu­por que me produjo un amigo español cuando me reci­bió a comer en su casa de Boston anunciándome: “Dis­cúlpame, pero hemos corrido fuera de servilletas” 15. Pero también me alegra saber que los baby-sitters han pa­sado a llamarse cariñosamente canguros y los e-mails, emilios. (Algo semejante, desde la otra vereda, ocurre cuan­do en inglés se denominan las Bahamas aquellas islas que alguna vez fueron las Islas de Bajamar, y Kay West a Cayo Hueso.) Estos fenómenos de adaptación y reempla­zo muestran que el hablante español no es una mera ré­plica de sus interlocutores anglosajones -ni viceversa- y que es capaz de crear una distancia irónica con respecto a modelos que no quiere necesariamente clonar.

En cuanto a lo que ocurre en el debate de influen­cias entre lenguas en el área de la poesía, creo que en gran medida la conciencia poética de un lenguaje se desarrolla precisamente a través del contacto con otros lenguajes, del mismo modo que para el conocimiento de nosotros mismos, nada supera el encuentro con el otro, con lo Otro. Los ejemplos están a la mano: el so­neto entra en España desde Italia, con Garcilaso y Boscán y ese advenimiento marca un sorprendente desen­volvimiento de los valores musicales del español, muy distintos de los del italiano, pero que nacen precisa­mente de una conciencia extraordinaria de la diferencia de matiz entre el español y el italiano que Garcilaso y

15 Traducción literal de “We’ve run out of napkins”, expresión inglesa que significa: “Se nos han acabado las servilletas”.

 

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Boscán poseían, como quien posee un oído absoluto. Es como si en este caso un afinamiento excepcional hubie­ra precedido y creado un nuevo instrumento, el soneto, que se desarrolla prodigiosamente hasta nuestros días, siempre con nuevas cadencias e interpretaciones.

Un ejemplo muy diferente, proveniente de lo con­temporáneo, es la poesía chicana, que emplea un códi­go bilingüe, alternando el inglés con el español en el mismo poema. Lo que se requiere aquí no es, como en Garcilaso y Boscán, la adaptación de un instrumento creado en una lengua a otra, sino algo parejamente sutil y difícil: el percibir instintivamente cuáles expresiones son más logradas en una lengua que en otra, e interca­lar estas expresiones en el instante y el ritmo preciso del poema que las requiere. Esto representa una gran maes­tría, un oído interior poderosamente esquizofrénico y superiormente lúcido al mismo tiempo. (Por otra parte, el procedimiento, como se sabe, no es totalmente nove­doso: algo semejante ocurre en la mussawahs de la poe­sía mozárabe, en que el español alternaba con el árabe.) Del dialecto chicano procede también la innovación del “armonioso muéramos” que en un escandaloso discurso García Márquez, por obvias razones de musicalidad y analogía, opuso al “siniestro muramos”.

Estos ejemplos tienen en común la presencia de un idioma extranjero en nuestra propia conciencia poética, y esto no es, acaso, casual. Como dice Deleuze, la poesía requiere habitar la lengua propia como un extranjero, porque la poesía es la presencia de lo Otro que resplan­dece en el lenguaje, su testimonio más persuasivo. Nada más ilustrativo al respecto que aquellos recitales de poe­sía en los que, sin mediar interpretaciones, el auditorio

 

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se sumerge en una lengua ignorada. Si se me permite un recuerdo personal, lo que yo he recibido como comu­nión en Holanda ante el público de un recital que sólo conocía del español el color de las palabras que yo pro­nunciaba, hizo que se afianzara en mí una inquebranta­ble confianza, no en la calidad de mi presentación, sino en lo que puede un lenguaje por sí solo, la belleza de un lenguaje que atraviesa las fronteras del significado y va a tocar directamente con su música las puertas del cora­zón. Lo mismo ocurrió en otro recital de poetas de ori­gen muy distinto, pero todos de habla árabe: un silencio religioso y conmovedor acompañaba el escandido es­pectacular del árabe y su hermosísimo ritmo. Aquí no se trataba de simple tolerancia por la voz diferente del otro, sino de una muestra de verdadera atención hipno­tizada, la fascinación de lo distinto: un homenaje no ya al soldado desconocido, sino a la lengua desconocida, en una catacumba pentecostal como las que raras veces se encuentran en nuestra experiencia.

En conclusión, podemos pensar la poesía, el más alto resplandor del lenguaje, como una manifestación del Eros, y podemos considerar la violencia de la alie­nación lingüística como una exteriorización de Tánatos, la pulsión de muerte que amenaza el accionar del Eros. Contra esta destrucción la poesía revela su don de es­cucha y sus poderes de lucidez, de protección, y de su­pervivencia -todos ellos ligados a la pulsión de vida. En las noches en que nos sumerge y sobrecoge, como ahora, y por sobradas razones, la angustia por los tristes desfi­laderos que atraviesa nuestra patria, cuando la poesía venga a visitarnos, no le cerremos nuestra puerta. Ella canta en nuestro corazón con una voz más consoladora

 

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que la de la historia, y su verdad es, con todo, más pro­funda y eterna que la de la historia. Desde la cólera de Aquiles hasta la nana de la campesina que arrulla a su niño, ella ha acompañado nuestro corazón y le ha con­fiado, día a día, las palabras talismanes con que alum­brar el camino de la vida. Traicionarla es también trai­cionar a nuestra historia y a nuestra patria, y a esa patria tan irrenunciable y primera que es nuestro lenguaje. Que sea nuestra presencia y nuestra escucha un gaje de fidelidad a la poesía, que habita, como la esperanza, en lo más alto de nuestros corazones.

Violencia y violencia

El lenguaje, según lo hemos ido contemplando en este re­corrido, está expuesto a violencias positivas y negativas. Son violencias positivas las que lo obligan a recrearse y transformarse, ya sea por la innovación de la lengua ca­llejera, la transgresión de los poetas, las variaciones dia­lectales que enriquecen sus potencialidades. Como lo dice hermosamente Carlos Fuentes, “todos los libros, ya sean españoles o hispanoamericanos, pertenecen a un solo territorio. Es lo que yo llamo el territorio de La Man­cha. Todos venimos de esa geografía, no sólo manchega, sino manchada, es decir mestiza, itinerante, del fu­turo”. Es ésta una mirada lúcida y acertada acerca de aquello que tantos congresos filológicos y documentos académicos bautizaron y graznaron como el amenaza­do porvenir de nuestra lengua. Y si los embates del in­glés pueden causar heridas, mamarrachos y perplejida­des en nuestro idioma, no podemos olvidar que el inglés mismo, a través de un lento filtraje inevitable, acabó por

 

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ser un armonioso y poderoso mosaico de voces germá­nicas, celtas y latinas. Una larga paciencia preside a estas misteriosas transformaciones. Nadie sabe ni recuerda ya que chomba viene de jumper y que elenco es claret cup: entre nosotros, estas palabras han adquirido andadura y estilo propio. La violencia positiva preside la muerte y la resurrección del giro lingüístico, comparable a la lucha de Jacob con el ángel, es necesaria y fecundante. La violencia negativa es la que emana del poder y pretende monopolizar al lenguaje como instrumento exclusivo de uso, negando el acceso a las fuentes de placer, conocimiento y misterio que le son propios para destinarlo a simple mecanismo de propaganda política y comercial, ofuscando la conciencia crítica y el conocimiento profundo que de él naturalmente ema­nan, erosionando su capacidad lúdica, emocional y comunicacional, cegando los manantiales que llevan irre­sistiblemente a la poesía.

El lenguaje como comunidad y amistad

Hemos paseado entonces en la extraña compañía de pa­labras que ahora resuenan y seguirán resonando distin­tamente para nosotros -palabras que, como en una rela­ción de amor que se precie de serlo, encierran historias, conflictos, deslumbramientos, bromas, trampas y pe­queños poemas. Mientras conservemos esta amistad por las palabras -amistad a la que las palabras respon­den con creces, puedo garantizarlo- preservaremos un territorio inalienable -inacorralable- de libertad, cono­cimiento y placer en nuestros días. Mientras podamos vivir en nuestro país o en territorios del español, gocé-

 

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monos en esta felicidad gratuita e inacabable que re­presenta el imperio de las palabras. Los exiliados saben qué riqueza entrañable y profundamente añorable re­presenta la lengua madre.

El lenguaje es un fermento indestructible de uni­dad y comunidad entre nosotros -acaso uno de los últi­mos que nos quedan. Es el primer basamento, el estra­to profundo en que se encuentra y se alimenta una comunidad: no contaminemos el agua de la que bebe nuestra vida, no la dejemos a merced de los mercaderes de excrementos. En épocas de desconcierto, anarquía política y social, en momentos de bronca y violencia permanente, en los que la agresividad y perversión con que nos bombardean los medios no parece tener límite, es bueno recordarlo. Puede parecer una utopía inocen­te, una ingenuidad elitista profesar la salvación por la palabra. Mucho más, por cierto, es necesario. En ver­dad, el lenguaje no nos es suficiente, pero nos es nece­sario; la palabra sola no puede salvarnos, pero no nos podemos salvar sin la palabra. La derrota de la palabra implica una ceguera letal, un leso crimen de humani­dad, un craso fracaso que necesitamos conjurar por todos los medios a nuestro alcance para no descender al infierno que nos proponen nuestros enemigos. Y en el combate con las tinieblas, el hecho de que la luz, la in­teligencia, la alegría y el pan de la palabra estén con nosotros, que la veneración por el misterio y la vida de la palabra esté con nosotros, no será ciertamente una de nuestras menores ventajas.

Buenos Aires, febrero de 2003

 

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Agradecimientos

Por el estímulo y los comentarios que dedicaron a este texto quiero agradecer aquí a María Ester Arnejo, Ruth y Carlos Blanco, Julio Crespo, Claudia Lorenzetti, Marta Espezel, Gerardo Greiner, Marión Helft, Nicolás Helft, Ludovico Ivanissevich, Luis y Judith Kancyper, Héctor Yánover, Sergio Zabalza y Emilia de Zuleta.

Y a Miguel Mascialino, fiel y admirable compañero por los caminos del lenguaje, toda mi gratitud.