Texto completo del libro de IVONNE BORDELOIS con ese título, bajado a través de este enlace http://www.textosenlinea.com.ar/textos/La%20palabra%20amenazada.doc por augerencia de Oscar Varela y cpiado en una página de ATRIO.org
i v o n n e b o r d e l o i s
L a p a l a b r a a m e n a z a d a
L i b r o s d e l Z o r z a l
L i b e r a l o s L i b r o s
Primera edición: marzo 2003 Primera reimpresión: enero 2004
© Ivonne Bordelois, 2003
Se terminó de imprimir en el mes de enero de 2004 en los Talleres Gráficos Nuevo Offset, Viel 1444, Ciudad de Buenos Aires.
índice
Al que se arriesga a leer…………………………………………………….. 9
- Violencia y Lenguaje…………………………………………………. 11
- Eurídice: la no escuchada……………………………………………. 17
- El Verbo y las Tinieblas……………………………………………… 23
- El conflicto entre lengua y cultura………………………………… 31
- Una riqueza inagotable………………………………………………. 37
- Una estrategia ecológica…………………………………………….. 41
- Babel y nosotros: el aljibe etimológico………………………….. 43
- El Diálogo de las Lenguas…………………………………………… 59
- La otra cuesta de la ladera…………………………………………… 71
- Poesía y Lenguaje……………………………………………………… 85
- Lenguaje y Esperanza………………………………………………… 99
Bibliografía…………………………………………………………………. 107
Agradecimientos…………………………………………………………… 109
Al que se arriesga a leer
En estas páginas he tratado de bosquejar una estrategia para el rescate de la palabra en el mundo contemporáneo. En primer lugar, denuncio las razones por las cuales el presente sistema intenta aniquilar la conciencia lingüística en un tiempo diseñado para la esclavitud laboral, informática y consumista. La segunda línea, eje de celebración, propone el redescubrimiento de la energía de la palabra, clave de conocimiento, placer y conciencia crítica. La etimología, el diálogo de las lenguas, la observación de lo viviente en el habla coloquial y en el lenguaje del humor y de la infancia son elementos cruciales en este redescubrimiento. Y sobre todo, nuestro reencuentro con la poesía, tanto la de los poetas como la de los involuntarios y anónimos creadores del lenguaje; la fuente que sigue y siempre seguirá manando “aunque es de noche”.
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Violencia y lenguaje
Se habla mucho de violencia entre nosotros estos días; acaso demasiado. El mismo hablar contra la violencia parece generar violencia. Profetas que aúllan, pacificadores que abruman, políticos y periodistas que ensordecen, rockeros que deliran: de este estruendo parece surgir en nosotros sólo un vehemente deseo de fuga a un lugar de silencio y de paz. Acaso este lugar es mucho más accesible que lo que nos imaginamos. Y estas líneas, que intentan una suerte de ecología del lenguaje, se proponen imaginar ese lugar; porque uno de los aterradores poderes de la violencia es que está destinada, precisamente, a la tarea de destruir la imaginación, tarea en la que es inmensamente eficaz.
Una primera y muy extendida forma de violencia que sufre la lengua, en la que todos prácticamente participamos, es el prejuicio que la define exclusivamente como un medio de comunicación. Si se la considera así -como lo hace nuestra sociedad- se la violenta en el sentido de que se olvida que el lenguaje -en particular, el lenguaje poético- no es sólo el medio, sino también el fin de la comunicación. Cuando se mediatiza al lenguaje, cuando se lo considera sólo una mediación para otra mediación -porque la comunicación se pone al servicio
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del marketing, el marketing del dinero y así sucesiva e infinitamente- nos olvidamos de que el lenguaje es ante todo un placer, un placer sagrado; una forma, acaso la más elevada, de amor y de conocimiento.
Si es verdad que la pulsión de vida, el Eros, es la que vincula al deseo y su objeto, y el placer es la señal certera de su realización, el lenguaje es una de las manifestaciones más evidentes y universales del principio del placer. En cada comunicación verbal que se logra se da una relación misteriosa y fecunda. La libido hace de las palabras su objeto y habitación: entre la lengua parlante y la oreja escuchante hay una relación análoga a la que existe entre el falo (que en sánscrito se llama lingam) y la vulva. Como sistema de símbolos -y símbolo es una palabra griega que significa la fusión de dos objetos- el lenguaje pone de manifiesto nuestra capacidad innata de investir la libido en palabras, objetos verbales inagotables y vinculados entre sí a través de la ligazón permanente de la sintaxis y el léxico, que nos relacionan a su vez con los otros y con nosotros mismos. Las relaciones existentes entre las palabras son a la vez espejo y modelo de nuestras propias relaciones con el universo.
Este carácter peculiar del lenguaje es lo que garantiza su poder, un poder que prevalece sobre todas las operaciones intelectuales. En este sentido, es necesario recordar a Martí: “La lengua no es el caballo del pensamiento, sino su jinete”. Es decir, en la lengua hay algo anterior y superior, en cierto modo, al pensamiento mismo1.
1 La filosofía del giro lingüístico, tal como la presenta Dardo Scavino, llega a decir que el lenguaje deja de ser un medio, algo que estaría entre el yo y la realidad, para convertirse en un léxico, capaz de
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No es una coincidencia el hecho de que Martí fuera poeta, ya que son los poetas -junto con los niños- los que primero advierten las posibilidades más abiertas y secretas del lenguaje y juegan o se dejan jugar con ellas. Los etimólogos son también conscientes de estos despliegues, corroborados en los documentos que establecen los orígenes de una palabra. Si nos enteramos de que pasión y paciencia provienen de la misma raíz, por ejemplo, así como amar y amamantar también tienen un parentesco común, algo en nosotros descubre esa fuente que es la sabiduría inmanente del lenguaje y se inclina a escucharla. Y si pensamos en el lenguaje como un órgano de conocimiento anterior al pensamiento, la pregunta normal ya no es: ¿Cuántas lenguas habla Ud.? sino: ¿Cuántas lenguas escucha Ud.? Hablamos aquí de un don más íntimo, tan desconocido como necesario en nuestros días: el don de escuchar lenguas, y en particular, el don de dar
crear tanto el yo como la realidad. Menos radicalmente, preferiríamos apelar a la noción de campo, que aparece simultáneamente entre dos instancias (el yo y su interlocutor, el yo y la “realidad”) como correlato necesario de ese encuentro, determinando y siendo determinada a su vez por estas presencias.
Recordemos que en el Génesis las palabras anteceden a las cosas, no las reflejan. Dios nombra primero a la luz para que la luz exista, y es la palabra lo que termina con el caos. En el caso de Adán, los animales preceden a sus nombres, que son los que Adán les da y los que les “corresponden”. Sería interesante explorar el paralelismo de la tradición hebrea con el pensamiento platónico e idealista, en el cual las ideas preceden a las cosas. (Lo común de ambas tradiciones es que la realidad no existe si no hay algo que la promueva y condicione a la existencia: en el pensamiento hebreo este algo es la palabra, en el platónico la idea. Es decir, en el pensamiento platónico el hombre se asemeja más a Dios que a Adán.)
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lugar en nosotros a la escucha de nuestra propia lengua, que tan desatenta y desatentadamente hablamos y a la que tan poco lugar y tiempo de reflexión concedemos. Entre el uso de la palabra y la escucha de la palabra media una distancia semejante a la que separa al amor de la prostitución. Piénsese en la ridicula paradoja que encierra la común expresión “dominar una lengua”. Las lenguas son ellas mismas dominios inmensos de tradiciones, vastos léxicos que se nos escapan, reglas gramaticales subterráneas de las que apenas alcanzamos a atisbar los mecanismos, métricas tan espontáneas como misteriosas, poéticas realizadas y otras maravillosas por cumplirse. De nada de todo esto corresponde ni es posible apropiarse: sólo cabe aquí una contemplación admirada, un humilde y tenaz estudio que arranque de la certeza de la inaccesibilidad total de su objeto último.
Hay culturas que son generosas y atentas a su propio lenguaje, como la de España del Siglo de Oro o la Inglaterra de Shakespeare, y lo transmiten y lo llevan a un fulgor extraordinario. Dice Steiner que en el inglés de ciertos períodos hay un sentimiento de descubrimiento, de adquisición exuberante que nunca se ha vuelto a reconquistar íntegramente. “Marlowe, Bacon, Shakespeare usan las palabras como si fueran nuevas, como si ningún roce previo hubiera enturbiado su esplendor o atenuado su resonancia. Así es como los siglos XVI y XVII parecían contemplar al lenguaje mismo. Tenían ante sí al gran tesoro cuyas puertas se habían abierto de improviso y las saqueaban con la sensación de que era infinito”. Notemos, con todo, la ima-
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gen típica de la visión dominadora de la lengua en Steiner. Shakespeare no saqueaba la lengua: la escuchaba en su ámbito más profundo; por eso es Shakespeare. Y el inglés, como toda lengua natural, aun la más pobre lexicalmente, sigue siendo infinito en sus posibilidades, pese a las desvirtuaciones que puede sufrir en nuestros tiempos. Hablamos de épocas excepcionales, en las que el lenguaje es sentido no exclusivamente como un medio de comunicación, una moneda de intercambio circulante y corriente, sino como un camino de conocimiento y de celebración. En esas épocas afortunadas, el lenguaje no es sólo usado, sino que es escuchado por los grandes poetas, y de esta escucha y de esta reinterpretación surgen los poemas más memorables de nuestra historia, no digo ya de la historia de las literaturas particulares, sino de la historia de la especie.
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Eurídice: la no escuchada
Orfeo es el mito trágico que pone en escena, entre otras fisuras, el abismo entre los no-escuchantes y los hablantes. Es la variante brasileña del mito, el hermoso Orfeo Negro de Marcel Camus -realizado en los años cincuenta e inspirado en una obra de teatro de Vinicius de Moraes-, la que revela más claramente esta interpretación, que parece estar implícita, sin embargo, en el tejido mismo del relato. Orfeo desciende a los infiernos a salvar a Eurídice; la condición de su rescate (condición impuesta, no por azar, por una ley infernal invocada por Pluto) establece que hasta la salida del Hades Orfeo, que precede a Eurídice, no dará vuelta la cabeza para mirarla 2. Pero Orfeo no puede resistir la tentación y pierde definitivamente a Eurídice.
En la versión brasileña, Eurídice dice: “Si pudieras escucharme en vez de verme”. El regreso al infierno se cierne como amenaza para la pareja ante la imposibilidad de que el varón escuche a la mujer, que es para él ante
2 La prohibición acerca del no mirar atrás no es exclusiva del mito de Orfeo: la reencontramos en el Antiguo Testamento, cuando se narra la maldición de la mujer de Lot, convertida en estatua de sal al mirar hacia Sodoma en llamas; y también aparece en el Evangelio: “El que pone su mano en el arado y mira hacia atrás no es digno de Mí”.
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todo presencia visible, física o sexual, antes que palabra portadora de sentido. Orfeo, mitad dios y mitad hombre, es el creador de la música, el supremamente escuchable, nunca el escuchante. La condición impuesta a Orfeo, en realidad, consiste en superar esta situación de ensordecimiento, y así responder al deseo más profundo de Eurídice: el ser oída. Una Eurídice invisible, que sólo puede ser escuchada, representa para Orfeo el infierno, porque trastorna todos sus poderes.
En la versión griega del mito, las Ménades, que representan las furias femeninas, descuartizan a Orfeo, el músico que carecía de espacio y tiempo para escuchar a otros, y que por no escuchar tampoco a Eurídice perdió la visión de ella, quedando así parcialmente ciego. Las Ménades descuartizan a Orfeo y el infierno de Eurídice se sella para siempre. El infierno devora la inaudible música de Eurídice, es decir, el infierno de Eurídice consiste precisamente en ser sacrificada al imperio exclusivo de la música órfica, que entraña la imposibilidad de ser escuchada en su propia palabra, en su propia música3.
Varios detalles confirman lo plausible de esta hipótesis. La voz de Orfeo no sólo excluye la de Eurídice a
3 El gesto de Orfeo no es único: repica ilimitadamente en la tradición lírica occidental, que expresa que el silencio no sólo le es necesario a la mujer sino que constituye uno de sus rasgos eróticos definito-rios. Tres ejemplos al caso: Baudelaire: “Sois belle et tais-toi” ; Ne-ruda: “Me gustas cuando callas porque estás como ausente / y me oyes desde lejos y mi voz no te toca / Parece que los ojos se te hubieran volado / y parece que un ángel te besara la boca.”; Vocos Lescano: “Dices, y mientras dices, lo que dices / vuelve las cosas claras y felices / y hasta donde llega el júbilo convoca. // Pero callas,
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la salida del infierno, sino que en un episodio anterior, en su viaje con los Argonautas, el canto de Orfeo ha desplazado al de las sirenas para impedir que sus compañeros las escuchen. Ellas, despechadas, acaban suicidándose: otra instancia fatal de la supresión de la voz de las mujeres. Orfeo es también considerado sacerdote, el primero en haber escrito los dogmas y rituales de una religión hermética que excluía a las mujeres. Está vinculado asimismo con la sacralización de las relaciones homosexuales entre varones y es protegido de Apolo, que ama a mujeres y a varones. Las Ménades que lo destrozan son oriundas de Ciconia, de donde también era Eurídice. Es notable que los restos de Orfeo descuartizado vayan a desembocar a Lesbos, patria de la poesía lírica
y entonces, cuando callas / se inclina el cielo al sitio donde te hallas / y se te llena de ángeles la boca.” Por cierto que las teorías del silencio, tan proliferantes en nuestros ensordecedores días, podrían adjudicar una secreta superioridad, un escondido privilegio místico a la mujer en su enigmático silencio. Lo que me interesa mostrar aquí es que el lirismo raramente produce la imagen inversa del varón que seduce a partir de su silencio, y no debemos ni podemos engañarnos acerca del significado de esta asimetría.
En su hermosa interpretación de Los Tres Cofrecillos, Freud muestra ejemplos muy persuasivos de la ecuación de la mujer con el silencio (y del silencio con la muerte). El silencio que se otorga como clave a la supuesta identidad de la mujer acaba por desembocar inevitablemente en el silenciamiento de la mujer en la cultura. Baste considerar, entre nosotros, el tiempo y los esfuerzos que han sido necesarios para restituir a su auténtica estatura una voz poética como la de Alfonsina Storni (ignorada públicamente, en su tiempo, por la voz de los Orfeos imperantes: Lugones y Borges). Explorar estos muy interesantes terrenos nos llevaría, con todo, muy lejos de nuestro propósito principal, de modo que dejamos el tema abierto para otra ocasión.
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y territorio de Safo. Según Ovidio, las Ménades, para matarlo, utilizan un arado, hecho que acaso represente la venganza matriarcal por el pasaje de la agricultura de la mano de las mujeres a la de los varones. Curiosamente, mientras el nombre de Orfeo significa “la gran voz”, el nombre de Eurídice puede analizarse en griego como eurys, amplio, y dike, la justicia que concierne, particularmente en caso de abuso, a personas implicadas en relaciones íntimas. Podría significar, por lo tanto, una mirada más amplia -y profunda- en lo que concierne a los vínculos de la pareja. No se olvide que Eurídice es también el nombre de la mujer de Creón, quien se ahorcará cuando éste arrastre al suicidio al hijo de ambos, Hemón, el enamorado de Antígona (otro caso de mujer no escuchada).
Parece entonces que el mito encierra una pluralidad de mensajes, uno de los cuales, acaso el más prominente, es el enfrentamiento de culturas matriarcales y patriarcales. Orfeo es hijo de Calíope, una de las Musas -origen de la música- y su apoteosis final se ve refrendada cuando Zeus transporta su lira a la constelación de su nombre. Parece claro que su figura encarna la rivalidad con la voz femenina, evidenciada ya en el episodio de las Sirenas. Pero lo que nos interesa aquí es que Orfeo -que pasó a la posteridad patriarcal como el héroe-víctima y músico supremo, venerado por poetas y músicos como Rilke y Glück, que se identificaban sin duda con su fascinante voz todopoderosa- es en verdad quien provoca la tragedia. En efecto, ésta se desencadena por su incapacidad de escuchar al otro, que va pareja con su necesidad exasperada y exasperante de escucharse nar-cisísticamente sólo a sí mismo, y de ser escuchado a
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costa del silenciamiento ajeno. El mito órfico es entonces también la representación de un monólogo delirante que, pretextando amor, desplaza al interlocutor y lo reduce a la nada de un silencio infernal. A la violencia que representa su negación de la palabra-música de Eurídice contesta la violencia vengativa de su descuartizamiento por las Ménades. La cólera de las Ménades, inspiradas por Dionisio, el dios rival de Apolo, representa la ira femenina por el rechazo de un espacio de amor y atención para la voz de la mujer 4.
Más allá de la disputa entre los sexos, sin embargo, lo que parece sugerir el mito, desde el fondo de los tiempos, es la trágica circunstancia que hace que los más dotados para la música y la palabra -y los poderes que de estos dones se derivan- sean con frecuencia también los menos dotados para la atención y la escucha. Una figura posible del mito, aquella que estamos explorando en este texto, representa la incapacidad de los seres humanos de escucharnos unos a otros, así como la contumacia de nuestra inconsciente negativa a escuchar aquello que precisamente nos permite hablarnos: nuestro lenguaje. Así, reducimos a nuestros interlocutores y a nuestro lenguaje a la nada del sinsentido y el olvido.
Cuando se habla de competitividad en el mundo contemporáneo se piensa en general en la capacidad de imponer masivamente pautas y productos culturales e industriales, así como ideas y formas de poder a lo
4 Como lo sugiere Ludovico Ivanissevich, acaso sea un eco de esa venganza el hecho de que Glück imponga a una intérprete contralto en el papel de Orfeo.
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largo y a lo ancho de todo el planeta. Pero lo que subyace a este alud de imposiciones y hace posible su efectividad es un lenguaje monotemático que busca sólo afirmarse y escucharse a sí mismo y desatiende implacablemente la escucha y la necesidad del otro. La palabra fetiche de la propaganda comercial y política desaloja así fieramente a la palabra profunda de la tradición y al léxico del nuevo conocimiento; el jingle reemplaza a la canción de cuna, el cliché político a la reflexión original, el autismo mediático a las humildes e inspiradas formas de la estética popular o de las voces marginales.
Con razón dice Margaret Fuller que la literatura -y lo mismo vale para la cultura- no consiste en una colección de libros magníficos, sino en un ensayo de interpretación mutua. La cultura global es en gran medida un remedo de diálogo en el que poderosos Orfeos, embebidos narcisísticamente en su propia música, sumergen en el silenciamiento total a los que se supone deben ser rescatados. El cine contemporáneo, con sus megaproducciones, hazañas virtuales y falsos estréllatos, la industria musical de nuestros días, campo de batalla de los intereses del rock, llevan las señales claras -o más bien, exhiben las garras- de una empresa que aspira a imponer pautas de dominio unilateral y conducirnos al infierno del sinsentido -o al nirvana de los zombies- antes que proponer un diálogo abierto en el que despunte lo verdaderamente nuevo, lo no dicho, aquello que necesariamente conforma el porvenir. Y así se prolonga y consolida el infierno de Eurídice.
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El verbo y las tinieblas
Las lenguas no sólo se “emplean”, no son sólo valores de comunicación, expresión personal o uso colectivo: contienen la experiencia de los pueblos y nos la transmiten, pero sólo en la medida en que estemos dispuestos a reconocer su capacidad de poder hablarnos. La expresión “usar la lengua” reduce la lengua a un instrumento, cuando en realidad la lengua es un proceso que vastamente nos trasciende. Como dice Guillermo Boido: “La poesía es el intento de preguntarle a las palabras qué somos. Como los sueños, ellas saben mucho de nosotros, quizá más que nosotros”. Si la palabra sabe más de nosotros que nosotros mismos es porque viene de una tradición de experiencia humana que nos supera en el tiempo y en el espacio. Las palabras que hoy día pronunciamos son sobrevivientes de catástrofes históricas donde el latín pereció, pero estas palabras nos preceden, nos presencian y se prolongarán mucho más allá de nosotros en el tiempo: podríamos decir que en cierta medida somos sus vehículos; no su fuente misma y mucho menos sus propietarios.
El hombre es el ser de la palabra, según Aristóteles y la tradición griega; pero cómo llegó la palabra hasta él es un enigma que Sócrates calificó de insoluble y ante el cual toda la ciencia de nuestra época sigue estrellando-
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se sin respuesta: sólo cabe interrogar tentativamente, admirar y seguir escuchando5. Como dice Steiner: “Poseedor del habla, poseído por ésta, cuando la palabra eligió la tosquedad y flaqueza de la condición humana como morada de su propia vida imperiosa, la persona humana se liberó del gran silencio de la materia. O, para emplear la imagen de Ibsen, golpeado por el martillo, el mineral insensato se ha puesto a cantar”.
En latín “he hablado” se dice “locutus sum”, que morfológicamente significa “he sido hablado”. Y Heidegger decía: “El hombre no habla el lenguaje sino que el lenguaje habla al hombre”. Si aceptáramos que la lengua nos circula como la sangre que nos sustenta, o bien nos penetra como el aire que respiramos, nos encontraríamos más abiertos a “ser hablados” por las lenguas antes que a hablarlas, a ser inspirados y aspirados por ellas antes que a aspirarlas o inspirarlas omnipotentemente, como en vano tratamos de hacerlo. Por alguna razón los mayas decían en su idioma que la lengua era un sentido comparable a la vista o al oído. Precisamos reencontrar un aire más libre, donde las palabras, restituidas a sí mismas, a su propia personalidad, nos sorprendan y nos iluminen, conversen y se rían de nosotros y de ellas mismas con nosotros, en vez de ser exclusivamente nuestras mucamas, espías o niños mensajeros.
5 Un reciente artículo de Chomsky en Science procura determinar la distinción específica entre lenguaje humano y lenguaje animal, que él asigna a la capacidad de recursividad, propia solamente de los humanos, y no referida exclusivamente al lenguaje. Pero en cuanto al modo en que nace y evoluciona el lenguaje nada se adelanta en este artículo.
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El lenguaje está antes y después de nosotros, pero también está, felizmente, entre nosotros. Es el tejido relacional del cual los otros dependen: un tejido fuerte y subsistente, y tan necesario a nuestras vidas como la nutrición. En otras palabras, es como el Verbo del Evangelio de Juan, del que se dice que “todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho fue hecho”. Naturalmente, la exégesis tradicional indica que Juan estaba hablando de Cristo al referirse al Verbo. Pero si Juan encuentra esta imagen para hablar de Cristo muy bien puede ser porque al compararlo con la palabra, al llamarlo palabra, está diciendo también que hay una energía luminosa, universal e inagotable que Cristo -como todos los grandes maestros- comparte con el lenguaje. “El Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios”: en efecto, el lenguaje representa al Eros y es el Eros, el logro del encuentro en la comunicación verbal y el sustento relacional más profundo de la vida. “El verbo es la luz verdadera que alumbra a todo ser humano que viene a este mundo”, dice Juan, significando que el lenguaje es, precisamente, ese don misterioso que comparte la especie y la ilumina. Y más allá: “En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres. La luz en las tinieblas resplandece y las tinieblas no prevalecieron contra ella” 6.
6 Inversamente dice Nietzsche, consciente como era del poder de la palabra: “Mientras no destruyamos la gramática, seguiremos creyendo en Dios” -acaso un inconsciente y paradójico deseo, por parte de Nietzsche, de que Dios exista indestructiblemente, ya que, como dice Valéry, la sintaxis es un elemento constituyente del espíritu humano; mientras haya humanos inevitablemente habrá gramática.
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En cuanto al sentido metafórico de las tinieblas de las que habla Juan, deberíamos disponernos a un estado de alerta, porque el hecho insoslayable es que estas tinieblas se ven representadas por la cultura global del capitalismo 7 salvaje que vivimos: una empresa destinada a demoler nuestra conciencia del lenguaje, increíblemente eficaz en este sentido. No estamos, por cierto, postulando la existencia de un conjunto de multinacionales perversas dedicadas a deteriorar el lenguaje, enarbolando programas específicos al respecto. Sí creemos que el presente sistema está claramente decidido a formar esclavos del trabajo, de la información y del consumo, y nada favorece y robustece más la esclavitud que la pérdida del lenguaje, de modo que todas las técnicas de reclutamiento y organización del trabajo, así como las de información y de la propaganda comercial apuntan, directamente o indirectamente a esa destrucción, y la implican. (Un ejemplo directo, aunque modesto, de esta situación puede ser la ofensiva estupidez de un reciente
7 Cuando hablo en este texto de una cultura enemiga del lenguaje me refiero en realidad a las tendencias dominantes del capitalismo global, y en particular a sus poderes propagandísticos, mediáticos e informáticos. Es evidente que los lenguajes naturales se desenvuelven en una cultura ambiental con la cual necesariamente interactúan. Ocurre que en general no se sopesa suficientemente el fundamento biológico del lenguaje cuando se lo describe como un factor más entre los constituyentes de una cultura. El lenguaje es la articulación más importante, misteriosa e impenetrable entre cuerpo y sociedad. Resulta una estimulante humillación para la inteligencia científica que aquello que nos diferencia de todas las otras especies animales se encuentre tan remotamente alejado de nuestra comprensión, en particular en lo que se refiere a su nacimiento y evolución.
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anuncio comercial que culmina machacando: “Porque lo único que importa es la cerveza”.)
Una cultura consumista se opone por esencia, es decir, necesita, por su propia naturaleza, oponerse a ese sistema gratuito de creación e intercambio de bienes que es el lenguaje: esa maravillosa feria libre en donde todos los días se acuñan nuevas expresiones y canciones, esa indetenible fiesta inconsciente que es el idioma colectivo. En esa fiesta no son los ejecutivos de las multinacionales ni las grandes figuras mediáticas ni los escritores consagrados, sino los niños y los adolescentes quienes ocupan anónimamente, irresistiblemente, la vanguardia, y lanzan, junto con las nuevas blasfemias y las nuevas vulgaridades, como el trigo que no puede separarse de la cizaña, las metáforas que luego ganan la calle y los medios y empapan toda nuestra vida de vigor, frescura y novedad.
Cuando palpamos la increíble estrechez de la franja verbal de los diarios, la televisión y la literatura best-seller de nuestra época, cuando la conversación (una forma de poesía mutua si es verdadera) es desalojada violentamente de los lugares de encuentro por los alaridos infantiles y patéticos del peor rock, cuando la letra de las canciones más populares desciende al infierno de la monotonía y la estupidez, es nuestro lenguaje (y a través del lenguaje nosotros mismos, en lo más profundo de nuestra identidad) el que es atacado y destruido. Con razón Merleau Ponty -alguien a quien no pueden imputarse relentes de misticismo esotérico- decía: “El lenguaje, antes que un objeto, es un ser”. Y este ser se degrada inevitablemente con estos ataques. Fingir que
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no registramos esta degradación, que es también la nuestra, pretender que no la experimentamos, es crear una suerte de costra a nuestro alrededor que acaba por separarnos de nuestros propios deseos y de nuestra propia felicidad, porque el lenguaje, en su pureza y su vitalidad, es una de las mayores y más profundas fuentes de gracia, dignidad y felicidad en la vida humana.
Quiero decir que hay una ecología del lenguaje que tenemos que reencontrar, y ésta no es una empresa inaccesible. No se trata de velar por el casticismo o resucitar vetustas academias o arcaicas ortodoxias. Cada vez que abrimos paso a la reflexión sobre el sentido escondido de las palabras o a la ponderación de la sabia arquitectura de la sintaxis, cada vez que celebramos la gracia de un chiste verbal o de una adivinanza, una copla, una frase escuchada al pasar, cada vez que incurrimos en el lujo de ese paseo arqueológico entre ruinas maravillosas que es la etimología, estamos reviviendo la felicidad del lenguaje y la posibilidad de la poesía, que es la criatura más excelsa del lenguaje, su corona de estrellas.
Pero si esta cultura ataca la conciencia del lenguaje es, en gran medida, porque de algún modo se adivina que en ella, además de la fuerza refrescante de la poesía, reside la raíz de toda crítica. Para un sistema consumista como el que nos tiraniza, es indispensable la reducción del vocabulario, el aplanamiento y aplastamiento colectivo del lenguaje, la exclusión de los matices -que muchas veces significa el olvido de los propios deseos-y sobre todo, la pérdida del sentido del goce y la lucidez que la lengua puede llegar a proporcionarnos. Por
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eso, la empresa consumista es enemiga frontal de la auténtica expresión lingüística, que exige libertad, don de aventura y originalidad y desasimiento total de pautas exteriores para desplegarse en todo su esplendor.
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El conflicto entre lenguaje y cultura
Esta situación, en realidad, no es demasiado nueva ni sorprendente. No es un azar que las Academias, en general custodias de la gramática y ajenas a las formas inesperadas de la poesía, aparezcan en el cénit de las épocas imperiales. Cuando Platón expulsa a los poetas de la ciudad está reconociendo la capacidad de subversión que conlleva la poesía. La ciudad contemporánea no es ciertamente platónica pero sí patriarcal y autoritaria: sigue sospechando los conmocionantes poderes de la palabra poética y por eso la confina a las catacumbas. Al mismo tiempo, da rienda suelta a los mercaderes de la palabra calumniadora, del insulto, de la blasfemia y de la obscenidad. El espectáculo de la degradación del sexo y de la intimidad no se totaliza sino con el desfonde y la violación de la palabra.
El espacio oficial de la palabra está hoy confinado a “los medios”, término cuya metáfora conviene cuestionar. ¿Son realmente medios de información, comunicación o entretenimiento, como se pretendía en las épocas inaugurales? ¿No está suficientemente claro, por las desbocadas carreras tras el rating, por su sustitución al ámbito legal y judicial, por el carácter extorsionador con respecto a las figuras públicas, que los llamados medios son ante todo medios de poder? Los romanos
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hacían del circo un espectáculo para obliterar la vida política; los medios actuales montan el circo de la vida política y al circo la reducen. Pero la palabra entregada al poder no es lenguaje sino pura consigna, mandato, explotación, ajena a la preciosa libertad que es el destino profundo de la verdadera palabra humana. Y nunca como ahora cabe decir que el fin no justifica los medios.
Existe entonces una tensión en las relaciones entre cultura y lenguaje. En cierto modo, podemos decir que la cultura envidia al lenguaje su indetenible poder de regeneración. La violencia sobre el lenguaje, sobre el Eros que manifiesta el lenguaje, sólo puede venir de una poderosa pulsión de muerte ambiental que tiende a manipular, deteriorar y tergiversar el sentido primero y original de esa comunicación única, celebrante y placentera, que es el lenguaje en el mundo del Eros. El lenguaje congrega y comunica, la violencia obtura y destruye. Cuando la violencia se apodera del lenguaje tenemos la repetición compulsiva del insulto -nuestro sempiterno boludo-, la blasfemia de la agresión sexual -hijo de puta-, el incesto verbal -go fuck your mother. Cuando es el lenguaje quien se apodera de la violencia tenemos a Esquilo, a Shakespeare, a Quevedo, a Isaías, a Cristo: la maldición sacra, el exorcismo necesario, la expulsión de los demonios íntimos y sociales.
La palabra poética es violencia contra la palabra establecida -pero se trata de aquella violencia que señala el Evangelio cuando dice que sólo los violentos arrebatarán el reino. Walter Benjamin habla de los martillazos necesarios al escritor que debe forjarse un nuevo lenguaje golpeando a contrapelo la costra que ciega a la pa-
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labra desgastada por el uso, la máscara que ahoga a la palabra convencional, la rigidez que asfixia a la palabra burocrática. Todas estas trabas son arrancadas por ese golpe de luz que, como el viento que abre a la anémona, la poesía inflige a los sepulcros blanqueados de los lenguajes oficiales. Y la palabra resucita llamando y llameando nuevamente, recordando su origen y el nuestro.
Pero es necesario advertir también que la cultura masificante desconfía del lenguaje porque, como lo hemos dicho, la conciencia crítica de la lengua es el comienzo de toda crítica. Según Saussure, el modesto y misterioso suizo que funda la lingüística contemporánea, la lengua es el sistema social más poderoso porque está grabado fundamentalmente en el inconsciente. Por eso, para aparecer ante nosotros mismos, la primera recuperación que nos es obligatoria es el reconocimiento de nuestro lenguaje. Ésta es precisamente una de las más poderosas razones por las cuales las grandes culturas contemporáneas no favorecen el desarrollo de la conciencia lingüística o la restringen solamente al malabarismo de la propaganda comercial. Una cultura masificante entorpece el acceso a los estratos más profundos del lenguaje y de su conciencia, transmite prejuicios sin delatarlos, empobrece el vocabulario u olvida sus refrescantes orígenes.
Y precisamente porque se opone al lenguaje, la cultura contemporánea destruye el silencio, que es la condición primera y fundamental de la palabra genuina, la que viene de lo necesario y lo íntimo y no es simple resorte de respuesta mecánica. Una tecnología que es capaz de colocar un hombre en la luna pero que no al-
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canza a inventar silenciadores para las aspiradoras o para las cortadoras de pasto representa una cultura que detesta tanto el silencio como el diálogo vivificante y tranquilo que del silencio emana, y se encamina categóricamente a destruirlos. Lo vociferante de nuestras ciudades, los decibeles de una música deleznable que de continuo aturde y ensordece, desafiando e impidiendo toda forma de comunicación, son modos patentes de una violencia cada vez más invasora que sólo se sacia con la obstrucción de la conciencia, en particular de la conciencia que se alimenta de los poderes del diálogo sosegadamente nacido en el silencio.
Y esto no debe sorprendernos: la destrucción de la intimidad y la vida interior, ante todo la del adolescente, es una condición sine qua non para su adiestramiento posterior como títere del mercado y cliente fiel de la farándula. Estos desplazamientos forzosos en la batalla de la palabra contra el ruido, estos aturdimientos programados no son inocentes. Implican una fiera voluntad de arrasar al otro en su fuero íntimo, el propósito de instalar el corazón digital y la implacable velocidad electrónica en el mundo de la mente, no acompañando sino sustituyendo violentamente y excluyendo para siempre los otros ritmos necesarios al corazón humano. Acaso no es un azar que en inglés, el idioma hoy globalmente dominante, no exista una palabra equivalente a callar8. Nada
8 Miguel Mascialino advierte que en hebreo y en alemán los términos referentes al silencio significan también calma y tranquilidad. En alemán, donde Stille es silencio, stillen significa asimismo calmar y amamantar.
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calla en el ritmo indetenible de la industria musical que se produce en los países anglosajones, y el horror al vacío impone no perdonar un solo hueco de atención pura y desnuda en la ruidosa selva de la ciudad contemporánea.
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Una riqueza inagotable
El lenguaje, don que no se puede perder, nos singulariza como individuos; como dice Lacan, el sujeto se constituye a través de la trama del lenguaje y gracias a éste. La identidad es una construcción interminable, del mismo modo que el lenguaje es una operación interminable y está continuamente en perpetua renovación. Bien propio e inalienable, el lenguaje es también un referente necesario para plasmar y sostener, no sólo la individualidad propia, sino la del grupo.
Contrariamente a los bienes de consumo, el lenguaje jamás se agota, recreándose continuamente; por lo tanto, compite con ventaja con cualquier producto manufacturado. Es también un bien solidario: lo comparte toda una comunidad, por un espontáneo sistema de trueque. Y por fin, es un bien absolutamente gratuito, ya sea en su apropiación como en su circulación. En otras palabras, es un bien totalmente subversivo, porque siendo como es, el bien más importante para los seres humanos -ya que es el don propio de la especie, el que nos diferencia de otros animales- su naturaleza se opone a la de todos los otros bienes de consumo, que en lugar de ser gratuitos, solidarios e inagotables son, sin excepción, agotables, costosos y no compartidos.
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En este sentido, el lenguaje es un amenazante peligro para la civilización mercantilista, por su estructura única e indestructible, que ningún mercado puede poner en jaque. Por eso, para los sectores del poder es perentorio, dada la resistencia del lenguaje, volverlo invisible e inaudible, cortarnos de esa fuente inconsciente y solidaria de placer que brilla en el habla popular, en los chistes que brotan como salpicaduras en las conversaciones entre amigos, en las nuevas canciones hermosas, en las creaciones auténticas que surgen todos los días en el patio de un colegio, en la mesa familiar, en la charla de un grupo de adolescentes.
Aunque, como todos sabemos, estamos viviendo una crisis profunda, algo posible en estas circunstancias (que no consista exclusivamente en culpabilizar a la otra mitad del país y nos dé un poco de aire para respirar) es considerar las cosas que son signos de indiscutible energía a nuestro alrededor y orientarnos decididamente hacia ellas. Menciono una sola y extendida contravención a esta consigna que es pura sensatez de supervivencia. Una cierta y oscura omnipotencia nos da permiso cotidianamente para ver horas de televisión basura o leer las peores secciones de los diarios o escuchar los noticieros más sensacionalistas o la música más deleznable, acumulando de ese modo en nosotros mismos una enorme resaca de sedimentos espurios que nos va convirtiendo en seres opacos y carentes de toda energía y transparencia. Aun cuando nos creamos impunes o invulnerables, nos estamos destruyendo nosotros mismos, del mismo modo que se destruyen los que comen y beben irresponsablemente hasta destrozar sus cuerpos, sus vidas y las de los que los rodean.
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Estas formas de descenso de la conciencia son más frecuentes y extensas de lo que pensamos y van contribuyendo en no poca medida a la hecatombe social que estamos presenciando. El deterioro del lenguaje -tanto del que hablamos como del que nos permitimos escuchar- es una forma de autodestrucción sumamente grave, sobre todo cuando acompaña, desde adentro, las enormes fuerzas de agresión externa a las que estamos diariamente sometidos. Es algo así como un suicidio no sangriento decidido como respuesta frente a la adversidad; es abrazarse al enemigo cooperando siniestramente con su tarea. Porque está claro que un sistema inicuo puede acorralar nuestros ahorros y nuestros proyectos personales o políticos sin que en gran medida podamos impedirlo, pero el desfondamiento del lenguaje, el acorralamiento de nuestra capacidad verbal, el aniquilarse de ese pacto gratuito de solidaridad, libertad y felicidad entre nosotros, no puede realizarse sin nuestro propio consentimiento y connivencia. Y ese autoacorralamiento expresivo, esa mutilación colectiva consentida de común acuerdo por los medios y por la gente, es una escalofriante señal del suicidio masivo que estamos presenciando como si no fuéramos capaces de detenerlo.
La pelea por recuperar el dinero confiscado, justa y necesaria como es, puede derivar para muchos en la identificación profunda y exclusiva con su dinero, y allí sí que, aún recuperando el dinero, se pierde para siempre la identidad. Pero con el permiso que otorgamos a nuestros agresores para acorralar y devaluar nuestro lenguaje también estamos arriesgando y perdiendo nuestra verdadera identidad, esta vez de una manera
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innecesaria y autodestructiva. Podemos y debemos avergonzamos de la política y la economía de nuestro país y encolerizarnos con los responsables de su catástrofe. Podemos y debemos perseguirlos política y judicialmente. Pero al mismo tiempo, de lo que no podemos ni debemos olvidarnos es de que sí podemos estar orgullosos de nuestro lenguaje , y este orgullo, y la firme resolución de no dejar que aquél sea avasallado, nos hacen falta imperiosamente en esta hora de humillaciones y bochornos insondables.
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Una estrategia ecológica
Frente a la violencia contra el lenguaje, la estrategia a seguir no consiste en la denuncia sistemática o en la censura permanente de esta violencia, si bien tales actividades, en general, no son prescindibles ni desdeñables. Nada más efectivo contra esa violencia que habituarnos a frecuentar las vías no violentas de la celebración del lenguaje entre nosotros. Es decir, explorar cuáles son las maneras de recuperación y escucha del lenguaje que nos lo vuelvan más íntimo, viviente y disfrutable, volviéndonos a nosotros, al mismo tiempo, más disfrutables, vivientes e íntimos.
Entre esas vías -que considero ecológicas porque preservan, protegen y estimulan el ser del lenguaje- se cuenta el refrescante descenso al aljibe etimológico, la pregunta por el origen de las palabras que las rescata en su savia histórica y semántica. Otra vía posible es asistir al diálogo de las lenguas como a un espectáculo de iluminaciones mutuas, una esgrima pacífica de lucidez y sabiduría complementaria. Finalmente, nos es necesaria la escucha atenta del lenguaje cotidiano, el prestar oídos a las novedades y hallazgos del habla coloquial e infantil y el recrearnos en el lenguaje como fuente de humor. Y siempre y ante todo, aproximarnos a la poe-
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sía como a la zona más alta y misteriosa del lenguaje, la comprobación más certera de su fuerza mágica y de los mundos de energía y libertad que a través de ella nos habitan.
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Babel y nosotros: el aljibe etimológico
Las lenguas son en cierto modo vastos seres que nos rodean y nos iluminan como grandes arcángeles vivientes: es necesario darles un espacio interior de acogida y estar dispuestos a escucharlas y prestarles atención. Y sobre todo es necesario escuchar, en las lenguas, el valor de imagen que transmiten las palabras, que originariamente, etimológicamente, son parábolas.
Cuidar, disfrutar, contemplar las palabras significa también poder reconstruirlas en su infancia, seguir su proceso significativo y metafórico desde el comienzo, sus ancestrales orígenes. Este cuidar por lo etimológico nos remite a etytmon, que significa, en griego, lo cierto; porque los griegos consideraban que lo cierto de una palabra es su origen, el momento inaugural en que fueron pronunciadas por primera vez. Para Nietzsche, apasionado filólogo, la etimología demuestra cómo las palabras supuestamente literales son en realidad antiguas figuras poéticas, fósiles prestos a resucitar: las verdades no son sino arcaicas metáforas olvidadas.
El proyecto etimológico representa una suerte de inversión del mito de la Torre de Babel, que es una forma del mito del Progreso. Babel, como Prometeo, es el proyecto humano de arrancar a la potencia divina su capa-
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cidad creadora. El progreso, y sobre todo el progreso tecnológico, es una conveniente proyección de ese mito. Así como en el relato bíblico el castigo a la soberbia de los hombres consiste en la pérdida de un lenguaje único, el progreso científico y tecnológico consiste en gran medida, sobre todo en la era computacional, en el remplazo de la lengua natural por múltiples códigos, muchas veces ininteligibles entre sí. No tratamos de minimizar, por cierto, la bienvenida inclusión en la cultura de vastísimos sectores marginales, gracias a la tecnología actual: simplemente consideramos aquí los aspectos ambivalentes de tal progreso. La computadora, por ejemplo, que representa indudablemente un avance crucial en nuestras posibilidades de organizar nuestra actividad intelectual e incrementar nuestra creatividad, es también un objeto excesivamente costoso y complejo que destituye a muchos, por motivos económicos o generacionales, del ingreso pleno al ámbito de la comunicación social.
Lo mismo ocurrió, naturalmente, con la llegada del libro, que desterró en gran medida el espacio de la memoria y la tradición oral, y sometió por un largo tiempo a vastos sectores -en particular a las mujeres, predestinadas como analfabetas- al apartamiento cultural. Cada hito en el progreso tecnocultural marca así también la frontera de una nueva legión de destituidos y en ocasiones la pérdida de un rico territorio natural de encuentros humanos. El correo electrónico, entendido en general como intercambio telegráfico, suplanta a los epistolarios, fuentes de información y edificios de amistad irremplazable, así como el parloteo computacional,
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muestrario de ingenio y velocidad, sustituye el ritmo de los silencios que marcan el nacimiento de una intimidad -aquella que el tango memorablemente nombraba “nuestra timidez temblando suavemente en tu balcón”.
La torre que construye el proyecto etimológico es una torre inversa, de acceso al lenguaje común perdido y recuperación de su comunitaria sabiduría. Más que torre es un aljibe que busca el agua profunda en donde nuestros lenguajes se espejan y reconocen como viniendo de un mismo linaje maternal. Mientras en ciertos aspectos la tecnología exaspera las especializaciones y va fragmentando la conciencia humana en múltiples compartimentos hiperracionales pero en gran medida incomunicables, la etimología abre brechas universales entre las barreras idiomáticas, y como un rabdomante explora las convergencias de los cursos subterráneos. Muchos de sus avatares pasan por las fronteras de una poética, no de lo irracional, pero sí de lo inconsciente. En lugar de desafiar el poder creador omnipotente suplantándolo, el etimólogo busca identificarse con la magia ancestral de la lengua madre.
Karl Kraus decía: “Cuanto más de cerca contemplamos una palabra, más lejos ésta mira”. Esta lejanía recuerda aquella que Walter Benjamin confiere al aura, al explicar que ésta se produce cuando nos creemos o sentimos mirados por un objeto o un paisaje, de tal modo que esta mirada nos obliga a nuestra vez a alzar los ojos y mirar. Cuando alguien, ser humano o ser animado, nos obliga a alzar la mirada, se da la “aparición única de una realidad lejana”: es ésta una de las fuentes de la poesía. Lo que Benjamin dice genialmente del
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aura, la poesía y la visión, puede también trasladarse a la etimología, porque las palabras poseen un aura, enlazada con su significado primigenio. También ellas miran de lejos si uno se les aproxima, como dice Kraus. Y esa mirada nos transforma. La mirada etimológica representa nuestro encuentro con el aura de una palabra que es “la aparición única de una realidad lejana”.
Lo que significan originariamente las palabras se ha ido borrando en nuestra memoria a través del tiempo y sobre todo debido a nuestra actitud, ese empeñarnos en usar las palabras antes que interrogarlas con cuidado, aprehendiendo su sabor primero-. Esto ocurre sobre todo si habitamos allí donde la cultura comercial no permite ni tolera el crecimiento de la conciencia de la lengua, una amenaza seria y cierta para un sistema que aspira a controlar y cotizar la información, junto con el placer de la comunicación y de la expresión, de una manera implacable y exclusivamente monetaria.
Nuestras raíces indoeuropeas
Los que trabajamos en ese terreno apasionante que es la etimología nos vamos apropiando de una herencia que es el derecho de todos nosotros, accesible a todos nosotros. Nos valemos de algunas nociones básicas de la historia de la lengua, gramáticas y diccionarios para estudiar la genealogía de cada palabra. Por ejemplo, una gran cantidad de las palabras que usamos en el castellano provienen del latín, así como el francés, el italiano, el rumano y el portugués provienen también del latín por la fragmentación del Imperio Romano. Vamos tra-
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zando así una suerte de cuadro genealógico en el que nos remontamos cada vez más atrás en el tiempo. El latín a su vez forma grupo con otras lenguas como el griego, el eslavo y el antiguo germánico y así llegamos a una etapa anterior que podemos reconstruir gracias a los elementos comunes que encontramos entre lenguas aparentemente muy distantes. Es como si trazáramos nuestro ADN lingüístico mediante esta operación de ir filtrando hacia atrás, hacia el pasado, los elementos comunes a todas nuestras lenguas.
Este idioma reconstruido hipotéticamente, del que no nos quedan documentos pero que debió existir, sin duda, ya que de otro modo no se explicarían las coincidencias sistemáticas que se dan entre estos grupos de lenguas, esta lengua originaria se llama el indoeuropeo. Cuando llegamos hasta el indoeuropeo nos encontramos con raíces de una gran riqueza que son como precipitados semánticos de gran densidad, y de estas raíces podemos deducir de qué modo se fueron estableciendo las nociones más significativas que hoy guían nuestra existencia, las que hacen al cuerpo, a las relaciones humanas fundamentales, a las instituciones, a la historia y a las pasiones y los sentimientos.
Fundamental para establecer la existencia del indoeuropeo fue el estudio del sánscrito, la lengua sagrada de los hindúes. A través de la comparación del sánscrito con otras lenguas occidentales y orientales pudieron reconstituirse, hace dos siglos, las raíces del indoeuropeo, y se pudo establecer que se trataba de una lengua común, hablada probablemente alrededor del tercer milenio antes de Cristo en la región de Anatolia (hoy
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Turquía). Sus elementos se recuperaron mediante leyes fonéticas muy precisas, recogidas en la Gramática Histórica elaborada por una generación de lingüistas europeos -ingleses, alemanes y escandinavos- a comienzos del siglo XIX. Si bien, como lo hemos dicho, se trata de un descubrimiento en cierto modo comparable a la formulación biológica del ADN, debemos tener presente que lo que aquí estamos reconstituyendo es el código cultural de un grupo humano (es decir, no se trata ya de la especie, puesto que hay otros grupos lingüísticos no subsumidos en el Indoeuropeo) del cual descendemos, el grupo que somos. Así, la palabra que significa en español hermano era en sánscrito bhratar, en gótico brothar, en griego phrater, en latín frater. Del indoeuropeo así reconstituido pueden calcularse un léxico de cerca de 2000 palabras9.
En el juego etimológico se trata de establecer, o por lo menos hipotetizar, el tipo de razonamiento o de metáfora que puede conducir desde el significado primitivo de una raíz, a los significados actuales, contenidos en la familia de las palabras derivadas. Como no siempre hay evidencias abundantes de las correspondencias etimológicas, a veces debemos remitirnos a las coincidencias nucleares entre varios diccionarios serios. Para garantizar la unidad de sentido de una raíz se necesitan suficientes ejemplos; lo ideal es contar con contextos donde el significado de un término se vuelva evidente
9 Particularmente interesante es la comparación de las raíces indoeuropeas con las semíticas, entre las cuales también podemos hallar correspondencias muy significativas.
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a través de citas de diversos documentos. Pero también una cierta epistemología y una intuición primera es necesaria: es notable cómo ciertos etimólogos, entre los más ilustres, consignan como meros homónimos a palabras cuya común raigambre semántica nos parece patente desde una óptica contemporánea.
Podemos proponernos dar un pequeño paseo arqueológico por algunas palabras, un paseo a través de esa especie de jardín de estatuas que se animan de una manera sorprendente a nuestro paso si las miramos desde esta pregunta etimológica, que es mucho más revolucionaria de lo que suele imaginarse. Con Miguel Mascialino, con quien hace tiempo estamos trabajando este tema, y con quien aprendemos y nos sorprendemos y nos divertimos enormemente en este contacto germinal con las palabras, hemos seleccionado un grupo de términos que demuestran hasta qué punto el etymon, lo cierto de cada palabra, contradice muchas veces la espesa apariencia de significados convencionales que van acumulándose en torno de ella, por virtud de una sociedad represiva y bienpensante y de una conciencia nublada acerca de los valores profundos del lenguaje.
Lo que saben las palabras
Naturalmente, la etimología contemporánea no procura restaurar arquetipos esenciales a través de su buceo histórico: antes bien, procura desenterrar la serie de alienaciones colectivas por las cuales ciertos sentidos preciosos -o terribles- se nos van perdiendo y escapando con el correr del tiempo. ¿Qué significan originaria-
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mente las palabras con las que designamos los aspectos más importantes de nuestra vida, las actividades corporales, la organización de la familia y la sociedad, la estructura del lenguaje, nuestro cuerpo y nuestros propios sentimientos? ¿Por cuáles símbolos están ocultamente habitadas las palabras más decisivas de nuestra cultura? ¿Cuáles son los prejuicios de que nos alimentan inconscientemente las palabras?
Tomemos por ejemplo la palabra familia. ¿De dónde viene familia? Quizás alguno de entre nosotros recuerde que en una época, en ciertos medios sociales, se llamaba a las empleadas domésticas fámulas, es decir, sirvientas. En latín, famulus significa esclavo. Las familias romanas, que eran familias extendidas, donde vivían conjuntamente muchos parientes de distintas generaciones y diferentes grados de consanguinidad, albergaban también a los esclavos, y una famulia o familia es en realidad, lingüísticamente, un conjunto de esclavos. Porque lo que les interesaba a los romanos no era tanto destacar los vínculos parentales entre parejas o padres e hijos, sino el poderío económico-social que revelaba el número de esclavos que como grupo de producción y servicio cada familia poseía. De modo que cuando hoy decimos por ejemplo familia cristiana estamos hablando, etimológicamente, de un conjunto de esclavos cristianos, o un conjunto cristiano de esclavos, como se quiera.
Lo interesante es que la Iglesia, que apoya a la familia como baluarte central de sus prédicas sociales, jamás cuestionó ni transformó la palabra familia -jamás la escuchó profundamente, diríamos. Como el cristianismo, además, dice en principio oponerse a la esclavi-
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tud, llegamos así a una cierta contradicción, que sin embargo nuestras normas lingüísticas conservan y preservan hasta nuestros días. Pero el hecho de que familia, originariamente, signifique un conjunto de esclavos, indica que en el mantenimiento de la palabra y en la formación misma del concepto y de la institución, los lazos económicos y/o de poder fueron más significativos, con todo, que los lazos de la sangre, y que lo esencial, antes que asegurar la protección paternal o el amor materno o la legalidad reproductiva, ha sido -y probablemente lo es todavía, en gran medida- garantizar el orden de una unidad infraestructural de servicio fundamentalmente no mutuo. La verdad subsistente de esta historia no deja de iluminar con ironía los reclamos eclesiásticos por el mantenimiento del orden familiar o expresiones tan paradójicas como La Sagrada Familia. También podemos explorar el pasado en busca de una explicación de la presencia de lo paternal en patrimonio. Antes del advenimiento del mundo moderno, la propiedad, legalmente, era sólo privilegio del varón, en particular del padre. En alemán, patrimonio y herencia son la misma palabra, erbgut. ¿Por qué se habla -al lado de lengua materna- de casa paterna y más raramente de casa materna, de patria y no de matria? ¿Acaso como compensación al sexo fuerte por todo lo que se arroga la maternidad como valor en nuestra cultura? Sin embargo, las universidades, instituciones fuertemente patriarcales -recordemos simplemente la fecha excesivamente tardía en que las mujeres fueron admitidas en ellas- son llamadas Alma Mater. El matrimonio, por otra parte, es la institución que legaliza la maternidad. Y
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mientras el lenguaje muestra que en su origen el varón reclama su supremacía en la herencia, existe una relación etimológica profunda e indudable entre madre, materia y madera y aun más, entre amamantamiento y amor. (Probablemente, a través de estas derivaciones, no sea demasiado difícil decidir quién se ha quedado con la mejor parte.)
Soltero significa originariamente solitario. Spinster, mujer soltera en inglés, se refiere originariamente a la que hila (spinweb significa tela de araña). En la Edad Media las mujeres solteras sólo podían dedicarse a hilar para mantenerse económicamente: la hostilidad con que se retrata a la bruja que se disfraza de hilandera en La Bella Durmiente era también una especie de advertencia amenazante con respecto a la suerte que corrían las mujeres que no encontraban marido, con el rechazo social aparejado por esa situación, considerada entonces denigrante.
Parábola -un término griego- se analiza originariamente como para-bolos -un objeto que se arroja al lado de otro para establecer una relación de comparación entre ellos. Lo interesante es que la misma palabra parábola nos revela el proceso de creación de las palabras nuevas, que en general aparecen como términos de comparación con cosas que ya se conocen o se poseen. Y lo importante es que el punto de arranque resulta siempre algo muy concreto de la realidad; por ejemplo, algo que nos remite a la naturaleza o a nuestro cuerpo, que es también parte de la naturaleza. Este aspecto, el origen corporal o natural de las palabras que empleamos todos los días, es sumamente intrigante y rico en
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implicaciones para todos los que aspiramos a entender algo más acerca de la mente y la vida humana y a esto quisiera ahora referirme con cierto detalle.
Por ejemplo, cuando decimos palabras tan distintas materialmente como jefe, capataz o capitán, estamos evocando en todos estos casos, a partir de una larga evolución lingüística, un solo término, la cabeza, caput en latín, porque es la cabeza la que gobierna y se encuentra en la zona más prominente en nuestro cuerpo. Lo mismo ocurre con cabecilla, que es también caudillo. Estos valores metafóricos se han embotado en nuestra percepción debido al tiempo y al empleo cotidiano; ya nadie imagina la conexión entre estos términos, bien atestiguada en los diccionarios y en los textos de filología. Pero sobre todo, hay que resaltar que estos puentes de sentido se han perdido por nuestra incapacidad de ver en la lengua algo más que un instrumento de comunicación y por el modo en que violentamos nuestro contacto profundo y natural con ella.
El cuerpo diminutivo
Acaso aquello que mejor se opone a la violencia no sea meramente el sosiego, la serenidad de la paz interior, sino la ternura -es decir, la paz que se apoya y se envuelve en la ternura. Así como la violencia es el filo de la agresividad, la ternura es la medida protectora del amor. Muchas de las palabras que designan en español los órganos o partes del cuerpo provienen de nombres que en latín llevan un diminutivo: en nuestro lenguaje hay algo así como una conciencia maternal del cuerpo. Es como si
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el cuerpo fuera visto con cierta ternura o cuidado, como cuando miramos a los niños. Así, la palabra oreja significa en realidad -etimológicamente- pequeña oreja -aures + cula: aurícula, orejita. Lo mismo ocurre con ojos, que viene de oculos: pequeños huecos; a su vez, rodilla viene de rotula, pequeña rueda.
Pupila quiere decir originariamente pequeña muñeca (la raíz pup aparece también en francés poupée, inglés puppet, holandés pop). Notemos que en español se llama también a las pupilas niñas de los ojos, porque se presta atención a aquello que se ve reflejado en las pupilas, es decir, formas semejantes a muñequitas. El francés no mantiene esta imagen pero elige también un gracioso diminutivo para designar a las pupilas: prunelles -esto es, ciruelitas. El holandés oogappels, y el alemán augapfel, manzana de los ojos, también eligen, esta vez sin diminutivo, una imagen frutal para designar a las pupilas.
Notemos por otra parte el significado de testículos: los testigos -los pequeños testigos de la virilidad. Según la costumbre romana, los testigos debían jurar con la mano sobre los testículos -razón por la cual las mujeres no podían dar testi-monio. Hay una curiosa familia de palabras que reúne términos tan interesantes como testículo y detestar -que significa originariamente denegar el carácter de testigo y/o heredero (de un testamento) a alguien, ya que des- o de- es un prefijo negativo (como lo vemos en des-astre, de-fenestrar, des-esperar). Puede decirse así sin incurrir en feminismo exagerado que, por el hecho de ser rechazadas como test-igos, las mujeres eran de-test-adas en el mundo romano.
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El sabor del saber
Parecería que desear (de de-siderare) tiene una formación análoga a la de con-siderar, actividad del que va con las estrellas, es decir, las consulta al caminar o navegar o pensar -considerar el rumbo es acordar el timón al curso de las estrellas. El que de-sidera deja de ver su camino en las constelaciones. Al no estar en los astros, busco y echo de menos o constato la ausencia de aquello que deseo, dice el diccionario: el que desea es así aquel que experimenta una falta o ausencia.
Del latín scio, scire, cortar, desmenuzar (en francés scie significa serrucho; recordemos scissors, tijeras en inglés) viene ciencia; de sapio (gusto) sabiduría y sapiencia. Saber se relaciona con sabor o sea, con gusto. El español subraya el placer o el gusto que podemos encontrar en el conocimiento. Mientras la ciencia fragmenta y analiza, la sabiduría se goza y complace con el sabor de las cosas. Saber, que desciende del indoeuropeo sap, latín sapere, significa tener sabor, tener gusto (saber a), tener discernimiento. Sápido es lo que tiene gusto, lo sabroso, insípido lo que no. Sap, la raíz indoeuropea, significa jugo de planta -acaso de la vid, porque sapa significaba vino cocido en latín. Recordemos asimismo sus descendientes savia en español, sève en francés; evidentemente, estaba también relacionada esta raíz con la experiencia gustativa. La energía de esta raíz es muy fuerte: sap significa hoy día jugo de fruta en holandés. El español, con su sabiduría, subraya o retiene el placer o el gusto que podemos encontrar en el conocimiento.
Habría que comparar sabio con su equivalente inglés, wise, que proviene de una raíz *woid, *weid, *wi (el
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asterisco señala que se trata de formas indoeuropeas reconstruidas), relacionada con el griego oída, aspecto perfecto del verbo que significa ver, como video en latín. Wisdom se relaciona con ver; es la visión, la forma de ver que produce la sabiduría. Las lenguas asociadas con el latín conectan el saber y la sabiduría con el gusto, las germánicas con la visión. En general, las lenguas latinas demuestran preferencia por imágenes que están más cerca de la experiencia concreta: la vista es un sentido más intelectual y más pasible de abstracción que el gusto.
La misma distinción entre una perspectiva más intelectual y otra más sensorial y sensible se ve también en la diferencia de hombre (de humus, barro) y man, que muchos estudios etimológicos correlacionan con mente. En hombre o en humano está patente el vínculo que nos une con la naturaleza; en man-mind, el que nos distingue como especie, separándonos de las otras especies animales. En El Laberinto de la Soledad, Octavio Paz 10 dice que el mejicano se siente oscuramente parte de un todo, mientras el estadounidense se encuentra arrojado a un universo que debe inventar. La etimología parece darle razón: entre la distinción de hombre y man discurre, precisamente, esa significativa diferencia.
10 “En el Valle de México el hombre se siente suspendido entre el cielo y la tierra y oscila entre poderes y fuerzas contrarias, ojos petrificados, bocas que devoran. La realidad, esto es, el mundo que nos rodea, tiene vida propia y no ha sido inventada, como en los Estados Unidos, por el hombre. (…) En ese país el hombre no se siente arrancado del centro de la creación ni suspendido entre fuerzas enemigas. El mundo ha sido construido por él y está hecho a su imagen: es su espejo. Está solo entre sus obras, perdido en un ‘páramo de espejos'” (Octavio Paz, El Laberinto de la Soledad, p. 19, FCE, 1970).
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En síntesis, la etimología es un camino de recuperación de memorias ancestrales de las que todos provenimos sin darnos por enterados, como aquel hombre que, según Pablo de Tarso, mira su rostro en un espejo para luego olvidarlo. Pero cuando advertimos que en la copla hay cópula y en el coito (co-itum) un haber ido juntos; cuando nos percatamos de que en la melancolía y en la cólera confluyen la bilis negra y la bilis roja (el kholos griego) y de que la raíz de orgía y de orgasmo es la misma que la de orgullo, una puerta se abre interiormente en nosotros que ya no podrá cerrarse más. Y lo mismo ocurrirá cuando sepamos que la libido confluye con el amor en alemán (Ich liebe dich: te amo; con razón decía Freud: “La libido es la energía que tiene que ver con todas aquellas pulsiones que se relacionan con el amor”) pero también con nuestra libertad -porque el lenguaje mismo parecería ser quien nos está diciendo que el amor nos hace libres y la libertad nos hace amables. El lenguaje se vuelve entonces un espejo oracular en el que podemos reflejarnos indefinidamente y en donde siempre encontraremos, inagotables, nuevas respuestas y nuevos enigmas.
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El diálogo de las lenguas
Las lenguas no son sólo construcciones verbales específicas, sino que acarrean con ellas la experiencia de cada nación, experiencia única para la cual existen, por cierto, leyes de traducción y validación en otras lenguas, sin que esto implique eliminar, sin embargo, un residuo intransferible que constituye lo precioso, lo único y necesario de cada lenguaje, lo que cada uno aporta irreemplazablemente a la mente universal. Lacan ha llegado a decir que el único saber sigue siendo el saber de las lenguas. Las lenguas orientan, fijan y limitan nuestro horizonte cognoscitivo: los celtas no conocían lingüísticamente la diferencia entre el verde y el azul; ante la muerte, los yamanas -que carecen del verbo morir-dicen que los hombres se pierden, pero los animales se rompen; y los esquimales poseen decenas de términos para designar la nieve en sus diversos estados, pero carecen de una palabra específica que sirva sólo para designar la nieve como un concepto general, subyacente a estas diversas manifestaciones.
Como ya hemos dicho, no se trata sólo de hablar una o más lenguas, sino de saber escucharlas, empezando por la propia, que hemos aprendido a desatender a fuerza de su desgaste por el uso y abuso. Pero además hay que hacerlas dialogar entre sí, del mismo
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modo que los anfitriones presentan a los amigos para alcanzar la diversidad y la plenitud de la fiesta. Así como Baudelaire pudo hablar de esa catedral del alma humana donde “les parfums, les couleurs et les sons se répondent”, podemos hablar también de un espacio donde las lenguas que conocemos entrecruzan miradas y llamados y el alma del mundo, del conocimiento y el amor humano resuena con ecos, sobreentendidos, guiños y centellas misteriosas en la noche. Es así como muchas veces el destello peculiar de una palabra, su música peculiar, se percibe mejor al confrontárselo con las palabras equivalentes en otras lenguas. Insuperablemente lo dice Alfonso Reyes: “A veces lamento hablar en español: escuchado desde la otra orilla debe ser algo incomparable, lleno de chasquidos y latigazos, terrible carga de caballería de abiertas vocales, por entre un campo erizado de consonantes clavadas como estacas”.
Existen sectores del vocabulario, sumamente reveladores, donde las lenguas se contraponen y/o se complementan, y de acuerdo con su idiosincrasia, iluminan ciertos aspectos de las mismas cosas antes que otros, o bien carecen de una palabra propia para un concepto o sentimiento que en otras lenguas resulta fundamental, o bien la connotación y el matiz son distintos, o bien la imagen o metáfora que implica la palabra es totalmente otra. Ésta es una de las maneras más gratificantes de escuchar las lenguas, pero se requiere cierta afición, ejercicio y gusto para poder realizar esta delicada operación de escucha.
Aunque establecer estas comparaciones puede parecer algo infantil, es interesante darse cuenta de los huecos y destellos que se producen en estos diálogos de lenguas, donde de pronto una de ellas avanza y arroja su
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dardo con más precisión o gracia y hondura en la imagen que hay que crear o evocar, y nuestro espejo interior se ilumina y apaga intermitentemente con estos reflejos que acompañan el léxico bilingüe o multilingüe como un gran mosaico con sus luces y sombras.
Lo que dicen y callan las diversas lenguas
Una de las consecuencias favorables de la explosión del inglés como lengua global reside en el hecho de que todos aquellos que lo aprenden como segunda lengua están inevitablemente expuestos a desarrollar un segundo oído interior, por el cual las comparaciones léxicas, por inconscientes que aparezcan, son potencialmente conductos de una percepción más clara y aguda de los distintos valores de representación que se dan en diferentes lenguas. De este modo, nuestras palabras adquieren impensadamente perfiles y brillos u opacidades inusitadas al compararse con sus equivalentes -muchas veces sólo aproximativos- en las lenguas que vamos incorporando. Por ejemplo, nosotros decimos mesa de luz allí donde el inglés dice Night-table -mesa de noche, como el alemán nacht-tische y el francés table de nuit. Donde el español ve una lámpara, los otros ven la oscuridad del sueño: el mismo objeto evoca sensaciones opuestas.
Los ingleses hablan en sentencias (sentences), es decir, que se sienten jueces dirigiéndose a acusados; nosotros, en oraciones, dirigiéndonos como creyentes, a través de nuestros interlocutores, a Dios; más prácticos y racionales, los holandeses hablan en significados (zinnen); y los franceses, típicamente, incurren en frases (phrases), ya que la frase es la unidad rítmica fundamental. Metafóri-
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camente, el inglés considera el acto de hablar como un juicio, el holandés como una afirmación de sentido, el francés como una danza y el español como una ocasión de rezar, de hablar -con Dios primero. (¿No dice Antonio Machado: “Quien habla solo espera hablar con Dios un día”?).
Es verdad que originalmente oratio en latín significaba todo discurso -incluyendo el religioso, entre otros. Una diatriba de Cicerón era también una oratio, palabra que se relaciona con boca, ya que proviene de os-oris (de donde surgen también oralidad, oráculo, etc.) En el habla se esconde algo sagrado: rezar y recitar descienden de la misma raíz. Asimismo, la palabra sermón deriva de sermo (y su raíz está también presente en el inglés ser-ment, juramento): en latín, significa simplemente palabra. Es decir que, para ciertas culturas, toda palabra puede ser considerada amonestación o juramento de verdad. Queda claro entonces que las connotaciones religiosas de las palabras que designan el acto de hablar en sus diferentes variedades son muchas, diversas y significativas; estos ejemplos muestran ante todo que siempre se ha sentido que el lenguaje es una actividad seria y sagrada. En alemán Rede significa lo que se habla -y también argumento (de allí redeneren, argumentar en holandés) o explicación (rede stellen en alemán): no hay que olvidar que el término se relacionaba, en sus orígenes, con la explicación de la Biblia.
En otros aspectos ocurre que el español es más desconfiado, sarcástico o decididamente prosaico que el inglés. Así, el inglés toma fotos (to take a picture); el español, advirtiendo la posible rapacidad o intrusividad del fo-
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tógrafo, dice que las fotos, aparte de tomarse, se sacan. Los quehaceres y negocios cotidianos son para el español ocupaciones, es decir, invasiones del mundanal ruido o conquistas del espacio exterior, en inglés tal prejuicio no existe, pero la palabra errands parece predicarse de un sujeto desasosegado y errático. El inglés no conoce un término equivalente a trabajo; labor indica ante todo las relaciones institucionales que el trabajo crea, y también los dolores de parto. Recordemos que trabajo deriva de tripalium (palabra derivada a su vez de tres palos, que fue primero una suerte de yugo para uncir a los animales y luego una forma de tortura aplicada en tiempos medievales, que conducía a la rotura de los huesos del supliciado). Mientras que en español y en francés (travail) el sentido penoso y explotativo del trabajo está presente -etimológicamente-, el inglés subraya su creatividad en work: las obras de Shakespeare son los trabajos de Shakespeare -es decir, no hay diferencia entre trabajo y obra para los anglosajones.
La sutileza fonética del inglés, con sus numerosas vocales, contrasta a veces con la falta de matices en ciertos significados para nosotros sumamente relevantes. No hay distinción en ese idioma que equivalga a las que el español traza entre suave y blando, honesto y honrado, temor y miedo, cólera e ira, ser y estar. Es verdad que nosotros, a nuestra vez, carecemos de la importante gradación afternoon-evening; pero en inglés no existen verbos como nuestro amanece, atardece, o anochece; ni tampoco ambiente. Nosotros diferenciamos piernas y patas, distinción que no sólo separa a humanos y animales, ya que nuestras sillas tienen patas y nuestras lámparas pie, di-
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vertida zoología mobiliaria que no acontece en otras órbitas. Naturalmente, en cuanto a sutileza, no cabe generalizar: ciertas preciosas significaciones ocurren sólo en inglés. Por ejemplo, nosotros no podemos decir algo tan especial como serendipity, que significa la aptitud para realizar accidentalmente descubrimientos afortunados. Cariño no es lo mismo que affection; pero también es cierto que anger es más y mejor que enojo o irritación o molestia; como nightingale (la flauta en la noche) es más inspirada que nuestro ruiseñor: el señor Ruiz (o sea, el señor rojo). Pero reparemos asimismo en que no puede decirse en inglés, como observaba Borges “estaba sentadita” 11; y tampoco hay palabra inglesa equivalente a llanto.
Curiosamente -o acaso sintomáticamente- el inglés, como ya lo hemos dicho, no tiene un verbo que signifique callarse: to keep silent significa permanecer silencioso, que no es lo mismo; o bien tenemos que recurrir a algo tan brutal como el imperioso shut up, casi equivalente a cerrar el pico. La interesante distinción entre lengua y lenguaje no existe en inglés. Nosotros soñamos con alguien, como si ese alguien fuera conjurado por nuestro sueño y nos acompañara; en inglés to dream of, literalmente, significa soñar acerca de alguien, como alguien que escribe una composición sobre un tema dado. Del mismo modo,
11 “Cada idioma tiene alguna posesión secreta. Uno puede decir en castellano, ‘estaba sólita’; eso podría decirse en inglés: ‘she was all alone’. Pero, ¿cómo decir ‘estaba sentadita’? Yo creo que no puede decirse en otros idiomas, porque sentadita significa que una persona está sentada y al mismo tiempo se expresa la ternura y el cariño que uno siente por ella: ésta es una posibilidad del idioma castellano.”
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nosotros pensamos en alguien o en algo, como si nos internáramos o sumergiéramos místicamente en ese objeto de nuestro pensamiento; más objetivo, distante y neutral, nuevamente, el inglés thinks of someone or something. Pero en castellano carecemos, significativamente, del verbo intrude, que en tantos casos nos describe fielmente, así como en inglés brilla por su ausencia, conspicuamente, el equivalente de nuestro verbo agredir.
El inglés introduce a sus amigos; nosotros, más gentilmente, los presentamos (como presente significa también regalo, podemos decir que los regalamos). No hay equivalente exacto en lengua inglesa para nuestro presenciar (carente de su natural contraparte, ausenciar); en inglés no presenciamos sino que atestiguamos (witness) un acontecimiento determinado. Mientras la presencia con que presenciamos en español parece flotar amablemente alrededor de un suceso, el testimonio con que se lo atestigua en inglés tiene algo del control remoto del Gran Hermano. Mientras los anglohablantes tienen infartos (he had an infarct) o mueren en accidentes (he died in an accident), nosotros, más psicoanalíticamente, hacemos un infarto o nos matamos en un accidente. Mientras ellos hacen decisiones (to make a decision), nosotros las tomamos. Las cosas suceden (happen) en inglés, llegan (arrivent) en francés y pasan, simplemente, en español. Pero el inglés distingue entre to wait for y to hope for, que el español confunde en esperar 12.
12 Hay quienes aprecian este rasgo del español, como André Gide en esta frase que sirve de epígrafe a La sala de espera, de Mallea: “Que-lle belle langue que celle qui confond l’attente et l’espoir!”
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La palabra querer es de la misma familia romance que inquirir o requerir, significa -etimológicamente- buscar o preguntar acerca de algo o alguien. La palabra equivalente want, en inglés, significa que carecemos de algo que estamos necesitando. En español buscamos, deseamos; en inglés necesitamos. Los franceses no distinguen, en aimer, amar de gustar, la misma palabra designa nuestra relación con un amante o con un bombón. Como ya se ha observado alguna vez, esta frivolidad aparente de los franceses ha tenido con todo consecuencias positivas, ya que los empujó a acuñar la expresión faire l’amour -hacer el amor- que, transportada a otras lenguas, nos exime de las vulgaridades, agresiones o eufemismos científicos con que suele designarse esta maravillosa actividad.
En una obra de teatro, García Lorca hace decir a uno de sus personajes, del cual se sospecha que mantiene una relación prohibida: “Hay una cosa en el mundo que es la mirada”. La mirada por sí sola, aun sin las palabras, es suficiente testigo de esta relación secreta y apasionada. En inglés esto resulta indecible: look tiene la precisión entomológica del que ensarta con los ojos un insecto, no la extensión y la grave intención de la mirada española, cuyo ámbito amplio y prolongado no coincide tampoco con el de gaze o el de glance. Cuando nosotros preguntamos: “¿Cuál es la gracia?”, la óptica anglosajona clava su alfiler: “What is the point?” Y algunas de sus metáforas no son particularmente halagüeñas para los hispanohablantes: spaniel -obviamente relacionado con español, Spanish- significa perro de aguas y también persona servil. Además, Spaniard es el único gentilicio en inglés que
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rima a la vez con bastard y coward, analogías no demasiado confortables o halagüeñas a nuestros oídos.
Pero no son todas desventajas las del inglés: como lo advirtieron muy bien, en un memorable diálogo, Jorge Luis Borges y Victoria Ocampo, duchos en materia de traducción anglohispánica y autores ambos de algunas de las mejores traducciones que se han hecho del inglés al español, en nuestro idioma no podemos decir palabras tan preciosas como haunt -algo así como habitar u obsesionar hechizadamente- o bien uncanny, un término tan necesario y escalofriante como imposible de traducir13. Y cuando comparamos el elegante nightgown inglés y la sensual chemise de nuit con nuestro burdo camisón, no podemos sino lamentar y deplorar nuestra evidente desventaja en estas sensibles materias.
Músicas intransferibles
Estos residuos, estos imponderables irreducibles se perciben sobre todo en la poesía, porque son los poetas
13 Transcribo este párrafo: victoria ocampo: -“… ¿Por qué no existirá esta palabra haunted en español? ¿Es que ningún español o ningún hispanoamericano ha sentido la necesidad de inventarla?” borges: -“Estoy plenamente de acuerdo con usted. Creo que palabras como haunted, uncanny, eery, no existen en otros idiomas porque la gente que los habla no ha sentido la necesidad de inventarlas, como usted dice. En cambio tenemos en inglés o en escocés la palabra uncanny y en alemán la palabra análoga unheimlich porque esa gente ha necesitado esas palabras, porque ha sentido la presencia de algo sobrenatural y maligno a la vez. Creo que los idiomas corresponden a las necesidades de quienes los hablan, y si a un idioma le falta una palabra es porque le falta un concepto o, mejor dicho, un sentimiento.”
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quienes están llamados naturalmente a realzar esa preciosidad única de los lenguajes que hablan a través de ellos. Por ejemplo, la potencia poética del inglés es extraordinaria: yo recuerdo un pasaje del filósofo francés Jacques Maritain en donde él sostiene, sorprendente y muy persuasivamente, la superioridad musical del inglés sobre el francés. De modo que, si nuestros chicos aprenden inglés porque quieren o deben manejar computación o cantar letras de rock, aun si estas actividades son en gran medida impuestas por los mercados externos, como todos lo sabemos, bienvenido sea ese inglés donde podemos decir con Eliot: “If you came by night like a broken king / If you came by night not knowing who you are”.
El poder del inglés, como ya lo vio Borges, reside en la fuerza concisa de sus monosílabos, que retumban en los versos yámbicos como martillazos de luz en medio de la noche. Pero en cambio el inglés no puede decir, con la claridad oscura y siniestra de Quevedo: “Mi corazón es reino del espanto”, un verso absoluto y también totalmente intraducible.
Y el español no puede decir, y tampoco el inglés, lo que dice desde el francés Marceline Desbordes Valmore: “Quand les cloches du soir, dans leur lente volée / feront descendre l’heure au fond de la vallée”.
Quiero decir, con estos ejemplos, que la música poética de cada idioma es intransferible, y conviene colocarse en el ánimo de poder admirarlas a todas y a cada una en su particular esplendor. En otras palabras, hay muchas moradas en la casa de la poesía humana y nos conviene recorrerlas en la medida de todas nuestras po-
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sibilidades, del mismo modo que nuestra educación musical no puede contentarse con Bach o con Mozart o Chopin o Rachmaninoff o Debussy o Piazzola o Yupan-qui, sino que debe aprender a expandirse y gozarse con todos ellos. De modo que bienvenido el inglés junto con todas aquellas lenguas que nos ayuden a ampliar nuestra acústica poética.
Y agradezcamos asimismo a nuestra historia, que nos permitió y nos permite albergar una tan rica diversidad de lenguas, desde el inglés al italiano pasando por el francés, el guaraní, el iddish y tantas otras lenguas que se mantienen vivas en nuestra sociedad y en nuestra experiencia. La oreja argentina es una oreja poliglótica y admite y absorbe préstamos e imágenes que van paulatinamente confiriendo una tonalidad particular a nuestro hablar, del mismo modo que las grandes lenguas europeas se revelan como poderosas fusiones de familias lingüísticas muy diferentes: la céltica, la latina y la germánica, entre muchas otras.
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La otra cuesta de la ladera
Este recorrido acerca de las posibilidades de escucha y contacto entre el español y las lenguas del mundo no puede terminar, sin embargo, en una nota superficialmente optimista. Entre las muchas ruinas a lo largo de las cuales nos vemos obligados a caminar en estos días, es en el lenguaje donde avanza más visiblemente una suerte de descuido colectivo que yo llamaría criminal. El castellano, que en esto se aparta del francés y del inglés, que carecen de equivalencias literales, registra las malas palabras. Recuerdo una vez haber leído en un tranvía en Barcelona, en épocas de Franco, todo a lo largo de la carrocería exterior, el siguiente cartel: Prohibido Blasfemar. Algo en la disposición y la magnitud del cartel parecía implicar que la consistencia misma del vehículo sería fatalmente vulnerable a las andanadas blasfematorias de los amortiguados ciudadanos catalanes que en él transitaban. A pesar del decorado almodovariano de esta anécdota, lo más gracioso en ella era la parte de verdad que se ocultaba detrás de la siniestra escenografía. La etimología nos dice que blasfemar se relaciona etimológicamente con lastimar, del mismo modo que insulto es una suerte de asalto en lo interior. La palabra mala, la agresión verbal desenfrenada es inminencia de ataque físico y ataque en sí.
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No sólo es la blasfemia sino la palabra pobre, desentonada o destemplada la que reduce el lenguaje a cenizas. Leemos en el Fedón de Platón: “Porque hablar impropiamente no sólo es cometer una falta en lo que se dice, sino causar un mal a las almas”. De lo que podría deducirse, inversamente, que hablar participando en lo propio del lenguaje, es decir, hablar respetando, afianzando, afinando las cualidades creativas y poéticas de la lengua, resguardando su decoro, su gracia, su riqueza, en una palabra, su dignidad, es hacer un bien a las almas.
A veces esto ocurre en los recitales de buena poesía, cuando la gente se pone a sonreír suavemente, reconociendo el resplandor de su propia lengua emergiendo de las rutinas desgastantes y de las distorsiones vulgarizantes que la desfiguran y sofocan. A veces, en cambio, esto ocurre en otro tipo de circunstancias: peruanos, bolivianos o paraguayos que trabajan entre nosotros -y que son víctimas frecuentemente de una feroz discriminación- nos hacen ruborizar cuando comparamos su vocabulario, y en muchos casos, sus modales, mucho más sobrios y dignos, con los nuestros, y en particular con los de nuestros adolescentes: tan fácil y tontamente se condesciende a lo vulgar y a lo falsamente moderno o snob entre nosotros. Y de paso, no está de más recordar, precisamente, la etimología de snob, que es una abreviatura de la expresión latina sine nobilitate: sin nobleza; con lo cual se da a entender la falsa afectación de quien pretende orígenes supuestamente mejores que los que tiene. Belén, nacida en Argentina, hija de peruana, no tiene tres años. Un día en que está algo molesta, alguien le dice: “Hinchapelotas”. Belén se yergue
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en toda su estatura y desde sus negros ojos fulminantes responde con todas las letras: “Yo no me llamo hinchapelotas. Yo me llamo Belén”. Algo ha mamado de fundamental esta criatura que antes de los tres años sabe perfectamente donde están los límites de la dignidad lingüística.
Uno de los méritos de la película de Adrián Caetano, Bolivia (2001), fue precisamente poner de relieve la diversidad de estilos entre porteños y gentes de países vecinos entre las cuales la pobreza de ningún modo ha significado condescender a la vulgaridad. Dentro de esta perspectiva, una escena me impresionó en particular. En un momento dado, la muchacha paraguaya, que trabaja en la limpieza del café que es escenario central del film, encuentra prudente y necesario -como lo es, dadas las circunstancias- advertir al boliviano parrillero, con quien está despuntando un romance, que uno de los muchachos que asiste al bar tiene interés en él, y así se lo dice. El boliviano, demasiado inocente o bien ocupado en otras cosas, no reacciona, y la paraguaya comprende que hay que explicitar mejor la situación. No dirá que el chico es gay, término que no figura en su lenguaje; pero tampoco dirá que es puto, como diríamos el 90% de los porteños cultos y supuestamente bien hablados en el mismo contexto. La muchacha paraguaya observa suavemente: “No le gustan las mujeres” -y el boliviano comprende sin más trámite. La paraguaya no ha necesitado insultar, y tampoco ha distorsionado la situación -el chico en cuestión no está buscando de ningún modo prostituirse. Donde el porteño insulta y degrada gratuitamente, una paraguaya aparentemente sin
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instrucción enseña discreción y elegancia. Dura lección -tan dura que acaso haya sido uno de los factores de la brevedad en el cartel de esta excelente película.
Y ahora exploremos lo que se implica detrás de una estrategia de crítica a la vulgaridad. Muy importante aquí es no perder de vista la distinción entre aquello que podemos desdeñar, aquello de lo que podemos y debemos prescindir por el nivel de chabacanería enceguecedora que implica y aquello otro que, aun en germen, encierra la dinámica indetenible de la lengua por venir. La pureza no está lejos de la censura, y ese límite es también peligroso para la conciencia del lenguaje y la vida en nosotros. Al fin y al cabo, no olvidemos que somos descendientes todos -franceses, españoles, rumanos, portugueses, italianos, gallegos y catalanes- de la jerga entremezclada que en su tiempo se llamó el latín vulgar. Vulgo era simplemente el pueblo; sólo después adquirió la palabra un tinte denigrante. No olvidemos que las versiones de la Biblia que han llegado hasta nosotros se originan todas en la versión de San Jerónimo apodada la Vulgata. No olvidemos que divulgación, en nuestros días, no significa extender la vulgaridad sino el conocimiento. Contrariando tenazmente las innovaciones así denominadas se escondía una legión negativa de puristas pedantes, de eruditos encaramados al monopolio de la sabiduría que trataron por todos los medios de detener el avance de esa fuerza sin fronteras que es la expansión de la lengua entre nosotros, con las modificaciones que inevitablemente esta evolución acarrea.
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Lenguaje y Humor
Viene al caso señalar cómo precisamente quienes detentan el poder de legitimar estos órganos de conservación y preservación del lenguaje que son, supuestamente, los diccionarios, caen en excesos interpretativos lindantes con la comicidad. Jugar al diccionario es una actividad capaz de depararnos ilimitadas sorpresas. Tuve el privilegio de aprender este juego con Alejandra Pizarnik, gran poeta laureada en serendipity, que era experta en los hallazgos más venturosos. Nunca olvidaré nuestras carcajadas en la madrugada al descubrir en una vieja edición del Diccionario de la Academia que el perro era un mamífero de cuatro patas, “una de las cuales levanta el macho para orinar”. En una de sus acepciones, el beso se define también -y todavía- como “golpe fuerte que se dan en la cara dos personas”. La intimidad es una relación íntima. Una velada memorable puede reunir a algunos amigos preferidos y varios diccionarios en torno de estos deliciosos dislates -en particular, los referentes a las relaciones personales y la vida sexual- que quedarán grabados para siempre en la memoria del grupo.
El machismo léxico del que hacen gala los legisladores de la lengua, discriminatorio y reprobable como es, puede ser también una copiosa fuente de hilaridad. La obsesión por señalar los eventuales descarríos de la mujer acaba por resultar irresistiblemente cómica: así, como lo nota García Meseguer, comentando el Diccionario de la Academia de los años setenta, mientras verdulero es un honesto señor que vende verduras, verdulera es un mujer desvergonzada; si el pobre pupilo es un huérfano, pupila es una mujer de la mancebía; si fulano es una
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persona imaginaria, fulana es ramera o mujer de vida airada; si el mozo es simple y castamente célibe, la moza es mujer que mantiene trato ilícito con alguno (nótese el desprecio que se cierne sobre el desdichado “alguno”). Las ediciones ulteriores de la Academia han borrado algunas de estas iniquidades, privándonos del regocijo que nos causaban, más allá de la indignación necesaria. Pero no todo es risa: podemos también deslizamos sin dificultades, a través de las definiciones, a la poesía involuntaria. Así, el Diccionario de Autoridades define al ojo como el “órgano por el cual el animal recibe las especies de la vida y por donde explica sus afectos”. Y otras veces los diccionarios nos deparan sobresaltos escalofriantes, como cuando María Moliner nos informa que “caer en el campo” o “criar malvas” son sinónimos de morir, o que lúbrico es lo mismo que lóbrego, o bien que “prostituta, insecto o muchacha hermosa” son todas acepciones de una misma misteriosa palabra: ninfa.
¿Quién dijo que todo está perdido?
El habla es ya un poema olvidado heidegger
Si deploramos en general, con justo motivo, el nivel de lenguaje de los medios o del habla de algunos grupos de adolescentes entre nosotros, no podemos hacerlo sin reparar al mismo tiempo en aquellos que son signos de esa frescura aluvional con que la lengua sigue avanzando aun en zonas y épocas nubladas. El que se erige en custodio de la lengua está a un paso de convertirse en maestro ciruela si no tiene al mismo tiempo la generosidad, la
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abertura y la lucidez necesarias para detectar la buena nueva que va emergiendo y destellando aun desde los aparentes pantanos expresivos de nuestra cultura.
Por ejemplo, pocos notan que en los últimos tiempos -sea por el influjo de las telenovelas latinoamericanas, de las letras de las canciones populares o lo que fuere: poco importa el origen cuando los frutos son buenos- nuestra gente joven ha recuperado algunos términos que la pacatería estética de nuestras clases “superiores” habían confinado al infierno de la cursilería. Nuestros adolescentes hoy día no sólo se quieren sino que se aman; encuentran que las cosas y las gentes no son sólo lindas sino también hermosas o bellísimas. Nuevos matices se desarrollan que acompañan también estas nuevas actitudes expresivas. El rojo, proscripto misteriosamente de nuestro vocabulario (¿acaso por influjo reaccionario derivado de la Guerra Civil española?), va reincorporándose y desterrando vengativamente al hoy envejecido colorado.
La sorprendente y heterodoxa aparición de genia e ídola acaso contrabalancee tanta absurda Señora Ministro o Señora Médico que nos llega de España. Afortunadamente, las mujeres ya no son monas (con la inevitable connotación burlesca y grotesca de imitación servil que el término apañaba) sino que están fuertes. Ir al frente y poner el cuerpo son frases-emblemas de una nueva generación extrovertida, harta acaso de los melindres y tapujos de las etapas precedentes. Se mandó, te mandaste son las pintorescas versiones porteñas de una fresca interpretación del imperativo categórico. No cabe dejar de admirar la eficaz brevedad de nuestro gráfico fue, fuiste, y la
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nefasta concisión del no menos despiadado se pudrió todo. La codicia de los narcotraficantes tiene su merecido retrato y maltrato en el nombre de la merca. La represalia por la desaparición de la mágica ñ, cuyo funeral fue memorablemente entonado por María Elena Walsh, ha sido la sustitución de OK por OKA. En un café, ya no recurrimos a la insolencia de llamar mozo a un empleado anciano. En los supermercados caminamos venecianamente entre góndolas, invistiendo de un aire surrealista nuestros mercantiles quehaceres cotidianos. La admiración o la celebración no sólo se atestiguan -paradójica y significativamente- con un ¡barbaro! o un ¡brutal! o un ¡bestial! sino con un ¡buenísimo! o bien, aun mejor, con el poético ¡joya! Si hay escaseces de las que podemos con motivo quejarnos, la de la gracia porteña no es una de ellas. Un personaje televisivo se queja de haber quedado “más solo que Adán en el Día de la Madre”. Las paredes de Palermo Viejo sonríen: “Démonos una mano, dijo la Venus de Milo”, o bien: “Anoche soñé con Dios / Pero yo no lo maté”. El carpintero que se cae de una escalera en casa comenta: “Y, qué quiere, señora, es la sejuela”. “¿Y qué es la sejuela, Juan?” “Y, se jue la juventud, señora”. Un tachero con el cual comparto los cotidianos infortunios que afligen nuestra vida urbana y política me despide con un oriental y enjundioso: “Que Dios nos cubra, señora”. No hay drama suena a mis oídos más convincente que no problem. Si, muy probablemente a través del tildo bem portugués, hemos calcado con nuestro todo bien el all right anglosajón -muchas veces mezcla de impaciencia retenida más que de aprobación- no dejamos de contrastarlo con un sincero todo mal cuando la ocasión lo requie-
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re; el sempiterno triunfalismo de nuestros vecinos del Norte no se permite estos lujos expresivos, que denotarían la admisión de un fracaso ante el ojo eternamente competitivo del interlocutor. El estar de onda proclama la existencia de un radar invisible que detecta una feliz e imponderable armonía con los alrededores. Y no hemos perdido el freudiano y profundo ¿Quién te manda…? ante las barrabasadas del prójimo. Nos zarpamos, nos sacamos cuando nos hacen el verso, nos ningunean o nos cortan el rostro, así como remamos ante la adversidad cotidiana de nuestro catastrófico país, y alguien se llora todo si el dolor golpea demasiado fuerte. Al que se abalanza con su histeria verbal sobre nosotros lo frenamos con un oportuno Pará la moto o Bajá un cambio. El vesre lunfardesco extiende maliciosamente las connotaciones: no es lo mismo telo que hotel, rope que perro, chochamu que muchachos. El voseo avanza y limita severamente las zonas en que era sólo atributo de los supuestamente privilegiados o personas de mayor autoridad para dirigirse a los supuestamente inferiores o de rango menor. Y a la vista y oídos de estos y otros indudables avances expresivos, no podemos vacilar en decir, como en una de las mejores letras de nuestro rock: “¿Quién dijo que todo está perdido?”
Ninguna de estas innovaciones proviene de escritores ilustres o periodistas brillantes u oradores enjundiosos ni mucho menos de académicos consagrados; son todas fantasías, innovaciones o gracias colectivas y anónimas que algún día brotan y otros días se marchitan o se expanden y prenden en el aire febril de la ciudad. Como dice Heidegger, “el habla habla”: las nuevas palabras, las fonéticas innovadoras se instalan en el aire de
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las conversaciones sin las luchas feroces que llevan al estrellato a un best-seller o a un cantautor o a una animadora de televisión: del pueblo vienen y al pueblo van. Por eso podemos decir que el lenguaje es acaso la única institución democrática que aún nos queda funcionando eficazmente. No ostenta líderes seductores ni propagandas invasoras ni controles totalitarios como las supuestas democracias actuales: está naciendo todos los días del común consenso y de su propia y colectiva libertad. Crece como un niño indetenible, se ríe de las normas innecesarias, pero guarda la inconsciente memoria de la riqueza del pasado y de ella se abastece con rara precisión. No ha olvidado que algún día dijimos la calor, como aún lo dicen los franceses; aunque ya no puede ir del médico, va de compras todos los días; resucita palabras cuando, con sesgo científico-surrealista, adjetiva los sucesos como fenomenales. Es inocente, pretérito y futuro; juega y profetiza, se divierte con nosotros y a costa de nosotros. Y en el paisaje de macabros escombros que nos rodea, es la garantía más preciosa que tenemos de que la vida sigue viva en nosotros.
Infancia y Lenguaje
Nada más injusto que el nombre del in-fante, que significa que el niño no puede o no sabe hablar -como el soldado de infantería, llamado así porque carece del derecho de réplica 14. Todos sabemos que en innúmeros
14 El verbo latín fari, hablar, del que proviene in-fancia, da también fa-bular (de donde deriva hablar) y afable: persona a la que se puede hablar, así como inefable es lo que no se puede expresar y nefando lo
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casos es la frescura de una primera aproximación al lenguaje la que hace de los niños maestros del habla. El chico cuestiona la lengua, irrumpe con la lógica de cabo contra el anómalo quepo y adjetiva y redefine sorprendentemente los términos del común vivir. Una antología privada me permite coleccionar las frases célebres de los hijos y nietos de mis amigos que revelan incesantemente este don. Por ejemplo, uno de ellos corría por el living de su casa dictaminando: “La libertad es libre pero estrecha”. Otro señalaba con precoz metafísica e impecable ritmo: “Vivir se puede pero no te dejan”. La hija de Arnold, un amigo holandés, pasó copérnicanamente de la precoz curiosidad sexual a una filosófica inquietud cósmica prenatal cuando le preguntó: “Papá, ¿cómo se hace para tener padres?” En un viaje en colectivo he oído a un chico preguntando a su madre: “Mamá, ¿en esta iglesia hay campanadas?” Y un periodista porteño sostiene que su hija, a los dos años, definía: “Hoy es el mañana del ayer”.
También es notable el celo literal con que los niños interpretan las instrucciones lingüísticas. Un hermano mío, molesto porque su hijo llamaba “vieja” a su suegra, digna señora si las hubo, lo amonestó largamente al respecto y logró la aquiescencia total: “Cada vez que vaya a decir vieja, diré abuelita”, prometió solemnemente Jean Pierre. A la mañana siguiente, la familia consternada presenció a Jean Pierre encaramado a un
que no debe decirse. Fama e infame son de la misma familia. El griego femi, emparentado arqueológicamente con fari a través de la raíz común bha, es el que produce afasia y eufemismo.
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sillón y entonando a voz en cuello: “¡Que llueva, que llueva / Abuelita está en la cueva!”
Pero donde más comúnmente se destacan los niños, sin embargo, es en su gusto e inspiración para interpretar la música de la lengua y jugarla en sus posibilidades más misteriosas. Las rondas, adivinanzas, villancicos, trabalenguas, romances, coplas, presentan caprichosas variaciones muchas veces originadas en la juguetona transmisión infantil. Los niños aprenden y rememoran con inmensa facilidad y felicidad las frases absurdas que responden a la fonética interior de la lengua antes que a sus significados. Yo recuerdo aún con fruición las frases que acompañaban los juegos con mis compañeros -en el patio de tierra de la maravillosa escuela de los Oyhamburu, Alberdi, Provincia de Buenos Aires- y sus mágicos sonsonetes: “Pisa pisuela – color de ciruela – vía vía hueste pie” “Una doli tuá – de la limentá – oso fete colorete – una doli tuá”. Mantras inmemoriales, misteriosos: ¿Quién era “oso fete colorete”? ¿Qué es lo que amenazaba en el enigma de “vía vía hueste pie”? ¿Qué se escondía tras “lori bilori – vicenti colori” o la campanita tonta del “mantantirulirulá”? Y quién no recuerda la escalofriante veta sonora de fino sadismo que tanto que nos deleitaba: “La mujer mató al marido con un hilo de coser”, o bien aquella: “El bichito colorado mató a su mujer / con un cuchillito de punta alfiler. / Le sacó las tripas, las puso a vender / a veinte, a veinte / las tripas de mi mujer”.
En casa nos enseñaban otra rima: “Éste era el cuento viruento viruento de picopicotuento de pomporirá. / Que tenía tres hijos viruijos viruijos / de picopicotijo de pomporirá. / Uno fue a la escuela viruela viruela / de pi-
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copicotuela de pomporirá. / Otro fue al estudio virudio, virudio/ de picopicotudio de pomporirá. / Otro fue al trabajo pituajo pituajo / de pico picotajo de pomporirá. / Y aquí termina el cuento viruento viruento / de pico picotuento de pomporirá.” Ahora se me ocurre una lejana simbología subversiva para interpretar estas estrofas: la escuela producía viruela y en cuanto al trabajo, de peligroso sonsonete, no parecía salir mejor parado. El cuento era en verdad virulento y su pico turgente parecía exaltar los encantos del ritmo más allá de la urgencia de las severas prestaciones que nos eran requeridas para pasar a ser adultos. Pero valga lo que valga el análisis de la rima, lo importante es su impronta rítmica imborrable, que los años no lograron erosionar.
“Todos llevamos, a sabiendas o no, una jitanjáfora escondida como alondra en el pecho”, dice Alfonso Reyes. Y la jitanjáfora, linde del poema hermético con la canción infantil, es precisamente, ese juego verbal donde lo absurdo y lo analógico se besan, como en aquella rima inventada por uno de sus amigos que, leída en el primer año de la Facultad, me obsesionó mucho tiempo: “Curubú, curubú: moriré. / Curubú / Junto a ti, junto a ti dormiré / Caraba. / (Vienen y vienen, vienen y van / los piecesitos de la marchan)”. Como dice Reyes, “en el ruido de esta sonaja hay algún misterio. (¿No hubo también misterio en el delirio de celebridad que acompañó al enigmático Aserejé en nuestros tiempos?) Juego ha habido, pero no todo ha sido juego. Los ecos resuenan hasta el fondo de ciertos corredores por donde se llega a las catacumbas de la poesía”.
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Poesía y lenguaje
No deberíamos, entonces, deslizarnos al cliché apocalíptico, porque, felizmente, las culturas transcurren y se suceden unas a otras, mientras el lenguaje, a pesar de llevar en sí las cicatrices de las diferentes hecatombes culturales, económicas e históricas de las cuales es testigo y víctima, sigue allí como depósito de la memoria colectiva y fuente viva de la vida y la poética futura. Es decir, hay algo perfectamente indestructible en el lenguaje y algo particularmente eterno en ese especial resplandor del lenguaje que llamamos la poesía -el más peligroso de los bienes, según Hölderlin. Y en realidad, tratar de defender a la poesía es una empresa un tanto ridicula, porque es la poesía quien en realidad nos defiende a nosotros, y hay algo permanente y permanentemente sosegante en esa fortaleza con que la poesía nos defiende y sostiene el esplendor de nuestra vida. De eso hablaba Keats cuando dijo: “A thing of beauty is a joy for ever”. Ese gozo profundo que se desprende de la poesía nos es siempre accesible y tiene que ver mucho más con la felicidad, que llega siempre en relámpago y conmoción, que con esa forma bastarda y ciega del ser contemporáneo que es el bienestar.
En esencia, pase lo que pase, seguimos siendo, con Manrique, “los ríos / que van a dar a la mar / que es el
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morir. / Allí van los señoríos / derechos a se acabar / y consumir”. También los señoríos electrónicos, también los bancos off shore se consumen y desploman, pero no, curiosamente, las palabras de Jorge Manrique, que resplandecen oscuramente a través de los siglos. Ninguna multinacional puede apagar los ecos de aquel “Verde que te quiero verde” con el cual Federico García Lorca modificó de una sola pincelada el español de su época, y a nosotros con él. Ninguna deuda externa, ningún riesgo país puede superar lo que el universo le adeuda a aquel muchacho oscuro que en una pensión de Santiago de Chile, a los diecinueve años, se sienta a escribir: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche. / Escribir, por ejemplo: El cielo está estrellado/ y tiritan azules los astros a lo lejos”.
Hay algo particularmente hermoso y natural en la poesía que nace del lenguaje porque el lenguaje nunca se acaba; no hay que salir a buscar o a comprar sus elementos, como lo debe hacer el escultor o el pintor con sus materiales. Está allí, inacabable, siempre; nunca agotable. Como decía Alfonso Reyes, es el baile del habla. Riéndose de nosotros: pura abundancia, niñez, regocijo, todos los días recreándose a sí mismo. En el principio es el verbo, en el final es el verbo: siempre es el verbo, y nosotros, sus inútiles servidores. El destinatario e interlocutor esencial de la poesía -y también su causa y su origen-, no es jamás el público, ni el poeta mismo, sino el lenguaje que resplandece en las tinieblas -de las que forma parte, en gran medida, el público. El que realmente nos espera y nos exige, es el lenguaje, ese ser proteico, multiforme y eterno, superior y anterior a nosotros. Aquello indecible, escandaloso y sublime, es-
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candalosamente sublime, que el público, interesado en el éxito, justamente no comprende. Como la lluvia surge del agua y vuelve al agua, como el mar asciende al cielo para regresar a sí mismo, así la poesía emerge del lenguaje y al lenguaje vuelve, purificándolo en su viaje desde los abismos a las alturas más remotas.
Algo que distingue al verdadero poeta de aquél que codea por los honores -y vaya si los y las “poetas” tienen codos fuertes- no es su modestia sino saber eso: que el destinatario cierto de la poesía no es jamás el público sino esa misteriosa calidad del lenguaje que el público adocenado justamente no comprende. De modo que la ridicula desproporción entre la suprema dignidad de Aquello y la vulgaridad del público que se menea y baja la frente obsecuentemente, con sumisión enceguecedora, ante los premios y las supuestas consagraciones, es tal, que el verdadero poeta se encoge de hombros y sigue su camino, fiel al Verbo por el cual todo fue hecho y sin el cual ninguna cosa verdaderamente viviente existe. A veces un Federico, a veces un Pablo rompen el cerco de tinieblas y la luz se esparce por toda la tribu. Pero por uno de ellos, cuántas Violetas muertas en el camino. Esto es lo que le da al poeta fortaleza contra los editores estólidos y las audiencias bostezantes y las puertas cerradas. Ésta es su única recompensa: saber que aquello es inalcanzable y siempre nos sonríe -entre las tinieblas. “El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás no es digno de mí”.
Y una de los rasgos más peculiares de la poesía es que, a diferencia de los objetos de la ciencia, que son definidos y definibles rigurosamente, nadie puede definirla a ciencia cierta. Algunas definiciones son más afor-
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tunadas que otras, como por ejemplo cuando se dice que la poesía es un aleteo, o el resplandor de la verdad, o el lugar donde todo es posible, como afirmaba Pizarnik. Sin embargo, la esencia, o más bien la experiencia de la poesía, sigue siendo fundamentalmente inaferrable, y es precisamente en este carácter de permanente libertad y misterio donde se centra su profundo e imperecedero encanto. En otras palabras, ninguno de nosotros sabe en realidad, definitivamente, qué es la poesía; nadie, en rigor, la conoce; pero todos, sin excepción, nos reconocemos en ella. Es más, la precisamos: Baudelaire, que sabía algo más que algunos de nosotros acerca de ella, decía que era imposible para un ser humano mantenerse vivo sin una visitación diaria, aun cuando fugaz, aun cuando inconsciente, de la poesía; y todos nosotros entendemos, comprobamos, de algún modo, que esto es cierto.
Y la poesía debe pasar obligatoriamente por la catarsis del silencio, sobre todo del silencio lector. Antes de escribir un poema, debiéramos asomarnos a escuchar aquellos cien poemas que bordearon o dijeron lo que, acaso sin saberlo, repetiremos defectuosamente. La poesía empieza con la escucha humilde y purificadora, no con explosiones prematuras de un narcisismo mal contenido. Antes de decirnos a nosotros mismos nos han dicho Isaías, Sófocles, Shakespeare, García Lorca, Baudelaire. “Escribir es hablar y callarse a la vez. Alguna vez esto también significa cantar”, dice Marguerite Yourcenar.
Personalmente, siento que la poesía es aquello que rompe los límites de lo indecible y cambia nuestra lengua, transformándonos a nosotros con ella. La poesía in-
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tenta crear un lenguaje dentro del lenguaje, decía Valéry; es más: es un combate contra el lenguaje, añade Alfonso Reyes. La violencia que ejerce el poeta contra el lenguaje inerte y cosificado con el cual tiene que medirse es la violencia de los dolores de parto que anuncian la creación de un nuevo lenguaje en el lenguaje, contra el lenguaje. A veces lo indecible es lo aparentemente trivial, aquello que subyace la experiencia cotidiana y no alcanza a emerger al dominio de nuestra atención porque carece de los prestigios temáticos de la poesía convencional. A veces se trata de un fiero tabú. En todos los casos, hemos saltado un límite de ese silencio que no es el silencio enriquecedor de la contemplación sino el violento silencio de la represión o del ninguneamiento o, más profundamente, la ceguera acerca de los propios mecanismos con que el lenguaje se amortigua a sí mismo.
Es preciso decir que el carácter inasible de la poesía es uno de sus poderes, pero también una de sus mayores debilidades, porque en nombre de ella, es decir, en su nombre falsificado, se producen enormes embustes y sacrilegios, como lo es la producción de teorías ininteligibles acerca de ella, o bien la carrera de los premios oficiales, que muchas veces laurea a determinados escritores por modas culturales, por sus preferencias políticas o sexuales, es decir, consideraciones que nada tienen que ver con ella. Esta política es nefasta, no tanto porque recompense a actores equivocados, sino y ante todo porque ahuyenta de la verdadera poesía a quienes se sienten genuinamente, inocentemente inclinados a ella o arraigados en ella, y se ven sin embargo confundidos por este curso erróneo de los acontecimientos. Pero
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en realidad, aunque esto suene extraño, el lugar de la poesía no es la literatura y mucho menos los premios o las distinciones y aun menos el canon o la crítica académica. Es bueno y necesario saber o recordar que los mayores poetas del mundo han sido grandes desconocidos en su tiempo. La más hermosa poesía lírica de la Península Ibérica -según Román Jakobson, el monumento lírico mayor de todo Occidente- las cantigas de amor galaico-portuguesas, canciones de amigo, provienen de mujeres analfabetas, muchachas campesinas que las cantaron en el siglo XIV, en pleno Medioevo, mientras poetas cortesanos las recogían y a veces las firmaban descaradamente. Algunos de los mejores versos de la poesía argentina andan en boca de pastores y pastoras collas, recogidos en los cancioneros de Carrizo y Valladares. El poeta contemporáneo, como dice Joyce, tiene sólo tres armas a su disposición: astucia, silencio y exilio. Son las armas de Kavafis, las de Pessoa, las de Miguel Hernández, las de César Vallejo, que murieron sin el menor asomo de celebridad, y algunos de ellos en la mayor penuria. Esto no es un azar, como tampoco es un azar el hecho de que nunca hubieran sido premiados en vida: a una poesía de cóndores corresponde muchas veces una crítica de topos. El desprecio que cerca a los mejores poetas es el mismo desprecio que cerca e impide la escucha profunda del lenguaje: por cierto, ese desprecio no juzga a los poetas, sino que confirma y condena la sordera y mediocridad de su época.
El mismo desdén o falta de atención cerca a aquellas creaciones espontáneas que no precisan el aura literaria sino la presencia de un ojo poético para emerger. El
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imperdible y fatídico refrán de nuestras operadoras telefónicas: “El destino que intenta alcanzar se encuentra congestionado” es un buen ejemplo de poesía negra involuntaria, perla del humor argentino. Como dice José María Parreño en el epilogo del delicioso libro de Esteban Peicovich, Poemas Plagiados, que recoge muchas de estas perlas, lo poético acecha en lo escrito o lo dicho sin pretensión estética alguna. “Y es que la poesía vive silvestre y muchas veces en los libros de versos es el único sitio donde no está”.
Cuerpo de la palabra
Mallarmé advertía a Degas -que pretendía escribir versos con ideas, ya que no le faltaban en sus ratos de ocio: “Pero los versos, oh Degas, no se hacen con ideas, sino con palabras”. Parecería obvio que la primera y primordial materia de la poesía es la música de la palabra, el cuerpo glorioso de la palabra, y que precisamente la poesía sea el reclamo de los poderes corporales del lenguaje. Como lo dice Borges: “Creo que la poesía debe impresionar inmediatamente y de un modo casi físico”. Y cita a un poeta inglés que dice: “Si al leer un poema no sentimos que nuestra sangre circula más de prisa, ese poema ha fracasado”. Desde esta perspectiva, podemos pensar en aquella conmoción que acompaña a la poesía imaginándola, en las palabras de un pensador francés, como “aquello que no engaña”. Un ejemplo eficaz, proveniente del mismo Borges, es aquella su célebre línea: “Me duele una mujer en todo el cuerpo”.
Y si hablo de la música de las lenguas poéticas es porque curiosamente la poesía contemporánea, en par-
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ticular la de algunos poetas más jóvenes, parece alinearse casi ferozmente del lado más sordo del idioma, allí donde las palabras parece que se avergüenzan de su cuerpo. Esta deliberada amusicalidad del lenguaje poético ocurre, paradójicamente, cuando en la teoría contemporánea se habla incansablemente del cuerpo. Es notable que esto ocurra precisamente cuando el pobre cuerpo humano es clonado, reducido constantemente a dieta, obligado a operaciones indignas para ocultar una digna ancianidad, proclive a la anorexia, compelido a gimnasias extenuantes, degradado constantemente por la pornografía global. En particular, parece curioso que la muy positiva revolución sexual del siglo XX y la muy positiva liberación de las mujeres no hayan desembocado, como acaso hubiera cabido esperar, en el nacimiento de una poesía erótica, naturalmente distinta pero comparable en calidad y eficacia a la del medioevo y la del renacimiento. Es como si el cuerpo se hubiera divorciado de la palabra. En lugar de una renovada poesía erótica presenciamos la irrupción indetenible de la pornografía internética: una vez más, el lenguaje calla avergonzado.
Volviendo a la centralidad del cuerpo, cuando habla del impacto físico que debe tener la poesía, Borges está hablando de los poderes musicales e irracionales de la lengua, allí donde las palabras no son referencia sino presencia, contacto mágico con el otro lado del lenguaje. Dicho de otro modo, las palabras dejan de ser signos duales provistos de significado y significante, de sentido y sonido, para fusionarse en una sola experiencia simbólica más cercana al sueño y a la sangre que al dis-
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curso articulado. En la tradición de la poesía argentina tenemos hermosísimas ilustraciones de estas magias corporales de la poesía, desde Lugones a Pizarnik pasando por Orozco, Molina, Biagioni, Castilla y tantos otros más. Una manera de reconocer estas magias es que el verso se clava inmediatamente en nuestra memoria y no la abandona nunca más, como un talismán necesario que nos protegerá desde allí en adelante. Pienso por ejemplo en las líneas de Pizarnik: “Explicar con palabras de este mundo / que partió de mí un barco, llevándome”, o en Molina cuando dice: “Cuando un hombre y una mujer que se han amado se separan / se yergue como una cobra de oro el canto ardiente del orgullo / la errónea maravilla de sus noches de amor…”
La ausencia de esta fuerza física, esa capacidad de impregnar de un solo golpe nuestra memoria y nuestra vida que tiene la gran poesía, es quizá uno de los rasgos más notables de la poética contemporánea en nuestro medio. Acaso con el propósito de liberarse de toda retórica, se incurre ahora en una retórica negativa, que es la de la trivialidad, la opacidad, la deliberada mortificación del espléndido cuerpo verbal de la palabra.
Esta situación, por otra parte, no es privativa de la poesía argentina actual. Quiero decir que a principios y mediados del siglo XX hubo una gran renovación de la poética mundial, iniciada por las vanguardias y continuada por grandes figuras de la talla de Neruda o Dylan Thomas. Se ha hablado mucho, por ejemplo, del boom de la novela latinoamericana, pero se olvida demasiado que a este boom lo precedió y lo alimentó un boom anterior, el de la poesía en lengua española re-
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presentada por Vallejo, Lorca, Neruda o el primer Paz. En ciertos aspectos, estos escritores desataron ideológica y metafóricamente la imaginación de los grandes novelistas que de ellos se nutrieron. Es más, dentro de la novela del boom, los límites entre poesía y narrativa no son siempre nítidos, y figuras como las de Cortázar no representan sólo a novelistas innovadores, sino, en su caso específico, a un buen poeta muy mal conocido, que convendría releer con mayor atención. En ese sentido, ha habido un nuevo Siglo de Oro para la literatura española -y para la poesía en general- en esa etapa del siglo XX, y a las grandes cumbres de inspiración poética, como se sabe, suelen sucederse períodos de cierta opacidad y repliegue.
¿Cuál sería, entonces, la estrategia a seguir para quienes nos aferramos atentamente a las zonas de supervivencia de la poesía, ya que la poesía es nuestra propia forma de supervivencia? Pienso fundamentalmente en dos caminos. Uno, el que consiste en desembarazarse de la panoplia oficial de evaluaciones, y atender y suscitar con mayor lucidez y ternura a la poesía de los más desconocidos -no de aquellos que hacen de la poesía un buzón sentimental, como ocurre con excesiva frecuencia, sino de aquellos que saben que la poesía es fundamentalmente un salto mortal en un lenguaje nuevo, y a esa riesgosa empresa se atreven.
Pero como la poesía participa del eterno retorno (es un avatar dichoso de este mito), está también el camino del regreso. Éste es el camino que nos lleva a releer y reconstruir con amor la gran poesía descuidada o ignorada que nos ha precedido, y que yace entre nosotros
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como esa “inmensa riqueza abandonada” de la que hablaba Edgar Bailey. Pienso en las relecturas de la espléndida poesía olvidada que nos rodea, en la necesidad, por ejemplo, de una reedición de las obras de Amelia Biagioni. Pienso en los grandes, enormes poetas chilenos que nos llaman desde el otro lado de la Cordillera: pienso en el entrañable Jorge Teillier, pienso en la injustificablemente desoída Violeta Parra, una figura magnífica que está esperando el lugar que le corresponde en las letras latinoamericanas. La mirada que se detiene en estas figuras y las relanza a la vida es también poesía, es guardiana de la alta llama inextinguible de la poesía entre nosotros, es garantía y condición de la permanencia de la poesía con nosotros.
Memoria digital y memoria poética
Además del deterioro del cuerpo glorioso de la poesía, otro ejemplo muy fuerte del ataque de la cultura contra el lenguaje -y un gran daño a nuestra escuela, a nuestros chicos, a nosotros mismos- es que se haya interrumpido la tradición de algunos grandes poemas sabidos -saboreados- de memoria, porque los poemas que se aprenden durante la infancia y la adolescencia son como grandes hitos de belleza y emoción, grandes arcángeles guardianes que nos alumbran y a los que nos referimos consciente o inconscientemente toda la vida. Yo recuerdo poemas de Juana de Ibarbourou, de Pedro Miguel Obligado, de Rubén Darío que me han acompañado siempre como grandes señales luminosas, como ese fuego alrededor del cual se encuentran desconoci-
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dos en una noche de invierno, y en donde se respira ese fuerte y querido aroma de la patria como si ella fuera la vieja y hermosa casa de la infancia. Por ejemplo, se me grabaron para siempre en la memoria aquellos dos versos del Nido de Cóndores que, en líneas generales, es un poema terrible, lleno de retórica patriotera, pero que tiene estas inmensas líneas: “Todo es silencio en torno. Hasta las nubes / van pasando calladas / como tropas de espectros que dispersan / las ráfagas heladas”. De un solo aletazo nos han llevado a la mirada de los cóndores, a los Andes magníficos mirados y vigilados por un antiguo cóndor. O, en otro registro muy distinto, aquella maravilla de Banchs: “Si supieras cuánto, cuánto / la casa y yo te queremos. / Es como un montón de estrellas / todo lo que te queremos”.
¿Se puede ser más simple, mas cierto, más conmovedor que esta estrofa? ¿Y se puede ser más obtuso que aquellos que impiden, por razones de didáctica actual, el encuentro de los chicos con estas palabras milagrosas? La poesía está allí diciendo: “Dejen que los chicos se acerquen a mí”, y los celadores del orden global y electrónico, los mismos que distribuyen pornografía a destajo por Internet, no se lo permiten.
Una tecnología que impulsa a desplazar toda memoria al depósito de una computadora y destierra el aprendizaje verbal en la superficie de la tierra civilizada es una tecnología que se ensaña con nuestra conciencia lingüística, con sus poderes y placeres, para reemplazarla por el muchas veces vulnerable poderío de la máquina. Alienación de la memoria, esclavitud del mercado computacional: el deslumbramiento y entusiasmo
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por el innegable progreso que los “ordenadores” representan oculta muchas veces la violencia depredadora de esta empresa que no casualmente se acompaña de medidas pedagógicas pretendidamente progresistas, destinadas a recluir y cegar los manantiales del verbo a lo largo y lo ancho de todo el planeta.
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Lenguaje y esperanza
Yo me imagino que acaso puede pensarse que, en este paisaje de la poesía aparentemente amenazada que he trazado a grandes rasgos, me estoy refiriendo de un modo subyacente o lateral a esa permanente invasión de los idiomas imperiales en el mundo que presenciamos actualmente, y en particular, a la del inglés. Éste es un malentendido que quiero despejar de inmediato. En primer lugar, sin entrar todavía en los aspectos específicos del universo poético, consideremos los aparentes peligros que corre el español ante el avance del inglés. En libros y documentos contemporáneos destinados a evaluar el estado actual de nuestra lengua -sobre todo en los procedentes de España- cunde muchas veces un intenso alarmismo acerca de la invasión del inglés como agente corruptor de nuestra lengua. Lo primero que cabe decir es que la situación dista de ser desesperada: será difícil alterar radicalmente o borrar la estructura y potencia de una lengua hoy hablada por veintiún países, la lengua de Cervantes y García Márquez y de Violeta Parra y Teresa de Jesús. Lejos de ser la lengua la compañera del Imperio, como quería Nebrija, enarbolando así la consigna que condujo a la desaparición de tantas lenguas indígenas en Latinoamérica, el Imperio ha dejado de existir y es la lengua la que reúne la conciencia cultural -no precisamente imperial- de 400 millones de hablantes.
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En algunos aspectos, con todo, es cierto que desde el área de producción anglosajona se intenta violentar a veces la estructura del español, y que las advertencias y cautelas al respecto se vuelven imprescindibles. En su Defensa apasionada del idioma español, Álex Grijelmo, redactor jefe de El País, señala los despropósitos que se han encontrado en el diccionario español ofrecido por Microsoft a sus asombrados usuarios -algunos pero no todos posteriormente corregidos. Mientras ansioso es descripto como codicioso, anhelante, afanoso, ambicioso, avaro, caprichoso, intranquilo, preocupado, ávido, deseoso, glotón y egoísta, ansiosa significa ninfómana, ninfomaníaca, lujuriosa y ávida sexual. Asimismo, mestizo se equipara a bastardo, el europeo a civilizado y culto, y hombre se define como ser humano, aun cuando mujer es señorita o doncella, venus y eva. Es difícil decidir si estas definiciones apuntan a una suerte de proyección de lo que los fabricantes de Microsoft imaginan es una mente hispánica o si simplemente se trata de empleados a sueldo que rutinariamente ejercen el disparate sexista o racista: al parecer, según lo ha declarado la empresa, tal diccionario se elabora en Irlanda del Norte, con la participación de dos personas “de origen español”. Pero difícil sería imaginar que en un país de lengua española, en la actualidad, pudieran fabricarse, circular y aceptarse tales y tantas aberraciones.
Yendo a otro terreno, podemos notar que aunque es cierto que en muchos casos innecesariamente se adoptan -en particular, en la Argentina más que en toda Sudamérica- giros ingleses que sólo denotan el descuido, esnobismo o provincianismo de quienes los usan, se debe recordar que hay también innovaciones afortunadas y humorísticas en este terreno.
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Ejemplos de las dos situaciones abundan; recuerdo, con respecto a la primera instancia, el asombro y estupor que me produjo un amigo español cuando me recibió a comer en su casa de Boston anunciándome: “Discúlpame, pero hemos corrido fuera de servilletas” 15. Pero también me alegra saber que los baby-sitters han pasado a llamarse cariñosamente canguros y los e-mails, emilios. (Algo semejante, desde la otra vereda, ocurre cuando en inglés se denominan las Bahamas aquellas islas que alguna vez fueron las Islas de Bajamar, y Kay West a Cayo Hueso.) Estos fenómenos de adaptación y reemplazo muestran que el hablante español no es una mera réplica de sus interlocutores anglosajones -ni viceversa- y que es capaz de crear una distancia irónica con respecto a modelos que no quiere necesariamente clonar.
En cuanto a lo que ocurre en el debate de influencias entre lenguas en el área de la poesía, creo que en gran medida la conciencia poética de un lenguaje se desarrolla precisamente a través del contacto con otros lenguajes, del mismo modo que para el conocimiento de nosotros mismos, nada supera el encuentro con el otro, con lo Otro. Los ejemplos están a la mano: el soneto entra en España desde Italia, con Garcilaso y Boscán y ese advenimiento marca un sorprendente desenvolvimiento de los valores musicales del español, muy distintos de los del italiano, pero que nacen precisamente de una conciencia extraordinaria de la diferencia de matiz entre el español y el italiano que Garcilaso y
15 Traducción literal de “We’ve run out of napkins”, expresión inglesa que significa: “Se nos han acabado las servilletas”.
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Boscán poseían, como quien posee un oído absoluto. Es como si en este caso un afinamiento excepcional hubiera precedido y creado un nuevo instrumento, el soneto, que se desarrolla prodigiosamente hasta nuestros días, siempre con nuevas cadencias e interpretaciones.
Un ejemplo muy diferente, proveniente de lo contemporáneo, es la poesía chicana, que emplea un código bilingüe, alternando el inglés con el español en el mismo poema. Lo que se requiere aquí no es, como en Garcilaso y Boscán, la adaptación de un instrumento creado en una lengua a otra, sino algo parejamente sutil y difícil: el percibir instintivamente cuáles expresiones son más logradas en una lengua que en otra, e intercalar estas expresiones en el instante y el ritmo preciso del poema que las requiere. Esto representa una gran maestría, un oído interior poderosamente esquizofrénico y superiormente lúcido al mismo tiempo. (Por otra parte, el procedimiento, como se sabe, no es totalmente novedoso: algo semejante ocurre en la mussawahs de la poesía mozárabe, en que el español alternaba con el árabe.) Del dialecto chicano procede también la innovación del “armonioso muéramos” que en un escandaloso discurso García Márquez, por obvias razones de musicalidad y analogía, opuso al “siniestro muramos”.
Estos ejemplos tienen en común la presencia de un idioma extranjero en nuestra propia conciencia poética, y esto no es, acaso, casual. Como dice Deleuze, la poesía requiere habitar la lengua propia como un extranjero, porque la poesía es la presencia de lo Otro que resplandece en el lenguaje, su testimonio más persuasivo. Nada más ilustrativo al respecto que aquellos recitales de poesía en los que, sin mediar interpretaciones, el auditorio
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se sumerge en una lengua ignorada. Si se me permite un recuerdo personal, lo que yo he recibido como comunión en Holanda ante el público de un recital que sólo conocía del español el color de las palabras que yo pronunciaba, hizo que se afianzara en mí una inquebrantable confianza, no en la calidad de mi presentación, sino en lo que puede un lenguaje por sí solo, la belleza de un lenguaje que atraviesa las fronteras del significado y va a tocar directamente con su música las puertas del corazón. Lo mismo ocurrió en otro recital de poetas de origen muy distinto, pero todos de habla árabe: un silencio religioso y conmovedor acompañaba el escandido espectacular del árabe y su hermosísimo ritmo. Aquí no se trataba de simple tolerancia por la voz diferente del otro, sino de una muestra de verdadera atención hipnotizada, la fascinación de lo distinto: un homenaje no ya al soldado desconocido, sino a la lengua desconocida, en una catacumba pentecostal como las que raras veces se encuentran en nuestra experiencia.
En conclusión, podemos pensar la poesía, el más alto resplandor del lenguaje, como una manifestación del Eros, y podemos considerar la violencia de la alienación lingüística como una exteriorización de Tánatos, la pulsión de muerte que amenaza el accionar del Eros. Contra esta destrucción la poesía revela su don de escucha y sus poderes de lucidez, de protección, y de supervivencia -todos ellos ligados a la pulsión de vida. En las noches en que nos sumerge y sobrecoge, como ahora, y por sobradas razones, la angustia por los tristes desfiladeros que atraviesa nuestra patria, cuando la poesía venga a visitarnos, no le cerremos nuestra puerta. Ella canta en nuestro corazón con una voz más consoladora
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que la de la historia, y su verdad es, con todo, más profunda y eterna que la de la historia. Desde la cólera de Aquiles hasta la nana de la campesina que arrulla a su niño, ella ha acompañado nuestro corazón y le ha confiado, día a día, las palabras talismanes con que alumbrar el camino de la vida. Traicionarla es también traicionar a nuestra historia y a nuestra patria, y a esa patria tan irrenunciable y primera que es nuestro lenguaje. Que sea nuestra presencia y nuestra escucha un gaje de fidelidad a la poesía, que habita, como la esperanza, en lo más alto de nuestros corazones.
Violencia y violencia
El lenguaje, según lo hemos ido contemplando en este recorrido, está expuesto a violencias positivas y negativas. Son violencias positivas las que lo obligan a recrearse y transformarse, ya sea por la innovación de la lengua callejera, la transgresión de los poetas, las variaciones dialectales que enriquecen sus potencialidades. Como lo dice hermosamente Carlos Fuentes, “todos los libros, ya sean españoles o hispanoamericanos, pertenecen a un solo territorio. Es lo que yo llamo el territorio de La Mancha. Todos venimos de esa geografía, no sólo manchega, sino manchada, es decir mestiza, itinerante, del futuro”. Es ésta una mirada lúcida y acertada acerca de aquello que tantos congresos filológicos y documentos académicos bautizaron y graznaron como el amenazado porvenir de nuestra lengua. Y si los embates del inglés pueden causar heridas, mamarrachos y perplejidades en nuestro idioma, no podemos olvidar que el inglés mismo, a través de un lento filtraje inevitable, acabó por
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ser un armonioso y poderoso mosaico de voces germánicas, celtas y latinas. Una larga paciencia preside a estas misteriosas transformaciones. Nadie sabe ni recuerda ya que chomba viene de jumper y que elenco es claret cup: entre nosotros, estas palabras han adquirido andadura y estilo propio. La violencia positiva preside la muerte y la resurrección del giro lingüístico, comparable a la lucha de Jacob con el ángel, es necesaria y fecundante. La violencia negativa es la que emana del poder y pretende monopolizar al lenguaje como instrumento exclusivo de uso, negando el acceso a las fuentes de placer, conocimiento y misterio que le son propios para destinarlo a simple mecanismo de propaganda política y comercial, ofuscando la conciencia crítica y el conocimiento profundo que de él naturalmente emanan, erosionando su capacidad lúdica, emocional y comunicacional, cegando los manantiales que llevan irresistiblemente a la poesía.
El lenguaje como comunidad y amistad
Hemos paseado entonces en la extraña compañía de palabras que ahora resuenan y seguirán resonando distintamente para nosotros -palabras que, como en una relación de amor que se precie de serlo, encierran historias, conflictos, deslumbramientos, bromas, trampas y pequeños poemas. Mientras conservemos esta amistad por las palabras -amistad a la que las palabras responden con creces, puedo garantizarlo- preservaremos un territorio inalienable -inacorralable- de libertad, conocimiento y placer en nuestros días. Mientras podamos vivir en nuestro país o en territorios del español, gocé-
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monos en esta felicidad gratuita e inacabable que representa el imperio de las palabras. Los exiliados saben qué riqueza entrañable y profundamente añorable representa la lengua madre.
El lenguaje es un fermento indestructible de unidad y comunidad entre nosotros -acaso uno de los últimos que nos quedan. Es el primer basamento, el estrato profundo en que se encuentra y se alimenta una comunidad: no contaminemos el agua de la que bebe nuestra vida, no la dejemos a merced de los mercaderes de excrementos. En épocas de desconcierto, anarquía política y social, en momentos de bronca y violencia permanente, en los que la agresividad y perversión con que nos bombardean los medios no parece tener límite, es bueno recordarlo. Puede parecer una utopía inocente, una ingenuidad elitista profesar la salvación por la palabra. Mucho más, por cierto, es necesario. En verdad, el lenguaje no nos es suficiente, pero nos es necesario; la palabra sola no puede salvarnos, pero no nos podemos salvar sin la palabra. La derrota de la palabra implica una ceguera letal, un leso crimen de humanidad, un craso fracaso que necesitamos conjurar por todos los medios a nuestro alcance para no descender al infierno que nos proponen nuestros enemigos. Y en el combate con las tinieblas, el hecho de que la luz, la inteligencia, la alegría y el pan de la palabra estén con nosotros, que la veneración por el misterio y la vida de la palabra esté con nosotros, no será ciertamente una de nuestras menores ventajas.
Buenos Aires, febrero de 2003
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Agradecimientos
Por el estímulo y los comentarios que dedicaron a este texto quiero agradecer aquí a María Ester Arnejo, Ruth y Carlos Blanco, Julio Crespo, Claudia Lorenzetti, Marta Espezel, Gerardo Greiner, Marión Helft, Nicolás Helft, Ludovico Ivanissevich, Luis y Judith Kancyper, Héctor Yánover, Sergio Zabalza y Emilia de Zuleta.
Y a Miguel Mascialino, fiel y admirable compañero por los caminos del lenguaje, toda mi gratitud.
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