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AG NOTAS I

Alexander Grothhendieck

NOTAS a La Llave de los Sueños o Diálogo con el Buen Dios

§I

El conocimiento de uno mismo

1.   La “pequeña familia” y su Huésped

Estamos al principio de la NOTA $1. Esta serie de notas constituyen la segunda parte del libro “La llave de los sueños o el diálogo con el Buen Dios”. Tiene una extensión mayor que la primera, en la que AG sigue el esquema previsto para su libro: la descripción de su itinerario espiritual en 6 secciones: I. Todos los sueños son creación del Soñador. II. El Soñador es Dios. III. Viaje a Memphis (I): errante. IV: Aspectos de una misión (I): un canto de libertad.   V: Aspectos de una misión (II): el conocimiento espiritual. Tal vez las secciones IV y V no estaban en el esquema previo, que, como él dice, siempre iba cambiando con el proceso de escritura. Esta nota $1 él mismo dice en el n. 23 de la primera parte (8-9 de junio) que fue una digresión imprevista que le distrajo del texto. Pero ¡vaya digresión que nos permite ver cómo funcionaba la búsqueda interior de nuestro autor! AD.

 

(3 de junio de 1987)[1] La imagen-arquetipo del niño no designa la totalidad del alma, sino que encarna cierto aspecto que vive en cada uno de nosotros, casi siempre relegado sin piedad a la oscuridad por el “yo” (alias “el patrón“). El niño encarna la inocencia (que no embota ningún saber…), la espontaneidad despreocupada de sí misma, la curiosidad de los sentidos y de la inteligencia (a menudo importuna, y a veces sacrílega…). El niño aprende, igual que respira y bebe y come y asimila, sin embotarse jamás ni dejar de ser niño…

Esta imagen del niño afloró en mí progresivamente, en los dos o tres años que siguieron a los “reencuentros” de que hablo aquí. Llegó a ser plenamente consciente y explícita en 1979, con mi primera reflexión filosófica sistemática, sobre la fuerza de Eros en los procesos creativos, y sobre el abrazo creador, en todas las cosas, de las fuerzas y cualidades cósmicas de lo “femenino” (o “yin”) y de lo “masculino” (o “yang”).

En la naturaleza del niño está lanzarse al encuentro de la Madre, del Mundo. Y su impulso se nutre de la pulsión de Eros, la energía que lo mueve es la de Eros. Yo tendía a confundir el niño con Eros, hasta hace muy poco. Sólo he sido desengañado por el conjunto de “sueños metafísicos” que me vinieron a principios de año. Ellos son los que llamaron mi atención sobre la realidad de esencia espiritual que es el alma (¡en la que hasta entonces jamás hubiera pensado!), y sobre esa misma cualidad espiritual esencial del niño. Eros, él no es de esencia espiritual, sino animal. (¡Eso ha cambiado mucho mi visión de las cosas! Sin embargo, la realidad carnal y el amor carnal son parábolas eternas de la realidad espiritual y del amor a nivel espiritual.) En mis sueños, Eros nunca aparece en forma humana, sino en forma de animales (2): perro o gato casi siempre, el perro encarnando el aspecto impetuoso, insaciable, hambriento de Eros, y el gato el aspecto yin complementario: lascivo, dócil, aterciopelado – ¡pero cuidado con las garras!

Esos mismos sueños también pusieron de relieve otra personificación del alma, que tendía a no ver o a olvidar si más: al igual que el niño representa la eterna juventud, la inocencia en nosotros, el espíritu representa la edad, la madurez, el saber (espiritual), y sobre todo, la responsabilidad de nuestros actos y nuestra conducta. Bajo el nombre del “obrero“, ya me lo había encontrado desde hace siete u ocho años, pero tenía una enojosa tendencia a confundirlo con el niño[2]. Pero su verdadero rol frente al niño es el de padre adoptivo – el de quien vigila sus necesidades y que, cuando la ocasión lo exige, le reprende con cariño y con toda la firmeza necesaria. Lo que aún no había comprendido es que, en la “empresa familiar” que es la psique, hay un “Jefe” instituido, un cabeza de familia; y que en modo alguno es el “yo” (¡el llamado “patrón”!), encargado solamente (cuando se extralimita en sus funciones) de las tareas de intendencia (y que desde ahora más valdría llamar el “intendente”), ni Eros, ni el niño, sino más bien el espíritu (alias el obrero).

Es verdad que en esa familia, tan a menudo desunida, es más que raro que el espíritu asuma ese rol que le incumbe. Casi siempre es el intendente el que se hace el amo (a menudo adornándose de “espíritu”), cuando no son los perros y los gatos – perdón, habría que leer “Eros”, o ambos a la vez, imponiendo su ley mal que bien ¡cada uno por su lado! En mi casa también el nene tenía su voluntad (¡y ya son tres!), y nene, perros, gatos, intendente hacían la fiesta – ¡al que no se veía era al cabeza de familia!

Me parece que en la literatura religiosa cristiana, el término “espíritu” no designa casi nunca el espíritu del hombre, ese cabeza de familia con tanta frecuencia dimisionario, sino el espíritu de Dios, presente y activo en la psique, sin que por tanto forme parte de ella (3). Lo llamaré simplemente “Dios“. Me parece que es un Ser de la misma especie o esencia que el alma (que es “espíritu” al igual que Él), pero de una magnitud infinitamente superior a ella. Se le puede ver como un Huésped permanente y discreto en la casa familiar, de alto rango (¡por decir poco!) y que sin embargo, paradójicamente, casi siempre pasa desapercibido. Habita, lejos de toda mirada, en los sótanos más profundos – lo que no Le impide ver, en todo momento, en un cuadro animado y completo todo lo que ocurre, desde los graneros hasta las bodegas. De esos mismos lugares ocultos de la casa en que se hospeda, es de los que habla y trata cuando lo juzga oportuno. Y cuando Él habla, siempre es (me parece) al cabeza de familia, al espíritu, al que se dirige. Casi siempre éste se hace el sordo, hasta el punto de que a menudo me asombro de que Dios no se harte de hacerle señas de mil formas. Tendré amplia ocasión de volver sobre extraña sordera…

 

Alexander conoce bien todo el descubrimiento, hecho por Freud y Jung, del subconsciente profundo y su afloramiento al consciente a través de sueños, “insigths” o, como prefiere nombrar Légaut, “mociones o voces internas” que solo en recogimiento interior se pueden captar. Pero él no sigue procedimientos técnicos de moderna psicoterapia para desvelar sueños o mociones interiores. Y cuando escribe esta nota no ha leído aún a Légaut. Tal vez le haya inspirado alguna imagen interior Santa Teresa en sus Moradas, mísica por la que algún sitio expresa su preferencia por su escritura e imágenes. AD.

 

También tendré amplia ocasión de hablar de mi progresivo descubrimiento, a lo largo de los diez u once últimos años, de ese invisible Huésped de la casa. Al principio le conocí como el Soñador, el Creador de los sueños, del que trataremos mucho en este libro. Por ahora baste añadir que para los procesos y actos que tienen lugar en la psique y provienen de las capas profundas, a menudo es muy difícil, incluso imposible, decir cuál es la parte de Dios y cuál la del alma. Cada vez más, sin embargo, tiendo a ver la iniciativa decisiva de los procesos y actos creativos, y la fuerza renovadora que hay en ellos, como proveniente de Dios. El papel del alma, y sobre todo del espíritu que es su instancia dirigente, se me presenta sobre todo como el de una aquiescencia más o menos completa, más o menos activa, a los designios y sugerencias de Dios, de una colaboración con ellos con más o menos celo e intensidad. Estoy convencido de que así es al menos al nivel espiritual, y que en cada uno de los numerosos “umbrales” que el alma ha de franquear en el largo camino del conocimiento, la acción de Dios (aunque a menudo permanezca ignorada) es la fuerza decisiva para pasar de un nivel de consciencia al nivel superior.

(4 de junio) Como me he dejado llevar a hacer la presentación de los principales miembros de la “pequeña familia”, sin contar al Huésped discreto e invisible de las moradas subterráneas, quisiera añadir aún un último, dejado a cuenta ayer: el cuerpo.

A menudo tiendo a olvidarlo, ese gran mudo, cuando paso revista a los personajes que se agitan y se enfrentan en la psique. Al hacerlo, no hago más que ceder a un presupuesto cultural, que tiende a hacer una separación clara entre el cuerpo bien tangible por una parte, y por otra la elusiva psique que lo habita y lo anima. Sin embargo, mis sueños me enseñan otra cosa. El cuerpo no es hábitat o morada, sino también un personaje. Y ciertamente, al igual que los otros cuatro miembros de la familia de los que hablé ayer, el cuerpo tiene sus (humildes) necesidades, su voluntad (terca), su voz (raramente escuchada…). Y también y sobre todo, un conocimiento, una sabiduría – sabiduría inmemorial, sabiduría sin palabras, eficaz y poderosa, que a menudo me ha parecido exceder con mucho al flaco saber del cabeza de familia (alias el “espíritu”), y al del intendente (4).

Cediendo a los mismos consensos culturales, he llegado a confundir “el cuerpo” (visto como fuerza o como voz actuando en la psique) con Eros. En este momento vería a Eros más bien como un árbol vigoroso (o que debería serlo…), que hunde sus raíces en el rico y delicado terreno fértil del cuerpo. Pero ese terreno fértil no es inagotable, y si el árbol prolifera de modo descontrolado, el terreno se agota, y finalmente se marchita el árbol mismo, y su ramaje, y toda la profusión de vida que porta.

El cuerpo se distingue de los otros “personajes” psíquicos por el hecho de que se manifiesta por una encarnación material y orgánica tangible. Por eso mismo, también es el instrumento por excelencia de la psique, tanto para aprehender el mundo exterior con los sentidos, como para actuar sobre él. Pero ya no podemos separar más el instrumento de la psique de la que verdaderamente forma parte, como no podemos separar las manos, instrumentos del cuerpo, de ese cuerpo del que igualmente son parte.

El arraigo de Eros en el cuerpo, o el de la psique toda entera, se sitúa sin duda en las capas profundas, morada del Huésped. Es ahí, muy lejos de la mirada del hombre, donde se atan y desatan la relaciones delicadas y profundas entre el cuerpo y la psique en su conjunto (5) – sin contar al Huésped invisible y misterioso que, seguramente, participa a su manera. Y también está fuera de duda que el cuerpo es para la psique, no sólo terreno fértil e instrumento, sino también medio de expresión por excelencia. Esperanzas y decepciones, empuje y dimisiones, armonía, disonancias, tensiones pasajeras o inveteradas… se inscriben, como en una delicada cera, en cada una de nuestras células, en los órganos y sus humores, en el tono de los tejidos y la textura de la piel, en las actitudes y movimientos y evolución del cuerpo, y en la expresión del rostro y la mirada y el timbre de la voz y la plenitud de la respiración…, con una huella de una finura infinita, incomparable, lograda…

Y cómo no pensar aquí en el sueño, cuando es la misma psique adormecida la que deviene “cera” entre las manos del Soñador, durante uno o dos sueños, para expresar con un arte inigualable, desde los grandes trazos hasta los matices más delicados, la realidad profunda de lo que ella fue durante la vigilia…

Ésa es, bien lo sé, no una simple huella “mecánica”, sino obra de arte, obra del Maestro de los maestros con la Mirada y con la Mano. Y no puedo dejar de preguntarme si el “lenguaje del cuerpo” que acabo de evocar, al igual que el lenguaje del sueño, lejos de ser un simple “registro” desprovisto de intención, no sería también un lenguaje creador en las manos del Creador, del Maestro – del Huésped invisible y silencioso de los sótanos. Al que supiera leer en la cera del cuerpo, ese lenguaje le diría la verdadera y punzante novela de toda una vida, vista desde las profundidades, como ojos humanos jamás podrán verla ni palabras humanas decirla. Y tal enfermedad incurable que devasta una vida agotada, quemada por el exceso de su propia violencia – ése sería el último capítulo de la magistral novela de una existencia terrestre, trazado con mano fuerte sobre el pergamino del cuerpo por el invisible Maestro de la vida y de la muerte.

A decir verdad, estas reflexiones me hacen entrever que en Dios, el Creador, la Mirada siempre es inseparable de la Mano, el Acto por el que Él conoce, de aquél por el que Él expresa ese conocimiento y le da voz[3] 378. Pienso que así debe ser en todo momento y lugar, sea Su cera o Su tela el cuerpo del hombre o su alma adormecida, célula viva, molécula, planeta o galaxia. Y su acción en la psique, seguramente, no se limita a los raros momentos en que el hombre mismo se asocia a su Creador para hacer una obra creativa con Él y crecer así en su espíritu. Sino (me parece) que está presente en todo instante, durante el sueño como en la vigilia. Y esa acción incesante es relato.

Sólo Dios sabe leer en su plenitud esos signos, y ese relato que forman, escrito por Su mano y para Él – el imperecedero relato del que nosotros mismos formamos y tejemos, al hilo de los momentos y al hilo de los días, al hilo de los años y al hilo de nuestras muertes y de nuestros nacimientos, la trama incontable y la inagotable substancia.

(5 de junio) He mencionado de pasada, antes de ayer, el primer sueño que (entre otras cosas) llamó mi atención sobre la existencia del alma. Fue hace año y medio. El alma estaba representada por una joven tumbada, con una larga y abundante cabellera húmeda y enmarañada extendida por detrás, que otra mujer de más edad, desenredaba pacientemente y peinaba con sus dedos. Sentí que esa mujer tumbada, de aires muy femeninos, representaba lo que en mí vive la experiencia y el saber de las cosas, que prueba y saborea sensaciones y emociones, atraída por lo “agradable” y “placentero”, repelida por lo “penoso” y por lo “desagradable” – con, tal vez, una tendencia a dejarse llevar por ese juego, por ese balanceo sin fin entre lo que atrae y lo que repele, revoloteando de flor en flor y procurando, de paso, no pincharse con las espinas…

Hasta entonces nunca había prestado atención a ese rostro de la psique de las cien caras.

 

Para designarlo, el pensamiento del “alma” no se presentó tras el sueño. Apareció durante el trabajo. (Un trabajo excepcionalmente largo: ¡nueve días seguidos!) Pero cuando llegó, “hizo tilt”: ¡era mi alma, sin duda, la que representaba la joven de abundante cabellera! Durante todo el año siguiente, cuando me daba (rara vez) por pensar en “el alma”, la veía bajo sus trazos difusos y soñadores.

No fue hasta después de mis sueños de los pasados meses de diciembre y enero, que relacioné esa “alma” con las figuras del “niño” y el “obrero” (alias “espíritu”), familiares desde hacía mucho. Entonces quedó claro que eran de una esencia diferente, más delicada, de la de Eros. Y justo es el alma la que se supone que representa lo que en mí es de naturaleza espiritual, es decir de naturaleza cercana a la del Soñador – o, lo que es igual (como me había dado cuenta desde hacía poco), a la de Dios… Seguramente el niño y el espíritu debían representar “caras” o “rostros” complementarios, uno yang y otro yin, de esa alma que hasta entonces había visto bajo la forma indistinta y los trazos difusos del rostro aparecidos en ese sueño medio olvidado…

Después, he pensado en situar el aspecto “yin” del alma, encarnado por ese rostro de mujer envuelto en brumas, en relación a los dos personajes familiares. Me evoca el nombre de “Psique“, símbolo tradicional del alma, surgido de la mitología griega. Por contra, los nombres “espíritu” y “obrero” son de connotación fuertemente masculina. Pero bien sabía que la entidad psíquica que designan también debe presentar aspectos y trazos “femeninos” o “yin”, emparejándose con los trazos “masculinos” o “yang”. Ella representa la madurez del alma, frente al de su inocencia creativa representada por el niño, y ése bien es un aspecto yin frente al niño que personifica el aspecto yang complementario (conforme a las parejas cósmicas yinyang: madurez–inocencia, vejez–juventud). Dicho esto, actualmente veo a Psique (¡atención a la mayúscula!) como personificación de los trazos “femeninos” (o “yin”) en el espíritu–obrero. En esta dialéctica, representaría pues el “yin en el yin” del alma, en tanto que esposa, en suma, en una “pareja cósmica” cuyo esposo encarnaría los trazos viriles del espíritu–obrero, el “yang en el yin” del alma.

A decir verdad, los aspectos del espíritu que habían sido evocados anteriormente, a parte de la madurez, especialmente el saber y la responsabilidad, y sobre todo su función de “Jefe“, de instancia dirigente de la psique, ya eran de connotación fuertemente masculina, al igual que los nombres “espíritu” u “obrero” que lo designaban. Eso sugería usar en adelante esos nombres para designar más bien la “vertiente” o el “rostro” yang del espíritu humano, complementario del “rostro yin” encarnado por Psique. Es un simple apaño, debido a la ausencia de un nombre propio mítico apropiado para complementar a “Psique”. El que sugiere la mitología, a saber, su amante Eros, ¡visiblemente no es adecuado!

He pensado en Prometeo, pero no me convence mucho, y sobre todo, emparejar Psique y Prometeo haría estremecerse a los humanistas, y prefiero no echármelos a la espalda. Quedaría pues una pequeña ambigüedad en el sentido que para mí tiene la palabra “espíritu” (humano). La misma que en la palabra “hombre”, que designa tanto un “humano” (hombre o mujer) como un “humano masculino”. Pero cuando hable del espíritu (alias el “cabeza de familia”) como uno de los miembros de la “pequeña familia”, se entenderá que figura como esposo de Psique. De todas formas, para darle un nombre propio que no moleste a nadie, podríamos llamarle Prommy. (Todo parecido de este nombre visiblemente yanqui con cualquier nombre griego es pura coincidencia).

Así, he aquí por fin reunida al completo la “pequeña familia”, o al menos sus seis miembros principales. He aquí el cabeza de familia, Prommy (alias el espíritu, alias el obrero), y su encantadora esposa, Psique, más su hijo (adoptivo[4] 379, pero eso es casi un detalle), llamado “el niño”, o “el nene”, o también, por qué no, Tommy. Está el cuerpo, Corry, y está Eros[5] 380, que se lleva bien con Corry y con Tommy, pero que a menudo desconfía de Prommy. Psique, ella, tiene un poco de debilidad por él, y es comprensible, pues es guapo como pocos y tiene la mano suelta… Para terminar el cuadro, he aquí el intendente: astuto, cobarde, vanidoso como pocos y mentiroso descarado, y que tiene una clara tendencia a hacerse el patrón. Por esa razón, y para darle gusto, le llamaremos Patry. Según el caso, se lleva a navajazos con Eros, o lo pone por las nubes – ¡cualquiera se fíe de él! Es su manera de embaucarle y metérselo en el bolsillo mientras le estafa a muerte. Realmente no es de la familia, ha llegado de la ciudad. Pero no se trata de echarle, y se “lidia con él” como se puede.

En fin y para que conste, está el Huésped, el Invisible, el Olvidado (que por poco casi lo olvido yo también), oculto en no se sabe qué bodegas secretas de la casa familiar. No se le ve, y en muchas familias tampoco se habla de él – parece que nadie se da cuenta de que Él está ahí, ni siquiera de que hay bodegas. Visto su rango, no me atrevo a ponerle un mote adecuado (como Jahvy o Brammy), prudentemente prefiero ceñirme a “el Huésped” (teniendo cuidado con la mayúscula). Este anonimato, por otra parte, no es más que un fiel reflejo de los hábitos algo reservados de este importante personaje.

Cada “pequeña familia” tiene su Huésped, eso ha de quedar claro. Y hay tantas de estas familias, como de seres humanos en esta tierra – y no son pocos. Pudiera pensarse que también hay tantos Huéspedes diferentes. ¡Pero no! Lo extraordinario, y que merece toda nuestra atención (y nos hará comprender también que no es un Huésped como los demás…), ¡es que es un sólo y mismo Huésped para todos! Cómo se las arregla Él para estar así por todas partes a la vez, es lo que se llama un “misterio”. En tanto que Ser único, pero presente en cada uno de nosotros y actuando a Su manera, lo llamaré con un nombre decididamente “anticuado” y pasado de moda como yo (nunca cambiamos): es Dios. También “el buen Dios para los amigos, y sobre todo cuando se trata de no ser solemne…

 

 

 

2.                 Un animal llamado Eros

(3 de junio)[6] Es significativo que tal representación de Eros por animales (perros, para ser precisos) figura igualmente en algunos sueños en que el contexto mostraba sin posible ambigüedad que se trataba de la pulsión erótica “sublimada”, es decir la pulsión de conocimiento no a nivel carnal sino (en este caso) intelectual. Eso me enseñó, sin posibilidad de duda, que a los ojos del Soñador (es decir, a los ojos de Dios), la actividad creativa intelectual (¡de la que el hombre está tan orgulloso!), o al menos la energía y la pulsión que animan tal creación, son de una esencia que permanece sin pulir, “animal”. Por el contrario, el “patrón” o “intendente”, que representa el condicionamiento y la estructuración en la psique y que, por tanto, no es una fuerza de naturaleza creativa, sino casi siempre inhibidora de las facultades creativas, siempre está representado bajo forma humana, a veces hombre, a veces mujer. Me quedé pasmado, ¡yo que tendía a divinizar a Eros, fuerza creativa original, y a desvalorizar a tope al “patrón”, encarnación de la represión sistemática de las fuerzas y facultades creativas! No tengo ninguna duda de que lo que acabo de señalar para la creación intelectual vale igualmente para la creación “artística”, también tributaria de la pulsión y de la energía de Eros.  (El término alemán “geistiges Schaffen” de hecho engloba ambos tipos de actividad creativa.)  En nuestros días, es más que raro que una creación intelectual o artística sea al mismo tiempo un acto de conocimiento a nivel espiritual, y por tanto un acto conjunto del espíritu de Dios y del espíritu del hombre. Pero parece que sólo en ese caso sería (a los ojos de Dios) plenamente “humana”, y no “esencialmente animal”. Dicho de otro modo: parece ser que en la óptica divina, sólo el acto en que Dios mismo participa sería un acto plenamente humano – un acto que pone en juego una fuerza creativa de esencia superior a la de Eros, y que por eso escapa totalmente al reino animal y vegetal y a las fuerzas y leyes que lo animan y lo rigen.

 

 

 

3.                 El uno y el infinito

Este es un punto importante para entender el proceso de conocimiento de sí mismo, porque describe, en un hombre acostumbrado al desarrollo del pensamiento lógico matemático, la dificultad que tenía hasta noviembre de 1986 para preguntarse –¡y menos para responder desde la tripas, con total evidencia (certeza)¡– si ese Soñador (para nosotros tal mejor “Inspirador, Revelador, Espíritu divino”, como le nombrará también AG) es solo parte de mi yo, u Otro ser distinto que me habla y me revela el sentido de mi vida. AD.

 

(4 de junio)[7].,Después de ayer, en que escribí esas líneas, he mantenido una larga conversación telefónica con un colega y amigo desde hace mucho, antiguo sacerdote católico y en tiempos apasionado de las cuestiones religiosas y de su sacerdocio. Por las reacciones de mi amigo a mis preguntas y por las aclaraciones que me ha dado, bien parecería que, incluso en los medios versados en teología, no hay una distinción neta, ni en el lenguaje ni en los espíritus, entre el espíritu “de Dios” y el espíritu “del hombre”, con más precisión: entre el “espíritu de Dios” (o simplemente “Dios”), presente tanto como Observador perpetuo como Fuerza activa (¿ocasional?) en la psique de tal persona, y el “espíritu” (o “cabeza de familia”) que en ella representa, de alguna manera, su “identidad espiritual”.

La cosa me parecería increíble, si no se solapase con algunas impresiones de lecturas recientes.  Me parece algo tan grosero como si hubiera una confusión, en el lenguaje y en el  espíritu de los matemáticos, entre el número 1 y el número (el infinito), bajo el pretexto de que ambos son números; y que quererlos distinguir fuera visto como una especie de sutileza filosófica o lingüística, de la que podría pasar el matemático que no fuera también un erudito en la etimología de los términos matemáticos. Pero volviendo a la psique y al alma: eso significa no saber, o no querer, distinguir entre Monsieur Durand (o al menos, el alma o el espíritu que lo habita), ¡y el buen Dios en persona! Sin embargo, aunque su alma (no lo dudo) es eterna, Monsieur Durand no es ni omnisciente ni infalible ni omnipresente ni todopoderoso – eso ya marca algunas pequeñas diferencias.

Esto me recuerda, es verdad, la perplejidad tácita en que me encontré durante una decena de años sobre la naturaleza del Soñador: ¿forma Él parte de mi psique, o es un “Ser” que existe independientemente de mi propia persona?  (Véanse esas perplejidades en la sección “Reencuentro con el Soñador – o cuestiones prohibidas”, no 21.). Sin embargo la intuición inmediata y mi sano instinto espiritual, por no decir el simple “sentido común filosófico”, claramente me decían la respuesta a una pregunta tanto tiempo informulada. Y mi relación con Él, el Soñador, desde que Le conozco y sin que tuviera que plantearme la cuestión, siempre ha sido una relación con Otro – con alguien que era infinitamente superior a mí por su conocimiento profundo, por la penetración de la mirada, por la potencia y la delicadeza de los medios de expresión, por la infatigable benevolencia, y por la infinita libertad…

¿Como no sentir “en las tripas” tales diferencias enormes, cómo ignorarlas, o ver en ellas alguna sutileza insólita de teólogo o lingüista? Cuando “Dios” no es más que una palabra, un concepto, una fórmula aureolada de gloria, ingrediente de un discurso o de un rito, litúrgico o intelectual – entonces de acuerdo, entonces es un poco como ese famoso “sexo de los ángeles” que nadie ha visto jamás. ¡Pero no cuando hay una experiencia viva de Dios! Entonces ya no es una cuestión de erudición o de filosofía, ni siquiera de “fe” en esto o aquello – sino simple evidencia…

 

 

 

4.                 Sabiduría del cuerpo y acción de Dios

(5 de junio)[8]. El “saber” del intendente es puro producto del condicionamiento (y como tal, simple reflejo de los consensos culturales de la sociedad ambiente), y de las reacciones de la psique a ese condicionamiento. Hace la función de estructurar la psique, y verdaderamente no tiene la naturaleza de un saber o un conocimiento verdaderos.

En cuanto al conocimiento y la “sabiduría” del cuerpo, y a sus asombrosos recursos creativos, podemos preguntarnos si se reduce al normal desarrollo, por así decir “mecánico”, de leyes físico-químicas y biológicas que se han desarrollado e instaurado “de una vez por todas” a lo largo de la evolución de la vida sobre el globo, o si no sería más bien la expresión actual y activa de la sabiduría de Dios y de Su voluntad, que intervendría creativamente, en un sentido u otro, al menos en ciertas ocasiones particulares. Pienso especialmente en la aparición y el desarrollo de una enfermedad o, al contrario, de una convalecencia, o en los procesos uterinos alrededor de la ovulación, de la concepción. de la gestación del feto y del parto. Ésos son, evidentemente, procesos fisiológicos indisolublemente ligados a procesos a nivel de la psique y a nivel espiritual. Este simple hecho parece imponernos ya la respuesta a la cuestión precedente, al menos en todos los casos en que tales lazos entre realidad biológica y actitudes y sucesos a nivel de la psique y del alma, no dan lugar a dudas. A menos que se admita que la psique y su voluntad propia (y especialmente su voluntad inconsciente) tengan el poder de dar órdenes al cuerpo, al nivel de los mecanismos celulares y orgánicos más delicados (que escapan casi totalmente, es necesario subrayarlo, al saber y la influencia de la medicina). Pero tal suposición me parece violentar al más elemental sentido común filosófico – a menos de investir al Inconsciente de poderes y de una sabiduría más que sobrehumanas, y por eso, prácticamente, divinizarlo. Simplemente habríamos reemplazado (siguiendo el ejemplo dado por C.G. Jung) el viejo buen Dios de antaño por “el Inconsciente”. Decididamente, ¡el progreso no se detiene!

La cuestión está muy relacionada con el origen del sueño, rozada ayer: ¿el sueño es obra de la psique misma? Ahí al menos, conozco la respuesta sin posibilidad de duda, y a decir verdad, me la ha dicho el Soñador Él mismo (sin que yo le diera mucha atención), ¡con el primer sueño que me tomé la molestia de sondear! Y tengo el sentimiento de que en el cuerpo los delicados mecanismos moleculares y celulares están tan fuera del alcance de los limitados medios de la psique, como los las más vertiginosas y profundas improvisaciones del Soñador.

 

 

 

5.                 A amo dócil servidor violento – o cuerpo, espíritu y ego

(5 de junio)[9]  384 Presumo que las capas de la psique en cuestión aquí están muy por debajo de aquellas donde se extienden el “yo” o “ego” (personificado por el “patrón” alias el “intendente”), y que el “arraigo” del que hablo no concierne, fuera de la pulsión erótica, más que al alma propiamente dicha. Después de la muerte del cuerpo, debe haber un “desarraigo”, más o menos laborioso y más o menos penoso según el caso, del alma arrancada de su “terreno fértil” corporal – un poco como una planta que fuera arrancada, con sus raíces, del huerto familiar, para ser trasplantada a otro. Me parece probable que ese momento tan delicado (como el de la concepción y el nacimiento), en el largo peregrinar del alma de nacimiento en nacimiento, no se deje al cuidado únicamente del desarrollo de las leyes que rigen la realidad físico-química, biológica y espiritual (trabajando en estrecha coordinación unas con otras), y de las reacciones del alma de la que se encargan esas leyes; sino que haya una intervención expresa de Dios, conforme a Sus designios e intenciones respecto de esa alma en ese momento particular. Mis “sueños metafísicos” me parece ¡ay! que no dan respuesta a esta cuestión, ni a las cuestiones cercanas planteadas en la nota anterior.

Lo que he dicho más arriba sobre el ego y su relación con el “terreno fértil” corporal no significa, por supuesto, que los impulsos, apetitos, ideas, miedos, intenciones, etc. propios del ego no tengan repercusiones (“psicosomáticas”) a nivel del cuerpo, que necesariamente se harán a través de las capas más profundas del Inconsciente, en estrecha simbiosis con el cuerpo. Eso sólo significa que esa acción del ego nunca se ejerce directamente, sino a través del alma, y esto conforme a las relaciones que el alma mantiene con el ego. Así, los impulsos agresivos arraigados en la estructura egótica tendrán repercusiones totalmente diferentes a nivel del cuerpo, según que el espíritu se deje “arrastrar” por ellos y los tome como suyos, o que mantenga su autonomía y los “asuma” de un modo u otro. Igual que un amo débil que se dejase contaminar por el temperamento violento de un sirviente vendría a degradar él mismo las partes de la vivienda a las que ese servidor no tuviera acceso, mientras que nada de eso pasaría si permaneciera fiel a sí mismo y soportase al sirviente (si no consigue hacer las paces) mientras se distancia de su violencia y le prohíbe darle rienda suelta.

 

 

 

6.                 El papel del sueño – u homenaje a Sigmund Freud

(1 de mayo)[10] Freud afirma exactamente lo opuesto. Para él, la función del sueño, de todo sueño sin excepción (es categórico), sería proporcionarnos una gratificación (consciente o inconsciente). Me parece entender que esa extraña concepción apenas ha sido seguida después de Freud, y que ya nadie la practica ni la menciona. Mi experiencia del sueño la contradice de dos maneras.

Por una parte, entre mis sueños, los que me hacen vivir una gratificación consciente o inconsciente son la excepción, en modo alguno la regla. Para ser precisos, habría que distinguir la gratificación en el sentido propio del término, es decir “el placer por el placer”, con el verdadero placer, e incluso alegría, que siempre, cuando se nos presenta (y a este respecto el sueño no es diferente de lo que vivimos despiertos), viene “por añadidura”. La vanidad, es verdad, no conoce el verdadero placer, ese delicado perfume de las cosas, esa alegría de ser. Pasa por alto el verdadero placer. Pero Eros, él lo conoce, lo que los poetas cantan bajo el nombre de “placer amoroso” y bajo mil otros. ¿Freud no lo habría conocido? Cuando teoriza, parecería que mete todo en el mismo plato, que a cualquier precio quiere reducir los delicados juegos del alma y de la psique a una especie de cálculo de “pérdidas y ganancias”, un juego en el que siempre se trataría de ganar el máximo y perder lo mínimo, con ganancias=placer=gratificación, y pérdidas=desagrado =frustración. Pero divago…

Hasta en los sueños que traen una “gratificación”, incluso un verdadero placer, una alegría verdadera, y aunque gratificación y placer estuvieran dotados de una energía psíquica inmensa, dejando entre bastidores todo lo demás – hasta en ese caso, un examen profundo revela siempre que la intención del Soñador no es la de “gratificar”, la de procurar una experiencia agradable, un placer o una alegría; no más que en los sueños en que siento frustración, dolor o tristeza, el propósito no es “mortificarme”. La razón de ser del sueño siempre es darme una enseñanza, hacerme sentir (con un cuadro vivo del que soy el principal actor) cierta realidad que se me había escapado. Pero esa intención del sueño y esa enseñanza (o ese “mensaje”) aparecen mucho después, una vez que se ha desprendido de la influencia de la emoción y se examinan con extremo cuidado, uno a uno, todos los “detalles” del sueño, incluyendo los que parecen ínfimos, apenas percibidos e inmediatamente barridos del campo de la consciencia por el impresionante primer plano de la cautivadora experiencia de delicias o tormentos. Son el género de detalles, he de subrayar, que jamás figuran en los relatos o los “protocolos” de los sueños. Extrañamente éstos siempre parecen sin sangre en las venas, “en los huesos”. Pero yo sé que incluso donde Él habla en voz baja, donde parece que masculla, el Soñador no dice una palabra de más. El sueño no es una foto, sino una obra de arte. “Simplificarla”, es destruirla…

Tendré que volver de forma más detallada sobre estas delicadas cuestiones, en la parte de este libro consagrada al trabajo de “interpretación” de los sueños. Igualmente y sobre todo, cuento con volver sobre el papel pionero de Freud, papel que estoy lejos de querer minimizar, muy al contrario. Cierto es que las teorías de su cosecha que conozco, y sobre todo la luz con la que ve la psique y el sueño, me parecen irremediablemente, fundamentalmente falsas. Pero eso casi es un detalle. Eso no impide que Freud, ése innovador intrépido y honesto, ese visionario de coraje sin igual, sea para mí una de las grandes figuras en la historia de nuestra especie. Le debemos las ideas más revolucionarias sobre la psique, y las más fundamentales, desde nuestros orígenes – aquellas que antes de él nadie había osado concebir, y mucho menos proclamar. Sus aberraciones dogmáticas se decantaron por sí mismas a lo largo de las siguientes generaciones, y pronto terminaron por ser borradas con el olvido. Pero mientras haya en la tierra hombres ávidos de escrutar y comprender la psique del hombre, e incluso si el nombre de Freud termina por caer en el olvido (suponiendo que la humanidad pierda hasta tal punto la memoria de los más grandes entre nosotros), sus grandes ideas maestras permanecerán vivas por siempre.

 

 

 

7.                 Arquetipos y manifestaciones de Dios

Hay que notar que desde el número anterior no siguen estos números de la presente en continuidad cronológica con los anteriores

(22 de mayo)[11] Además algunos de mis sueños me han convencido de que lo que digo sobre el arquetipo del acto creador también es cierto para cualquier otro arquetipo, como el de la Madre. o el Padre, o el del Hijo (que se confunde con el del Hermano) o la Hija (alias la Hermana), el del Niño, y particularmente el niño pequeño (¡que de pronto pierde la mayúscula!), o, al contrario, el del Viejo. Los arquetipos se me presentan como diferentes “aspectos” de la naturaleza de Dios, susceptibles de ser privilegiados por Él para manifestarse a la psique humana (incluso animal), bien sea en el sueño o de cualquier otra manera. Dios es a la vez Madre, y Padre, a la vez viejo lleno de conocimiento y sabiduría, y niño pequeño con todo el frescor de la inocencia; igual que también es el hombre, o la mujer, en la flor de la vida. Y es la amante, como es también el amante…

En todo caso, lo que sé sin posibilidad de duda, es que Él se me ha presentado (o Ella se me ha presentado) en sueños bajo todas esas formas, tomando una u otra según lo que Él (o Ella) tuviera que enseñarme. También Le he sabido reconocer bajo forma de animal, o de grupo de animales. Y también bajo la forma de un grupo de jóvenes jugando al balón. Hasta el punto de que he sido conducido a preguntarme si toda especie viva sin excepción, y en el seno de cada una (y más particularmente, en la especie humana), cada una de sus principales modalidades de existencia (según el sexo, edad, prosperidad o pobreza etc.), incluyendo los grupos de individuos correspondientes a ciertos caracteres “típicos” – si cada una de esas innumerables entidades no constituye uno de los “aspectos” de Dios (entre la innumerable infinidad de Sus aspectos), y por eso mismo, un “arquetipo” potencial y un posible modo de aparición de Dios, especialmente para manifestarse al hombre.

Si así fuera (como tiendo a pensar), habría por tanto que ver en toda especie viva sin excepción una “encarnación” de Dios, por la que se manifestaría de modo permanente, en el plano de la existencia terrena, cierto aspecto de Su naturaleza eterna. Dios “es” la especie humana, como “es” también “el trigo”, “las ortigas”, “las hormigas”, “las vacas”, “las serpientes” etc. El aprecio o menosprecio, diferentes de una cultura a otra, de ciertas especies, por supuesto que tienen un valor muy relativo. El nombre de “vaca” (animal sagrado en la India) sirve de insulto en Francia, lo que no impide que Dios se me haya presentado en forma de vaca, e incluso que la vaca y todo lo relacionado (hasta ?’lo diré? el estiércol…) haya jugado un papel particularmente importante en buen número de mis sueños “místicos”. Señalaré al respecto que en varios sueños la vaca aparece como un símbolo femenino del “Espíritu Santo”, mientras que el caballo es su símbolo “masculino”. Antes de que mis sueños me hablaran de él, tenía al “Espíritu Santo” por una ficción teológica. Ahora sé que es una realidad tan tangible como el calor que desprende una estufa.

Lo mismo vale para el aprecio asociado al status social. Dios se me ha presentado en algunos sueños en la persona de un hombre rico y considerado o de un alto funcionario (y hasta de un prefecto de policía, ¡lo siento!), y en otros en la del niño de unos miserables emigrantes norteafricanos en un suburbio de una gran ciudad; y aún en otro como zapatero de un pueblo encorvado por la edad, llevando su asno al campo.  Si Le ha parecido bien hacerlo así, me fío de Él en que será por buenas razones y para mi bien…

 

 

 

8.                 Sueño y libre arbitrio

(20 de mayo)387 Después de estar indeciso mucho tiempo, he terminado por convencerme de que durante el sueño, estamos temporalmente privados de nuestro libre arbitrio. (Al igual que un pincel en la mano del pintor, o la pluma en la mano del que escribe, carece de libre arbitrio.) Así, puedo escribir sin reservas que nuestro papel en el sueño es “totalmente pasivo”

  • y esto aún cuando en el escenario del sueño (en la “parábola” representada en el sueño) nuestro papel fuera vivido como intensamente Se impone la comparación con los actores de una obra de teatro, que siguen rigurosamente las consignas del director. Pero esta comparación es imperfecta, pues los actores conservan su libre arbitrio, y no pueden encarnar sus papeles más que si “ponen de su parte”. Mientras que en el sueño, es el Director mismo quien, en cada instante, como si hubiera tomado posesión de nuestros cuerpos y de nuestras almas, nos insufla los sentimientos, emociones, nociones y hasta las percepciones que realmente tenemos (¡y muy a menudo con una viveza que raramente o nunca tenemos despiertos!), sin que tengamos que “representarlos”, sin tener que entrar en una “ficción” y por eso mismo, jugar una especie de “doble juego”. Éste es uno de los aspectos más extraordinarios del sueño en general.

En la gran mayoría de los procesos creativos, la etapa de “preparación” no es “puramente pasiva”; por el contrario ésta es una circunstancia especial en el caso del sueño, totalmente excepcional a este respecto. Tal y como ha sido evocado en la sección precedente, los “compases” (en cuatro tiempos) que forman los procesos de descubrimiento de alguna manera “elementales” (o “periplos”) tienden a sucederse y encadenarse unos a otros en el interior de un movimiento mucho más vasto. De este modo, la etapa preparatoria de uno de tales periplos es a la vez la del “trabajo” en el periplo precedente. Dicho de otro modo, los materiales (casi siempre imprevistos) aparecidos durante el trabajo en una cierta etapa de una investigación, y que destapan cierta visión (representando la “culminación”, totalmente provisional, de tal trabajo), son los que, en una etapa posterior, sirven a su vez de acervo “preparando” un nuevo “periplo”; y también es la “culminación” de la etapa precedente, es decir cierta visión de las

cosas que ha sido su fruto, la que juega el papel de “desencadenante” para ese nuevo avance. Ahora bien, todo trabajo creativo es a la vez “activo” y “pasivo”, a la vez “yang” y “yin” – y quizás sea esa la característica que distingue el trabajo verdaderamente creativo de cualquier otro. Se sigue que en un periplo de descubrimiento que (como ocurre casi siempre) aparece como prolongación natural de otro, la etapa preliminar, que por tanto representa un “trabajo”, no sabría ser de tonalidad exclusivamente “pasiva”, “yin”, sino que también ha de presentar caracteres “activos”, “yang”, netamente marcados.

El gran sueño es un caso único, en el que el mensaje que lleva, y el trabajo de descubrimiento al que nos convida, es como un “comienzo desde cero”, no es la continuación de algo que se hubiera logrado previamente. Lo contrario es lo que es cierto: el gran obstáculo para entrar en la comprensión del gran sueño, esos son precisamente nuestros llamados “logros”, es decir las ideas que nos hemos hecho (o que se han hecho en nosotros por sí mismas…) sobre las cosas. Si no estamos preparados para dejarlas, no tenemos ninguna posibilidad de entrar en uno de nuestros sueños, y sobre todo en un “gran sueño”.

 

 

 

9.                 Experiencia mística y conocimiento de sí mismo – o la ganga y el oro

(23 de mayo)[12] Incluso entre los hombres que han dejado una huella en la historia del pensamiento, son más que raros los que se han preocupado de incluirse en su mirada sobre el mundo, y y que, por eso mismo, no han sido engañados por los sempiternos y complacientes clichés con los que uno suele verse a sí mismo, y que al hacerlo, no han interiorizado involuntariamente los principales prejuicios morales, sociales, filosóficos arraigados en la cultura de la que provienen. El mismo Sócrates, que nos aconseja “conócete a ti mismo” (y por tanto algo debía tener en la cabeza al respecto…), no me parece (por lo que de él sé) que él mismo haya seguido mucho esa excelente máxima. No tengo conocimiento del menor atisbo de un conocimiento de sí mismo en sus famosos “diálogos”, y me parece que compartía los prejuicios usuales sobre la naturaleza inferior de los esclavos, y de la mujer.

Durante los últimos diez años, me ha costado reconocer y admitir que en mi propio camino de conocimiento, tomando como punto de partida y como base omnipresente el descubrimiento de sí mismo y el conocimiento que aporta, que no puedo unirme a ninguna “familia espiritual”, ni siquiera (parece ser) encontrar alguien en quien reconocer un “hermano”, por una aventura espiritual que sentiría como “común”. Sin embargo, durante algunas semanas, a continuación de ciertos sueños (en los pasados meses de enero y febrero) que sugerían la existencia de una especie de “comunidad de los místicos” (sin distinción de las religiones particulares des las que han surgido los diferentes místicos), pude pensar que esa “comunidad” bien podría constituir la “familia” que buscaba. (Era en un momento, es cierto, en que acababa de darme cuenta que de hecho no necesitaba unirme a una tal “familia”, o mejor, que el Soñador, Él solo, se bastaba sobradamente para sustituirla…) Desde entonces he podido leer textos de algunos místicos cristianos, y tomar conocimiento de ciertos aspectos de una “tradición mística” cristiana, cuyos comienzos se remontan, si no a los tiempos apostólicos (cuyo espíritu es más bien el de una militancia misionera), al menos a los primeros siglos de nuestra era. Hace ya siete u ocho años, tuve entre las manos (¡y hasta me leí de un tirón!) un texto de Santa Teresa de Ávila, que me chocó e impresionó, por una especie de unión íntima, de fusión, con tonalidades de simplicidad, de verdad y de pasión. Ese fue mi primer contacto con un(a) místico. Ese contacto y sobre todo mi propia experiencia reciente, han suscitado en mí un vivo deseo de conocer esa “comunidad”, que hasta entonces me había contentado con ignorar su existencia.

Pude constatar con alegría que en dicha “comunidad”, o al menos entre los místicos cristianos, hay efectivamente una tradición viva que rompe con la sempiterna complacencia consigo mismo que es de rigor en “el mundo”. Me hubiera costado admitir que una comunicación viva con Dios pudiera separarse de una atención despierta frente a los movimientos de la psique que provienen tanto de la vanidad como de “los sentidos” (es decir de Eros). Además, en el ambiente cultural del claustro o del convento, hace falta un coraje poco común y constantemente renovado, porque esos movimientos tan comunes, y aparentemente inseparables de la condición humana, los sienten como una verdadera deshonra del alma, incluso como una traición al amor de Dios y el sacrificio del Cristo. Su examen de conciencia se acompaña de todos los tormentos de la contrición, cuando no son los de un verdadero odio u horror de sí mismo. Verdaderamente esa actitud dualista de rechazo apasionado de toda una parte inseparable de la propia persona, y que hace de los primeros pasos en el descubrimiento de uno mismo una especie de martirio permanente, renovado día tras día – tal actitud me parece casi incompatible con un verdadero conocimiento de sí mismo. ?’Cómo sería posible descubrir, sondear, conocer verdaderamente algo que tememos y tenemos horror? En efecto, según lo que he podido ver hasta ahora, en lo que concierne a la estructura del yo, la pulsión erótica, y las complejas relaciones entre una y otra, me parece que el conocimiento que testimonian los textos de los místicos es más que rudimentario. Toda esa inmensa parte de la psique, la que sólo un Freud se ha preocupado de estudiar, no interesa al místico cristiano (parece ser) más que como “el enemigo” del que hay que distanciarse a cualquier precio (sabiendo muy bien que en esta vida terrena ¡le estará indisolublemente unida!). Seguramente esta dolorosa división, ese incesante desgarro del que no puede ni se preocupa de escapar, son para él un mal necesario, un sufrimiento bienhechor, porque mantienen viva en él la fuerza de la humildad, único antídoto eficaz del orgullo, y le vuelve apto para acoger, cuando Dios quiere, los dones de la gracia divina.

Finalmente, lo que le interesa al místico en la psique, es sólo el alma, separada, por un esfuerzo sobrehumano (o más bien en los raros momentos en que esa separación, por efecto de la gracia, se opera realmente), de sus indisolubles lazos con el cuerpo, con la pulsión erótica, y con la estructura del yo. Bien sabe, y de primera mano, que esa alma no es ninguna ficción, sino una realidad – la realidad primera, permanente, intemporal, de la que las otras tres son un envoltorio provisional o el “fuel”. La verdadera morada del alma está en otra parte – y algo sabe, de primera mano y a ciencia cierta, del alma despojada y de la “Otra Parte”. Pero lo que sabe, sea poco (para alguno) o mucho (para otro), no puede decirlo con palabras. Y, en la medida en que está lleno de la pasión por la Otra Parte, seguramente es la última de sus preocupaciones contar lo que sabe. Si habla no obstante, con sus débiles palabras, de lo que no puede ser comunicado, no es (estoy seguro) movido por la imposible esperanza de hacerse entender, sino por obediencia a una Voluntad que no es la suya, y para fines que se le escapan (como se nos escapan a todos) y que no intentará sondear.

Hubiera esperado que hombre que Dios ha favorecido con la gracia excepcional de una comunicación viva y regular con Él tendrían una visión del mundo y de su tiempo de una penetración fuera de lo común, exenta de las orejeras y de los prejuicios del común de los mortales, que les impiden tomar nota de las injusticias, iniquidades y crueldades de toda clase, que prevalecen en la sociedad de la que forman parte. Dios (me decía yo) no dejaría de hacerles una pequeña señal aquí o allá, para llamar su atención. ¿Quizás la haya hecho, más a menudo de lo que se pudiera pensar? El caso es que siempre me he quedado estupefacto al darme cuenta de que mis previsiones sobre la solicitud divina y sus efectos estaban totalmente fuera de lugar. Hasta ahora, no he encontrado una sola señal en la dirección esperada. Lo mismo vale para mis recientes lecturas de la Biblia, incluyendo los Hechos de los apóstoles y las Epístolas apostólicas. Me he quedado “confuso”, bien puedo decir – había algo que se me escapaba, y que aún se me escapa. Algo que concierne a la vez al sentido mismo de la noción de “mal” y “bien”, y a la naturaleza de la relación que Dios mantiene con los hombres a los que Él elige revelarse, y en fin, a los designios de Dios sobre la evolución y la historia de nuestra especie. Esas son cuestiones en las que ni hubiera pensado hace seis meses, antes de que Dios se me revelase y me proporcionara Él mismo, por la vía del sueño, las primeras bases de mi “instrucción religiosa”. Éste no es lugar para extenderme sobre estas cuestiones. Tengo la intención (o al menos el deseo) de volver sobre ellas en los próximos años – si tal empresa fuera conforme a la voluntad de mi benevolente y paciente Instructor.

(25 de mayo) Ayer recibí un buen montón de libros, entre ellos los que había pedido de ciertos autores místicos: Las obras de santa Teresa, las de San Juan de la Cruz, un volumen de san Agustín, “Louis Lambert” de Balzac… En vez de ponerme a trabajar, no pude evitar renovar trato con santa Teresa inmediatamente, leyendo de un tirón buena parte de su autobiografía (en la bella traducción de los Carmelitas del monasterio de Clamart). La noche siguiente, tuve un sueño largo, insistente, en gran parte “subterráneo” y por eso casi imperceptible, creo que suscitado por la lectura tan atractiva que venía de hacer. Creo comprender que, entre otros, debía llamar mi atención sobre cierto aspecto de la relación de Santa Teresa consigo misma, que me parece bastante común entre los místicos cristianos. (Según la impresión, muy incompleta, que me he podido hacer con mis esporádicas lecturas de los tres últimos meses.) Quisiera decir algo aquí, “en caliente”.

Parecería que, en todos los autores místicos cristianos, hay una igual insistencia en el papel de lo que ellos llaman la “virtud” de la humildad, como condición indispensable para que el alma sea capaz de recibir las gracias divinas y entrar en relación con Dios. En santa Teresa (y seguramente en muchos otros místicos cristianos si no en todos[13]), la actitud o el estado de humildad aparece inseparable de una practica vigilante del conocimiento de sí mismo, que claramente ha llegado a ser una “segunda naturaleza” en ella. Por lo que sé, los místicos (quizás debiera precisar “los místicos cristianos”) forman la única “familia espiritual” en que tal conocimiento se practica, y esto además, como algo evidente.  Esta práctica, o esta disciplina interior, consiste en una atención despierta para detectar los movimientos del alma inspirados sea por la vanidad, sea por “los sentidos” (expresión que designa, ante todo, la pulsión erótica, sobre la que el testimonio de los autores místicos es, por supuesto, de lo más discreto).

Desde hacía mucho conocía, de oídas, el género de acusaciones que las gentes con reputación de “santidad” acostumbraban proferir contra ellos mismos, en las que veía una especie de humildad afectada, un sórdido propósito deliberado; y esto tanto más cuanto visiblemente ningún buen cristiano se los tomaba en serio, viendo en ellos simplemente un signo de humildad sublime y una prueba manifiesta de su santidad. (La “humildad”, aparentemente, consistía precisamente en una infatigable perseverancia en acusarse de los peores crímenes y faltas frente a Dios, con ocasión de nimiedades inventadas seguramente para las necesidades de tan sublime causa…) Después he tenido muchas oportunidades de convencerme que la severidad a veces vehemente del místico consigo mismo en modo alguno es efecto de una afectación, sino el de un auténtico conocimiento de sí mismo. Si hay un “propósito deliberado”, no proviene de una “afectación” individual, sino de toda una nube emocional e ideológica que rodea la noción de “pecado”, impregnando profundamente las visiones judía y cristiana del hombre y de su relación con Dios. Ése es un clima cultural que he llegado a rozar, pero al que he permanecido relativamente ajeno, me parece. Seguramente por eso la práctica del conocimiento de sí mismo nunca ha sido para mí un calvario, sólo un austero deber, o la “puerta estrecha” por la que debía pasar para acceder a “otra parte” en la que, a decir verdad, nunca había pensado ¡juzgando que con conocer lo de “aquí abajo” era más que suficiente para tenerme en vilo! Por el contrario, y desde el principio, para mí fue una necesidad y una exigencia para vivir mejor, para “sentirme bien dentro de mi piel”, para ser claro y estar en paz conmigo mismo, en la medida de lo posible[14]. Y en los periodos de meditación, a menudo era un afán de conocimiento lo que me empujaba, de igual naturaleza que el que me anima cuando “hago mates”, movido por una pasión tranquila e intensa, por una alegría de descubrir, alejada de cualquier especie de “contrición”. Hasta tal punto mi camino de conocimiento ha sido diferente del de los místicos cristianos.

Volvamos a éstos, y a Santa Teresa. En su testimonio percibo como un “subterfugio”, destinado a ganarle la mano (si eso fuera posible) y de modo draconiano, a los movimientos del orgullo, ese gran obstáculo a la comunión con Dios. Se trata de declarar, de una vez por todas, que todo lo que proviene de nuestra propia persona o de nuestra propia alma, es irremediablemente y por su misma esencia “malo”; que no sólo las gracias divinas (sentidas como sobrenaturales), sino todo movimiento que pudiéramos considerar como benéfico para nuestro bien espiritual y como agradable a Dios, sería la obra y el mérito exclusivo de Dios, que misericordiosamente viene en socorro de nuestra naturaleza, irremediablemente corrompida e incapaz de hacer el bien.

Supongo que ésa es una actitud común en los libros destinados a introducir en la “oración” (o contemplación mística). Sin embargo hemos de pensar que el fin perseguido, a saber un estado de humildad que excluiría de entrada los movimientos de la vanidad, no se consigue –

¡sería demasiado fácil! En cuanto a mí bien sé, tanto por la observación como por el testimonio de algunos de mis sueños, que ese propósito deliberado es realmente un “subterfugio”, quiero decir: que en modo alguno se corresponde con la realidad de las cosas. Incluso puedo decir que Dios tiene gran cuidado en no conceder Sus gracias y en no darse más que con conocimiento de causa, dejando al alma la tarea de hacer por sí misma y sin Su asistencia los trayectos que puede hacer por sus propios medios. Solamente con ese esfuerzo el alma se pone en disposición de apreciar lo que son las gracias a las que éste la prepara.

Ciertamente, sólo nuestra vanidad es la que nos hace ver en ese esfuerzo un “mérito”, que sería “recompensado” por las gracias concedidas. Dios es como un rico y amoroso bienhechor que quisiera regalarnos una perla muy valiosa, y que sólo nos pidiera, para recibirla, preparar un estuche para protegerla – ¡no deberíamos tirarla en cualquier cajón! Y lo de menos es que hagamos el esfuerzo de preparar el estuche, e insigne tontería ver en ello algún “mérito”, e imaginarse que el regalo sería una “recompensa” por el modesto esfuerzo. Si lo hacemos sin dudarlo, ciertamente es a raíz de la iniciativa del donante, incitados por su amor y su favor. Pero sería falso pretender que es él quien realiza una tarea que nos deja expresamente. Ni el regalo, ni el amor que lo inspira, ni nuestra gratitud, merman por reconocer simplemente las cosas como son.

Bien al contrario, a menudo he notado que las “intenciones piadosas”, cuando nos conducen a maquillar una realidad (no lo bastante rosa a nuestro gusto), siempre tienden a ir en contra del fin perseguido – la humildad, en este caso. Porque al limitarnos a creer en nuestra versión rosa, no llegamos hasta el fondo y no sabemos bien a qué atenernos. Eso crea un estado de confusión, de barullo, del que “el Maligno” (retomando la expresión consagrada para designar nuestra propensión a la mentira…) se aprovecha enseguida. Sabiendo bien que somos nosotros mismos los que hemos preparado el estuche, y que pretendemos lo contrario sólo por “virtud”, ya sólo hay un paso (que se da rápido) para imaginarnos, en nuestro fuero interno, que si (del mismo modo) declaramos carecer de mérito alguno en el asunto, eso sería igualmente una mentira piadosa (¡que nos honra, por supuesto!), y que el regalo viene en realidad, entiéndase bien, en justa recompensa de nuestros valerosos esfuerzos. Ése es el tipo de “pensamientos dobles” con los que todos tendemos a funcionar todo el día, y que sólo se desactivan por efecto de una atención despierta. Seguramente los místicos y los santos no son la excepción más que los demás. Lo que les distingue, no es que el dicho “Maligno” se les insinúe menos (y su testimonio al respecto no deja la menor duda), sino esa atención vigilante y rigurosa.

Estas observaciones me recuerdan ahora otras, que ya me habían resultado incómodas desde el comienzo de mis lecturas “místicas”. Se trata de la valoración del “desprecio” (incluso del “odio“) del “mundo” y de sí mismo, frecuentemente pregonado (a veces también por Santa Teresa) como una de las más altas virtudes a las que puede aspirar el alma cristiana, y una de las gracias más raras que pueda esperar. Tales acentos tienen ciertamente una tonalidad poco atractiva e incluso inquietante, y se corresponden demasiado bien con ciertas excrecencias mórbidas de la moral cristiana: ferozmente represivas, enemigas del hombre y de todo lo que vuelva su vida digna de ser vivida, y de las que la “santa” Inquisición (contemporánea de Santa Teresa) ha sido uno de los adornos más execrables. Y hacen una extraña pareja con el precepto evangélico que resume el mensaje del Cristo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”…

He terminado por darme cuenta de que las expresiones “desprecio”, “odio” tienen, en la pluma de los autores místicos, un sentido (sin duda consagrado por un uso secular en los ambientes “espirituales”) muy diferente del que adquieren en un contexto profano. Harían más bien la función de hipérboles oratorias (muy desafortunadas, hay que decirlo) para señalar el desapego, la indiferencia[15]; además, ciertamente, de una connotación muy clara de distanciamiento, frente a algo que se siente ante todo como un obstáculo al progreso espiritual.

Es verdad que el “obstáculo” no es en modo alguno este pobre “mundo” (es decir, sobre todo, la sociedad humana y todo lo que nos liga a ella), sino nuestro propio apego a los bienes de dicho “mundo”, que nos esclaviza. Mirando de cerca, además, la expresión “desprecio (u odio) del mundo” marca, no un desapego, sino un apego y una sujeción a la cosa declarada “despreciada” u “odiada” – pues ese desprecio y odio son formas muy fuertes de apego y dependencia. (Mientras que el amor, en el sentido evangélico pleno, libera al que ama…) Seguramente, aunque utilicen un lenguaje ambiguo (y por eso mismo, peligroso…), los místicos saben bien, y mejor que nadie, que el obstáculo no está en “el mundo”, sino en ellos mismos. De ahí, seguramente, lo que llaman (sin pensárselo dos veces) el “desprecio” y el “odio” de uno mismo.

Parecería que ese “uno mismo” nunca se pone en claro. Sin embargo, uno termina por comprender que designa a la vez el cuerpo y sus humildes necesidades, el “yo” (tenaz reflejo de “el mundo”) con su vanidad y sus antojos, y “los sentidos” y las dulzuras que nos prometen. E incluso el alma, me ha parecido, está incluida en el cuadro, en la medida en que está sujeta (¡y bien sabe Dios que lo está!) a las tensiones que vienen de esos tres compañeros; e inclinada a ceder un poco. Eso ya es bastante, para ese “uno mismo”; hasta el punto de que uno se pregunta qué más queda…

“Despreciar”, en el sentido propio del término, ese “uno mismo” o alguna de sus partes, ciertamente es de lo más fácil y de lo más común. (Pero casi siempre, es verdad, no a nivel consciente.) Para eso no hace falta una gracia especial de Dios – ¡muy al contrario! Y claramente no es de eso de lo que se trata, en la pluma de una Santa Teresa, o de un Maestro Eckehart. Decididamente ni una ni otro son personas que “se desprecian”, o (en el caso de Santa Teresa) que despreciarían a nadie. En ellos se siente una fortaleza alegre y serena[16] que elocuentemente desmiente a tales expresiones de “desprecio” u “odio”, tomadas por ellos sin pensárselo dos veces, porque otros antes que ellos también las habían utilizado.

Por el contrario, lo que es seguro es que ellos son los dueños de su casa, tanto como pueda serlo el espíritu humano en su morada. Lo quiera el amo o no, entre él y sus sirvientes, hay dependencia mutua. Aunque él mande y los sirvientes sean obedientes, la voluntad de uno no es la del otro, aunque ésta se someta. “Odio” y “desprecio” no cambiarían nada, o a lo más que el amo habría dejado ya de serlo.

El hecho es que estos términos, cargados de sentido, expresan un propósito deliberado, por no decir una pose, consagrado por un largo uso de muy mala ley. Así el hombre, so capa de “piedad”, finge “despreciar” cualquier cosa de carne o de materia, que Dios mismo (por no se sabe qué descuido) se ha tomado sin embargo la molestia de crear, y hasta el alma misma, que sin embargo Él rodea (por un descuido mayor) con una incesante solicitud y un respeto infinito.

La humildad, ella, no es ni propósito deliberado, ni pose. Cual rosa viva entre las “rosas” de plástico, tiene su fragancia y se la reconoce.

El testimonio de una Santa Teresa nos muestra cómo la delicada flor crece obstinadamente y extiende su suave fragancia entre los dudosos trastos de una piadosa ficción. Así en un mismo ser se frotan y se entrelazan, inextricablemente, tanto los clichés como el conocimiento – tanto la ganga como el oro.

(31 de mayo) He escrito las páginas anteriores en contra de cierta reticencia, que quisiera disipar, cerniéndola. Ese malestar provenía, creo, de dos fuentes. La primera: el sentimiento, siempre presente, del peligro de deslizarse en una actitud en que me las daría del que se pone por encima de las personas de las que habla, de Santa Teresa, fingiendo darles buenas o malas “notas” sobre esto o aquello. Peor aún, he de decir que, siguiendo mi lamentable inclinación natural, seguramente me he deslizado por momentos en tal actitud. Me di cuenta, corrigiendo varias veces la primera impresión de la reflexión, matizándola, pero no sabría asegurar que no quedan trazas en su forma actual. Además, siguiendo con la lectura del testimonio de Santa Teresa sobre su vida, se vuelve más y más patente hasta qué punto esa actitud, de la que yo sentía a la vez el insidioso atractivo y el peligro, es ridícula, y frente a ella más que frente a nadie. Ese testimonio, de una asombrosa espontaneidad, y verdaderamente traspasado por “el aliento de Dios”, nos la muestra en la verdad de su ser y como una de las más grandes entre nosotros. Ella es grande por la formidable experiencia espiritual con que Dios la ha gratificado abundantemente, y por la humildad y la pasión, y también la voluntad, que la han puesto en disposición de recibir esas gracias y de llevarlas, como el Cristo llevó la cruz. Ante tal estatura espiritual, yo que apenas estoy en los primeros pasos de una “relación mística” con Dios, me encuentro frente a Santa Teresa como un bebé balbuceando ante una persona en la flor de la vida. En adelante imaginemos al bebé distribuyendo alabanzas y culpas…

Sin embargo, no creo que debamos abstenernos a toda costa de “juzgar”, o mejor dicho “situar”, a un ser de estatura excepcional (incluso si nos sobrepasa con mucho), ni sobre todo, de esforzarnos en confrontar nuestra propia experiencia y nuestra visión de las cosas con la suya, por dispares que sean. Incluso creo que es algo indispensable si deseamos entrar a poco que sea en una comprensión de ese ser, de lo que le hace realmente grande y de su lugar entre nosotros, y además y sobre todo, si queremos crecer nosotros mismos por poco que sea, intelectualmente o espiritualmente, con su contacto, asimilando de su experiencia y de su mensaje lo que entre en resonancia con nuestra propia vivencia y que, por eso mismo, le aporte tonalidades y luces nuevas. La actitud “de escuela”, que también podríamos llamar del “admirador automático”, cual es de rigor (digamos) en medios cristianos hacia todos los Santos y dignatarios de la Iglesia o de las figuras de la Biblia, me parece excluir tal contacto fértil. Es una cerrazón al igual que la actitud de “crítica automática”. (Sin embargo quizás debiera hacer una excepción con la actitud de verdadera piedad, y no ponerla en pie de igualdad con la de la admiración beata de los “valores reconocidos”, aunque excluya, ella también, toda veleidad “crítica”…)

Apenas tengo propensión a entrar en tal actitud “beata”, pero me siento acechado por la actitud opuesta, que pudiéramos llamar el “síndrome del maestro de escuela“, síndrome que consistiría en “poner notas“. Al igual que la anterior, obstaculiza la comprensión, y el verdadero contacto. En el primer caso, la inercia o la pereza de espíritu es la que dirige el baile, en el segundo, la vanidad. Pero inercia y pereza se llevan de maravilla con la vanidad, y la vanidad es una forma de inercia espiritual. Las dos actitudes opuestas seguramente están más cerca de lo que pudiera parecer. Si trato lo mejor que puedo de evitar las trampas de la pereza y de la vanidad, en modo alguno es por una preocupación de una imposible “perfección” moral, ni para complacer a Dios (¡Él ha visto mucho, y Su paciencia es infinita!), sino porque bien me doy cuenta hasta qué punto una y otra bloquean toda progresión en el conocimiento, y en el conocimiento espiritual más que en cualquier otro[17].

He aquí ahora la segunda causa del malestar que antes señalaba. Me veía conducido, como por una especie de molesta lógica interior que me hubiera “forzado la mano” literalmente, a dar a entender que el testimonio de santa Teresa estaría empañado por una “pose”, o al menos por un “propósito deliberado” (calificado “de muy ominoso”). Sin embargo a la vez me daba cuenta, confusamente, de que “perdía el tren” de algún modo esencial. Que no hay “pose” en el testimonio de Santa Teresa es pura evidencia. En cuanto al “propósito deliberado”, no proviene de su propia persona, sino, claramente, de un condicionamiento cultural del que está penetrada, ni más ni menos que cualquier otra persona, “santa” o no, está penetrada por el condicionamiento de su medio. Con el temperamento y las disposiciones de extrema humildad que le eran propias, hubiera sido impensable que se diera cuenta y se liberase de esos condicionamientos[18]. Y visiblemente, a Dios no le importaba – no le molestaba, seguramente igual que al amante no le molestan las pecas en la piel de su Amada. Seguramente, esas pecas incluso la hacen parecer mas deseable y no hacen más que exaltar sus deseos y su amor. Y a decir verdad, lo que importa y le hace feliz, no son esas pecas ni que sea rubia o morena, sino que la Bienamada le ama igual que él ama y que su corazón y su cuerpo sean generoso y le acojan.

Volviendo a la reflexión precedente y muy a mi pesar. Debía darme cuenta, algo confusamente, de algo que ha quedado más claro mientras tanto: que ponía en pie de igualdad cosas que en absoluto están al mismo nivel. Un poco como si pusiera en pie de igualdad las pecas, o que la Amada hubiera tenido la “total” o que tuviera la viruela – ¡mientras que en realidad rebosa de savia y de salud! O tomando otra comparación: como si pusiera la boca chica ante un trabajo matemático brillante, o ante un relato conmovedor o un poema de belleza perfecta, a causa de pequeñas faltas de ortografía. (Lo que no impide que a veces pueda ser útil corregir de paso las faltas de ortografía, sin darles demasiada importancia…)

También me había encargado de la defensa (por así decir) de la psique, presentada por Santa Teresa (su psique, al menos), como incapaz por sí misma del menor bien. Seguramente eso no es del todo cierto (ningún buen cristiano me llevará la contraria en esto), y (llevado por mi impulso) incluso he dejado entender que bajo la pluma de la Santa, eso habría sido un “cliché”, ¡ay! Sin embargo, debería conceder que lo que es puro cliché bajo la pluma de uno, no lo es necesariamente bajo la pluma de otro. Lo que es seguro, es que Santa Teresa no tiene nada de estúpida, y que incluso tiene gran agudeza psicológica, además de una experiencia sin igual de las gracias de Dios (incluyendo las que son más pesadas de llevar…). Y esa experiencia debía recordarle una y otra vez, y de modo abrumador, hasta qué punto, ya en las “cosas pequeñas” y cuánto más en las grandes, la acción de Dios en el alma sobrepasa absolutamente los medios de que el alma dispone por sí misma, incluso animada por la mejor voluntad del mundo. Hasta yo, con mi experiencia tan limitada, he tenido amplia ocasión de constatarlo, una y otra vez. Si a menudo tiendo a minimizarlo (cuando no a olvidarlo sin más), manifiestamente es debido a mis fastidiosas disposiciones vanidosas.

Anoche mismo estaba acostado y mi pensamiento divagaba sin rumbo, sin que le prestara atención. Recaló, sin que yo supiera decir cómo, en la inesperada constatación de que después de todo y según mi propia experiencia, de que por mis propios medios no había sido capaz más que de progresos bastante ridículos, tanto en el descubrimiento de mí mismo como en una disciplina y un ritmo de vida. En todos los progresos substanciales, reconocía muy claramente (¡y sin ningún “propósito deliberado” de complacer a Dios o a mí mismo!) la intervención y la acción de Dios, tanto por los sueños que Él me había enviado, como de muchas otras maneras.

De hecho, ni siquiera me acordaría de esas divagaciones y de ese pensamiento fugaz, si no fuera por el efecto inmediato que tuvo, y que a la vez me lo volvió consciente. Hubo un “flash” de alegría interior, una sonrisa que de repente ilumina todo el ser, como el sol que inesperadamente aparece tras las brumas, e inunda todo con su cálida luz. Debió durar apenas unos minutos, pero su efecto bienhechor aún permanece hoy.

Fue una manifestación sensible de la presencia de Dios, igual que ha habido un buen número en los últimos cinco meses. Pero que me habían quitado en las últimas semanas (a falta, creo, de una atención suficiente por mi parte). Entonces supe que ese pensamiento sin pretensiones, que había suscitado tal respuesta de Dios, era verdadero; y además, que era importante, que era bueno para mí impregnarme de él y no olvidarlo.

§I
El conocimiento de uno mismo

1. La “pequeña familia” y su Huésped

Estamos al principio de la NOTA $1. Esta serie de notas constituyen la segunda parte del libro “La lla-ve de los sueños o el diálogo con el Buen Dios”. Tiene una extensión mayor que la primera, en la que AG si-gue el esquema previsto para su libro: la descripción de su itinerario espiritual en 6 secciones: I. Todos los sueños son creación del Soñador. II. El Soñador es Dios. III. Viaje a Memphis (I): errante. IV: Aspectos de una misión (I): un canto de libertad. V: Aspectos de una misión (II): el conocimiento espiritual. Tal vez las sec-ciones IV y V no estaban en el esquema previo, que, como él dice, siempre iba cambiando con el proceso de escritura. Esta nota $1 él mismo dice en el n. 23 de la primera parte (8-9 de junio) que fue una digresión imprevista que le distrajo del texto. Pero ¡vaya digresión que nos permite ver cómo funcionaba la búsqueda interior de nuestro autor! AD.

(3 de junio) La imagen-arquetipo del niño no designa la totalidad del alma, sino que en-carna cierto aspecto que vive en cada uno de nosotros, casi siempre relegado sin piedad a la oscuridad por el “yo” (alias “el patrón”). El niño encarna la inocencia (que no embota ningún sa-ber…), la espontaneidad despreocupada de sí misma, la curiosidad de los sentidos y de la inte-ligencia (a menudo importuna, y a veces sacrílega…). El niño aprende, igual que respira y bebe y come y asimila, sin embotarse jamás ni dejar de ser niño…
Esta imagen del niño afloró en mí progresivamente, en los dos o tres años que siguieron a los “reencuentros” de que hablo aquí. Llegó a ser plenamente consciente y explícita en 1979, con mi primera reflexión filosófica sistemática, sobre la fuerza de Eros en los procesos creativos, y sobre el abrazo creador, en todas las cosas, de las fuerzas y cualidades cósmicas de lo “feme-nino” (o “yin”) y de lo “masculino” (o “yang”).
En la naturaleza del niño está lanzarse al encuentro de la Madre, del Mundo. Y su impulso se nutre de la pulsión de Eros, la energía que lo mueve es la de Eros. Yo tendía a confundir el niño con Eros, hasta hace muy poco. Sólo he sido desengañado por el conjunto de “sueños metafísi-cos” que me vinieron a principios de año. Ellos son los que llamaron mi atención sobre la reali-dad de esencia espiritual que es el alma (¡en la que hasta entonces jamás hubiera pensado!), y sobre esa misma cualidad espiritual esencial del niño. Eros, él no es de esencia espiritual, sino animal. (¡Eso ha cambiado mucho mi visión de las cosas! Sin embargo, la realidad carnal y el amor carnal son parábolas eternas de la realidad espiritual y del amor a nivel espiritual.) En mis sueños, Eros nunca aparece en forma humana, sino en forma de animales (2): perro o gato casi siempre, el perro encarnando el aspecto impetuoso, insaciable, hambriento de Eros, y el gato el aspecto yin complementario: lascivo, dócil, aterciopelado – ¡pero cuidado con las garras!
Esos mismos sueños también pusieron de relieve otra personificación del alma, que ten-día a no ver o a olvidar si más: al igual que el niño representa la eterna juventud, la inocencia en nosotros, el espíritu representa la edad, la madurez, el saber (espiritual), y sobre todo, la responsabilidad de nuestros actos y nuestra conducta. Bajo el nombre del “obrero”, ya me lo había encontrado desde hace siete u ocho años, pero tenía una enojosa tendencia a confundirlo con el niño . Pero su verdadero rol frente al niño es el de padre adoptivo – el de quien vigila sus necesidades y que, cuando la ocasión lo exige, le reprende con cariño y con toda la firmeza necesaria. Lo que aún no había comprendido es que, en la “empresa familiar” que es la psique, hay un “Jefe” instituido, un cabeza de familia; y que en modo alguno es el “yo” (¡el llamado “patrón”!), encargado solamente (cuando se extralimita en sus funciones) de las tareas de intendencia (y que desde ahora más valdría llamar el “intendente”), ni Eros, ni el niño, sino más bien el espíritu (alias el obrero).
Es verdad que en esa familia, tan a menudo desunida, es más que raro que el espíritu asuma ese rol que le incumbe. Casi siempre es el intendente el que se hace el amo (a menudo adornándose de “espíritu”), cuando no son los perros y los gatos – perdón, habría que leer “Eros”, o ambos a la vez, imponiendo su ley mal que bien ¡cada uno por su lado! En mi casa tam-bién el nene tenía su voluntad (¡y ya son tres!), y nene, perros, gatos, intendente hacían la fiesta – ¡al que no se veía era al cabeza de familia!
Me parece que en la literatura religiosa cristiana, el término “espíritu” no designa casi nunca el espíritu del hombre, ese cabeza de familia con tanta frecuencia dimisionario, sino el espíritu de Dios, presente y activo en la psique, sin que por tanto forme parte de ella (3). Lo llamaré simplemente “Dios”. Me parece que es un Ser de la misma especie o esencia que el alma (que es “espíritu” al igual que Él), pero de una magnitud infinitamente superior a ella. Se le puede ver como un Huésped permanente y discreto en la casa familiar, de alto rango (¡por decir poco!) y que sin embargo, paradójicamente, casi siempre pasa desapercibido. Habita, lejos de toda mirada, en los sótanos más profundos – lo que no Le impide ver, en todo momento, en un cuadro animado y completo todo lo que ocurre, desde los graneros hasta las bodegas. De esos mismos lugares ocultos de la casa en que se hospeda, es de los que habla y trata cuando lo juzga oportuno. Y cuando Él habla, siempre es (me parece) al cabeza de familia, al espíritu, al que se dirige. Casi siempre éste se hace el sordo, hasta el punto de que a menudo me asombro de que Dios no se harte de hacerle señas de mil formas. Tendré amplia ocasión de volver sobre ex-traña sordera…

Alexander conoce bien todo el descubrimiento, hecho por Freud y Jung, del subconsciente profundo y su afloramiento al consciente a través de sueños, “insigths” o, como prefiere nombrar Légaut, “mociones o voces internas” que solo en recogimiento interior se pueden captar. Pero él no sigue procedimientos técni-cos de moderna psicoterapia para desvelar sueños o mociones interiores. Y cuando escribe esta nota no ha leído aún a Légaut. Tal vez le haya inspirado alguna imagen interior Santa Teresa en sus Moradas, mísica por la que algún sitio expresa su preferencia por su escritura e imágenes. AD.

También tendré amplia ocasión de hablar de mi progresivo descubrimiento, a lo largo de los diez u once últimos años, de ese invisible Huésped de la casa. Al principio le conocí como el So-ñador, el Creador de los sueños, del que trataremos mucho en este libro. Por ahora baste añadir que para los procesos y actos que tienen lugar en la psique y provienen de las capas profun-das, a menudo es muy difícil, incluso imposible, decir cuál es la parte de Dios y cuál la del alma. Cada vez más, sin embargo, tiendo a ver la iniciativa decisiva de los procesos y actos creativos, y la fuerza renovadora que hay en ellos, como proveniente de Dios. El papel del alma, y sobre todo del espíritu que es su instancia dirigente, se me presenta sobre todo como el de una aquiescencia más o menos completa, más o menos activa, a los designios y sugerencias de Dios, de una colaboración con ellos con más o menos celo e intensidad. Estoy convencido de que así es al menos al nivel espiritual, y que en cada uno de los numerosos “umbrales” que el alma ha de franquear en el largo camino del conocimiento, la acción de Dios (aunque a menudo permanezca ignorada) es la fuerza decisiva para pasar de un nivel de consciencia al nivel superior.
(4 de junio) Como me he dejado llevar a hacer la presentación de los principales miembros de la “pequeña familia”, sin contar al Huésped discreto e invisible de las moradas subterráneas, qui-siera añadir aún un último, dejado a cuenta ayer: el cuerpo.
A menudo tiendo a olvidarlo, ese gran mudo, cuando paso revista a los personajes que se agitan y se enfrentan en la psique. Al hacerlo, no hago más que ceder a un presupuesto cultu-ral, que tiende a hacer una separación clara entre el cuerpo bien tangible por una parte, y por otra la elusiva psique que lo habita y lo anima. Sin embargo, mis sueños me enseñan otra cosa. El cuerpo no es hábitat o morada, sino también un personaje. Y ciertamente, al igual que los otros cuatro miembros de la familia de los que hablé ayer, el cuerpo tiene sus (humildes) nece-sidades, su voluntad (terca), su voz (raramente escuchada…). Y también y sobre todo, un co-nocimiento, una sabiduría – sabiduría inmemorial, sabiduría sin palabras, eficaz y poderosa, que a menudo me ha parecido exceder con mucho al flaco saber del cabeza de familia (alias el “espíri-tu”), y al del intendente (4).
Cediendo a los mismos consensos culturales, he llegado a confundir “el cuerpo” (visto como fuerza o como voz actuando en la psique) con Eros. En este momento vería a Eros más bien como un árbol vigoroso (o que debería serlo…), que hunde sus raíces en el rico y delicado terreno fértil del cuerpo. Pero ese terreno fértil no es inagotable, y si el árbol prolifera de modo descontrolado, el terreno se agota, y finalmente se marchita el árbol mismo, y su ramaje, y toda la profusión de vida que porta.
El cuerpo se distingue de los otros “personajes” psíquicos por el hecho de que se manifiesta por una encarnación material y orgánica tangible. Por eso mismo, también es el instrumento por excelencia de la psique, tanto para aprehender el mundo exterior con los sentidos, como para actuar sobre él. Pero ya no podemos separar más el instrumento de la psique de la que verdade-ramente forma parte, como no podemos separar las manos, instrumentos del cuerpo, de ese cuerpo del que igualmente son parte.
El arraigo de Eros en el cuerpo, o el de la psique toda entera, se sitúa sin duda en las ca-pas profundas, morada del Huésped. Es ahí, muy lejos de la mirada del hombre, donde se atan y desatan la relaciones delicadas y profundas entre el cuerpo y la psique en su conjunto (5) – sin contar al Huésped invisible y misterioso que, seguramente, participa a su manera. Y también está fuera de duda que el cuerpo es para la psique, no sólo terreno fértil e ins-trumento, sino también medio de expresión por excelencia. Esperanzas y decepciones, empuje y dimisiones, armonía, disonancias, tensiones pasajeras o inveteradas… se inscri-ben, como en una delicada cera, en cada una de nuestras células, en los órganos y sus hu-mores, en el tono de los tejidos y la textura de la piel, en las actitudes y movimientos y evo-lución del cuerpo, y en la expresión del rostro y la mirada y el timbre de la voz y la plenitud de la respiración…, con una huella de una finura infinita, incomparable, lograda…
Y cómo no pensar aquí en el sueño, cuando es la misma psique adormecida la que deviene “cera” entre las manos del Soñador, durante uno o dos sueños, para expresar con un arte inigualable, desde los grandes trazos hasta los matices más delicados, la realidad profunda de lo que ella fue durante la vigilia…
Ésa es, bien lo sé, no una simple huella “mecánica”, sino obra de arte, obra del Maestro de los maestros con la Mirada y con la Mano. Y no puedo dejar de preguntarme si el “lenguaje del cuerpo” que acabo de evocar, al igual que el lenguaje del sueño, lejos de ser un simple “re-gistro” desprovisto de intención, no sería también un lenguaje creador en las manos del Creador, del Maestro – del Huésped invisible y silencioso de los sótanos. Al que supiera leer en la cera del cuerpo, ese lenguaje le diría la verdadera y punzante novela de toda una vida, vista desde las profundidades, como ojos humanos jamás podrán verla ni palabras humanas de-cirla. Y tal enfermedad incurable que devasta una vida agotada, quemada por el exceso de su propia violencia – ése sería el último capítulo de la magistral novela de una existencia terrestre, trazado con mano fuerte sobre el pergamino del cuerpo por el invisible Maestro de la vida y de la muerte.
A decir verdad, estas reflexiones me hacen entrever que en Dios, el Creador, la Mirada siempre es inseparable de la Mano, el Acto por el que Él conoce, de aquél por el que Él expresa ese conocimiento y le da voz 378. Pienso que así debe ser en todo momento y lugar, sea Su cera o Su tela el cuerpo del hombre o su alma adormecida, célula viva, molécula, planeta o galaxia. Y su acción en la psique, seguramente, no se limita a los raros momentos en que el hombre mismo se asocia a su Creador para hacer una obra creativa con Él y crecer así en su espíritu. Sino (me parece) que está presente en todo instante, durante el sueño como en la vigilia. Y esa acción incesante es relato.
Sólo Dios sabe leer en su plenitud esos signos, y ese relato que forman, escrito por Su mano y para Él – el imperecedero relato del que nosotros mismos formamos y tejemos, al hilo de los momentos y al hilo de los días, al hilo de los años y al hilo de nuestras muertes y de nues-tros nacimientos, la trama incontable y la inagotable substancia.
(5 de junio) He mencionado de pasada, antes de ayer, el primer sueño que (entre otras cosas) llamó mi atención sobre la existencia del alma. Fue hace año y medio. El alma estaba represen-tada por una joven tumbada, con una larga y abundante cabellera húmeda y enmarañada extendi-da por detrás, que otra mujer de más edad, desenredaba pacientemente y peinaba con sus dedos. Sentí que esa mujer tumbada, de aires muy femeninos, representaba lo que en mí vive la expe-riencia y el saber de las cosas, que prueba y saborea sensaciones y emociones, atraída por lo “agradable” y “placentero”, repelida por lo “penoso” y por lo “desagradable” – con, tal vez, una ten-dencia a dejarse llevar por ese juego, por ese balanceo sin fin entre lo que atrae y lo que repele, revoloteando de flor en flor y procurando, de paso, no pincharse con las espinas…
Hasta entonces nunca había prestado atención a ese rostro de la psique de las cien caras.

Para designarlo, el pensamiento del “alma” no se presentó tras el sueño. Apareció durante el trabajo. (Un trabajo excepcionalmente largo: ¡nueve días seguidos!) Pero cuando llegó, “hizo tilt”: ¡era mi alma, sin duda, la que representaba la joven de abundante cabellera! Durante todo el año siguiente, cuando me daba (rara vez) por pensar en “el alma”, la veía bajo sus trazos difu-sos y soñadores.
No fue hasta después de mis sueños de los pasados meses de diciembre y enero, que rela-cioné esa “alma” con las figuras del “niño” y el “obrero” (alias “espíritu”), familiares desde hacía mucho. Entonces quedó claro que eran de una esencia diferente, más delicada, de la de Eros. Y justo es el alma la que se supone que representa lo que en mí es de naturaleza espiritual, es decir de naturaleza cercana a la del Soñador – o, lo que es igual (como me había dado cuenta desde ha-cía poco), a la de Dios… Seguramente el niño y el espíritu debían representar “caras” o “rostros” complementarios, uno yang y otro yin, de esa alma que hasta entonces había visto bajo la for-ma indistinta y los trazos difusos del rostro aparecidos en ese sueño medio olvidado…
Después, he pensado en situar el aspecto “yin” del alma, encarnado por ese rostro de mujer envuelto en brumas, en relación a los dos personajes familiares. Me evoca el nombre de “Psi-que”, símbolo tradicional del alma, surgido de la mitología griega. Por contra, los nombres “espí-ritu” y “obrero” son de connotación fuertemente masculina. Pero bien sabía que la entidad psíquica que designan también debe presentar aspectos y trazos “femeninos” o “yin”, emparejándose con los trazos “masculinos” o “yang”. Ella representa la madurez del alma, frente al de su inocencia creativa representada por el niño, y ése bien es un aspecto yin frente al niño que personifica el aspecto yang complementario (conforme a las parejas cósmicas yinyang: madurez–inocencia, ve-jez–juventud). Dicho esto, actualmente veo a Psique (¡atención a la mayúscula!) como personi-ficación de los trazos “femeninos” (o “yin”) en el espíritu–obrero. En esta dialéctica, repre-sentaría pues el “yin en el yin” del alma, en tanto que esposa, en suma, en una “pareja cósmi-ca” cuyo esposo encarnaría los trazos viriles del espíritu–obrero, el “yang en el yin” del alma.
A decir verdad, los aspectos del espíritu que habían sido evocados anteriormente, a parte de la madurez, especialmente el saber y la responsabilidad, y sobre todo su función de “Jefe”, de instancia dirigente de la psique, ya eran de connotación fuertemente masculina, al igual que los nombres “espíritu” u “obrero” que lo designaban. Eso sugería usar en adelante esos nombres para designar más bien la “vertiente” o el “rostro” yang del espíritu humano, complementario del “rostro yin” encarnado por Psique. Es un simple apaño, debido a la ausencia de un nombre propio mítico apropiado para complementar a “Psique”. El que sugiere la mitología, a saber, su amante Eros, ¡visiblemente no es adecuado!
He pensado en Prometeo, pero no me convence mucho, y sobre todo, emparejar Psique y Prometeo haría estremecerse a los humanistas, y prefiero no echármelos a la espalda. Que-daría pues una pequeña ambigüedad en el sentido que para mí tiene la palabra “espíritu” (hu-mano). La misma que en la palabra “hombre”, que designa tanto un “humano” (hombre o mujer) como un “humano masculino”. Pero cuando hable del espíritu (alias el “cabeza de familia”) como uno de los miembros de la “pequeña familia”, se entenderá que figura como esposo de Psique. De todas formas, para darle un nombre propio que no moleste a nadie, podríamos lla-marle Prommy. (Todo parecido de este nombre visiblemente yanqui con cualquier nombre griego es pura coincidencia).
Así, he aquí por fin reunida al completo la “pequeña familia”, o al menos sus seis miembros principales. He aquí el cabeza de familia, Prommy (alias el espíritu, alias el obrero), y su encan-tadora esposa, Psique, más su hijo (adoptivo 379, pero eso es casi un detalle), llamado “el niño”, o “el nene”, o también, por qué no, Tommy. Está el cuerpo, Corry, y está Eros 380, que se lleva bien con Corry y con Tommy, pero que a menudo desconfía de Prommy. Psique, ella, tiene un poco de debilidad por él, y es comprensible, pues es guapo como pocos y tiene la mano suelta… Para terminar el cuadro, he aquí el intendente: astuto, cobarde, vanidoso como pocos y menti-roso descarado, y que tiene una clara tendencia a hacerse el patrón. Por esa razón, y para darle gusto, le llamaremos Patry. Según el caso, se lleva a navajazos con Eros, o lo pone por las nubes – ¡cualquiera se fíe de él! Es su manera de embaucarle y metérselo en el bolsillo mientras le estafa a muerte. Realmente no es de la familia, ha llegado de la ciudad. Pero no se trata de echarle, y se “lidia con él” como se puede.
En fin y para que conste, está el Huésped, el Invisible, el Olvidado (que por poco casi lo olvido yo también), oculto en no se sabe qué bodegas secretas de la casa familiar. No se le ve, y en muchas familias tampoco se habla de él – parece que nadie se da cuenta de que Él está ahí, ni siquiera de que hay bodegas. Visto su rango, no me atrevo a ponerle un mote adecuado (como Jahvy o Brammy), prudentemente prefiero ceñirme a “el Huésped” (teniendo cuidado con la ma-yúscula). Este anonimato, por otra parte, no es más que un fiel reflejo de los hábitos algo reserva-dos de este importante personaje.
Cada “pequeña familia” tiene su Huésped, eso ha de quedar claro. Y hay tantas de estas familias, como de seres humanos en esta tierra – y no son pocos. Pudiera pensarse que también hay tantos Huéspedes diferentes. ¡Pero no! Lo extraordinario, y que merece toda nuestra atención (y nos hará comprender también que no es un Huésped como los demás…), ¡es que es un sólo y mismo Huésped para todos! Cómo se las arregla Él para estar así por todas partes a la vez, es lo que se llama un “misterio”. En tanto que Ser único, pero presente en cada uno de nosotros y actuando a Su manera, lo llamaré con un nombre decidi-damente “anticuado” y pasado de moda como yo (nunca cambiamos): es Dios. También “el buen Dios” para los amigos, y sobre todo cuando se trata de no ser solemne…

2. Un animal llamado Eros
(3 de junio) Es significativo que tal representación de Eros por animales (perros, para ser precisos) figura igualmente en algunos sueños en que el contexto mostraba sin posible ambi-güedad que se trataba de la pulsión erótica “sublimada”, es decir la pulsión de conocimiento no a nivel carnal sino (en este caso) intelectual. Eso me enseñó, sin posibilidad de duda, que a los ojos del Soñador (es decir, a los ojos de Dios), la actividad creativa intelectual (¡de la que el hom-bre está tan orgulloso!), o al menos la energía y la pulsión que animan tal creación, son de una esencia que permanece sin pulir, “animal”. Por el contrario, el “patrón” o “intendente”, que re-presenta el condicionamiento y la estructuración en la psique y que, por tanto, no es una fuer-za de naturaleza creativa, sino casi siempre inhibidora de las facultades creativas, siempre está representado bajo forma humana, a veces hombre, a veces mujer. Me quedé pasmado, ¡yo que tendía a divinizar a Eros, fuerza creativa original, y a desvalorizar a tope al “patrón”, encarnación de la represión sistemática de las fuerzas y facultades creativas! No tengo ninguna duda de que lo que acabo de señalar para la creación intelectual vale igualmente para la creación “artística”, también tributaria de la pulsión y de la energía de Eros. (El término alemán “geistiges Schaf-fen” de hecho engloba ambos tipos de actividad creativa.) En nuestros días, es más que raro que una creación intelectual o artística sea al mismo tiempo un acto de conocimiento a nivel espiritual, y por tanto un acto conjunto del espíritu de Dios y del espíritu del hombre. Pero pare-ce que sólo en ese caso sería (a los ojos de Dios) plenamente “humana”, y no “esencialmente animal”. Dicho de otro modo: parece ser que en la óptica divina, sólo el acto en que Dios mismo participa sería un acto plenamente humano – un acto que pone en juego una fuerza creativa de esencia superior a la de Eros, y que por eso escapa totalmente al reino animal y vegetal y a las fuerzas y leyes que lo animan y lo rigen.

3. El uno y el infinito
Este es un punto importante para entender el proceso de conocimiento de sí mismo, por-que describe, en un hombre acostumbrado al desarrollo del pensamiento lógico matemáti-co, la dificultad que tenía hasta noviembre de 1986 para preguntarse –¡y menos para res-ponder desde la tripas, con total evidencia (certeza)¡– si ese Soñador (para nosotros tal mejor “Inspirador, Revelador, Espíritu divino”, como le nombrará también AG) es solo parte de mi yo, u Otro ser distinto que me habla y me revela el sentido de mi vida. AD.

(4 de junio) .,Después de ayer, en que escribí esas líneas, he mantenido una larga conver-sación telefónica con un colega y amigo desde hace mucho, antiguo sacerdote católico y en tiempos apasionado de las cuestiones religiosas y de su sacerdocio. Por las reacciones de mi amigo a mis preguntas y por las aclaraciones que me ha dado, bien parecería que, incluso en los medios versados en teología, no hay una distinción neta, ni en el lenguaje ni en los espíri-tus, entre el espíritu “de Dios” y el espíritu “del hombre”, con más precisión: entre el “espíritu de Dios” (o simplemente “Dios”), presente tanto como Observador perpetuo como Fuerza activa (¿ocasional?) en la psique de tal persona, y el “espíritu” (o “cabeza de familia”) que en ella repre-senta, de alguna manera, su “identidad espiritual”.
La cosa me parecería increíble, si no se solapase con algunas impresiones de lecturas re-cientes. Me parece algo tan grosero como si hubiera una confusión, en el lenguaje y en el es-píritu de los matemáticos, entre el número 1 y el número ∞ (el infinito), bajo el pretexto de que ambos son números; y que quererlos distinguir fuera visto como una especie de sutileza filosófi-ca o lingüística, de la que podría pasar el matemático que no fuera también un erudito en la eti-mología de los términos matemáticos. Pero volviendo a la psique y al alma: eso significa no sa-ber, o no querer, distinguir entre Monsieur Durand (o al menos, el alma o el espíritu que lo ha-bita), ¡y el buen Dios en persona! Sin embargo, aunque su alma (no lo dudo) es eterna, Mon-sieur Durand no es ni omnisciente ni infalible ni omnipresente ni todopoderoso – eso ya marca algunas pequeñas diferencias.
Esto me recuerda, es verdad, la perplejidad tácita en que me encontré durante una decena de años sobre la naturaleza del Soñador: ¿forma Él parte de mi psique, o es un “Ser” que existe independientemente de mi propia persona? (Véanse esas perplejidades en la sección “Reen-cuentro con el Soñador – o cuestiones prohibidas”, no 21.). Sin embargo la intuición inmediata y mi sano instinto espiritual, por no decir el simple “sentido común filosófico”, claramente me de-cían la respuesta a una pregunta tanto tiempo informulada. Y mi relación con Él, el Soñador, desde que Le conozco y sin que tuviera que plantearme la cuestión, siempre ha sido una rela-ción con Otro – con alguien que era infinitamente superior a mí por su conocimiento profundo, por la penetración de la mirada, por la potencia y la delicadeza de los medios de expresión, por la infatigable benevolencia, y por la infinita libertad…
¿Como no sentir “en las tripas” tales diferencias enormes, cómo ignorarlas, o ver en ellas al-guna sutileza insólita de teólogo o lingüista? Cuando “Dios” no es más que una palabra, un con-cepto, una fórmula aureolada de gloria, ingrediente de un discurso o de un rito, litúrgico o inte-lectual – entonces de acuerdo, entonces es un poco como ese famoso “sexo de los ángeles” que nadie ha visto jamás. ¡Pero no cuando hay una experiencia viva de Dios! Entonces ya no es una cuestión de erudición o de filosofía, ni siquiera de “fe” en esto o aquello – sino simple evi-dencia…

4. Sabiduría del cuerpo y acción de Dios
(5 de junio) . El “saber” del intendente es puro producto del condicionamiento (y como tal, simple reflejo de los consensos culturales de la sociedad ambiente), y de las reacciones de la psique a ese condicionamiento. Hace la función de estructurar la psique, y verdaderamente no tiene la naturaleza de un saber o un conocimiento verdaderos.
En cuanto al conocimiento y la “sabiduría” del cuerpo, y a sus asombrosos recursos creati-vos, podemos preguntarnos si se reduce al normal desarrollo, por así decir “mecánico”, de leyes físico-químicas y biológicas que se han desarrollado e instaurado “de una vez por todas” a lo largo de la evolución de la vida sobre el globo, o si no sería más bien la expresión actual y activa de la sabiduría de Dios y de Su voluntad, que intervendría creativamente, en un sentido u otro, al menos en ciertas ocasiones particulares. Pienso especialmente en la aparición y el desarrollo de una enfermedad o, al contrario, de una convalecencia, o en los procesos uterinos alrededor de la ovulación, de la concepción. de la gestación del feto y del parto. Ésos son, evidentemente, procesos fisiológicos indisolublemente ligados a procesos a nivel de la psique y a nivel espiri-tual. Este simple hecho parece imponernos ya la respuesta a la cuestión precedente, al menos en todos los casos en que tales lazos entre realidad biológica y actitudes y sucesos a nivel de la psi-que y del alma, no dan lugar a dudas. A menos que se admita que la psique y su voluntad propia (y especialmente su voluntad inconsciente) tengan el poder de dar órdenes al cuerpo, al nivel de los mecanismos celulares y orgánicos más delicados (que escapan casi totalmente, es necesa-rio subrayarlo, al saber y la influencia de la medicina). Pero tal suposición me parece violentar al más elemental sentido común filosófico – a menos de investir al Inconsciente de poderes y de una sabiduría más que sobrehumanas, y por eso, prácticamente, divinizarlo. Simplemente habríamos reemplazado (siguiendo el ejemplo dado por C.G. Jung) el viejo buen Dios de antaño por “el In-consciente”. Decididamente, ¡el progreso no se detiene!
La cuestión está muy relacionada con el origen del sueño, rozada ayer: ¿el sueño es obra de la psique misma? Ahí al menos, conozco la respuesta sin posibilidad de duda, y a decir verdad, me la ha dicho el Soñador Él mismo (sin que yo le diera mucha atención), ¡con el pri-mer sueño que me tomé la molestia de sondear! Y tengo el sentimiento de que en el cuerpo los delicados mecanismos moleculares y celulares están tan fuera del alcance de los limitados medios de la psique, como los las más vertiginosas y profundas improvisaciones del Soñador.

5. A amo dócil servidor violento – o cuerpo, espíritu y ego
(5 de junio) 384 Presumo que las capas de la psique en cuestión aquí están muy por debajo de aquellas donde se extienden el “yo” o “ego” (personificado por el “patrón” alias el “intenden-te”), y que el “arraigo” del que hablo no concierne, fuera de la pulsión erótica, más que al alma propiamente dicha. Después de la muerte del cuerpo, debe haber un “desarraigo”, más o menos laborioso y más o menos penoso según el caso, del alma arrancada de su “terreno fértil” corporal – un poco como una planta que fuera arrancada, con sus raíces, del huerto familiar, para ser trasplantada a otro. Me parece probable que ese momento tan delicado (como el de la con-cepción y el nacimiento), en el largo peregrinar del alma de nacimiento en nacimiento, no se de-je al cuidado únicamente del desarrollo de las leyes que rigen la realidad físico-química, biológi-ca y espiritual (trabajando en estrecha coordinación unas con otras), y de las reacciones del alma de la que se encargan esas leyes; sino que haya una intervención expresa de Dios, confor-me a Sus designios e intenciones respecto de esa alma en ese momento particular. Mis “sueños metafísicos” me parece ¡ay! que no dan respuesta a esta cuestión, ni a las cuestiones cercanas planteadas en la nota anterior.
Lo que he dicho más arriba sobre el ego y su relación con el “terreno fértil” corporal no sig-nifica, por supuesto, que los impulsos, apetitos, ideas, miedos, intenciones, etc. propios del ego no tengan repercusiones (“psicosomáticas”) a nivel del cuerpo, que necesariamente se harán a través de las capas más profundas del Inconsciente, en estrecha simbiosis con el cuerpo. Eso sólo significa que esa acción del ego nunca se ejerce directamente, sino a través del alma, y esto conforme a las relaciones que el alma mantiene con el ego. Así, los impulsos agresivos arraigados en la estructura egótica tendrán repercusiones totalmente diferentes a nivel del cuerpo, según que el espíritu se deje “arrastrar” por ellos y los tome como suyos, o que mantenga su autono-mía y los “asuma” de un modo u otro. Igual que un amo débil que se dejase contaminar por el temperamento violento de un sirviente vendría a degradar él mismo las partes de la vivienda a las que ese servidor no tuviera acceso, mientras que nada de eso pasaría si permaneciera fiel a sí mismo y soportase al sirviente (si no consigue hacer las paces) mientras se distancia de su vio-lencia y le prohíbe darle rienda suelta.

6. El papel del sueño – u homenaje a Sigmund Freud
(1 de mayo) Freud afirma exactamente lo opuesto. Para él, la función del sueño, de todo sueño sin excepción (es categórico), sería proporcionarnos una gratificación (consciente o inconsciente). Me parece entender que esa extraña concepción apenas ha sido seguida después de Freud, y que ya nadie la practica ni la menciona. Mi experiencia del sueño la contradice de dos maneras.
Por una parte, entre mis sueños, los que me hacen vivir una gratificación consciente o in-consciente son la excepción, en modo alguno la regla. Para ser precisos, habría que distinguir la gratificación en el sentido propio del término, es decir “el placer por el placer”, con el verdade-ro placer, e incluso alegría, que siempre, cuando se nos presenta (y a este respecto el sueño no es diferente de lo que vivimos despiertos), viene “por añadidura”. La vanidad, es verdad, no conoce el verdadero placer, ese delicado perfume de las cosas, esa alegría de ser. Pasa por alto el verdadero placer. Pero Eros, él lo conoce, lo que los poetas cantan bajo el nombre de “placer amoroso” y bajo mil otros. ¿Freud no lo habría conocido? Cuando teoriza, parecería que mete todo en el mismo plato, que a cualquier precio quiere reducir los delicados juegos del alma y de la psique a una especie de cálculo de “pérdidas y ganancias”, un juego en el que siempre se trataría de ganar el máximo y perder lo mínimo, con ganan-cias=placer=gratificación, y pérdidas=desagrado =frustración. Pero divago…
Hasta en los sueños que traen una “gratificación”, incluso un verdadero placer, una alegría verdadera, y aunque gratificación y placer estuvieran dotados de una energía psíquica inmen-sa, dejando entre bastidores todo lo demás – hasta en ese caso, un examen profundo revela siempre que la intención del Soñador no es la de “gratificar”, la de procurar una experiencia agra-dable, un placer o una alegría; no más que en los sueños en que siento frustración, dolor o triste-za, el propósito no es “mortificarme”. La razón de ser del sueño siempre es darme una ense-ñanza, hacerme sentir (con un cuadro vivo del que soy el principal actor) cierta realidad que se me había escapado. Pero esa intención del sueño y esa enseñanza (o ese “mensaje”) aparecen mucho después, una vez que se ha desprendido de la influencia de la emoción y se examinan con extremo cuidado, uno a uno, todos los “detalles” del sueño, incluyendo los que parecen ínfimos, apenas percibidos e inmediatamente barridos del campo de la consciencia por el impresionante primer plano de la cautivadora experiencia de delicias o tormentos. Son el género de detalles, he de subrayar, que jamás figuran en los relatos o los “protocolos” de los sueños. Extrañamente éstos siempre parecen sin sangre en las venas, “en los huesos”. Pero yo sé que incluso donde Él habla en voz baja, donde parece que masculla, el Soñador no dice una palabra de más. El sueño no es una foto, sino una obra de arte. “Simplificarla”, es destruirla…
Tendré que volver de forma más detallada sobre estas delicadas cuestiones, en la parte de este libro consagrada al trabajo de “interpretación” de los sueños. Igualmente y sobre todo, cuento con volver sobre el papel pionero de Freud, papel que estoy lejos de querer minimizar, muy al contrario. Cierto es que las teorías de su cosecha que conozco, y sobre todo la luz con la que ve la psique y el sueño, me parecen irremediablemente, fundamentalmente falsas. Pero eso casi es un detalle. Eso no impide que Freud, ése innovador intrépido y honesto, ese visionario de coraje sin igual, sea para mí una de las grandes figuras en la historia de nuestra especie. Le debemos las ideas más revolucionarias sobre la psique, y las más fundamentales, desde nues-tros orígenes – aquellas que antes de él nadie había osado concebir, y mucho menos proclamar. Sus aberraciones dogmáticas se decantaron por sí mismas a lo largo de las siguientes generacio-nes, y pronto terminaron por ser borradas con el olvido. Pero mientras haya en la tierra hombres ávidos de escrutar y comprender la psique del hombre, e incluso si el nombre de Freud termina por caer en el olvido (suponiendo que la humanidad pierda hasta tal punto la memoria de los más grandes entre nosotros), sus grandes ideas maestras permanecerán vivas por siempre.

7. Arquetipos y manifestaciones de Dios
Hay que notar que desde el número anterior no siguen estos números de la presente en continuidad cronológica con los anteriores
(22 de mayo) Además algunos de mis sueños me han convencido de que lo que digo sobre el arquetipo del acto creador también es cierto para cualquier otro arquetipo, como el de la Ma-dre. o el Padre, o el del Hijo (que se confunde con el del Hermano) o la Hija (alias la Hermana), el del Niño, y particularmente el niño pequeño (¡que de pronto pierde la mayúscula!), o, al contra-rio, el del Viejo. Los arquetipos se me presentan como diferentes “aspectos” de la naturaleza de Dios, susceptibles de ser privilegiados por Él para manifestarse a la psique humana (incluso animal), bien sea en el sueño o de cualquier otra manera. Dios es a la vez Madre, y Padre, a la vez viejo lleno de conocimiento y sabiduría, y niño pequeño con todo el frescor de la inocencia; igual que también es el hombre, o la mujer, en la flor de la vida. Y es la amante, como es también el amante…
En todo caso, lo que sé sin posibilidad de duda, es que Él se me ha presentado (o Ella se me ha presentado) en sueños bajo todas esas formas, tomando una u otra según lo que Él (o Ella) tuviera que enseñarme. También Le he sabido reconocer bajo forma de animal, o de grupo de animales. Y también bajo la forma de un grupo de jóvenes jugando al balón. Hasta el punto de que he sido conducido a preguntarme si toda especie viva sin excepción, y en el seno de cada una (y más particularmente, en la especie humana), cada una de sus principales modalidades de existencia (según el sexo, edad, prosperidad o pobreza etc.), incluyendo los grupos de indivi-duos correspondientes a ciertos caracteres “típicos” – si cada una de esas innumerables enti-dades no constituye uno de los “aspectos” de Dios (entre la innumerable infinidad de Sus as-pectos), y por eso mismo, un “arquetipo” potencial y un posible modo de aparición de Dios, es-pecialmente para manifestarse al hombre.
Si así fuera (como tiendo a pensar), habría por tanto que ver en toda especie viva sin excepción una “encarnación” de Dios, por la que se manifestaría de modo permanente, en el plano de la existencia terrena, cierto aspecto de Su naturaleza eterna. Dios “es” la especie humana, como “es” también “el trigo”, “las ortigas”, “las hormigas”, “las vacas”, “las serpientes” etc. El aprecio o menosprecio, diferentes de una cultura a otra, de ciertas especies, por supuesto que tienen un valor muy relativo. El nombre de “vaca” (animal sagrado en la India) sirve de insulto en Francia, lo que no impide que Dios se me haya presentado en forma de vaca, e incluso que la vaca y todo lo relacionado (hasta ?’lo diré? el estiércol…) haya jugado un papel particularmente impor-tante en buen número de mis sueños “místicos”. Señalaré al respecto que en varios sueños la vaca aparece como un símbolo femenino del “Espíritu Santo”, mientras que el caballo es su sím-bolo “masculino”. Antes de que mis sueños me hablaran de él, tenía al “Espíritu Santo” por una ficción teológica. Ahora sé que es una realidad tan tangible como el calor que desprende una es-tufa.
Lo mismo vale para el aprecio asociado al status social. Dios se me ha presentado en al-gunos sueños en la persona de un hombre rico y considerado o de un alto funcionario (y hasta de un prefecto de policía, ¡lo siento!), y en otros en la del niño de unos miserables emigran-tes norteafricanos en un suburbio de una gran ciudad; y aún en otro como zapatero de un pueblo encorvado por la edad, llevando su asno al campo. Si Le ha parecido bien hacerlo así, me fío de Él en que será por buenas razones y para mi bien…

8. Sueño y libre arbitrio
(20 de mayo)387 Después de estar indeciso mucho tiempo, he terminado por convencerme de que durante el sueño, estamos temporalmente privados de nuestro libre arbitrio. (Al igual que un pincel en la mano del pintor, o la pluma en la mano del que escribe, carece de libre arbitrio.) Así, puedo escribir sin reservas que nuestro papel en el sueño es “totalmente pasivo”
– y esto aún cuando en el escenario del sueño (en la “parábola” representada en el sueño) nuestro papel fuera vivido como intensamente activo. Se impone la comparación con los actores de una obra de teatro, que siguen rigurosamente las consignas del director. Pero esta compa-ración es imperfecta, pues los actores conservan su libre arbitrio, y no pueden encarnar sus pape-les más que si “ponen de su parte”. Mientras que en el sueño, es el Director mismo quien, en cada instante, como si hubiera tomado posesión de nuestros cuerpos y de nuestras almas, nos insufla los sentimientos, emociones, nociones y hasta las percepciones que realmente tenemos (¡y muy a menudo con una viveza que raramente o nunca tenemos despiertos!), sin que tengamos que “re-presentarlos”, sin tener que entrar en una “ficción” y por eso mismo, jugar una especie de “doble juego”. Éste es uno de los aspectos más extraordinarios del sueño en general.
En la gran mayoría de los procesos creativos, la etapa de “preparación” no es “puramente pasiva”; por el contrario ésta es una circunstancia especial en el caso del sueño, totalmente excepcional a este respecto. Tal y como ha sido evocado en la sección precedente, los “compa-ses” (en cuatro tiempos) que forman los procesos de descubrimiento de alguna manera “elementa-les” (o “periplos”) tienden a sucederse y encadenarse unos a otros en el interior de un movimiento mucho más vasto. De este modo, la etapa preparatoria de uno de tales periplos es a la vez la del “trabajo” en el periplo precedente. Dicho de otro modo, los materiales (casi siempre imprevistos) aparecidos durante el trabajo en una cierta etapa de una investigación, y que destapan cierta vi-sión (representando la “culminación”, totalmente provisional, de tal trabajo), son los que, en una etapa posterior, sirven a su vez de acervo “preparando” un nuevo “periplo”; y también es la “cul-minación” de la etapa precedente, es decir cierta visión de las
cosas que ha sido su fruto, la que juega el papel de “desencadenante” para ese nuevo avance. Ahora bien, todo trabajo creativo es a la vez “activo” y “pasivo”, a la vez “yang” y “yin” – y quizás sea esa la característica que distingue el trabajo verdaderamente creativo de cualquier otro. Se sigue que en un periplo de descubrimiento que (como ocurre casi siempre) aparece como pro-longación natural de otro, la etapa preliminar, que por tanto representa un “trabajo”, no sabría ser de tonalidad exclusivamente “pasiva”, “yin”, sino que también ha de presentar caracteres “activos”, “yang”, netamente marcados.
El gran sueño es un caso único, en el que el mensaje que lleva, y el trabajo de descubrimiento al que nos convida, es como un “comienzo desde cero”, no es la continuación de algo que se hubiera logrado previamente. Lo contrario es lo que es cierto: el gran obstáculo para entrar en la comprensión del gran sueño, esos son precisamente nuestros llamados “logros”, es decir las ideas que nos hemos hecho (o que se han hecho en nosotros por sí mismas…) sobre las cosas. Si no estamos preparados para dejarlas, no tenemos ninguna posibilidad de entrar en uno de nuestros sueños, y sobre todo en un “gran sueño”.

9. Experiencia mística y conocimiento de sí mismo – o la ganga y el oro
(23 de mayo) Incluso entre los hombres que han dejado una huella en la historia del pen-samiento, son más que raros los que se han preocupado de incluirse en su mirada sobre el mundo, y y que, por eso mismo, no han sido engañados por los sempiternos y complacientes cli-chés con los que uno suele verse a sí mismo, y que al hacerlo, no han interiorizado involuntaria-mente los principales prejuicios morales, sociales, filosóficos arraigados en la cultura de la que provienen. El mismo Sócrates, que nos aconseja “conócete a ti mismo” (y por tanto algo debía tener en la cabeza al respecto…), no me parece (por lo que de él sé) que él mismo haya segui-do mucho esa excelente máxima. No tengo conocimiento del menor atisbo de un conocimiento de sí mismo en sus famosos “diálogos”, y me parece que compartía los prejuicios usuales sobre la naturaleza inferior de los esclavos, y de la mujer.
Durante los últimos diez años, me ha costado reconocer y admitir que en mi propio ca-mino de conocimiento, tomando como punto de partida y como base omnipresente el descubri-miento de sí mismo y el conocimiento que aporta, que no puedo unirme a ninguna “familia es-piritual”, ni siquiera (parece ser) encontrar alguien en quien reconocer un “hermano”, por una aventura espiritual que sentiría como “común”. Sin embargo, durante algunas semanas, a conti-nuación de ciertos sueños (en los pasados meses de enero y febrero) que sugerían la existencia de una especie de “comunidad de los místicos” (sin distinción de las religiones particulares des las que han surgido los diferentes místicos), pude pensar que esa “comunidad” bien podría constituir la “familia” que buscaba. (Era en un momento, es cierto, en que acababa de darme cuenta que de hecho no necesitaba unirme a una tal “familia”, o mejor, que el Soñador, Él solo, se bastaba sobradamente para sustituirla…) Desde entonces he podido leer textos de algunos místicos cristianos, y tomar conocimiento de ciertos aspectos de una “tradición mística” cristiana, cuyos comienzos se remontan, si no a los tiempos apostólicos (cuyo espíritu es más bien el de una militancia misionera), al menos a los primeros siglos de nuestra era. Hace ya siete u ocho años, tuve entre las manos (¡y hasta me leí de un tirón!) un texto de Santa Teresa de Ávila, que me chocó e impresionó, por una especie de unión íntima, de fusión, con tonalidades de simplici-dad, de verdad y de pasión. Ese fue mi primer contacto con un(a) místico. Ese contacto y sobre todo mi propia experiencia reciente, han suscitado en mí un vivo deseo de conocer esa “comuni-dad”, que hasta entonces me había contentado con ignorar su existencia.
Pude constatar con alegría que en dicha “comunidad”, o al menos entre los místicos cris-tianos, hay efectivamente una tradición viva que rompe con la sempiterna complacencia consigo mismo que es de rigor en “el mundo”. Me hubiera costado admitir que una comunicación viva con Dios pudiera separarse de una atención despierta frente a los movimientos de la psique que pro-vienen tanto de la vanidad como de “los sentidos” (es decir de Eros). Además, en el ambiente cultu-ral del claustro o del convento, hace falta un coraje poco común y constantemente renovado, por-que esos movimientos tan comunes, y aparentemente inseparables de la condición humana, los sienten como una verdadera deshonra del alma, incluso como una traición al amor de Dios y el sacrificio del Cristo. Su examen de conciencia se acompaña de todos los tormentos de la contri-ción, cuando no son los de un verdadero odio u horror de sí mismo. Verdaderamente esa actitud dualista de rechazo apasionado de toda una parte inseparable de la propia persona, y que hace de los primeros pasos en el descubrimiento de uno mismo una especie de martirio permanente, re-novado día tras día – tal actitud me parece casi incompatible con un verdadero conocimiento de sí mismo. ?’Cómo sería posible descubrir, sondear, conocer verdaderamente algo que teme-mos y tenemos horror? En efecto, según lo que he podido ver hasta ahora, en lo que con-cierne a la estructura del yo, la pulsión erótica, y las complejas relaciones entre una y otra, me parece que el conocimiento que testimonian los textos de los místicos es más que ru-dimentario. Toda esa inmensa parte de la psique, la que sólo un Freud se ha preocupado de estudiar, no interesa al místico cristiano (parece ser) más que como “el enemigo” del que hay que distanciarse a cualquier precio (sabiendo muy bien que en esta vida terrena ¡le es-tará indisolublemente unida!). Seguramente esta dolorosa división, ese incesante desgarro del que no puede ni se preocupa de escapar, son para él un mal necesario, un sufrimiento bienhechor, porque mantienen viva en él la fuerza de la humildad, único antídoto eficaz del orgullo, y le vuelve apto para acoger, cuando Dios quiere, los dones de la gracia divina.
Finalmente, lo que le interesa al místico en la psique, es sólo el alma, separada, por un es-fuerzo sobrehumano (o más bien en los raros momentos en que esa separación, por efecto de la gracia, se opera realmente), de sus indisolubles lazos con el cuerpo, con la pulsión erótica, y con la estructura del yo. Bien sabe, y de primera mano, que esa alma no es ninguna ficción, sino una realidad – la realidad primera, permanente, intemporal, de la que las otras tres son un envoltorio provisional o el “fuel”. La verdadera morada del alma está en otra parte – y algo sabe, de prime-ra mano y a ciencia cierta, del alma despojada y de la “Otra Parte”. Pero lo que sabe, sea poco (para alguno) o mucho (para otro), no puede decirlo con palabras. Y, en la medida en que está lleno de la pasión por la Otra Parte, seguramente es la última de sus preocupaciones contar lo que sabe. Si habla no obstante, con sus débiles palabras, de lo que no puede ser comunicado, no es (estoy seguro) movido por la imposible esperanza de hacerse entender, sino por obediencia a una Voluntad que no es la suya, y para fines que se le escapan (como se nos escapan a todos) y que no intentará sondear.
Hubiera esperado que hombre que Dios ha favorecido con la gracia excepcional de una comunicación viva y regular con Él tendrían una visión del mundo y de su tiempo de una pene-tración fuera de lo común, exenta de las orejeras y de los prejuicios del común de los mortales, que les impiden tomar nota de las injusticias, iniquidades y crueldades de toda clase, que pre-valecen en la sociedad de la que forman parte. Dios (me decía yo) no dejaría de hacerles una pe-queña señal aquí o allá, para llamar su atención. ¿Quizás la haya hecho, más a menudo de lo que se pudiera pensar? El caso es que siempre me he quedado estupefacto al darme cuenta de que mis previsiones sobre la solicitud divina y sus efectos estaban totalmente fuera de lugar. Hasta ahora, no he encontrado una sola señal en la dirección esperada. Lo mismo vale para mis re-cientes lecturas de la Biblia, incluyendo los Hechos de los apóstoles y las Epístolas apostólicas. Me he quedado “confuso”, bien puedo decir – había algo que se me escapaba, y que aún se me escapa. Algo que concierne a la vez al sentido mismo de la noción de “mal” y “bien”, y a la natura-leza de la relación que Dios mantiene con los hombres a los que Él elige revelarse, y en fin, a los designios de Dios sobre la evolución y la historia de nuestra especie. Esas son cuestiones en las que ni hubiera pensado hace seis meses, antes de que Dios se me revelase y me propor-cionara Él mismo, por la vía del sueño, las primeras bases de mi “instrucción religiosa”. Éste no es lugar para extenderme sobre estas cuestiones. Tengo la intención (o al menos el deseo) de volver sobre ellas en los próximos años – si tal empresa fuera conforme a la voluntad de mi be-nevolente y paciente Instructor.
(25 de mayo) Ayer recibí un buen montón de libros, entre ellos los que había pedido de ciertos autores místicos: Las obras de santa Teresa, las de San Juan de la Cruz, un volumen de san Agustín, “Louis Lambert” de Balzac… En vez de ponerme a trabajar, no pude evitar renovar trato con santa Teresa inmediatamente, leyendo de un tirón buena parte de su autobiografía (en la bella traducción de los Carmelitas del monasterio de Clamart). La noche siguiente, tuve un sueño largo, insistente, en gran parte “subterráneo” y por eso casi imperceptible, creo que suscitado por la lectura tan atractiva que venía de hacer. Creo comprender que, entre otros, debía llamar mi atención sobre cierto aspecto de la relación de Santa Teresa consigo misma, que me parece bastante común entre los místicos cristianos. (Según la impresión, muy incompleta, que me he podido hacer con mis esporádicas lecturas de los tres últimos meses.) Quisiera decir algo aquí, “en caliente”.
Parecería que, en todos los autores místicos cristianos, hay una igual insistencia en el papel de lo que ellos llaman la “virtud” de la humildad, como condición indispensable para que el alma sea capaz de recibir las gracias divinas y entrar en relación con Dios. En santa Teresa (y seguramente en muchos otros místicos cristianos si no en todos ), la actitud o el estado de humildad aparece inseparable de una practica vigilante del conocimiento de sí mismo, que cla-ramente ha llegado a ser una “segunda naturaleza” en ella. Por lo que sé, los místicos (quizás debiera precisar “los místicos cristianos”) forman la única “familia espiritual” en que tal conoci-miento se practica, y esto además, como algo evidente. Esta práctica, o esta disciplina interior, consiste en una atención despierta para detectar los movimientos del alma inspirados sea por la vanidad, sea por “los sentidos” (expresión que designa, ante todo, la pulsión erótica, sobre la que el testimonio de los autores místicos es, por supuesto, de lo más discreto).
Desde hacía mucho conocía, de oídas, el género de acusaciones que las gentes con reputación de “santidad” acostumbraban proferir contra ellos mismos, en las que veía una es-pecie de humildad afectada, un sórdido propósito deliberado; y esto tanto más cuanto visi-blemente ningún buen cristiano se los tomaba en serio, viendo en ellos simplemente un signo de humildad sublime y una prueba manifiesta de su santidad. (La “humildad”, aparen-temente, consistía precisamente en una infatigable perseverancia en acusarse de los peo-res crímenes y faltas frente a Dios, con ocasión de nimiedades inventadas seguramente pa-ra las necesidades de tan sublime causa…) Después he tenido muchas oportunidades de convencerme que la severidad a veces vehemente del místico consigo mismo en modo alguno es efecto de una afectación, sino el de un auténtico conocimiento de sí mismo. Si hay un “propósito deliberado”, no proviene de una “afectación” individual, sino de toda una nube emocional e ideológica que rodea la noción de “pecado”, impregnando profundamente las visiones judía y cristiana del hombre y de su relación con Dios. Ése es un clima cultural que he llegado a rozar, pero al que he permanecido relativamente ajeno, me parece. Segu-ramente por eso la práctica del conocimiento de sí mismo nunca ha sido para mí un calvario, sólo un austero deber, o la “puerta estrecha” por la que debía pasar para acceder a “otra parte” en la que, a decir verdad, nunca había pensado ¡juzgando que con conocer lo de “aquí abajo” era más que suficiente para tenerme en vilo! Por el contrario, y desde el princi-pio, para mí fue una necesidad y una exigencia para vivir mejor, para “sentirme bien dentro de mi piel”, para ser claro y estar en paz conmigo mismo, en la medida de lo posible . Y en los periodos de meditación, a menudo era un afán de conocimiento lo que me empujaba, de igual naturaleza que el que me anima cuando “hago mates”, movido por una pasión tranquila e intensa, por una alegría de descubrir, alejada de cualquier especie de “contrición”. Hasta tal punto mi camino de conocimiento ha sido diferente del de los místicos cristianos.
Volvamos a éstos, y a Santa Teresa. En su testimonio percibo como un “subterfugio”, des-tinado a ganarle la mano (si eso fuera posible) y de modo draconiano, a los movimientos del orgu-llo, ese gran obstáculo a la comunión con Dios. Se trata de declarar, de una vez por todas, que todo lo que proviene de nuestra propia persona o de nuestra propia alma, es irremediablemente y por su misma esencia “malo”; que no sólo las gracias divinas (sentidas como sobrenaturales), sino todo movimiento que pudiéramos considerar como benéfico para nuestro bien espiritual y como agradable a Dios, sería la obra y el mérito exclusivo de Dios, que misericordiosamente viene en socorro de nuestra naturaleza, irremediablemente corrompida e incapaz de hacer el bien.
Supongo que ésa es una actitud común en los libros destinados a introducir en la “oración” (o contemplación mística). Sin embargo hemos de pensar que el fin perseguido, a saber un estado de humildad que excluiría de entrada los movimientos de la vanidad, no se consigue –
¡sería demasiado fácil! En cuanto a mí bien sé, tanto por la observación como por el testimo-nio de algunos de mis sueños, que ese propósito deliberado es realmente un “subterfugio”, quie-ro decir: que en modo alguno se corresponde con la realidad de las cosas. Incluso puedo decir que Dios tiene gran cuidado en no conceder Sus gracias y en no darse más que con conoci-miento de causa, dejando al alma la tarea de hacer por sí misma y sin Su asistencia los trayectos que puede hacer por sus propios medios. Solamente con ese esfuerzo el alma se pone en dispo-sición de apreciar lo que son las gracias a las que éste la prepara.
Ciertamente, sólo nuestra vanidad es la que nos hace ver en ese esfuerzo un “mérito”, que sería “recompensado” por las gracias concedidas. Dios es como un rico y amoroso bienhe-chor que quisiera regalarnos una perla muy valiosa, y que sólo nos pidiera, para recibirla, pre-parar un estuche para protegerla – ¡no deberíamos tirarla en cualquier cajón! Y lo de menos es que hagamos el esfuerzo de preparar el estuche, e insigne tontería ver en ello algún “mérito”, e imaginarse que el regalo sería una “recompensa” por el modesto esfuerzo. Si lo hacemos sin dudarlo, ciertamente es a raíz de la iniciativa del donante, incitados por su amor y su favor. Pero sería falso pretender que es él quien realiza una tarea que nos deja expresamente. Ni el regalo, ni el amor que lo inspira, ni nuestra gratitud, merman por reconocer simplemente las cosas co-mo son.
Bien al contrario, a menudo he notado que las “intenciones piadosas”, cuando nos conducen a maquillar una realidad (no lo bastante rosa a nuestro gusto), siempre tienden a ir en contra del fin perseguido – la humildad, en este caso. Porque al limitarnos a creer en nuestra versión rosa, no llegamos hasta el fondo y no sabemos bien a qué atenernos. Eso crea un estado de confu-sión, de barullo, del que “el Maligno” (retomando la expresión consagrada para designar nuestra propensión a la mentira…) se aprovecha enseguida. Sabiendo bien que somos nosotros mismos los que hemos preparado el estuche, y que pretendemos lo contrario sólo por “virtud”, ya sólo hay un paso (que se da rápido) para imaginarnos, en nuestro fuero interno, que si (del mismo modo) declaramos carecer de mérito alguno en el asunto, eso sería igualmente una mentira piadosa (¡que nos honra, por supuesto!), y que el regalo viene en realidad, entiéndase bien, en justa re-compensa de nuestros valerosos esfuerzos. Ése es el tipo de “pensamientos dobles” con los que todos tendemos a funcionar todo el día, y que sólo se desactivan por efecto de una atención des-pierta. Seguramente los místicos y los santos no son la excepción más que los demás. Lo que les distingue, no es que el dicho “Maligno” se les insinúe menos (y su testimonio al respecto no deja la menor duda), sino esa atención vigilante y rigurosa.
Estas observaciones me recuerdan ahora otras, que ya me habían resultado incómodas desde el comienzo de mis lecturas “místicas”. Se trata de la valoración del “desprecio” (incluso del “odio”) del “mundo” y de sí mismo, frecuentemente pregonado (a veces también por Santa Te-resa) como una de las más altas virtudes a las que puede aspirar el alma cristiana, y una de las gracias más raras que pueda esperar. Tales acentos tienen ciertamente una tonalidad poco atrac-tiva e incluso inquietante, y se corresponden demasiado bien con ciertas excrecencias mórbi-das de la moral cristiana: ferozmente represivas, enemigas del hombre y de todo lo que vuel-va su vida digna de ser vivida, y de las que la “santa” Inquisición (contemporánea de Santa Te-resa) ha sido uno de los adornos más execrables. Y hacen una extraña pareja con el precepto evangélico que resume el mensaje del Cristo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”…
He terminado por darme cuenta de que las expresiones “desprecio”, “odio” tienen, en la pluma de los autores místicos, un sentido (sin duda consagrado por un uso secular en los ambien-tes “espirituales”) muy diferente del que adquieren en un contexto profano. Harían más bien la función de hipérboles oratorias (muy desafortunadas, hay que decirlo) para señalar el desapego, la indiferencia ; además, ciertamente, de una connotación muy clara de distanciamiento, frente a algo que se siente ante todo como un obstáculo al progreso espiritual.
Es verdad que el “obstáculo” no es en modo alguno este pobre “mundo” (es decir, sobre todo, la sociedad humana y todo lo que nos liga a ella), sino nuestro propio apego a los bienes de dicho “mundo”, que nos esclaviza. Mirando de cerca, además, la expresión “desprecio (u odio) del mundo” marca, no un desapego, sino un apego y una sujeción a la cosa declarada “despreciada” u “odiada” – pues ese desprecio y odio son formas muy fuertes de apego y de-pendencia. (Mientras que el amor, en el sentido evangélico pleno, libera al que ama…) Segu-ramente, aunque utilicen un lenguaje ambiguo (y por eso mismo, peligroso…), los místicos sa-ben bien, y mejor que nadie, que el obstáculo no está en “el mundo”, sino en ellos mismos. De ahí, seguramente, lo que llaman (sin pensárselo dos veces) el “desprecio” y el “odio” de uno mismo.
Parecería que ese “uno mismo” nunca se pone en claro. Sin embargo, uno termina por comprender que designa a la vez el cuerpo y sus humildes necesidades, el “yo” (tenaz reflejo de “el mundo”) con su vanidad y sus antojos, y “los sentidos” y las dulzuras que nos prometen. E incluso el alma, me ha parecido, está incluida en el cuadro, en la medida en que está sujeta (¡y bien sabe Dios que lo está!) a las tensiones que vienen de esos tres compañeros; e inclinada a ceder un po-co. Eso ya es bastante, para ese “uno mismo”; hasta el punto de que uno se pregunta qué más queda…
“Despreciar”, en el sentido propio del término, ese “uno mismo” o alguna de sus partes, ciertamente es de lo más fácil y de lo más común. (Pero casi siempre, es verdad, no a nivel consciente.) Para eso no hace falta una gracia especial de Dios – ¡muy al contrario! Y claramente no es de eso de lo que se trata, en la pluma de una Santa Teresa, o de un Maestro Eckehart. Decididamente ni una ni otro son personas que “se desprecian”, o (en el caso de Santa Teresa) que despreciarían a nadie. En ellos se siente una fortaleza alegre y serena que elocuentemente desmiente a tales expresiones de “desprecio” u “odio”, tomadas por ellos sin pensárselo dos ve-ces, porque otros antes que ellos también las habían utilizado.
Por el contrario, lo que es seguro es que ellos son los dueños de su casa, tanto como pueda serlo el espíritu humano en su morada. Lo quiera el amo o no, entre él y sus sirvientes, hay de-pendencia mutua. Aunque él mande y los sirvientes sean obedientes, la voluntad de uno no es la del otro, aunque ésta se someta. “Odio” y “desprecio” no cambiarían nada, o a lo más que el amo habría dejado ya de serlo.
El hecho es que estos términos, cargados de sentido, expresan un propósito deliberado, por no decir una pose, consagrado por un largo uso de muy mala ley. Así el hombre, so capa de “pie-dad”, finge “despreciar” cualquier cosa de carne o de materia, que Dios mismo (por no se sabe qué descuido) se ha tomado sin embargo la molestia de crear, y hasta el alma misma, que sin embargo Él rodea (por un descuido mayor) con una incesante solicitud y un respeto infinito.
La humildad, ella, no es ni propósito deliberado, ni pose. Cual rosa viva entre las “rosas” de plástico, tiene su fragancia y se la reconoce.
El testimonio de una Santa Teresa nos muestra cómo la delicada flor crece obstinada-mente y extiende su suave fragancia entre los dudosos trastos de una piadosa ficción. Así en un mismo ser se frotan y se entrelazan, inextricablemente, tanto los clichés como el cono-cimiento – tanto la ganga como el oro.
(31 de mayo) He escrito las páginas anteriores en contra de cierta reticencia, que quisiera di-sipar, cerniéndola. Ese malestar provenía, creo, de dos fuentes. La primera: el sentimiento, siempre presente, del peligro de deslizarse en una actitud en que me las daría del que se pone por encima de las personas de las que habla, de Santa Teresa, fingiendo darles buenas o malas “notas” sobre esto o aquello. Peor aún, he de decir que, siguiendo mi lamentable inclinación natural, seguramente me he deslizado por momentos en tal actitud. Me di cuenta, corrigiendo varias veces la primera impresión de la reflexión, matizándola, pero no sabría asegurar que no que-dan trazas en su forma actual. Además, siguiendo con la lectura del testimonio de Santa Tere-sa sobre su vida, se vuelve más y más patente hasta qué punto esa actitud, de la que yo sentía a la vez el insidioso atractivo y el peligro, es ridícula, y frente a ella más que frente a nadie. Ese testimonio, de una asombrosa espontaneidad, y verdaderamente traspasado por “el aliento de Dios”, nos la muestra en la verdad de su ser y como una de las más grandes entre nosotros. Ella es grande por la formidable experiencia espiritual con que Dios la ha gratificado abundantemente, y por la humildad y la pasión, y también la voluntad, que la han puesto en disposición de recibir esas gracias y de llevarlas, como el Cristo llevó la cruz. Ante tal estatura espiritual, yo que apenas estoy en los primeros pasos de una “relación mística” con Dios, me encuentro frente a Santa Te-resa como un bebé balbuceando ante una persona en la flor de la vida. En adelante imagi-nemos al bebé distribuyendo alabanzas y culpas…
Sin embargo, no creo que debamos abstenernos a toda costa de “juzgar”, o mejor dicho “si-tuar”, a un ser de estatura excepcional (incluso si nos sobrepasa con mucho), ni sobre todo, de esforzarnos en confrontar nuestra propia experiencia y nuestra visión de las cosas con la suya, por dispares que sean. Incluso creo que es algo indispensable si deseamos entrar a poco que sea en una comprensión de ese ser, de lo que le hace realmente grande y de su lugar entre noso-tros, y además y sobre todo, si queremos crecer nosotros mismos por poco que sea, intelec-tualmente o espiritualmente, con su contacto, asimilando de su experiencia y de su mensaje lo que entre en resonancia con nuestra propia vivencia y que, por eso mismo, le aporte tona-lidades y luces nuevas. La actitud “de escuela”, que también podríamos llamar del “admirador automático”, cual es de rigor (digamos) en medios cristianos hacia todos los Santos y dignatarios de la Iglesia o de las figuras de la Biblia, me parece excluir tal contacto fértil. Es una cerrazón al igual que la actitud de “crítica automática”. (Sin embargo quizás debiera hacer una excepción con la actitud de verdadera piedad, y no ponerla en pie de igualdad con la de la admiración beata de los “valores reconocidos”, aunque excluya, ella también, toda veleidad “crítica”…)
Apenas tengo propensión a entrar en tal actitud “beata”, pero me siento acechado por la ac-titud opuesta, que pudiéramos llamar el “síndrome del maestro de escuela”, síndrome que consistiría en “poner notas”. Al igual que la anterior, obstaculiza la comprensión, y el verdade-ro contacto. En el primer caso, la inercia o la pereza de espíritu es la que dirige el baile, en el segundo, la vanidad. Pero inercia y pereza se llevan de maravilla con la vanidad, y la vanidad es una forma de inercia espiritual. Las dos actitudes opuestas seguramente están más cerca de lo que pudiera parecer. Si trato lo mejor que puedo de evitar las trampas de la pereza y de la vani-dad, en modo alguno es por una preocupación de una imposible “perfección” moral, ni para complacer a Dios (¡Él ha visto mucho, y Su paciencia es infinita!), sino porque bien me doy cuenta hasta qué punto una y otra bloquean toda progresión en el conocimiento, y en el conocimiento espiritual más que en cualquier otro .
He aquí ahora la segunda causa del malestar que antes señalaba. Me veía conducido, como por una especie de molesta lógica interior que me hubiera “forzado la mano” literalmente, a dar a entender que el testimonio de santa Teresa estaría empañado por una “pose”, o al menos por un “propósito deliberado” (calificado “de muy ominoso”). Sin embargo a la vez me daba cuenta, con-fusamente, de que “perdía el tren” de algún modo esencial. Que no hay “pose” en el testimonio de Santa Teresa es pura evidencia. En cuanto al “propósito deliberado”, no proviene de su propia persona, sino, claramente, de un condicionamiento cultural del que está penetrada, ni más ni menos que cualquier otra persona, “santa” o no, está penetrada por el condicionamiento de su medio. Con el temperamento y las disposiciones de extrema humildad que le eran propias, hu-biera sido impensable que se diera cuenta y se liberase de esos condicionamientos . Y visi-blemente, a Dios no le importaba – no le molestaba, seguramente igual que al amante no le mo-lestan las pecas en la piel de su Amada. Seguramente, esas pecas incluso la hacen parecer mas deseable y no hacen más que exaltar sus deseos y su amor. Y a decir verdad, lo que importa y le hace feliz, no son esas pecas ni que sea rubia o morena, sino que la Bienamada le ama igual que él ama y que su corazón y su cuerpo sean generoso y le acojan.
Volviendo a la reflexión precedente y muy a mi pesar. Debía darme cuenta, algo confusamen-te, de algo que ha quedado más claro mientras tanto: que ponía en pie de igualdad cosas que en absoluto están al mismo nivel. Un poco como si pusiera en pie de igualdad las pecas, o que la Amada hubiera tenido la “total” o que tuviera la viruela – ¡mientras que en realidad rebosa de sa-via y de salud! O tomando otra comparación: como si pusiera la boca chica ante un trabajo matemático brillante, o ante un relato conmovedor o un poema de belleza perfecta, a cau-sa de pequeñas faltas de ortografía. (Lo que no impide que a veces pueda ser útil corregir de paso las faltas de ortografía, sin darles demasiada importancia…)
También me había encargado de la defensa (por así decir) de la psique, presentada por Santa Teresa (su psique, al menos), como incapaz por sí misma del menor bien. Seguramente eso no es del todo cierto (ningún buen cristiano me llevará la contraria en esto), y (llevado por mi impulso) incluso he dejado entender que bajo la pluma de la Santa, eso habría sido un “cliché”, ¡ay! Sin embargo, debería conceder que lo que es puro cliché bajo la pluma de uno, no lo es necesariamente bajo la pluma de otro. Lo que es seguro, es que Santa Teresa no tiene nada de estúpida, y que incluso tiene gran agudeza psicológica, además de una experiencia sin igual de las gracias de Dios (incluyendo las que son más pesadas de llevar…). Y esa experiencia debía recordarle una y otra vez, y de modo abrumador, hasta qué punto, ya en las “cosas pequeñas” y cuánto más en las grandes, la acción de Dios en el alma sobrepasa absolutamente los medios de que el alma dispone por sí misma, incluso animada por la mejor voluntad del mundo. Hasta yo, con mi experiencia tan limitada, he tenido amplia ocasión de constatarlo, una y otra vez. Si a menudo tiendo a minimizarlo (cuando no a olvidarlo sin más), manifiestamente es debido a mis fastidiosas disposiciones vanidosas.
Anoche mismo estaba acostado y mi pensamiento divagaba sin rumbo, sin que le prestara atención. Recaló, sin que yo supiera decir cómo, en la inesperada constatación de que después de todo y según mi propia experiencia, de que por mis propios medios no había sido capaz más que de progresos bastante ridículos, tanto en el descubrimiento de mí mismo como en una disciplina y un ritmo de vida. En todos los progresos substanciales, reconocía muy claramente (¡y sin ningún “propósito deliberado” de complacer a Dios o a mí mismo!) la intervención y la acción de Dios, tanto por los sueños que Él me había enviado, como de muchas otras maneras.
De hecho, ni siquiera me acordaría de esas divagaciones y de ese pensamiento fugaz, si no fuera por el efecto inmediato que tuvo, y que a la vez me lo volvió consciente. Hubo un “flash” de alegría interior, una sonrisa que de repente ilumina todo el ser, como el sol que inesperadamente aparece tras las brumas, e inunda todo con su cálida luz. Debió durar apenas unos minutos, pero su efecto bienhechor aún permanece hoy.
Fue una manifestación sensible de la presencia de Dios, igual que ha habido un buen número en los últimos cinco meses. Pero que me habían quitado en las últimas semanas (a falta, creo, de una atención suficiente por mi parte). Entonces supe que ese pensamiento sin pre-tensiones, que había suscitado tal respuesta de Dios, era verdadero; y además, que era impor-tante, que era bueno para mí impregnarme de él y no olvidarlo.
Esa experiencia tan reciente es la que me ha incitado a volver hoy sobre la reflexión prece-dente para rectificarla, como acabo de hacer.

§I
El conocimiento de uno mismo

1. La “pequeña familia” y su Huésped

Estamos al principio de la NOTA $1. Esta serie de notas constituyen la segunda parte del libro “La lla-ve de los sueños o el diálogo con el Buen Dios”. Tiene una extensión mayor que la primera, en la que AG si-gue el esquema previsto para su libro: la descripción de su itinerario espiritual en 6 secciones: I. Todos los sueños son creación del Soñador. II. El Soñador es Dios. III. Viaje a Memphis (I): errante. IV: Aspectos de una misión (I): un canto de libertad. V: Aspectos de una misión (II): el conocimiento espiritual. Tal vez las sec-ciones IV y V no estaban en el esquema previo, que, como él dice, siempre iba cambiando con el proceso de escritura. Esta nota $1 él mismo dice en el n. 23 de la primera parte (8-9 de junio) que fue una digresión imprevista que le distrajo del texto. Pero ¡vaya digresión que nos permite ver cómo funcionaba la búsqueda interior de nuestro autor! AD.

(3 de junio) La imagen-arquetipo del niño no designa la totalidad del alma, sino que en-carna cierto aspecto que vive en cada uno de nosotros, casi siempre relegado sin piedad a la oscuridad por el “yo” (alias “el patrón”). El niño encarna la inocencia (que no embota ningún sa-ber…), la espontaneidad despreocupada de sí misma, la curiosidad de los sentidos y de la inte-ligencia (a menudo importuna, y a veces sacrílega…). El niño aprende, igual que respira y bebe y come y asimila, sin embotarse jamás ni dejar de ser niño…
Esta imagen del niño afloró en mí progresivamente, en los dos o tres años que siguieron a los “reencuentros” de que hablo aquí. Llegó a ser plenamente consciente y explícita en 1979, con mi primera reflexión filosófica sistemática, sobre la fuerza de Eros en los procesos creativos, y sobre el abrazo creador, en todas las cosas, de las fuerzas y cualidades cósmicas de lo “feme-nino” (o “yin”) y de lo “masculino” (o “yang”).
En la naturaleza del niño está lanzarse al encuentro de la Madre, del Mundo. Y su impulso se nutre de la pulsión de Eros, la energía que lo mueve es la de Eros. Yo tendía a confundir el niño con Eros, hasta hace muy poco. Sólo he sido desengañado por el conjunto de “sueños metafísi-cos” que me vinieron a principios de año. Ellos son los que llamaron mi atención sobre la reali-dad de esencia espiritual que es el alma (¡en la que hasta entonces jamás hubiera pensado!), y sobre esa misma cualidad espiritual esencial del niño. Eros, él no es de esencia espiritual, sino animal. (¡Eso ha cambiado mucho mi visión de las cosas! Sin embargo, la realidad carnal y el amor carnal son parábolas eternas de la realidad espiritual y del amor a nivel espiritual.) En mis sueños, Eros nunca aparece en forma humana, sino en forma de animales (2): perro o gato casi siempre, el perro encarnando el aspecto impetuoso, insaciable, hambriento de Eros, y el gato el aspecto yin complementario: lascivo, dócil, aterciopelado – ¡pero cuidado con las garras!
Esos mismos sueños también pusieron de relieve otra personificación del alma, que ten-día a no ver o a olvidar si más: al igual que el niño representa la eterna juventud, la inocencia en nosotros, el espíritu representa la edad, la madurez, el saber (espiritual), y sobre todo, la responsabilidad de nuestros actos y nuestra conducta. Bajo el nombre del “obrero”, ya me lo había encontrado desde hace siete u ocho años, pero tenía una enojosa tendencia a confundirlo con el niño . Pero su verdadero rol frente al niño es el de padre adoptivo – el de quien vigila sus necesidades y que, cuando la ocasión lo exige, le reprende con cariño y con toda la firmeza necesaria. Lo que aún no había comprendido es que, en la “empresa familiar” que es la psique, hay un “Jefe” instituido, un cabeza de familia; y que en modo alguno es el “yo” (¡el llamado “patrón”!), encargado solamente (cuando se extralimita en sus funciones) de las tareas de intendencia (y que desde ahora más valdría llamar el “intendente”), ni Eros, ni el niño, sino más bien el espíritu (alias el obrero).
Es verdad que en esa familia, tan a menudo desunida, es más que raro que el espíritu asuma ese rol que le incumbe. Casi siempre es el intendente el que se hace el amo (a menudo adornándose de “espíritu”), cuando no son los perros y los gatos – perdón, habría que leer “Eros”, o ambos a la vez, imponiendo su ley mal que bien ¡cada uno por su lado! En mi casa tam-bién el nene tenía su voluntad (¡y ya son tres!), y nene, perros, gatos, intendente hacían la fiesta – ¡al que no se veía era al cabeza de familia!
Me parece que en la literatura religiosa cristiana, el término “espíritu” no designa casi nunca el espíritu del hombre, ese cabeza de familia con tanta frecuencia dimisionario, sino el espíritu de Dios, presente y activo en la psique, sin que por tanto forme parte de ella (3). Lo llamaré simplemente “Dios”. Me parece que es un Ser de la misma especie o esencia que el alma (que es “espíritu” al igual que Él), pero de una magnitud infinitamente superior a ella. Se le puede ver como un Huésped permanente y discreto en la casa familiar, de alto rango (¡por decir poco!) y que sin embargo, paradójicamente, casi siempre pasa desapercibido. Habita, lejos de toda mirada, en los sótanos más profundos – lo que no Le impide ver, en todo momento, en un cuadro animado y completo todo lo que ocurre, desde los graneros hasta las bodegas. De esos mismos lugares ocultos de la casa en que se hospeda, es de los que habla y trata cuando lo juzga oportuno. Y cuando Él habla, siempre es (me parece) al cabeza de familia, al espíritu, al que se dirige. Casi siempre éste se hace el sordo, hasta el punto de que a menudo me asombro de que Dios no se harte de hacerle señas de mil formas. Tendré amplia ocasión de volver sobre ex-traña sordera…

Alexander conoce bien todo el descubrimiento, hecho por Freud y Jung, del subconsciente profundo y su afloramiento al consciente a través de sueños, “insigths” o, como prefiere nombrar Légaut, “mociones o voces internas” que solo en recogimiento interior se pueden captar. Pero él no sigue procedimientos técni-cos de moderna psicoterapia para desvelar sueños o mociones interiores. Y cuando escribe esta nota no ha leído aún a Légaut. Tal vez le haya inspirado alguna imagen interior Santa Teresa en sus Moradas, mísica por la que algún sitio expresa su preferencia por su escritura e imágenes. AD.

También tendré amplia ocasión de hablar de mi progresivo descubrimiento, a lo largo de los diez u once últimos años, de ese invisible Huésped de la casa. Al principio le conocí como el So-ñador, el Creador de los sueños, del que trataremos mucho en este libro. Por ahora baste añadir que para los procesos y actos que tienen lugar en la psique y provienen de las capas profun-das, a menudo es muy difícil, incluso imposible, decir cuál es la parte de Dios y cuál la del alma. Cada vez más, sin embargo, tiendo a ver la iniciativa decisiva de los procesos y actos creativos, y la fuerza renovadora que hay en ellos, como proveniente de Dios. El papel del alma, y sobre todo del espíritu que es su instancia dirigente, se me presenta sobre todo como el de una aquiescencia más o menos completa, más o menos activa, a los designios y sugerencias de Dios, de una colaboración con ellos con más o menos celo e intensidad. Estoy convencido de que así es al menos al nivel espiritual, y que en cada uno de los numerosos “umbrales” que el alma ha de franquear en el largo camino del conocimiento, la acción de Dios (aunque a menudo permanezca ignorada) es la fuerza decisiva para pasar de un nivel de consciencia al nivel superior.
(4 de junio) Como me he dejado llevar a hacer la presentación de los principales miembros de la “pequeña familia”, sin contar al Huésped discreto e invisible de las moradas subterráneas, qui-siera añadir aún un último, dejado a cuenta ayer: el cuerpo.
A menudo tiendo a olvidarlo, ese gran mudo, cuando paso revista a los personajes que se agitan y se enfrentan en la psique. Al hacerlo, no hago más que ceder a un presupuesto cultu-ral, que tiende a hacer una separación clara entre el cuerpo bien tangible por una parte, y por otra la elusiva psique que lo habita y lo anima. Sin embargo, mis sueños me enseñan otra cosa. El cuerpo no es hábitat o morada, sino también un personaje. Y ciertamente, al igual que los otros cuatro miembros de la familia de los que hablé ayer, el cuerpo tiene sus (humildes) nece-sidades, su voluntad (terca), su voz (raramente escuchada…). Y también y sobre todo, un co-nocimiento, una sabiduría – sabiduría inmemorial, sabiduría sin palabras, eficaz y poderosa, que a menudo me ha parecido exceder con mucho al flaco saber del cabeza de familia (alias el “espíri-tu”), y al del intendente (4).
Cediendo a los mismos consensos culturales, he llegado a confundir “el cuerpo” (visto como fuerza o como voz actuando en la psique) con Eros. En este momento vería a Eros más bien como un árbol vigoroso (o que debería serlo…), que hunde sus raíces en el rico y delicado terreno fértil del cuerpo. Pero ese terreno fértil no es inagotable, y si el árbol prolifera de modo descontrolado, el terreno se agota, y finalmente se marchita el árbol mismo, y su ramaje, y toda la profusión de vida que porta.
El cuerpo se distingue de los otros “personajes” psíquicos por el hecho de que se manifiesta por una encarnación material y orgánica tangible. Por eso mismo, también es el instrumento por excelencia de la psique, tanto para aprehender el mundo exterior con los sentidos, como para actuar sobre él. Pero ya no podemos separar más el instrumento de la psique de la que verdade-ramente forma parte, como no podemos separar las manos, instrumentos del cuerpo, de ese cuerpo del que igualmente son parte.
El arraigo de Eros en el cuerpo, o el de la psique toda entera, se sitúa sin duda en las ca-pas profundas, morada del Huésped. Es ahí, muy lejos de la mirada del hombre, donde se atan y desatan la relaciones delicadas y profundas entre el cuerpo y la psique en su conjunto (5) – sin contar al Huésped invisible y misterioso que, seguramente, participa a su manera. Y también está fuera de duda que el cuerpo es para la psique, no sólo terreno fértil e ins-trumento, sino también medio de expresión por excelencia. Esperanzas y decepciones, empuje y dimisiones, armonía, disonancias, tensiones pasajeras o inveteradas… se inscri-ben, como en una delicada cera, en cada una de nuestras células, en los órganos y sus hu-mores, en el tono de los tejidos y la textura de la piel, en las actitudes y movimientos y evo-lución del cuerpo, y en la expresión del rostro y la mirada y el timbre de la voz y la plenitud de la respiración…, con una huella de una finura infinita, incomparable, lograda…
Y cómo no pensar aquí en el sueño, cuando es la misma psique adormecida la que deviene “cera” entre las manos del Soñador, durante uno o dos sueños, para expresar con un arte inigualable, desde los grandes trazos hasta los matices más delicados, la realidad profunda de lo que ella fue durante la vigilia…
Ésa es, bien lo sé, no una simple huella “mecánica”, sino obra de arte, obra del Maestro de los maestros con la Mirada y con la Mano. Y no puedo dejar de preguntarme si el “lenguaje del cuerpo” que acabo de evocar, al igual que el lenguaje del sueño, lejos de ser un simple “re-gistro” desprovisto de intención, no sería también un lenguaje creador en las manos del Creador, del Maestro – del Huésped invisible y silencioso de los sótanos. Al que supiera leer en la cera del cuerpo, ese lenguaje le diría la verdadera y punzante novela de toda una vida, vista desde las profundidades, como ojos humanos jamás podrán verla ni palabras humanas de-cirla. Y tal enfermedad incurable que devasta una vida agotada, quemada por el exceso de su propia violencia – ése sería el último capítulo de la magistral novela de una existencia terrestre, trazado con mano fuerte sobre el pergamino del cuerpo por el invisible Maestro de la vida y de la muerte.
A decir verdad, estas reflexiones me hacen entrever que en Dios, el Creador, la Mirada siempre es inseparable de la Mano, el Acto por el que Él conoce, de aquél por el que Él expresa ese conocimiento y le da voz 378. Pienso que así debe ser en todo momento y lugar, sea Su cera o Su tela el cuerpo del hombre o su alma adormecida, célula viva, molécula, planeta o galaxia. Y su acción en la psique, seguramente, no se limita a los raros momentos en que el hombre mismo se asocia a su Creador para hacer una obra creativa con Él y crecer así en su espíritu. Sino (me parece) que está presente en todo instante, durante el sueño como en la vigilia. Y esa acción incesante es relato.
Sólo Dios sabe leer en su plenitud esos signos, y ese relato que forman, escrito por Su mano y para Él – el imperecedero relato del que nosotros mismos formamos y tejemos, al hilo de los momentos y al hilo de los días, al hilo de los años y al hilo de nuestras muertes y de nues-tros nacimientos, la trama incontable y la inagotable substancia.
(5 de junio) He mencionado de pasada, antes de ayer, el primer sueño que (entre otras cosas) llamó mi atención sobre la existencia del alma. Fue hace año y medio. El alma estaba represen-tada por una joven tumbada, con una larga y abundante cabellera húmeda y enmarañada extendi-da por detrás, que otra mujer de más edad, desenredaba pacientemente y peinaba con sus dedos. Sentí que esa mujer tumbada, de aires muy femeninos, representaba lo que en mí vive la expe-riencia y el saber de las cosas, que prueba y saborea sensaciones y emociones, atraída por lo “agradable” y “placentero”, repelida por lo “penoso” y por lo “desagradable” – con, tal vez, una ten-dencia a dejarse llevar por ese juego, por ese balanceo sin fin entre lo que atrae y lo que repele, revoloteando de flor en flor y procurando, de paso, no pincharse con las espinas…
Hasta entonces nunca había prestado atención a ese rostro de la psique de las cien caras.

Para designarlo, el pensamiento del “alma” no se presentó tras el sueño. Apareció durante el trabajo. (Un trabajo excepcionalmente largo: ¡nueve días seguidos!) Pero cuando llegó, “hizo tilt”: ¡era mi alma, sin duda, la que representaba la joven de abundante cabellera! Durante todo el año siguiente, cuando me daba (rara vez) por pensar en “el alma”, la veía bajo sus trazos difu-sos y soñadores.
No fue hasta después de mis sueños de los pasados meses de diciembre y enero, que rela-cioné esa “alma” con las figuras del “niño” y el “obrero” (alias “espíritu”), familiares desde hacía mucho. Entonces quedó claro que eran de una esencia diferente, más delicada, de la de Eros. Y justo es el alma la que se supone que representa lo que en mí es de naturaleza espiritual, es decir de naturaleza cercana a la del Soñador – o, lo que es igual (como me había dado cuenta desde ha-cía poco), a la de Dios… Seguramente el niño y el espíritu debían representar “caras” o “rostros” complementarios, uno yang y otro yin, de esa alma que hasta entonces había visto bajo la for-ma indistinta y los trazos difusos del rostro aparecidos en ese sueño medio olvidado…
Después, he pensado en situar el aspecto “yin” del alma, encarnado por ese rostro de mujer envuelto en brumas, en relación a los dos personajes familiares. Me evoca el nombre de “Psi-que”, símbolo tradicional del alma, surgido de la mitología griega. Por contra, los nombres “espí-ritu” y “obrero” son de connotación fuertemente masculina. Pero bien sabía que la entidad psíquica que designan también debe presentar aspectos y trazos “femeninos” o “yin”, emparejándose con los trazos “masculinos” o “yang”. Ella representa la madurez del alma, frente al de su inocencia creativa representada por el niño, y ése bien es un aspecto yin frente al niño que personifica el aspecto yang complementario (conforme a las parejas cósmicas yinyang: madurez–inocencia, ve-jez–juventud). Dicho esto, actualmente veo a Psique (¡atención a la mayúscula!) como personi-ficación de los trazos “femeninos” (o “yin”) en el espíritu–obrero. En esta dialéctica, repre-sentaría pues el “yin en el yin” del alma, en tanto que esposa, en suma, en una “pareja cósmi-ca” cuyo esposo encarnaría los trazos viriles del espíritu–obrero, el “yang en el yin” del alma.
A decir verdad, los aspectos del espíritu que habían sido evocados anteriormente, a parte de la madurez, especialmente el saber y la responsabilidad, y sobre todo su función de “Jefe”, de instancia dirigente de la psique, ya eran de connotación fuertemente masculina, al igual que los nombres “espíritu” u “obrero” que lo designaban. Eso sugería usar en adelante esos nombres para designar más bien la “vertiente” o el “rostro” yang del espíritu humano, complementario del “rostro yin” encarnado por Psique. Es un simple apaño, debido a la ausencia de un nombre propio mítico apropiado para complementar a “Psique”. El que sugiere la mitología, a saber, su amante Eros, ¡visiblemente no es adecuado!
He pensado en Prometeo, pero no me convence mucho, y sobre todo, emparejar Psique y Prometeo haría estremecerse a los humanistas, y prefiero no echármelos a la espalda. Que-daría pues una pequeña ambigüedad en el sentido que para mí tiene la palabra “espíritu” (hu-mano). La misma que en la palabra “hombre”, que designa tanto un “humano” (hombre o mujer) como un “humano masculino”. Pero cuando hable del espíritu (alias el “cabeza de familia”) como uno de los miembros de la “pequeña familia”, se entenderá que figura como esposo de Psique. De todas formas, para darle un nombre propio que no moleste a nadie, podríamos lla-marle Prommy. (Todo parecido de este nombre visiblemente yanqui con cualquier nombre griego es pura coincidencia).
Así, he aquí por fin reunida al completo la “pequeña familia”, o al menos sus seis miembros principales. He aquí el cabeza de familia, Prommy (alias el espíritu, alias el obrero), y su encan-tadora esposa, Psique, más su hijo (adoptivo 379, pero eso es casi un detalle), llamado “el niño”, o “el nene”, o también, por qué no, Tommy. Está el cuerpo, Corry, y está Eros 380, que se lleva bien con Corry y con Tommy, pero que a menudo desconfía de Prommy. Psique, ella, tiene un poco de debilidad por él, y es comprensible, pues es guapo como pocos y tiene la mano suelta… Para terminar el cuadro, he aquí el intendente: astuto, cobarde, vanidoso como pocos y menti-roso descarado, y que tiene una clara tendencia a hacerse el patrón. Por esa razón, y para darle gusto, le llamaremos Patry. Según el caso, se lleva a navajazos con Eros, o lo pone por las nubes – ¡cualquiera se fíe de él! Es su manera de embaucarle y metérselo en el bolsillo mientras le estafa a muerte. Realmente no es de la familia, ha llegado de la ciudad. Pero no se trata de echarle, y se “lidia con él” como se puede.
En fin y para que conste, está el Huésped, el Invisible, el Olvidado (que por poco casi lo olvido yo también), oculto en no se sabe qué bodegas secretas de la casa familiar. No se le ve, y en muchas familias tampoco se habla de él – parece que nadie se da cuenta de que Él está ahí, ni siquiera de que hay bodegas. Visto su rango, no me atrevo a ponerle un mote adecuado (como Jahvy o Brammy), prudentemente prefiero ceñirme a “el Huésped” (teniendo cuidado con la ma-yúscula). Este anonimato, por otra parte, no es más que un fiel reflejo de los hábitos algo reserva-dos de este importante personaje.
Cada “pequeña familia” tiene su Huésped, eso ha de quedar claro. Y hay tantas de estas familias, como de seres humanos en esta tierra – y no son pocos. Pudiera pensarse que también hay tantos Huéspedes diferentes. ¡Pero no! Lo extraordinario, y que merece toda nuestra atención (y nos hará comprender también que no es un Huésped como los demás…), ¡es que es un sólo y mismo Huésped para todos! Cómo se las arregla Él para estar así por todas partes a la vez, es lo que se llama un “misterio”. En tanto que Ser único, pero presente en cada uno de nosotros y actuando a Su manera, lo llamaré con un nombre decidi-damente “anticuado” y pasado de moda como yo (nunca cambiamos): es Dios. También “el buen Dios” para los amigos, y sobre todo cuando se trata de no ser solemne…

2. Un animal llamado Eros
(3 de junio) Es significativo que tal representación de Eros por animales (perros, para ser precisos) figura igualmente en algunos sueños en que el contexto mostraba sin posible ambi-güedad que se trataba de la pulsión erótica “sublimada”, es decir la pulsión de conocimiento no a nivel carnal sino (en este caso) intelectual. Eso me enseñó, sin posibilidad de duda, que a los ojos del Soñador (es decir, a los ojos de Dios), la actividad creativa intelectual (¡de la que el hom-bre está tan orgulloso!), o al menos la energía y la pulsión que animan tal creación, son de una esencia que permanece sin pulir, “animal”. Por el contrario, el “patrón” o “intendente”, que re-presenta el condicionamiento y la estructuración en la psique y que, por tanto, no es una fuer-za de naturaleza creativa, sino casi siempre inhibidora de las facultades creativas, siempre está representado bajo forma humana, a veces hombre, a veces mujer. Me quedé pasmado, ¡yo que tendía a divinizar a Eros, fuerza creativa original, y a desvalorizar a tope al “patrón”, encarnación de la represión sistemática de las fuerzas y facultades creativas! No tengo ninguna duda de que lo que acabo de señalar para la creación intelectual vale igualmente para la creación “artística”, también tributaria de la pulsión y de la energía de Eros. (El término alemán “geistiges Schaf-fen” de hecho engloba ambos tipos de actividad creativa.) En nuestros días, es más que raro que una creación intelectual o artística sea al mismo tiempo un acto de conocimiento a nivel espiritual, y por tanto un acto conjunto del espíritu de Dios y del espíritu del hombre. Pero pare-ce que sólo en ese caso sería (a los ojos de Dios) plenamente “humana”, y no “esencialmente animal”. Dicho de otro modo: parece ser que en la óptica divina, sólo el acto en que Dios mismo participa sería un acto plenamente humano – un acto que pone en juego una fuerza creativa de esencia superior a la de Eros, y que por eso escapa totalmente al reino animal y vegetal y a las fuerzas y leyes que lo animan y lo rigen.

3. El uno y el infinito
Este es un punto importante para entender el proceso de conocimiento de sí mismo, por-que describe, en un hombre acostumbrado al desarrollo del pensamiento lógico matemáti-co, la dificultad que tenía hasta noviembre de 1986 para preguntarse –¡y menos para res-ponder desde la tripas, con total evidencia (certeza)¡– si ese Soñador (para nosotros tal mejor “Inspirador, Revelador, Espíritu divino”, como le nombrará también AG) es solo parte de mi yo, u Otro ser distinto que me habla y me revela el sentido de mi vida. AD.

(4 de junio) .,Después de ayer, en que escribí esas líneas, he mantenido una larga conver-sación telefónica con un colega y amigo desde hace mucho, antiguo sacerdote católico y en tiempos apasionado de las cuestiones religiosas y de su sacerdocio. Por las reacciones de mi amigo a mis preguntas y por las aclaraciones que me ha dado, bien parecería que, incluso en los medios versados en teología, no hay una distinción neta, ni en el lenguaje ni en los espíri-tus, entre el espíritu “de Dios” y el espíritu “del hombre”, con más precisión: entre el “espíritu de Dios” (o simplemente “Dios”), presente tanto como Observador perpetuo como Fuerza activa (¿ocasional?) en la psique de tal persona, y el “espíritu” (o “cabeza de familia”) que en ella repre-senta, de alguna manera, su “identidad espiritual”.
La cosa me parecería increíble, si no se solapase con algunas impresiones de lecturas re-cientes. Me parece algo tan grosero como si hubiera una confusión, en el lenguaje y en el es-píritu de los matemáticos, entre el número 1 y el número ∞ (el infinito), bajo el pretexto de que ambos son números; y que quererlos distinguir fuera visto como una especie de sutileza filosófi-ca o lingüística, de la que podría pasar el matemático que no fuera también un erudito en la eti-mología de los términos matemáticos. Pero volviendo a la psique y al alma: eso significa no sa-ber, o no querer, distinguir entre Monsieur Durand (o al menos, el alma o el espíritu que lo ha-bita), ¡y el buen Dios en persona! Sin embargo, aunque su alma (no lo dudo) es eterna, Mon-sieur Durand no es ni omnisciente ni infalible ni omnipresente ni todopoderoso – eso ya marca algunas pequeñas diferencias.
Esto me recuerda, es verdad, la perplejidad tácita en que me encontré durante una decena de años sobre la naturaleza del Soñador: ¿forma Él parte de mi psique, o es un “Ser” que existe independientemente de mi propia persona? (Véanse esas perplejidades en la sección “Reen-cuentro con el Soñador – o cuestiones prohibidas”, no 21.). Sin embargo la intuición inmediata y mi sano instinto espiritual, por no decir el simple “sentido común filosófico”, claramente me de-cían la respuesta a una pregunta tanto tiempo informulada. Y mi relación con Él, el Soñador, desde que Le conozco y sin que tuviera que plantearme la cuestión, siempre ha sido una rela-ción con Otro – con alguien que era infinitamente superior a mí por su conocimiento profundo, por la penetración de la mirada, por la potencia y la delicadeza de los medios de expresión, por la infatigable benevolencia, y por la infinita libertad…
¿Como no sentir “en las tripas” tales diferencias enormes, cómo ignorarlas, o ver en ellas al-guna sutileza insólita de teólogo o lingüista? Cuando “Dios” no es más que una palabra, un con-cepto, una fórmula aureolada de gloria, ingrediente de un discurso o de un rito, litúrgico o inte-lectual – entonces de acuerdo, entonces es un poco como ese famoso “sexo de los ángeles” que nadie ha visto jamás. ¡Pero no cuando hay una experiencia viva de Dios! Entonces ya no es una cuestión de erudición o de filosofía, ni siquiera de “fe” en esto o aquello – sino simple evi-dencia…

4. Sabiduría del cuerpo y acción de Dios
(5 de junio) . El “saber” del intendente es puro producto del condicionamiento (y como tal, simple reflejo de los consensos culturales de la sociedad ambiente), y de las reacciones de la psique a ese condicionamiento. Hace la función de estructurar la psique, y verdaderamente no tiene la naturaleza de un saber o un conocimiento verdaderos.
En cuanto al conocimiento y la “sabiduría” del cuerpo, y a sus asombrosos recursos creati-vos, podemos preguntarnos si se reduce al normal desarrollo, por así decir “mecánico”, de leyes físico-químicas y biológicas que se han desarrollado e instaurado “de una vez por todas” a lo largo de la evolución de la vida sobre el globo, o si no sería más bien la expresión actual y activa de la sabiduría de Dios y de Su voluntad, que intervendría creativamente, en un sentido u otro, al menos en ciertas ocasiones particulares. Pienso especialmente en la aparición y el desarrollo de una enfermedad o, al contrario, de una convalecencia, o en los procesos uterinos alrededor de la ovulación, de la concepción. de la gestación del feto y del parto. Ésos son, evidentemente, procesos fisiológicos indisolublemente ligados a procesos a nivel de la psique y a nivel espiri-tual. Este simple hecho parece imponernos ya la respuesta a la cuestión precedente, al menos en todos los casos en que tales lazos entre realidad biológica y actitudes y sucesos a nivel de la psi-que y del alma, no dan lugar a dudas. A menos que se admita que la psique y su voluntad propia (y especialmente su voluntad inconsciente) tengan el poder de dar órdenes al cuerpo, al nivel de los mecanismos celulares y orgánicos más delicados (que escapan casi totalmente, es necesa-rio subrayarlo, al saber y la influencia de la medicina). Pero tal suposición me parece violentar al más elemental sentido común filosófico – a menos de investir al Inconsciente de poderes y de una sabiduría más que sobrehumanas, y por eso, prácticamente, divinizarlo. Simplemente habríamos reemplazado (siguiendo el ejemplo dado por C.G. Jung) el viejo buen Dios de antaño por “el In-consciente”. Decididamente, ¡el progreso no se detiene!
La cuestión está muy relacionada con el origen del sueño, rozada ayer: ¿el sueño es obra de la psique misma? Ahí al menos, conozco la respuesta sin posibilidad de duda, y a decir verdad, me la ha dicho el Soñador Él mismo (sin que yo le diera mucha atención), ¡con el pri-mer sueño que me tomé la molestia de sondear! Y tengo el sentimiento de que en el cuerpo los delicados mecanismos moleculares y celulares están tan fuera del alcance de los limitados medios de la psique, como los las más vertiginosas y profundas improvisaciones del Soñador.

5. A amo dócil servidor violento – o cuerpo, espíritu y ego
(5 de junio) 384 Presumo que las capas de la psique en cuestión aquí están muy por debajo de aquellas donde se extienden el “yo” o “ego” (personificado por el “patrón” alias el “intenden-te”), y que el “arraigo” del que hablo no concierne, fuera de la pulsión erótica, más que al alma propiamente dicha. Después de la muerte del cuerpo, debe haber un “desarraigo”, más o menos laborioso y más o menos penoso según el caso, del alma arrancada de su “terreno fértil” corporal – un poco como una planta que fuera arrancada, con sus raíces, del huerto familiar, para ser trasplantada a otro. Me parece probable que ese momento tan delicado (como el de la con-cepción y el nacimiento), en el largo peregrinar del alma de nacimiento en nacimiento, no se de-je al cuidado únicamente del desarrollo de las leyes que rigen la realidad físico-química, biológi-ca y espiritual (trabajando en estrecha coordinación unas con otras), y de las reacciones del alma de la que se encargan esas leyes; sino que haya una intervención expresa de Dios, confor-me a Sus designios e intenciones respecto de esa alma en ese momento particular. Mis “sueños metafísicos” me parece ¡ay! que no dan respuesta a esta cuestión, ni a las cuestiones cercanas planteadas en la nota anterior.
Lo que he dicho más arriba sobre el ego y su relación con el “terreno fértil” corporal no sig-nifica, por supuesto, que los impulsos, apetitos, ideas, miedos, intenciones, etc. propios del ego no tengan repercusiones (“psicosomáticas”) a nivel del cuerpo, que necesariamente se harán a través de las capas más profundas del Inconsciente, en estrecha simbiosis con el cuerpo. Eso sólo significa que esa acción del ego nunca se ejerce directamente, sino a través del alma, y esto conforme a las relaciones que el alma mantiene con el ego. Así, los impulsos agresivos arraigados en la estructura egótica tendrán repercusiones totalmente diferentes a nivel del cuerpo, según que el espíritu se deje “arrastrar” por ellos y los tome como suyos, o que mantenga su autono-mía y los “asuma” de un modo u otro. Igual que un amo débil que se dejase contaminar por el temperamento violento de un sirviente vendría a degradar él mismo las partes de la vivienda a las que ese servidor no tuviera acceso, mientras que nada de eso pasaría si permaneciera fiel a sí mismo y soportase al sirviente (si no consigue hacer las paces) mientras se distancia de su vio-lencia y le prohíbe darle rienda suelta.

6. El papel del sueño – u homenaje a Sigmund Freud
(1 de mayo) Freud afirma exactamente lo opuesto. Para él, la función del sueño, de todo sueño sin excepción (es categórico), sería proporcionarnos una gratificación (consciente o inconsciente). Me parece entender que esa extraña concepción apenas ha sido seguida después de Freud, y que ya nadie la practica ni la menciona. Mi experiencia del sueño la contradice de dos maneras.
Por una parte, entre mis sueños, los que me hacen vivir una gratificación consciente o in-consciente son la excepción, en modo alguno la regla. Para ser precisos, habría que distinguir la gratificación en el sentido propio del término, es decir “el placer por el placer”, con el verdade-ro placer, e incluso alegría, que siempre, cuando se nos presenta (y a este respecto el sueño no es diferente de lo que vivimos despiertos), viene “por añadidura”. La vanidad, es verdad, no conoce el verdadero placer, ese delicado perfume de las cosas, esa alegría de ser. Pasa por alto el verdadero placer. Pero Eros, él lo conoce, lo que los poetas cantan bajo el nombre de “placer amoroso” y bajo mil otros. ¿Freud no lo habría conocido? Cuando teoriza, parecería que mete todo en el mismo plato, que a cualquier precio quiere reducir los delicados juegos del alma y de la psique a una especie de cálculo de “pérdidas y ganancias”, un juego en el que siempre se trataría de ganar el máximo y perder lo mínimo, con ganan-cias=placer=gratificación, y pérdidas=desagrado =frustración. Pero divago…
Hasta en los sueños que traen una “gratificación”, incluso un verdadero placer, una alegría verdadera, y aunque gratificación y placer estuvieran dotados de una energía psíquica inmen-sa, dejando entre bastidores todo lo demás – hasta en ese caso, un examen profundo revela siempre que la intención del Soñador no es la de “gratificar”, la de procurar una experiencia agra-dable, un placer o una alegría; no más que en los sueños en que siento frustración, dolor o triste-za, el propósito no es “mortificarme”. La razón de ser del sueño siempre es darme una ense-ñanza, hacerme sentir (con un cuadro vivo del que soy el principal actor) cierta realidad que se me había escapado. Pero esa intención del sueño y esa enseñanza (o ese “mensaje”) aparecen mucho después, una vez que se ha desprendido de la influencia de la emoción y se examinan con extremo cuidado, uno a uno, todos los “detalles” del sueño, incluyendo los que parecen ínfimos, apenas percibidos e inmediatamente barridos del campo de la consciencia por el impresionante primer plano de la cautivadora experiencia de delicias o tormentos. Son el género de detalles, he de subrayar, que jamás figuran en los relatos o los “protocolos” de los sueños. Extrañamente éstos siempre parecen sin sangre en las venas, “en los huesos”. Pero yo sé que incluso donde Él habla en voz baja, donde parece que masculla, el Soñador no dice una palabra de más. El sueño no es una foto, sino una obra de arte. “Simplificarla”, es destruirla…
Tendré que volver de forma más detallada sobre estas delicadas cuestiones, en la parte de este libro consagrada al trabajo de “interpretación” de los sueños. Igualmente y sobre todo, cuento con volver sobre el papel pionero de Freud, papel que estoy lejos de querer minimizar, muy al contrario. Cierto es que las teorías de su cosecha que conozco, y sobre todo la luz con la que ve la psique y el sueño, me parecen irremediablemente, fundamentalmente falsas. Pero eso casi es un detalle. Eso no impide que Freud, ése innovador intrépido y honesto, ese visionario de coraje sin igual, sea para mí una de las grandes figuras en la historia de nuestra especie. Le debemos las ideas más revolucionarias sobre la psique, y las más fundamentales, desde nues-tros orígenes – aquellas que antes de él nadie había osado concebir, y mucho menos proclamar. Sus aberraciones dogmáticas se decantaron por sí mismas a lo largo de las siguientes generacio-nes, y pronto terminaron por ser borradas con el olvido. Pero mientras haya en la tierra hombres ávidos de escrutar y comprender la psique del hombre, e incluso si el nombre de Freud termina por caer en el olvido (suponiendo que la humanidad pierda hasta tal punto la memoria de los más grandes entre nosotros), sus grandes ideas maestras permanecerán vivas por siempre.

7. Arquetipos y manifestaciones de Dios
Hay que notar que desde el número anterior no siguen estos números de la presente en continuidad cronológica con los anteriores
(22 de mayo) Además algunos de mis sueños me han convencido de que lo que digo sobre el arquetipo del acto creador también es cierto para cualquier otro arquetipo, como el de la Ma-dre. o el Padre, o el del Hijo (que se confunde con el del Hermano) o la Hija (alias la Hermana), el del Niño, y particularmente el niño pequeño (¡que de pronto pierde la mayúscula!), o, al contra-rio, el del Viejo. Los arquetipos se me presentan como diferentes “aspectos” de la naturaleza de Dios, susceptibles de ser privilegiados por Él para manifestarse a la psique humana (incluso animal), bien sea en el sueño o de cualquier otra manera. Dios es a la vez Madre, y Padre, a la vez viejo lleno de conocimiento y sabiduría, y niño pequeño con todo el frescor de la inocencia; igual que también es el hombre, o la mujer, en la flor de la vida. Y es la amante, como es también el amante…
En todo caso, lo que sé sin posibilidad de duda, es que Él se me ha presentado (o Ella se me ha presentado) en sueños bajo todas esas formas, tomando una u otra según lo que Él (o Ella) tuviera que enseñarme. También Le he sabido reconocer bajo forma de animal, o de grupo de animales. Y también bajo la forma de un grupo de jóvenes jugando al balón. Hasta el punto de que he sido conducido a preguntarme si toda especie viva sin excepción, y en el seno de cada una (y más particularmente, en la especie humana), cada una de sus principales modalidades de existencia (según el sexo, edad, prosperidad o pobreza etc.), incluyendo los grupos de indivi-duos correspondientes a ciertos caracteres “típicos” – si cada una de esas innumerables enti-dades no constituye uno de los “aspectos” de Dios (entre la innumerable infinidad de Sus as-pectos), y por eso mismo, un “arquetipo” potencial y un posible modo de aparición de Dios, es-pecialmente para manifestarse al hombre.
Si así fuera (como tiendo a pensar), habría por tanto que ver en toda especie viva sin excepción una “encarnación” de Dios, por la que se manifestaría de modo permanente, en el plano de la existencia terrena, cierto aspecto de Su naturaleza eterna. Dios “es” la especie humana, como “es” también “el trigo”, “las ortigas”, “las hormigas”, “las vacas”, “las serpientes” etc. El aprecio o menosprecio, diferentes de una cultura a otra, de ciertas especies, por supuesto que tienen un valor muy relativo. El nombre de “vaca” (animal sagrado en la India) sirve de insulto en Francia, lo que no impide que Dios se me haya presentado en forma de vaca, e incluso que la vaca y todo lo relacionado (hasta ?’lo diré? el estiércol…) haya jugado un papel particularmente impor-tante en buen número de mis sueños “místicos”. Señalaré al respecto que en varios sueños la vaca aparece como un símbolo femenino del “Espíritu Santo”, mientras que el caballo es su sím-bolo “masculino”. Antes de que mis sueños me hablaran de él, tenía al “Espíritu Santo” por una ficción teológica. Ahora sé que es una realidad tan tangible como el calor que desprende una es-tufa.
Lo mismo vale para el aprecio asociado al status social. Dios se me ha presentado en al-gunos sueños en la persona de un hombre rico y considerado o de un alto funcionario (y hasta de un prefecto de policía, ¡lo siento!), y en otros en la del niño de unos miserables emigran-tes norteafricanos en un suburbio de una gran ciudad; y aún en otro como zapatero de un pueblo encorvado por la edad, llevando su asno al campo. Si Le ha parecido bien hacerlo así, me fío de Él en que será por buenas razones y para mi bien…

8. Sueño y libre arbitrio
(20 de mayo)387 Después de estar indeciso mucho tiempo, he terminado por convencerme de que durante el sueño, estamos temporalmente privados de nuestro libre arbitrio. (Al igual que un pincel en la mano del pintor, o la pluma en la mano del que escribe, carece de libre arbitrio.) Así, puedo escribir sin reservas que nuestro papel en el sueño es “totalmente pasivo”
– y esto aún cuando en el escenario del sueño (en la “parábola” representada en el sueño) nuestro papel fuera vivido como intensamente activo. Se impone la comparación con los actores de una obra de teatro, que siguen rigurosamente las consignas del director. Pero esta compa-ración es imperfecta, pues los actores conservan su libre arbitrio, y no pueden encarnar sus pape-les más que si “ponen de su parte”. Mientras que en el sueño, es el Director mismo quien, en cada instante, como si hubiera tomado posesión de nuestros cuerpos y de nuestras almas, nos insufla los sentimientos, emociones, nociones y hasta las percepciones que realmente tenemos (¡y muy a menudo con una viveza que raramente o nunca tenemos despiertos!), sin que tengamos que “re-presentarlos”, sin tener que entrar en una “ficción” y por eso mismo, jugar una especie de “doble juego”. Éste es uno de los aspectos más extraordinarios del sueño en general.
En la gran mayoría de los procesos creativos, la etapa de “preparación” no es “puramente pasiva”; por el contrario ésta es una circunstancia especial en el caso del sueño, totalmente excepcional a este respecto. Tal y como ha sido evocado en la sección precedente, los “compa-ses” (en cuatro tiempos) que forman los procesos de descubrimiento de alguna manera “elementa-les” (o “periplos”) tienden a sucederse y encadenarse unos a otros en el interior de un movimiento mucho más vasto. De este modo, la etapa preparatoria de uno de tales periplos es a la vez la del “trabajo” en el periplo precedente. Dicho de otro modo, los materiales (casi siempre imprevistos) aparecidos durante el trabajo en una cierta etapa de una investigación, y que destapan cierta vi-sión (representando la “culminación”, totalmente provisional, de tal trabajo), son los que, en una etapa posterior, sirven a su vez de acervo “preparando” un nuevo “periplo”; y también es la “cul-minación” de la etapa precedente, es decir cierta visión de las
cosas que ha sido su fruto, la que juega el papel de “desencadenante” para ese nuevo avance. Ahora bien, todo trabajo creativo es a la vez “activo” y “pasivo”, a la vez “yang” y “yin” – y quizás sea esa la característica que distingue el trabajo verdaderamente creativo de cualquier otro. Se sigue que en un periplo de descubrimiento que (como ocurre casi siempre) aparece como pro-longación natural de otro, la etapa preliminar, que por tanto representa un “trabajo”, no sabría ser de tonalidad exclusivamente “pasiva”, “yin”, sino que también ha de presentar caracteres “activos”, “yang”, netamente marcados.
El gran sueño es un caso único, en el que el mensaje que lleva, y el trabajo de descubrimiento al que nos convida, es como un “comienzo desde cero”, no es la continuación de algo que se hubiera logrado previamente. Lo contrario es lo que es cierto: el gran obstáculo para entrar en la comprensión del gran sueño, esos son precisamente nuestros llamados “logros”, es decir las ideas que nos hemos hecho (o que se han hecho en nosotros por sí mismas…) sobre las cosas. Si no estamos preparados para dejarlas, no tenemos ninguna posibilidad de entrar en uno de nuestros sueños, y sobre todo en un “gran sueño”.

9. Experiencia mística y conocimiento de sí mismo – o la ganga y el oro
(23 de mayo) Incluso entre los hombres que han dejado una huella en la historia del pen-samiento, son más que raros los que se han preocupado de incluirse en su mirada sobre el mundo, y y que, por eso mismo, no han sido engañados por los sempiternos y complacientes cli-chés con los que uno suele verse a sí mismo, y que al hacerlo, no han interiorizado involuntaria-mente los principales prejuicios morales, sociales, filosóficos arraigados en la cultura de la que provienen. El mismo Sócrates, que nos aconseja “conócete a ti mismo” (y por tanto algo debía tener en la cabeza al respecto…), no me parece (por lo que de él sé) que él mismo haya segui-do mucho esa excelente máxima. No tengo conocimiento del menor atisbo de un conocimiento de sí mismo en sus famosos “diálogos”, y me parece que compartía los prejuicios usuales sobre la naturaleza inferior de los esclavos, y de la mujer.
Durante los últimos diez años, me ha costado reconocer y admitir que en mi propio ca-mino de conocimiento, tomando como punto de partida y como base omnipresente el descubri-miento de sí mismo y el conocimiento que aporta, que no puedo unirme a ninguna “familia es-piritual”, ni siquiera (parece ser) encontrar alguien en quien reconocer un “hermano”, por una aventura espiritual que sentiría como “común”. Sin embargo, durante algunas semanas, a conti-nuación de ciertos sueños (en los pasados meses de enero y febrero) que sugerían la existencia de una especie de “comunidad de los místicos” (sin distinción de las religiones particulares des las que han surgido los diferentes místicos), pude pensar que esa “comunidad” bien podría constituir la “familia” que buscaba. (Era en un momento, es cierto, en que acababa de darme cuenta que de hecho no necesitaba unirme a una tal “familia”, o mejor, que el Soñador, Él solo, se bastaba sobradamente para sustituirla…) Desde entonces he podido leer textos de algunos místicos cristianos, y tomar conocimiento de ciertos aspectos de una “tradición mística” cristiana, cuyos comienzos se remontan, si no a los tiempos apostólicos (cuyo espíritu es más bien el de una militancia misionera), al menos a los primeros siglos de nuestra era. Hace ya siete u ocho años, tuve entre las manos (¡y hasta me leí de un tirón!) un texto de Santa Teresa de Ávila, que me chocó e impresionó, por una especie de unión íntima, de fusión, con tonalidades de simplici-dad, de verdad y de pasión. Ese fue mi primer contacto con un(a) místico. Ese contacto y sobre todo mi propia experiencia reciente, han suscitado en mí un vivo deseo de conocer esa “comuni-dad”, que hasta entonces me había contentado con ignorar su existencia.
Pude constatar con alegría que en dicha “comunidad”, o al menos entre los místicos cris-tianos, hay efectivamente una tradición viva que rompe con la sempiterna complacencia consigo mismo que es de rigor en “el mundo”. Me hubiera costado admitir que una comunicación viva con Dios pudiera separarse de una atención despierta frente a los movimientos de la psique que pro-vienen tanto de la vanidad como de “los sentidos” (es decir de Eros). Además, en el ambiente cultu-ral del claustro o del convento, hace falta un coraje poco común y constantemente renovado, por-que esos movimientos tan comunes, y aparentemente inseparables de la condición humana, los sienten como una verdadera deshonra del alma, incluso como una traición al amor de Dios y el sacrificio del Cristo. Su examen de conciencia se acompaña de todos los tormentos de la contri-ción, cuando no son los de un verdadero odio u horror de sí mismo. Verdaderamente esa actitud dualista de rechazo apasionado de toda una parte inseparable de la propia persona, y que hace de los primeros pasos en el descubrimiento de uno mismo una especie de martirio permanente, re-novado día tras día – tal actitud me parece casi incompatible con un verdadero conocimiento de sí mismo. ?’Cómo sería posible descubrir, sondear, conocer verdaderamente algo que teme-mos y tenemos horror? En efecto, según lo que he podido ver hasta ahora, en lo que con-cierne a la estructura del yo, la pulsión erótica, y las complejas relaciones entre una y otra, me parece que el conocimiento que testimonian los textos de los místicos es más que ru-dimentario. Toda esa inmensa parte de la psique, la que sólo un Freud se ha preocupado de estudiar, no interesa al místico cristiano (parece ser) más que como “el enemigo” del que hay que distanciarse a cualquier precio (sabiendo muy bien que en esta vida terrena ¡le es-tará indisolublemente unida!). Seguramente esta dolorosa división, ese incesante desgarro del que no puede ni se preocupa de escapar, son para él un mal necesario, un sufrimiento bienhechor, porque mantienen viva en él la fuerza de la humildad, único antídoto eficaz del orgullo, y le vuelve apto para acoger, cuando Dios quiere, los dones de la gracia divina.
Finalmente, lo que le interesa al místico en la psique, es sólo el alma, separada, por un es-fuerzo sobrehumano (o más bien en los raros momentos en que esa separación, por efecto de la gracia, se opera realmente), de sus indisolubles lazos con el cuerpo, con la pulsión erótica, y con la estructura del yo. Bien sabe, y de primera mano, que esa alma no es ninguna ficción, sino una realidad – la realidad primera, permanente, intemporal, de la que las otras tres son un envoltorio provisional o el “fuel”. La verdadera morada del alma está en otra parte – y algo sabe, de prime-ra mano y a ciencia cierta, del alma despojada y de la “Otra Parte”. Pero lo que sabe, sea poco (para alguno) o mucho (para otro), no puede decirlo con palabras. Y, en la medida en que está lleno de la pasión por la Otra Parte, seguramente es la última de sus preocupaciones contar lo que sabe. Si habla no obstante, con sus débiles palabras, de lo que no puede ser comunicado, no es (estoy seguro) movido por la imposible esperanza de hacerse entender, sino por obediencia a una Voluntad que no es la suya, y para fines que se le escapan (como se nos escapan a todos) y que no intentará sondear.
Hubiera esperado que hombre que Dios ha favorecido con la gracia excepcional de una comunicación viva y regular con Él tendrían una visión del mundo y de su tiempo de una pene-tración fuera de lo común, exenta de las orejeras y de los prejuicios del común de los mortales, que les impiden tomar nota de las injusticias, iniquidades y crueldades de toda clase, que pre-valecen en la sociedad de la que forman parte. Dios (me decía yo) no dejaría de hacerles una pe-queña señal aquí o allá, para llamar su atención. ¿Quizás la haya hecho, más a menudo de lo que se pudiera pensar? El caso es que siempre me he quedado estupefacto al darme cuenta de que mis previsiones sobre la solicitud divina y sus efectos estaban totalmente fuera de lugar. Hasta ahora, no he encontrado una sola señal en la dirección esperada. Lo mismo vale para mis re-cientes lecturas de la Biblia, incluyendo los Hechos de los apóstoles y las Epístolas apostólicas. Me he quedado “confuso”, bien puedo decir – había algo que se me escapaba, y que aún se me escapa. Algo que concierne a la vez al sentido mismo de la noción de “mal” y “bien”, y a la natura-leza de la relación que Dios mantiene con los hombres a los que Él elige revelarse, y en fin, a los designios de Dios sobre la evolución y la historia de nuestra especie. Esas son cuestiones en las que ni hubiera pensado hace seis meses, antes de que Dios se me revelase y me propor-cionara Él mismo, por la vía del sueño, las primeras bases de mi “instrucción religiosa”. Éste no es lugar para extenderme sobre estas cuestiones. Tengo la intención (o al menos el deseo) de volver sobre ellas en los próximos años – si tal empresa fuera conforme a la voluntad de mi be-nevolente y paciente Instructor.
(25 de mayo) Ayer recibí un buen montón de libros, entre ellos los que había pedido de ciertos autores místicos: Las obras de santa Teresa, las de San Juan de la Cruz, un volumen de san Agustín, “Louis Lambert” de Balzac… En vez de ponerme a trabajar, no pude evitar renovar trato con santa Teresa inmediatamente, leyendo de un tirón buena parte de su autobiografía (en la bella traducción de los Carmelitas del monasterio de Clamart). La noche siguiente, tuve un sueño largo, insistente, en gran parte “subterráneo” y por eso casi imperceptible, creo que suscitado por la lectura tan atractiva que venía de hacer. Creo comprender que, entre otros, debía llamar mi atención sobre cierto aspecto de la relación de Santa Teresa consigo misma, que me parece bastante común entre los místicos cristianos. (Según la impresión, muy incompleta, que me he podido hacer con mis esporádicas lecturas de los tres últimos meses.) Quisiera decir algo aquí, “en caliente”.
Parecería que, en todos los autores místicos cristianos, hay una igual insistencia en el papel de lo que ellos llaman la “virtud” de la humildad, como condición indispensable para que el alma sea capaz de recibir las gracias divinas y entrar en relación con Dios. En santa Teresa (y seguramente en muchos otros místicos cristianos si no en todos ), la actitud o el estado de humildad aparece inseparable de una practica vigilante del conocimiento de sí mismo, que cla-ramente ha llegado a ser una “segunda naturaleza” en ella. Por lo que sé, los místicos (quizás debiera precisar “los místicos cristianos”) forman la única “familia espiritual” en que tal conoci-miento se practica, y esto además, como algo evidente. Esta práctica, o esta disciplina interior, consiste en una atención despierta para detectar los movimientos del alma inspirados sea por la vanidad, sea por “los sentidos” (expresión que designa, ante todo, la pulsión erótica, sobre la que el testimonio de los autores místicos es, por supuesto, de lo más discreto).
Desde hacía mucho conocía, de oídas, el género de acusaciones que las gentes con reputación de “santidad” acostumbraban proferir contra ellos mismos, en las que veía una es-pecie de humildad afectada, un sórdido propósito deliberado; y esto tanto más cuanto visi-blemente ningún buen cristiano se los tomaba en serio, viendo en ellos simplemente un signo de humildad sublime y una prueba manifiesta de su santidad. (La “humildad”, aparen-temente, consistía precisamente en una infatigable perseverancia en acusarse de los peo-res crímenes y faltas frente a Dios, con ocasión de nimiedades inventadas seguramente pa-ra las necesidades de tan sublime causa…) Después he tenido muchas oportunidades de convencerme que la severidad a veces vehemente del místico consigo mismo en modo alguno es efecto de una afectación, sino el de un auténtico conocimiento de sí mismo. Si hay un “propósito deliberado”, no proviene de una “afectación” individual, sino de toda una nube emocional e ideológica que rodea la noción de “pecado”, impregnando profundamente las visiones judía y cristiana del hombre y de su relación con Dios. Ése es un clima cultural que he llegado a rozar, pero al que he permanecido relativamente ajeno, me parece. Segu-ramente por eso la práctica del conocimiento de sí mismo nunca ha sido para mí un calvario, sólo un austero deber, o la “puerta estrecha” por la que debía pasar para acceder a “otra parte” en la que, a decir verdad, nunca había pensado ¡juzgando que con conocer lo de “aquí abajo” era más que suficiente para tenerme en vilo! Por el contrario, y desde el princi-pio, para mí fue una necesidad y una exigencia para vivir mejor, para “sentirme bien dentro de mi piel”, para ser claro y estar en paz conmigo mismo, en la medida de lo posible . Y en los periodos de meditación, a menudo era un afán de conocimiento lo que me empujaba, de igual naturaleza que el que me anima cuando “hago mates”, movido por una pasión tranquila e intensa, por una alegría de descubrir, alejada de cualquier especie de “contrición”. Hasta tal punto mi camino de conocimiento ha sido diferente del de los místicos cristianos.
Volvamos a éstos, y a Santa Teresa. En su testimonio percibo como un “subterfugio”, des-tinado a ganarle la mano (si eso fuera posible) y de modo draconiano, a los movimientos del orgu-llo, ese gran obstáculo a la comunión con Dios. Se trata de declarar, de una vez por todas, que todo lo que proviene de nuestra propia persona o de nuestra propia alma, es irremediablemente y por su misma esencia “malo”; que no sólo las gracias divinas (sentidas como sobrenaturales), sino todo movimiento que pudiéramos considerar como benéfico para nuestro bien espiritual y como agradable a Dios, sería la obra y el mérito exclusivo de Dios, que misericordiosamente viene en socorro de nuestra naturaleza, irremediablemente corrompida e incapaz de hacer el bien.
Supongo que ésa es una actitud común en los libros destinados a introducir en la “oración” (o contemplación mística). Sin embargo hemos de pensar que el fin perseguido, a saber un estado de humildad que excluiría de entrada los movimientos de la vanidad, no se consigue –
¡sería demasiado fácil! En cuanto a mí bien sé, tanto por la observación como por el testimo-nio de algunos de mis sueños, que ese propósito deliberado es realmente un “subterfugio”, quie-ro decir: que en modo alguno se corresponde con la realidad de las cosas. Incluso puedo decir que Dios tiene gran cuidado en no conceder Sus gracias y en no darse más que con conoci-miento de causa, dejando al alma la tarea de hacer por sí misma y sin Su asistencia los trayectos que puede hacer por sus propios medios. Solamente con ese esfuerzo el alma se pone en dispo-sición de apreciar lo que son las gracias a las que éste la prepara.
Ciertamente, sólo nuestra vanidad es la que nos hace ver en ese esfuerzo un “mérito”, que sería “recompensado” por las gracias concedidas. Dios es como un rico y amoroso bienhe-chor que quisiera regalarnos una perla muy valiosa, y que sólo nos pidiera, para recibirla, pre-parar un estuche para protegerla – ¡no deberíamos tirarla en cualquier cajón! Y lo de menos es que hagamos el esfuerzo de preparar el estuche, e insigne tontería ver en ello algún “mérito”, e imaginarse que el regalo sería una “recompensa” por el modesto esfuerzo. Si lo hacemos sin dudarlo, ciertamente es a raíz de la iniciativa del donante, incitados por su amor y su favor. Pero sería falso pretender que es él quien realiza una tarea que nos deja expresamente. Ni el regalo, ni el amor que lo inspira, ni nuestra gratitud, merman por reconocer simplemente las cosas co-mo son.
Bien al contrario, a menudo he notado que las “intenciones piadosas”, cuando nos conducen a maquillar una realidad (no lo bastante rosa a nuestro gusto), siempre tienden a ir en contra del fin perseguido – la humildad, en este caso. Porque al limitarnos a creer en nuestra versión rosa, no llegamos hasta el fondo y no sabemos bien a qué atenernos. Eso crea un estado de confu-sión, de barullo, del que “el Maligno” (retomando la expresión consagrada para designar nuestra propensión a la mentira…) se aprovecha enseguida. Sabiendo bien que somos nosotros mismos los que hemos preparado el estuche, y que pretendemos lo contrario sólo por “virtud”, ya sólo hay un paso (que se da rápido) para imaginarnos, en nuestro fuero interno, que si (del mismo modo) declaramos carecer de mérito alguno en el asunto, eso sería igualmente una mentira piadosa (¡que nos honra, por supuesto!), y que el regalo viene en realidad, entiéndase bien, en justa re-compensa de nuestros valerosos esfuerzos. Ése es el tipo de “pensamientos dobles” con los que todos tendemos a funcionar todo el día, y que sólo se desactivan por efecto de una atención des-pierta. Seguramente los místicos y los santos no son la excepción más que los demás. Lo que les distingue, no es que el dicho “Maligno” se les insinúe menos (y su testimonio al respecto no deja la menor duda), sino esa atención vigilante y rigurosa.
Estas observaciones me recuerdan ahora otras, que ya me habían resultado incómodas desde el comienzo de mis lecturas “místicas”. Se trata de la valoración del “desprecio” (incluso del “odio”) del “mundo” y de sí mismo, frecuentemente pregonado (a veces también por Santa Te-resa) como una de las más altas virtudes a las que puede aspirar el alma cristiana, y una de las gracias más raras que pueda esperar. Tales acentos tienen ciertamente una tonalidad poco atrac-tiva e incluso inquietante, y se corresponden demasiado bien con ciertas excrecencias mórbi-das de la moral cristiana: ferozmente represivas, enemigas del hombre y de todo lo que vuel-va su vida digna de ser vivida, y de las que la “santa” Inquisición (contemporánea de Santa Te-resa) ha sido uno de los adornos más execrables. Y hacen una extraña pareja con el precepto evangélico que resume el mensaje del Cristo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”…
He terminado por darme cuenta de que las expresiones “desprecio”, “odio” tienen, en la pluma de los autores místicos, un sentido (sin duda consagrado por un uso secular en los ambien-tes “espirituales”) muy diferente del que adquieren en un contexto profano. Harían más bien la función de hipérboles oratorias (muy desafortunadas, hay que decirlo) para señalar el desapego, la indiferencia ; además, ciertamente, de una connotación muy clara de distanciamiento, frente a algo que se siente ante todo como un obstáculo al progreso espiritual.
Es verdad que el “obstáculo” no es en modo alguno este pobre “mundo” (es decir, sobre todo, la sociedad humana y todo lo que nos liga a ella), sino nuestro propio apego a los bienes de dicho “mundo”, que nos esclaviza. Mirando de cerca, además, la expresión “desprecio (u odio) del mundo” marca, no un desapego, sino un apego y una sujeción a la cosa declarada “despreciada” u “odiada” – pues ese desprecio y odio son formas muy fuertes de apego y de-pendencia. (Mientras que el amor, en el sentido evangélico pleno, libera al que ama…) Segu-ramente, aunque utilicen un lenguaje ambiguo (y por eso mismo, peligroso…), los místicos sa-ben bien, y mejor que nadie, que el obstáculo no está en “el mundo”, sino en ellos mismos. De ahí, seguramente, lo que llaman (sin pensárselo dos veces) el “desprecio” y el “odio” de uno mismo.
Parecería que ese “uno mismo” nunca se pone en claro. Sin embargo, uno termina por comprender que designa a la vez el cuerpo y sus humildes necesidades, el “yo” (tenaz reflejo de “el mundo”) con su vanidad y sus antojos, y “los sentidos” y las dulzuras que nos prometen. E incluso el alma, me ha parecido, está incluida en el cuadro, en la medida en que está sujeta (¡y bien sabe Dios que lo está!) a las tensiones que vienen de esos tres compañeros; e inclinada a ceder un po-co. Eso ya es bastante, para ese “uno mismo”; hasta el punto de que uno se pregunta qué más queda…
“Despreciar”, en el sentido propio del término, ese “uno mismo” o alguna de sus partes, ciertamente es de lo más fácil y de lo más común. (Pero casi siempre, es verdad, no a nivel consciente.) Para eso no hace falta una gracia especial de Dios – ¡muy al contrario! Y claramente no es de eso de lo que se trata, en la pluma de una Santa Teresa, o de un Maestro Eckehart. Decididamente ni una ni otro son personas que “se desprecian”, o (en el caso de Santa Teresa) que despreciarían a nadie. En ellos se siente una fortaleza alegre y serena que elocuentemente desmiente a tales expresiones de “desprecio” u “odio”, tomadas por ellos sin pensárselo dos ve-ces, porque otros antes que ellos también las habían utilizado.
Por el contrario, lo que es seguro es que ellos son los dueños de su casa, tanto como pueda serlo el espíritu humano en su morada. Lo quiera el amo o no, entre él y sus sirvientes, hay de-pendencia mutua. Aunque él mande y los sirvientes sean obedientes, la voluntad de uno no es la del otro, aunque ésta se someta. “Odio” y “desprecio” no cambiarían nada, o a lo más que el amo habría dejado ya de serlo.
El hecho es que estos términos, cargados de sentido, expresan un propósito deliberado, por no decir una pose, consagrado por un largo uso de muy mala ley. Así el hombre, so capa de “pie-dad”, finge “despreciar” cualquier cosa de carne o de materia, que Dios mismo (por no se sabe qué descuido) se ha tomado sin embargo la molestia de crear, y hasta el alma misma, que sin embargo Él rodea (por un descuido mayor) con una incesante solicitud y un respeto infinito.
La humildad, ella, no es ni propósito deliberado, ni pose. Cual rosa viva entre las “rosas” de plástico, tiene su fragancia y se la reconoce.
El testimonio de una Santa Teresa nos muestra cómo la delicada flor crece obstinada-mente y extiende su suave fragancia entre los dudosos trastos de una piadosa ficción. Así en un mismo ser se frotan y se entrelazan, inextricablemente, tanto los clichés como el cono-cimiento – tanto la ganga como el oro.
(31 de mayo) He escrito las páginas anteriores en contra de cierta reticencia, que quisiera di-sipar, cerniéndola. Ese malestar provenía, creo, de dos fuentes. La primera: el sentimiento, siempre presente, del peligro de deslizarse en una actitud en que me las daría del que se pone por encima de las personas de las que habla, de Santa Teresa, fingiendo darles buenas o malas “notas” sobre esto o aquello. Peor aún, he de decir que, siguiendo mi lamentable inclinación natural, seguramente me he deslizado por momentos en tal actitud. Me di cuenta, corrigiendo varias veces la primera impresión de la reflexión, matizándola, pero no sabría asegurar que no que-dan trazas en su forma actual. Además, siguiendo con la lectura del testimonio de Santa Tere-sa sobre su vida, se vuelve más y más patente hasta qué punto esa actitud, de la que yo sentía a la vez el insidioso atractivo y el peligro, es ridícula, y frente a ella más que frente a nadie. Ese testimonio, de una asombrosa espontaneidad, y verdaderamente traspasado por “el aliento de Dios”, nos la muestra en la verdad de su ser y como una de las más grandes entre nosotros. Ella es grande por la formidable experiencia espiritual con que Dios la ha gratificado abundantemente, y por la humildad y la pasión, y también la voluntad, que la han puesto en disposición de recibir esas gracias y de llevarlas, como el Cristo llevó la cruz. Ante tal estatura espiritual, yo que apenas estoy en los primeros pasos de una “relación mística” con Dios, me encuentro frente a Santa Te-resa como un bebé balbuceando ante una persona en la flor de la vida. En adelante imagi-nemos al bebé distribuyendo alabanzas y culpas…
Sin embargo, no creo que debamos abstenernos a toda costa de “juzgar”, o mejor dicho “si-tuar”, a un ser de estatura excepcional (incluso si nos sobrepasa con mucho), ni sobre todo, de esforzarnos en confrontar nuestra propia experiencia y nuestra visión de las cosas con la suya, por dispares que sean. Incluso creo que es algo indispensable si deseamos entrar a poco que sea en una comprensión de ese ser, de lo que le hace realmente grande y de su lugar entre noso-tros, y además y sobre todo, si queremos crecer nosotros mismos por poco que sea, intelec-tualmente o espiritualmente, con su contacto, asimilando de su experiencia y de su mensaje lo que entre en resonancia con nuestra propia vivencia y que, por eso mismo, le aporte tona-lidades y luces nuevas. La actitud “de escuela”, que también podríamos llamar del “admirador automático”, cual es de rigor (digamos) en medios cristianos hacia todos los Santos y dignatarios de la Iglesia o de las figuras de la Biblia, me parece excluir tal contacto fértil. Es una cerrazón al igual que la actitud de “crítica automática”. (Sin embargo quizás debiera hacer una excepción con la actitud de verdadera piedad, y no ponerla en pie de igualdad con la de la admiración beata de los “valores reconocidos”, aunque excluya, ella también, toda veleidad “crítica”…)
Apenas tengo propensión a entrar en tal actitud “beata”, pero me siento acechado por la ac-titud opuesta, que pudiéramos llamar el “síndrome del maestro de escuela”, síndrome que consistiría en “poner notas”. Al igual que la anterior, obstaculiza la comprensión, y el verdade-ro contacto. En el primer caso, la inercia o la pereza de espíritu es la que dirige el baile, en el segundo, la vanidad. Pero inercia y pereza se llevan de maravilla con la vanidad, y la vanidad es una forma de inercia espiritual. Las dos actitudes opuestas seguramente están más cerca de lo que pudiera parecer. Si trato lo mejor que puedo de evitar las trampas de la pereza y de la vani-dad, en modo alguno es por una preocupación de una imposible “perfección” moral, ni para complacer a Dios (¡Él ha visto mucho, y Su paciencia es infinita!), sino porque bien me doy cuenta hasta qué punto una y otra bloquean toda progresión en el conocimiento, y en el conocimiento espiritual más que en cualquier otro .
He aquí ahora la segunda causa del malestar que antes señalaba. Me veía conducido, como por una especie de molesta lógica interior que me hubiera “forzado la mano” literalmente, a dar a entender que el testimonio de santa Teresa estaría empañado por una “pose”, o al menos por un “propósito deliberado” (calificado “de muy ominoso”). Sin embargo a la vez me daba cuenta, con-fusamente, de que “perdía el tren” de algún modo esencial. Que no hay “pose” en el testimonio de Santa Teresa es pura evidencia. En cuanto al “propósito deliberado”, no proviene de su propia persona, sino, claramente, de un condicionamiento cultural del que está penetrada, ni más ni menos que cualquier otra persona, “santa” o no, está penetrada por el condicionamiento de su medio. Con el temperamento y las disposiciones de extrema humildad que le eran propias, hu-biera sido impensable que se diera cuenta y se liberase de esos condicionamientos . Y visi-blemente, a Dios no le importaba – no le molestaba, seguramente igual que al amante no le mo-lestan las pecas en la piel de su Amada. Seguramente, esas pecas incluso la hacen parecer mas deseable y no hacen más que exaltar sus deseos y su amor. Y a decir verdad, lo que importa y le hace feliz, no son esas pecas ni que sea rubia o morena, sino que la Bienamada le ama igual que él ama y que su corazón y su cuerpo sean generoso y le acojan.
Volviendo a la reflexión precedente y muy a mi pesar. Debía darme cuenta, algo confusamen-te, de algo que ha quedado más claro mientras tanto: que ponía en pie de igualdad cosas que en absoluto están al mismo nivel. Un poco como si pusiera en pie de igualdad las pecas, o que la Amada hubiera tenido la “total” o que tuviera la viruela – ¡mientras que en realidad rebosa de sa-via y de salud! O tomando otra comparación: como si pusiera la boca chica ante un trabajo matemático brillante, o ante un relato conmovedor o un poema de belleza perfecta, a cau-sa de pequeñas faltas de ortografía. (Lo que no impide que a veces pueda ser útil corregir de paso las faltas de ortografía, sin darles demasiada importancia…)
También me había encargado de la defensa (por así decir) de la psique, presentada por Santa Teresa (su psique, al menos), como incapaz por sí misma del menor bien. Seguramente eso no es del todo cierto (ningún buen cristiano me llevará la contraria en esto), y (llevado por mi impulso) incluso he dejado entender que bajo la pluma de la Santa, eso habría sido un “cliché”, ¡ay! Sin embargo, debería conceder que lo que es puro cliché bajo la pluma de uno, no lo es necesariamente bajo la pluma de otro. Lo que es seguro, es que Santa Teresa no tiene nada de estúpida, y que incluso tiene gran agudeza psicológica, además de una experiencia sin igual de las gracias de Dios (incluyendo las que son más pesadas de llevar…). Y esa experiencia debía recordarle una y otra vez, y de modo abrumador, hasta qué punto, ya en las “cosas pequeñas” y cuánto más en las grandes, la acción de Dios en el alma sobrepasa absolutamente los medios de que el alma dispone por sí misma, incluso animada por la mejor voluntad del mundo. Hasta yo, con mi experiencia tan limitada, he tenido amplia ocasión de constatarlo, una y otra vez. Si a menudo tiendo a minimizarlo (cuando no a olvidarlo sin más), manifiestamente es debido a mis fastidiosas disposiciones vanidosas.
Anoche mismo estaba acostado y mi pensamiento divagaba sin rumbo, sin que le prestara atención. Recaló, sin que yo supiera decir cómo, en la inesperada constatación de que después de todo y según mi propia experiencia, de que por mis propios medios no había sido capaz más que de progresos bastante ridículos, tanto en el descubrimiento de mí mismo como en una disciplina y un ritmo de vida. En todos los progresos substanciales, reconocía muy claramente (¡y sin ningún “propósito deliberado” de complacer a Dios o a mí mismo!) la intervención y la acción de Dios, tanto por los sueños que Él me había enviado, como de muchas otras maneras.
De hecho, ni siquiera me acordaría de esas divagaciones y de ese pensamiento fugaz, si no fuera por el efecto inmediato que tuvo, y que a la vez me lo volvió consciente. Hubo un “flash” de alegría interior, una sonrisa que de repente ilumina todo el ser, como el sol que inesperadamente aparece tras las brumas, e inunda todo con su cálida luz. Debió durar apenas unos minutos, pero su efecto bienhechor aún permanece hoy.
Fue una manifestación sensible de la presencia de Dios, igual que ha habido un buen número en los últimos cinco meses. Pero que me habían quitado en las últimas semanas (a falta, creo, de una atención suficiente por mi parte). Entonces supe que ese pensamiento sin pre-tensiones, que había suscitado tal respuesta de Dios, era verdadero; y además, que era impor-tante, que era bueno para mí impregnarme de él y no olvidarlo.
Esa experiencia tan reciente es la que me ha incitado a volver hoy sobre la reflexión prece-dente para rectificarla, como acabo de hacer.

Esa experiencia tan reciente es la que me ha incitado a volver hoy sobre la reflexión precedente para rectificarla, como acabo de hacer.


[1] Véase el reenvío a la presente nota en la sección no 1

[2] Sin embargo, bien sentía que “niño” y “obrero” eran dos aspectos diferentes, complementarios, de una misma entidad de la psique, que representaría “la fuerza creativa” en el hombre. Pero si hubiera tenido que nombrar esa fuerza, el nombre que me habría venido sería el de Eros, y no “el alma”. Incluso después del primer sueño (en diciembre de 1986) que llamó mi atención sobre el alma (personificada en ese sueño por una joven), aún no pensé en reconocer en la pareja niño-obrero (o niño-espíritu) una de las posibles descripciones yin-yang del alma (¡casi ausente de mi vocabulario!). De lo que no dudaba era de que Eros, que incluye la pulsión de conocimiento a nivel intelectual y artístico (véase la nota a pie de página precedente.), incluye igualmente la fuerza más ágil activa a nivel espiritual, que entonces sólo distinguía confusamente. No sé si una reflexión, incluso profunda, sobre este tema hubiera podido, por ella sola, desengañarme. Si me desengañé, no fue por una reflexión “metafísica” que jamás tuvo lugar, sino por las revelaciones que me llegaron por mis “sueños metafísicos”.

[3] (5 de junio) Lo que aquí “entreveo” del conocimiento en Dios mismo, a saber la relación íntima entre conocimiento y expresión, es algo que en todo caso he podido constatar a nivel de la actividad creativa humana. De ello hablo de forma más detallada en la nota “Conocimiento y lenguaje – o el diálogo creador”, no .

[4] Podríamos preguntarnos quiénes son los padres naturales de ese hijo “adoptivo”. La respuesta sorprendería a más de uno: su verdadero padre y su verdadera madre son uno, y no son otros que el Huésped misterioso de los sótanos (del que trataremos más adelante). Este “Huésped como ningún otro” es a la vez “Mujer”, y “Hombre”, a la vez “Madre”, y “Padre”, y a la vez que Él engendra, Él (o Ella) concibe. Y este Seno no ha cesado de concebir, de florecer, de urdir, de parir desde los orígenes y el alba oscura de los tiempos…

[5] Decididamente cabezota y lento de comprensión, aquí me obstino en ver Eros bajo figura humana, e incluso, con más precisión, bajo un rostro masculino. Sin embargo, como subrayaba antes de ayer, mis sueños me llevan a otro lenguaje. Si les siguiera, la pulsión erótica no estaría representada por un personaje, sea hombre o mujer, sino por los perros y los gatos de la casa. (Y esto volvería aún más escabrosa la secreta predilección de Psique por Eros… Espero que el Soñador (alias el Huésped) me perdone este alejamiento de Sus enseñanzas. De ser necesario, siguiendo Sus sugerencias, me apañaré con un par de simpáticos (y algo entrometidos) animales domésticos: Erosy, el perrazo, fogoso y descarado, y Erosa, la gata sedosa y felina, a veces cariñosa y lasciva, y otras esfinge enigmática, recogida y pensativa – pata aterciopelada – garra incisiva…

[6] Véase el reenvío a la presente nota en la nota no 1

[7] Véase el reenvío a la presente nota en la nota no 1 página ??.

[8] Véase el reenvío a la presente nota en la nota no 1 página 306

[9] Véase el reenvío a la presente nota en la nota no 1 página ??.

[10] Véase el reenvío a la presente nota en la sección no 4 página 12.

[11] Véase el reenvío a la presente nota en la sección nº 4 página 4.

[12] Véase el reenvío a la presente nota en la sección 14 página 41.

[13] El Maestro Eckhart parecería ser aquí la excepción que confirma la regla.

[14] (27 de mayo) Al releerme, me parece que aquí mi propia motivación profunda quizás esté menos alejada de la del místico cristiano de lo creía al escribir esas líneas.

[15] Además, he notado que en algunos pasajes del Antiguo Testamento, el término “odio”, en la relación entre parientes, es utilizado como una hipérbole para designar una falta de apego, una indiferencia. El término “amor” aparece por el contrario como sinónimo de apego.

[16] Quizás el lector encuentre extraño, incluso “poco serio”, que vea una “fortaleza alegre y serena” donde había visto, la víspera, “martirio permanente”, “división dolorosa” y “desgarro incesante”. Eso es que aún no ha sentido la amplitud de los acordes que pueden resonar en el alma humana, al tocar a la vez, y a diferentes niveles de profundidad, en los registros desgarro y serenidad, dolor y alegría, conciencia aguda de la división, y experiencia indecible de una unidad y una armonía que incluye y transciende toda división. Lo que el lector sienta como “contrarios” irreductibles resultan ser, en una óptica más vasta, tonalidades llamadas a alimentarse mutuamente, y a completarse y casarse en una plenitud que los incluya.

[17] (1 de junio) Al releerme, me doy cuenta de que lo que aquí digo describe mi disposición hasta el año pasado, más que la de ahora. Se ha hecho más simple, más inmediato: cada vez más, cuando me dejo llevar (por la famosa “pendiente natural”) por una actitud de vanidad, de pereza interior, siento un malestar, “no me encuentro bien”. No es una cuestión de “mala conciencia”, de un sentimiento vago de “culpabilidad” (eso es algo que no me ha afligido mucho en mi vida). Más bien como alguien que se hubiera sentado a través, y quisiera ponerse en una postura más “cómoda”, es decir más adecuada a las necesidades de su cuerpo y a las leyes que lo rigen. Podría decir que hay en mí una “sensibilidad” que se habría afinado. Pero supongo que eso sería una forma tendenciosa de expresarlo, relacionándolo con mi propia persona, que habría “mejorado” de algún modo, quizás (¡quién sabe!) gracias a mis valerosos esfuerzos. Creo que no es así, que esa “sensibilidad” no viene de mí, sino que es una señal que me ha sido enviada. Mi papel se limita en cada caso a tener en cuenta esa señal (si quiero tenerla en cuenta), o a ignorarla. Igual que a veces permanecemos sentados en una posición incómoda, a pesar de las señales que el cuerpo nos envía, porque estamos demasiado absorbidos por otra cosa para darnos cuenta.

[18] Pienso ante todo en los condicionamientos propios del medio religioso del que ella formaba parte sin reservas, especialmente en los que conciernen a la práctica y las “verdades” de la religión. Su experiencia espiritual la elevaba por encima de los condicionamientos “del mundo”, y, a nivel de la práctica religiosa, le hacía distinguir muy claramente y sin duda alguna (con todas las reservas que la humildad le imponía…) lo esencial de lo accesorio.