Tiempo de muletas y tiempo de caminar (E. Carpenter y M. Légaut)
La segunda parte del libro La Llave de los sueños… de Alexander Gtothedieck, titulada NOTAS que ha sido excluida de actual publicación oficial del libro en papel que me acaba de llegar (AlexanderGrothendieck, La Clef des Songes ou Dialogue avec le Bon Dieu, Editions du Sandre, (Paris, 2024) contiene textos de gran interés en que sistematiza más lo escrito en clave relato histórico o analiza a fondo las personas en que según él se han producido grandes cambios para la humanidad que han empezado por cambiar la vida de esos supuestos Mutantes. Lástima que para los que hoy quieren resucitar la riqueza técnica que pueden origina loas matemáticas de AG sean más importantes que difundir sus análisis espirituale, Pero de ello hablaremos cuando tenga en vídeos de YouTube lo prometidos resúmenes de la eolemnde presentación de La WEB y del Centro de Estudios del CSG (Centro de Estudios Grothendickianos) que se celebró el 16 de diciembre último.
Entretanto publico este número en la traducción disponemos gracias a Juan Antonio Navarro, profesor de matemáticas en la UNEX. Sitúo diciendo solo que AG estaba interesado en entender el momento de iluminación cósmica que unió a diversos escritores del siglo XIX en torno a Walter Whitman. Remito a la incomparable Wikipedia para entender quiénes son las personas citadas. En este número es tema central La persona de M. Légaut, cuyos libros había leído (y entendido a fondo) cinco meses antes. AD. 2-1-2025.
(13 y 17 de noviembre)751 El hecho de que los hombres que vamos a considerar, y probablemente otros más de los que no tengo noticia, hayan alcanzado esa “rara autonomía interior, junto con una auténtica experiencia religiosa”, no disminuye en nada el alcance del avance logrado por Marcel Légaut752 – el alcance no sólo para él personalmente, sino para la vida religiosa en general. Lo que diferencia sobre todo la experiencia y la misión de Légaut de las de sus grandes predecesores, es que la experiencia (que califico de “religiosa”) de Whitman, Bucke y Carpenter se sitúa fuera de todo marco de una religión establecida y de las prácticas religiosas que ésta establece753 – y por eso mismo se sustrae de entrada a la presión de esa losa plúmbea que pesa sobre los “fieles”, el peso de siglos y milenios de una tradición inmutable, aceptada por todos como una autoridad intangible, absoluta.
Es cierto que Carpenter fue sacerdote (anglicano) entre los 25 y 30 años. Su padre también fue sacerdote, pero era un hombre abierto y de ideas liberales, que le “enseñó a pensar por sí mismo”. Edward decidió ordenarse con la idea (muy cercana a la de Légaut dos o tres generaciones después de él) de que había que “cambiar la Iglesia desde dentro”. Pero una vez a pie de obra, no tardó en percatarse de que “haría falta un buen montón de tiempo”, seguramente más de lo que le sería dado vivir. Así “una ruptura total” con el medio y la Institución religiosa le pareció finalmente una “necesidad absoluta”754. Así, en circunstancias muy similares, la fidelidad de ese hombre a lo que era en profundidad, a una misión que sólo se le revelaría a lo largo de su vida, le llevó a dejar el regazo protector de la Iglesia (sin duda la primera gran ruptura en su vida, a la edad de treinta años), allí donde un Marcel Légaut comprendió que debía permanecer en la Iglesia: “llevar la Iglesia”, como él dice – aunque sea como una pesada Cruz. Mientras que la meditación central en la existencia de Carpenter trataría sobre las cuestiones sociales y las cuestiones fundamentales que plantea al hombre de nuestro tiempo la sociedad que lo incluye y lo modela, la de Légaut iba a llevarle hacia los fundamentos de su Iglesia y de su religión.
La elección de Légaut de “permanecer fiel a la Iglesia” claramente no tiene la naturaleza de una simple “elección táctica”, ni siquiera (como él mismo ha podido dar la impresión alguna vez) la de un “imperativo moral”, que tendría validez universal para todos los creyentes miembros de una Iglesia que (tal como la viven) les paraliza y les pesa. Su elección, seguramente, procede de una fuerza más profunda que un oportunismo táctico o un imperativo “moral”. En él, como en Carpenter al hacer la “elección” de una vía aparentemente opuesta que le llama con una fuerza igual de imperiosa, tales elecciones que comprometen toda la existencia se siguen espontáneamente, sin tergiversación y sin violencia, de la fidelidad del hombre a sí mismo y a su misión. Tal hombre es fiel al rechazar un peso que le aplasta y no es “el suyo”, mientras que otro peso, el suyo, le espera. Tal otro lo es al reconocer como “suyo” ese mismo peso, llevándolo hasta el final y, de paso, transformándolo – para él mismo y para todos.
Creo que durante toda su vida adulta, y en todo caso desde su “salida” del medio universitario hacia una vida campesina a la edad de cuarenta años755, Légaut ha querido ser un “discípulo de Jesús”. Habiendo partido primero por el camino de otros discípulos del mismo Maestro, a lo largo de los años se vio conducido a dar a esa relación de “discípulo” un sentido renovado – un sentido que tuvo que descubrir y crear durante una vida. Maestro amado y ciertamente venerado, Jesús ya no es objeto de una obediencia ciega, de una sumisión sin reservas, igual que no lo es la Iglesia surgida de su Misión y que reclama su autoridad; Iglesia de la que se siente un miembro responsable y profundamente involucrado. Su razón, en acuerdo pleno con su fe, le señala a Jesús como uno de esos seres benditos entre todos756 que, hombre entre los hombres y compartiendo los riesgos y hasta los desfallecimientos inherentes a la condición de hombre, ha llegado a ser por su vida, creada día a día en la fidelidad a sí mismo y a su Misión, un “Grande entre los grandes”. El que se funde íntimamente con la voluntad de Dios que actúa en él y a través de él, hasta el punto de que uno y Otro a veces parecen ser sólo uno. Más que un Maestro, ese hombre es para él fuente y aguijón, iluminando un camino que a menudo parece hundirse y perderse en la noche, y estimulándole sin descanso a despejarlo y a proseguir pacientemente, obstinadamente el incierto camino, no imitando, sino inspirándose en el espíritu de aquél que, hace dos mil años, le precedió.
Nota 756 Al hablar aquí de “uno de esos seres benditos entre todos”, presento la manera de sentir de Légaut de manera algo tendenciosa. Seguramente allí donde he puesto un plural él habría puesto un singular, negándose a considerar que pudiera haber habido en el mundo un ser de estatura espiritual comparable a la de Jesús.
El espíritu del Predecesor actúa en el discípulo que se inspira en él, por el movimiento mismo con el que el discípulo se esfuerza en alcanzar una comprensión del que fue Jesús, el Desconocido, el Enigmático – lejano en el tiempo, oculto por las Escrituras aún más que lo revelan, y sin embargo cercano como un gran Hermano mayor, hermano amoroso, riguroso, paciente y apasionado; sondear, a través de las brumas que lo rodean, aún más densas y espesas por la tradición y por el tiempo, y a la luz de la experiencia de su propia vida, cuál fue su camino; como abordó y reconoció los escollos en su ruta, y reconoció los signos, tan humildes y tan imperceptibles muchas veces, que debían iluminar sus pasos y hacerle descubrir y abrir un camino que nadie antes que él había pisado, que jamás ni él mismo ni nadie había osado soñar…
Así es cómo para el discípulo, el descubrimiento de sí mismo, de su propia aventura y de su propia misión, y también de los pesos que entorpecen sus pasos a veces casi hasta el punto de inmovilizarlo… – esa profundización de sí mismo progresa con ese mismo movimiento que le hace penetrar en una comprensión de aquél que, enfrentado a una tarea más “imposible” aún que la suya, y más solitario aún que él, fue por delante.
Vivir ese “otro” enfoque de su religión, y testimoniar esa vivencia y sus frutos, tal ha sido la misión de Marcel Légaut. No le conozco predecesores, en esa forma de vivir su religión como tal relación de “discípulo” con el hombre que la fundó. Este enfoque pretende de algún modo ser “común”, es el de un “creyente”, que se sitúa en el marco de una religión instituida y profesa una veneración privilegiada y única a su Fundador. Pero a la vez se separa de manera decisiva y profunda de las actitudes religiosas tradicionales, por la ausencia rigurosa de toda tendencia a la idolatría. La veneración profesada a un hombre, reconocido como tal y no como un “Dios hecho hombre”, es “religiosa” por la percepción aguda (pudiendo a veces llegar a la adoración…) de la Acción de Dios en ese hombre; pero es religiosa sin ser por eso ciega, sin abdicar en nada del pleno uso de la razón y de las propias “facultades” – igual que ese mismo hombre dio ejemplo de ello. Si fue grande, no lo fue renegando de ninguna de sus facultades de conocimiento y de juicio ante una tradición todopoderosa. Él confió en ellas igual que confió en Aquél que se las había dado para que las usara plenamente, libremente – a su discreción, ¡y por su cuenta y riesgo! Y como pocos seres antes o después que él, fue fiel (y hasta en su muerte plenamente aceptada…) a lo que ellas le enseñaron, y a la vía que le ayudaron a aprehender y a desentrañar.
Es la veneración de un hombre elegido como ejemplo vivo, no como un modelo a imitar ni como objeto de culto. Sabe distinguir en él la parte de las limitaciones inherentes a la condición humana, de la de su creatividad propia que transciende los límites fijados por un tiempo y un lugar, llevada y nutrida por una fidelidad total a su ser profundo y a la Misión que él crea y sigue al mismo tiempo; y en fin, en interacción tan estrecha con esta creatividad humana que al hombre no le es dado poder distinguirlos claramente, el discípulo reconoce el Acto de Dios en ese hombre, cercano y amado de Dios entre todos. Dejar madurar en sí tal conocimiento de otro, en que la más viva luz roza y abraza sin cesar la penumbra y la espesa sombra que envuelven, ocultan y nutren el profundo misterio del otro – ése también es un trabajo creativo, un trabajo en que todo el hombre está comprometido, y al que seguramente Dios mismo no es ajeno. Con ese trabajo, al ritmo de ese conocimiento de uno más grande que él, el ser mismo madura, se conoce y crece…
He aquí al menos lo que he creído sentir en el enfoque de Légaut de la vida espiritual, y cómo se me presenta su misión. Sin embargo ése no puede ser mi enfoque, pues mi camino, que va fuera de todo marco de una religión establecida, ha sido muy distinto. Jamás me he sentido discípulo, jamás he sido “creyente”. Incluso hoy y menos que nunca, no “creo” en Dios. Un día supe que existía un Creador. Eso no tenía nada que ver con una creencia. Desde hace un año sé (porque Él ha tenido a bien hacérmelo saber) que ese mismo “Dios” vive y actúa en mí, igual que vive y actúa en cada ser – un Dios que no ha cesado de crear en cada lugar del Universo y en cada instante desde (¡al menos!) la creación del Mundo; un Dios que sabe reír y que sabe llorar, que ama todo lo que ha creado, que conoce y comparte toda alegría y todo sufrimiento, toda grandeza y toda ruina, sin turbarse jamás y sin dejar de apiadarse. Dios es muy cercano. Incluso cuando, demasiado liado con mis tareas (“a su Servicio”, ¡por supuesto!), parece que se ha alejado, bien sé que Él está muy presente, y que soy yo, no Él, el que se aleja. Todo eso lo sé, es un conocimiento, que no sabría decir bien cómo me ha venido. No es una “creencia”, en algo que un día alguien (aunque ese alguien no sea otro que yo mismo) me hubiera dicho y asegurado. Si alguien me lo ha dicho, es Dios mismo, y yo le “creo” o mejor dicho, tengo fe en lo que Él me dice – como tengo fe en mi capacidad de distinguir Su voz de toda otra voz. Voces a menudo más fuertes, eso es un hecho, y más fáciles de escuchar, ¡pero no por eso necesariamente fiables!
El hecho es que tengo el sentimiento irrecusable (que tal vez parezca blasfemo, ¡o tonto!) de conocer a Dios, por más incognoscible que sea, mucho mejor y más íntimamente que a cualquier otro ser del mundo – aunque Él sea un misterio infinitamente más vasto que todo ser de carne jamás creado; y de que Él está infinitamente más cerca de mí que ningún otro ser que yo haya conocido, padre ni madre ni esposa ni amante. Con más intimidad y perfección de lo que estuvieron ellos y de lo que podrían haber estado, Él es mi Padre y es mi Madre, y es la Amante y el Amante – y además, Él o Ella es un niño con su mano pequeña y ligera en la mía, que camina a mi lado, y yo tan fuerte ¡como si fuera el padre! Pero incluso, como ocurre a menudo, cuando Él o Ella parece que se esconde y parece que estoy sólo entre estos viejos muros arqueados, viejo pájaro bobo que habla a sus gatos cuando no consigo hacerlo conmigo mismo – aún entonces es Su compañía la que me complace por encima de todo, la que ningún otro, ¡ni siquiera de lejos! podrá igualar jamás.
Es una situación que antes jamás hubiera soñado, ¡yo casi ateo! Y en estas condiciones, buscar la meditación de otro, aunque sea la de Jesús (que, dicen, está ahí justo para eso…), y sus buenos oficios cerca de Aquél o Aquella que me es mil veces más cercano que él, ¡verdaderamente eso sería buscarle una quinta rueda a una espléndida carroza que nunca ha rodado tan bien!
Todo esto no impide que entre el enfoque de Légaut de la vida religiosa y el mío haya puntos de contacto muy fuertes, un parentesco sorprendente. Seguramente por eso mi encuentro con su pensamiento ha sido tan excepcionalmente fecundo para mí – en un sentido, tal vez, ¡que de ningún modo había sido previsto ni deseado por él757! Pero, haciendo abstracción de ese impacto sobre mi propia persona, creo que su misión está destinada en primerísimo lugar a iluminar a hombres que, como él mismo, han sido educados en la práctica de una religión. Iluminarles, e inspirarles a transformar su relación con “su” religión mediante una creación espiritual incesantemente retomada, en la vía abierta, descubierta por él. Una vía pues que, integrando el ejercicio de la sana razón en la vida de la fe, pueda conducirlos fuera del callejón sin salida de una práctica religiosa solidificada en formas que ya son huecas, ciegamente sumisa a la autoridad religiosa (celosa garante de las formas), arrancada de la tierra y de las verdaderas fuentes de la vida espiritual.
Nota 757. Es de temer que nunca me entere, pues no está claro que Légaut (que tiene 87 años y no le falta ocupación) conozca algún día, aunque sólo fueran los (numerosos) pasajes de la Llave de los Sueños en que aparece su nombre, o que han sido escritos en respuesta a la lectura de sus libros. Hay como una ironía delicada y bromista del destino, en el hecho de que el único hombre que conozco que, sin necesariamente hacer siempre suya mi mirada sobre las cosas, esté suficientemente “conectado” para poder sentir y apreciar la sustancia de casi todas las cuestiones que toco en mi libro, y también el que he tenido más presente en el momento de escribirlo, sea también el que es tan dudoso que le quede disponibilidad para conocerlo alguna vez…
No dudo que, la gran Mutación mediante, tal relación de autonomía interior y de libertad creativa de los “creyentes” con sus religiones y con sus respectivas Iglesias, termine por ser general. Siendo optimista, sin duda todavía faltan siglos – ¡en un abrir y cerrar de ojos para el Obrero! Pero falten siglos o milenios, es ahí, estoy convencido, donde debe llevar la vía abierta por el avance logrado por Légaut.
Una vez llegados a esa etapa colectiva que vemos apuntar aún muy lejos en el horizonte, las religiones-instituciones sin duda están llamadas a desaparecer. Su Misión conjunta, tal y como les fue confiada por los grandes “Iluminadores” del pasado, y que ellas llevaron a través de muchos errores, complacencias y traiciones (antes de que sean lavadas bajo las grandes Aguas del ¿Chaparrón?…) – esa Misión entonces estará cumplida: la de acompañar al hombre, desde su estado infantil de dependencia gregaria y de ignorancia espiritual, hasta su estado adulto: el de una existencia creativa plenamente autónoma, libremente asumida.
Me había preguntado por qué cabezonería, contraria en apariencia a esa sana razón de la que no quiso abdicar, un Marcel Légaut se obstina en permanecer fiel a una Iglesia decrépita y esclerótica, cargándose por ella con un peso tan aplastante y (me parecía al principio) tan estéril. La respuesta que ahora me viene es ésta: es para hacer posible y apresurar la llegada del lejano tiempo en que las Iglesias, esas muletas del hombre cojo, puedan al fin ser tiradas y desaparecer; cuando el hombre, saliendo de su estado de parálisis infantil, sin apoyarse más sobre nadie, ¡haya aprendido al fin a caminar!
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