MARCEL LÉGAUT: MODERNIDAD Y VIDA ESPIRITUAL
Por Antonio Duato
(Este artículo fue publicado en el nº 161 de Iglesia Viva [setiembre-octubre 1992] con ocasión del Centenario de Juan de la Cruz)
El 6 de Noviembre de 1990 moría en Avignon Marcel Légaut. Tenía noventa años y viajaba solo desde Suiza, donde había tenido su última convivencia con lectores y amigos. Cuando le llegó su hora estaba en pie, esperando un autobús. En el maletín de viaje, el manuscrito de su último libro, que estaba completando y que aparecerá pronto, para el que había escogido con ilusión un título. Me lo revelaba unos años antes, cuando aún era sólo proyecto, con un rayo de picardía en sus ojos: “Modernidad y Vida espiritual”.
Si todo escritor pervive en su obra, quien como Légaut ha escrito libros tan profundamente personales, su vida sigue siendo palabra y llamada. Sus libros son todos de autor, testimonio de lo vivido, no libros académicos con citas eruditas. Los títulos marcan hitos en la búsqueda y el camino seguido. “Trabajo de la fe”, “Plenitud de hombre” con dos partes, “El hombre en busca de su humanidad” e “Introducción a la inteligencia del pasado y el futuro del cristianismo”, “Mutación de la Iglesia y conversión personal”, “Llegar a ser uno mismo”, “Creer en la Iglesia del futuro”… Su último título, “Modernidad y Vida espiritual”, expresa lo que más le preocupaba en los últimos años, al darse cuenta de que ese había sido el sentido de su búsqueda a lo largo de casi un siglo. Redescubrir la espiritualidad más auténtica desde la modernidad, dar vida espiritual al hombre de hoy sin que tenga que renunciar a los valores de su modernidad: racionalidad crítica, libertad individual, responsabilidad creadora frente a la sociedad y la cultura.
La vida espiritual de Marcel Légaut, entregada en unos textos que requieren atención por parte del lector porque fueron redactados con esfuerzo para expresar con autenticidad y precisión lo vivido, es para mí la aportación más original y valiosa de un maestro espiritual en el mundo occidental. Fue maestro, aunque le horrorizaba esta palabra, por las connotaciones directivistas que encierra. Pues, como los verdaderos maestros, hacía surgir preguntas, incitaba a la búsqueda, acompañaba con discreción en el camino personal. Lo mismo que fue un místico, aunque expresamente huía hablar de “mística”, porque en vez de dedicarse a la búsqueda de verdades y doctrinas que expliquen todo, incluido el ser humano, él optó por “la búsqueda del Todo a partir de la profundización en el misterio del propio yo”. Y también fue moderno y occidental, pues en ese camino interior hacia el yo y el sentido de todo utilizó la capacidad analítica de la razón con precisión casi matemática y permaneció abierto a todo progreso del pensamiento y de la ciencia, aunque personalmente eligiera la vida rural a la urbana y desconfiara de las construcciones ideológicas como soporte de verdad y de futuro.
La espiritualidad de Légaut no es “de escuela”, aunque legítimamente se pueden encontrar en ella resonancias, convergencias, con otras tradiciones espirituales. San Juan de la Cruz no fue uno de sus autores más leídos. Desde luego no es citado, aunque Légaut no cita casi nunca, y por eso no es fácil descubrir sus fuentes de inspiración. Pero algunos signos sí que nos decubren su vinculación con la familia carmelitana, si no como inspiración de origen, sí como confluencia de camino. En su austera capilla de Mirmande, sólo dos imágenes: María Magdalena en contemplación y un retrato de Teresa de Jesús. A las monjas del Carmelo de La Paz, en Macon, cerca de Cluny, la comunidad con la que se sentía en los últimos años más unido espiritualmente, cedió ya en vida los derechos de autor de sus libros. Ellas, desde su recia escuela carmelitana, supieron captar el eco de familia de quien, como Légaut, parecía provenir de ínsulas extrañas.
Dos son para mí las características que unen la espiritualidad de Légaut con la de San Juan de la Cruz. La búsqueda apasionada y seria del Dios de Jesús como orientación global de la vida, trapasando fuertes y fronteras, superando doctrinas “que no saben decirme lo que quiero” y buscando su rostro en el silencio interior. Hay en los dos una superación de la Teología como camino para el conocimiento de Dios, un alinearse en cambio en una personal búsqueda interior, aceptando para la teología sólo una función negativa, el señalar más lo que no es Dios que lo que es. Pero a la vez –y esta es la segunda característica– en ambos hay un esfuerzo intelectual riguroso para expresar con precisión sus experiencias y decir con palabras ajustadas la ciencia muy secreta sobre Dios y el hombre, como misterio conjunto, que van recibiendo en soledad. Hacen así teología de la más pura sin pretenderlo y sin presentarse nunca como teólogos o usar los métodos de la disciplina. Ambos son escritores no sólo ocasionales, sino de los que han hecho del escribir la forma más auténtica de entregar su vida a los demás. Con talante distinto –Juan de la Cruz poeta, Légaut analista– los dos ponen el mismo empeño en dejar testimonio escrito de sus vivencias en libros bien estructurados y pensados. Sabiendo lo indecible del Dios vivo, no cejan en su esfuerzo por decir lo que su espíritu ha vivido en su persistente camino espiritual por encontrarle.
Sin dejar de unirse con los clásicos en lo fundamental –y sus convergencias con Juan de la Cruz han sido aquí sólo apuntadas, aunque podrían desarrollarse y documentarse en estudios posteriores– son muy significativas las diferencias, frutos de la cultura moderna que vive Légaut y que impregna su camino espiritual desde los mismos comienzos. Es importante, para comprender estas diferencias con otros escritores espirituales, recordar las coordenadas biográficas de Marcel.
Nace en 1900, y sus años coinciden por tanto con los del siglo. Hacia 1919, cuando ingresa en la Escuela Normal Superior de París –centro del laicismo cultural francés– conoce a Mons. Portal, que ha formado unos años antes un grupo de estudiantes, con el fin de compaginar cristianismo y cultura. Portal es un sacerdote paul que ha estado en el corazón de todo el movimiento modernista y ecuménico del fin de siglo. Leon XIII aprobó su relación con el anglicano Lord Halifax y la fundación en París de una avanzada revista ecuménica, “Revista anglo-romana”, en la que colaboraba Loisy. Se mantuvo en el sacerdocio tras la crisis del movimiento modernista promovida por Pio X, aunque conservando una relación de amistad con los excomulgados o secularizados. A los jóvenes de la Escuela Normal no les habló nunca de aquellas “batallitas”, que Légaut tuvo que descubrir mucho después en el libro de Poulat. Pero les estaba trasmitiendo lo mejor del intento modernista: la recepción personal de la revelación de Jesús, por la lectura directa del Nuevo Testamento y el comentario comunitario.
Portal muere de repente en 1926, pero el grupo continuará sobre todo gracias al empeño del joven profesor de matemáticas Légaut. Por aquella comunidad cristiana, “Tala”, en un medio laico, pasaba con frecuencia y dirigía retiros Teilhard de Chardin. Légaut pudo así conocer, discutir, asimilar y tal vez superar, antes de su publicación, libros de tanto impacto posterior como “El fenómeno humano” y “El medio divino”.
La guerra mundial supone, como para tantos intelectuales de su generación, una crisis existencial. Dedicado hasta entonces a la enseñanza de las matemáticas y al apostolado entre estudiantes y jóvenes profesores, el joven teniente célibe descubre, mezclado en las trincheras con obreros y campesinos, la poca solidez humana que tiene su vida de intelectual y espiritual. Poco a poco irá optando y escogiendo una nuevo marco para su vida. A los 41 años se casa con Marguerite Rossignol y ambos eligen como hogar una finca de montaña, cerca de los Alpes, que ellos mismos trabajarán. Pronto se le hace imposible seguir con las clases en Lyon. Sus seis hijos y el trabajo rural le ocupan el tiempo. Él sigue su obra espiritual y va comentando sus nuevas experiencias con los amigos del grupo que vienen de vez en cuando a verle. Entre ellos, personas de la talla de Gabriel Marcel. Pero tarda más de veinte años en publicar el primer libro de la nueva serie que recogerá su nuevo camino, bajo los títulos que antes he enunciado.
Para Légaut la vida espiritual debe surgir de las experiencias fuertes que constituyen la persona humana como tal. Y tres son para él las experiencias básicas que forman al hombre como persona: el amor, la paternidad y la muerte. La experiencia del amor y de la paternidad, que salvo excepciones se desarrollara en la densa aventura que es el amor conyugal y la familia, invitará a la persona a ascender con realismo y base firme hacia ese saber recibir la presencia del otro como don, saber estar y ser plenamente para el otro con respeto de su ser, pues al otro no se le puede poseer. El amor y la paternidad, que tienen una base instintiva, invitan constantemente a una obra espiritual por la que el hombre se acerca a Dios y se hace creador, aun aceptando su carencia de ser experimentada crudamente en la evidencia de los propios límites y en la anticipación lúcida de la propia muerte.
Si realidades como el amor humano, los hijos y las creaciones intelectuales o artísticas no sólo no son estorbo, sino camino necesario para la obra espiritual, para Légaut no se debe seguir una ascética de renuncia a ultranza a lo creado para ascender a lo increado. En una equivocada tendencia a ir por principio contra las inclinaciones naturales del hombre, descubre Légaut la causa de tantos fracasos y desvaríos espirituales. Porque Légaut distingue entre bienes creados que atraen al hombre y que el hombre puede poseer, cuya compulsiva apetencia normalmente distrae y frena el crecimiento espiritual, y bienes específicamente humanos que invitan al hombre a un crecimiento en la línea del ser, a trascenderse a sí mismo y caminar hacia Dios por unas bases realmente sólidas. La profundidad de Légaut cuando analiza el elemento de misteriosa presencia inasible que hay en toda experiencia específicamente humana –un amor verdadero, un hijo en los brazos, una obra concluida, una emoción estética, una idea precisa–, donde lo más propio y cercano de uno se identifica con lo más trascendente a uno, me recuerda tanto el “Pasó por estos valles con presura” como la experiencia trascendental que para Rahner acompaña todo auténtico acto de inteligencia de lo creado. Pero, para Légaut, estas huellas y presencias de Dios están no sólo en contados momentos de emoción poética o elevación intelectual, sino en los cotidianos paquetes de experiencia que son el amor, la paternidad y la muerte.
El humanismo de la espiritualidad de Légaut no es por tanto un dato a explicar, como en otros autores espirituales, donde está implícito porque la cultura de su tiempo no se lo permitía explicitar. Como también es evidente el lugar primordial que ocupa en él la libertad individual. En la medida en que el hombre trabaja y profundiza en su humanidad, en el fondo de su conciencia, tiene que decidir y crear su propia vida, respondiendo lo más que pueda a las exigencias interiores que sólo él puede oír. Ahí se encuentra el hombre en la más absoluta soledad y nadie le puede ayudar desde fuera. Ahí, en la atenta escucha de lo más profundo de sí y en el creador ejercicio de su libertad, se encuentra con Dios, que sólo le acompaña, pero no le libra de esa irrenunciable tarea de optar. Las normas y reglamentos han podido servir propedéuticamente en otras épocas. Ha podido en otra época considerarse la obediencia a la ley como virtud. A medida que avanza la obra espiritual –el camino interior dirían otros– la obediencia tiene que dejar paso a la fidelidad, lo mismo que en otro aspecto la doctrina tiene que procurar que surja la fe. Lo que va a conducir al hombre espiritual, maduro en adelante, va a ser la fe y la fidelidad. Fe en el misterio insondable de sí mismo, del otro y de Dios, y fidelidad al sentido y misión de la propia vida, que se descubre en los acontecimientos, la memoria de lo vivido, las presencias interpelantes –sobre todo la de Jesús– y la escucha interior. Ya no son suficientes la doctrina y la obediencia, sumisamente aceptadas, a riesgo de decaer del vigor espiritual en la rutina. Sólo por este camino la mística sigue el camino de madurez humana seguido por Jesús, y sólo así es presentable al hombre moderno occidental.
¿Quién dará seguridad al hombre espiritual, al místico dirían otros, de que esas opciones tomadas conducen su vida hacia su plenitud de ser y de verdad, hacia la misión única con la que Dios espera que el hombre colabore en la construcción del mundo y del Reino? Ninguna autoridad exterior puede tener la última palabra, ninguna evidencia interior puede destruir totalmente la duda de si se está acertando. El hombre debe ir aprendiendo a convivir con esa incertidumbre que por otra parte le hace siempre buscar, revisar, escuchar más profundamente. Esto le evita caer en el fanatismo. El verdadero espiritual tiene un respeto infinito por la libertad y la misión del otro. Nunca intentará imponer o definir a los demás. Pero tampoco será una caña llevada por el viento. Poco a poco, a través de pequeños signos –claridades interiores que quedan como faros, paz y orden en la vida cotidiana– irá fortaleciéndose la conciencia de fidelidad a su propia misión, de la que irá dando testimonio humilde, sin pretender proponerla a nadie como norma.
Muchos han confundido espiritualidad con métodos para la meditación. Y tal vez por eso dirigen con frecuencia su atención a la experiencia oriental de relajación, meditación y vacío. Siempre me impresionó lo lejos que estaban los encuentros con Légaut y sus libros de cualquier consideración metodológica. Tal vez por eso es difícil asimilarlo, pues lo que con frecuencia esperamos los humanos, cuando nos acercamos a un libro o a un maestro, son fórmulas y recetas. Los métodos de oración importados de Oriente, que parecen renovar los antiguos ejercicios de oración, sencillamente no le interesaban, aunque era vecino de uno de los mayores introductores en Europa, Durkheim, a quien conocía. Para él todo eso eran técnicas, que cada uno puede utilizar con fruto siempre que no distraigan del objetivo de la obra espiritual, dar sentido y plenitud a la propia vida real. También él tenía sus técnicas, que seguía con puntualidad –”mis pequeños fetiches”, decía con ironía–, pero sabiendo su carácter contingente y relativo. Por ejemplo, media hora de música clásica al atardecer, seguida de silencio y una oración. O la misa dominical en la parroquia, aunque fuese tradicional, como signo de comunión y contraste de su espiritualidad con la realidad de su iglesia como es. Pero ni en la música, ni en la liturgia del tipo que sea, ni en el yoga o la meditación trascendental encontrará el hombre la receta para su obra espiritual, la de buscar el sentido de su propia vida y progresar en la fidelidad a su misión.
En lo que sí estaba cerca de los místicos orientales y de cualquier tipo de mística era en la seguridad de la confluencia profunda de todos los hombres que toman en serio el trabajo espiritual y buscan el sentido último de todo en el interior de sí mismos. En la medida que este trabajo va dando sus frutos, independientemente del método seguido y de la doctrina de origen, se puede ir alcanzando lo que es universal a todo hombre y a toda experiencia espiritual. Légaut distingue muy bien lo universal de lo general. Lo universal se descubre o se nos revela, surgiendo de lo profundo del hombre, en la medida que éste va llegando a su autenticidad de ser. Jesús es universal. General en cambio es una forma o doctrina que, tal vez por saberla surgida de un hecho universal, se intenta hacer válida para todos los hombres y épocas. La pretensión de poseer una verdad o religión general es el origen del fundamentalismo. El verdadero ecumenismo, que une tanto la fidelidad a la propia tradición como el respeto y escucha del otro, sólo será posible en el cristiano que viva el valor universal de Cristo, aun sabiendo que las fórmulas e instituciones cristianas no son sencillamente generalizables.
Es tanto el cuidado que tiene Légaut por depurar el lenguaje y no utilizar en vano el nombre de Dios, que en algunos escritos da la impresión, al lector apresurado, de que se trata de un intento de espiritualidad atea, o al menos no cristiana. Nada más lejos de lo vivido por Légaut. Su obra básica “El hombre en busca de su humanidad”, que podría confundirse a primera vista con una antropología o una psicología, está encabezada por este texto “Et Verbum caro factum est”, para indicar que su apasionada búsqueda hacia la plenitud de hombre iba encaminada a –y seguramente iniciada por– la inteligencia de la plenitud de Cristo Jesús. ¿Cómo entender a Jesús por dentro si uno no ha profundizado en serio en su propia humanidad? ¿Cómo entrar con Jesús en relación personal con el misterio de Dios, si uno no ha entrado con toda su persona en el misterio de sí mismo?
Una espiritualidad así, que llama a lo profundo a partir de la memoria de lo vivido, parece a algunos que es excesivamente elitista. Son raros los espíritus que pueden emprender este viaje de forma tan personal. El pueblo necesita propuestas espirituales más sencillas y tangibles. Y sobre todo parece que se excluyen del camino propuesto por Légaut los jóvenes que aún no tienen un bagaje suficiente de experiencia en su biografía. Mucho podríamos decir sobre cómo Jesús y Pablo dosifican sus enseñanzas según la capacidad del que recibe. Para unos hay andaderas de normas y reglamentos, para otros el alimento maduro del espíritu. Pero no se puede tratar a todos como niños e infantilizar la Iglesia. Incluso las doctrinas y normas que haya todavía que proponer hoy, deben prever el desarrollo posterior de las personas y no impedirlo. En varios libros Légaut hace el análisis de lo que distingue una estructura religiosa de autoridad de otra de llamada. El cristianismo surgió como religión de llamada, aunque, por la inmadurez de los tiempos tal vez, se fuese transformando en religión de autoridad. Sólo si vuelve a convertirse en lo que fue, podrá aportar algo al hombre del futuro.
En sus relaciones con la autoridad de la Iglesia, Légaut, como los verdaderos espirituales, fue tan libre como respetuoso. Su condición seglar y su no profesión como teólogo le mantuvieron alejado de conflictos. Convencido de que la Iglesia tenía que cambiar profundamente, recibió como un primer signo de esperanza el Concilio de Juan XXIII. Sufría después por las noticias de involución eclesial que le llegaban y por la orientación autoritaria del papado de Juan Pablo II. Tanto, que ya en su vejez se decidió a salir del silencio. En 1988 publicó un libro, “Un hombre de fe y su Iglesia”, en el que, contra su estilo, citó hechos concretos, discutió orientaciones pastorales y opinó sobre actuación de personas. Le parecía claro a Légaut que entre el papa Woytila y la curia estaban llevando a la Iglesia a la misma situación de cerrazón al mundo que parecía asfixiarla y que hizo necesario el Vaticano II. Y en 1989, cuando la declaración de Colonia, se sintió llevado a proponer un texto de apoyo a la libertad de los teólogos y al cambio en la Iglesia, para el que recogió muchas firmas y que él mismo envió a los obispos franceses con una carta respetuosa. Acababa así: “Por una vez, ¿es posible hablar de hombre a hombre? Vuestras cargas y responsabilidades, monseñores, son de tal envergadura que me parecen difíciles de asumir correctamente, vistas las enormes dimensiones del cambio que precisa la Iglesia y las habituales condiciones en que se ejerce vuestra función. Sería vano añadir más. Y yo no sería honesto si dijera menos. Así, pues, sólo el silencio puede concluir este encuentro inhabitual por una y otra parte, un silencio abierto a la espera…”(*).
Marcel Légaut se mantuvo en su Iglesia Católica hasta el final, aunque fuera libre para expresar sus desacuerdos. Invitaba a todos a profundizar en sí mismos, no a polemizar. Cuando oía de un obispo o sacerdote que, desde estructuras que él consideraba superadas, ejercitaba la libertad evangélica, aun aceptando los límites que le imponía la función, los admiraba y se alegraba. A veces se ha dicho que la espiritualidad de Légaut incita a la secularización. Nada más contrario a sus intenciones y a su manera de obrar. Puede fomentar, eso sí, la libertad y la autenticidad, pero nunca el abandono del ministerio sacerdotal. Permítaseme sobre ello, para acabar, un testimonio personal. Le traté hasta el último momento siendo yo célibe, clérigo y urbanita, mientras él era casado, laico y rural. Hasta nuestro último encuentro, en Agosto de 1990, reflexionábamos cómo lo importante era ser fiel al propio contexto y a las exigencias del interior. No se puede imitar la vida de otro, ni fabricarse un plan de experiencias para el desarrollo personal. Fue sólo después de su muerte cuando —creo que por fidelidad a lo más profundo de mí y a los acontecimientos y presencias recientes de mi vida— se produjo un rápido cambio en mi situación que me hizo experimentar de otra manera el amor, la paternidad y la muerte. En este proceso, que me obligó contra mi voluntad a abandonar el ministerio, me acompañó el recuerdo de Légaut, lo mismo que el de Juan de la Cruz y el de Fernando Urbina, con quien preparé en aquella temporada el esquema de este número que hoy tiene el lector en sus manos. Pero la decisión del cambio de estado fue mía y sólo mía, y en nada se le puede atribuir a él o a otro. Yo hoy estoy contento de que no se interrumpiera, en los dos años que ha durado el proceso, ni mi búsqueda interior, ni la preparación de este número y esta nota, que hoy por fin tiene el lector en las manos.
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(*) Véase IGLESIA VIVA, nº 143/144 de 1989, pgs. 567-571.[El resto de esta nota tiene en 2010 un interés sólo histórico, una vez que ya hay una página de la Asociación Marcel Légaut para difundir sus escritos]. A alguien puede haberle interesado, a través de esta nota, la figura y la obra de Légaut. Como no es un autor comercial, ni de fácil lectura, un grupo de amigos está intentando hacer y publicar buenas traducciones de sus obras. IGLESIA VIVA está colaborando en ello, dada la relación de algunos de nosotros con el grupo de “Amigos de Légaut”, pero no es un compromiso ni una tarea institucional de la Revista).
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