APROPIACIÓN DEL ACONTECIMIENTO, APERTURA A LO REAL
Por Marcel Légaut
RESUMEN
- Sumisión pasiva al acontecimiento considerado como voluntad de Dios.— Crítica del “providencialismo”.— Apropiación personal del acontecimiento.— Exigencias que plantea este tipo de apropiación.— Dificultades que encuentra este tipo de apropiación.— El fracaso en la apropiación personal del acontecimiento es muy general.— Apropiación de la propia muerte.
- Apropiación y conexión del acontecimiento.— Los sacrificios íntimamente exigidos por la fidelidad resultan fecundos, más tarde, a través de sus consecuencias.— Cuando algunas exigencias, que son auténticas, resultan Incompatibles, los acontecimientos posteriores permiten corresponder a ellas más adelante transformando las situaciones y cambiando los corazones.— En una existencia suficientemente fiel, incluso los errores y faltas inevitables del pasado ocupan su lugar y colaboran en la unidad del hombre.— Cuando la obra a la que el hombre se consagra es la consecuencia de su fidelidad, el aumento de necesidades que se va manifestando coincide, en el “obrero”, con un aumento de sus posibilidades.— Conexión del acontecimiento con las necesidades de la vida espiritual y de la misión.— Diferencia entre el “providencialismo” y la constatación de la conexión entre un acontecimiento y el curso de la propia vida. Las fidelidades humanas pueden estar en el origen secreto de la connivencia entre un acontecimiento y la vida.
- El Cosmos es el libro que más inspira a quien sabe inspirarse en lo que el Universo le permite conocer de sí mismo.— La naturaleza que se despliega por la superficie de la Tierra es maestra de humanidad.— En el mundo, el hombre espiritual es una rareza.
El hombre, entregado sin remedio a las leyes que reinan con rigor en el mundo de la materia y de la vida; sometido asimismo a las leyes, más flexibles pero no menos imperiosas, que rigen los grupos humanos en tanto que son realidades sociales, económicas y políticas, y cuyos efectos son tanto más poderosos cuanto mayor es la densidad de implantación de los grupos y más compleja la implicación de los oficios y de las funciones; al llegar a la edad adulta según la biología, este hombre, ¿logrará ser adulto de verdad y ser él mismo acercándose a la “libertad de ser”? ¿Lo podrá lograr aun cuando la acción de las disciplinas y propagandas colectivas, de forma sutil pero continua y omnipresente, cada vez vaya amenazando y limitando más su libertad de hacer, de decir e incluso de pensar, si bien esto último ocurre de forma más velada? Esto es lo que está realmente en juego en la historia del hombre sobre la tierra, en la que apareció de forma relativamente reciente, tras una evolución cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos y en el desierto de los espacios.
Cierto que los modos de comportarse el hombre en su trabajo, en su función y en sus relaciones —cuando éstas responden a la llamada del desarrollo humano de sus instintos o, de forma más específica, se dan al nivel de la vida espiritual— son para él caminos hacia su realidad personal, permitida y solicitada de lejos, secretamente, por las profundidades de su ser. Pero, ¿le basta con padecer pasivamente los acontecimientos, igual que cualquier otro ser viviente sometido a la desgracia y condenado a la muerte? ¿No tiene más solución que conformarse y adaptarse a ellos lo mejor posible? O, por el contrario, ¿puede apropiarse de ellos, aunque a menudo sobrevengan con una brutalidad inhumana y de forma ineluctable? Es más, esta apropiación, ¿no es acaso necesaria siempre en él, incluso cuando los acontecimientos son dichosos, si quiere avanzar en el camino de su humanidad?
I
Sumisión pasiva al acontecimiento considerado como voluntad de Dios
Padecer de forma pasiva lo que acontece no es un comportamiento exclusivo de aquellos a quienes abaten las circunstancias. También es frecuente adaptarse y resignarse, según la ley del mínimo esfuerzo, en condiciones menos extremas. Cuando los acontecimientos piden mucho coraje y aguante, el instinto vital —poderoso en el hombre como en el resto de los seres animados—, la excepcional capacidad humana de adaptarse a todo tipo de situaciones y la erosión ineluctable de los estados afectivos bastan para promoverlos. Sin embargo, cuando el hombre, por más dramáticos que sean los acontecimientos, los sobrelleva de esta forma, y, además, soporta valientemente sus trágicas consecuencias, al final, se queda en el mismo estado en que se encontraba antes de que sucedieran. Nada cambia fundamentalmente en él. Sus comportamientos en dichas circunstancias no son propiamente espirituales por tanto. Practicados desde siempre, estos comportamientos tan sólo implican una religiosidad aún frecuente hoy en día, que se remonta a los tiempos más remotos.
El hombre, desde que estuvo en condiciones de buscar un modo de explicarse lo que sucedía a su alrededor pues su reflexión se despegó de las preocupaciones inmediatas impuestas por la supervivencia cotidiana, y desde que se esforzó, pese a lo ínfimo y efímero de su condición, por hacerse un lugar en la tierra y bajo el cielo, los cuales, pese a la limitación de sus conocimientos, le parecían de una inmensidad que lo llenaba de estupor, se vio llevado a “inventar” un Dios creador y motor del Mundo. Lo imaginó a partir de lo que sabía de su propia vida y de las condiciones en que él se encontraba en su sociedad. A ello se empleó gracias a una verdadera acción creadora en que intervinieron todas sus profundidades que, evidentemente, no podían explicitarse más que a través de las maneras de hacer y de pensar de su tiempo y de su país. Para explicarse a sí mismo lo real, con lo que tenía que medirse a diario, atribuyó a esta Divinidad —poco importa que fuese una o múltiple— una independencia radical con respecto al Mundo, un conocimiento ilimitado del mismo y un poder despótico sobre él; primeros esbozos de un saber que, más tarde, a través de milenios, tenía que alcanzar el rigor de una verdadera ciencia.
Prácticamente imposible de desarraigar de las entrañas del hombre, esta religiosidad conduce a ver, en todos los acontecimientos, la consecuencia de la voluntad divina. Todo lo que, percibido en su materialidad, sucede al hombre tiene, en sí, una significación, un significado objetivo que depende de un proyecto de Dios. Normalmente se trata de una advertencia, una llamada, una recompensa, un castigo o, también, una plegaria que ha sido escuchada. El hombre debe someterse al acontecimiento de forma ciega y resuelta, vista la autoridad y el poder divinos que lo originan. No cabe otra forma de responder a un proyecto totalmente extrínseco a quien es su objeto. Este proyecto no existe tanto para llevar a su plena realización lo que en el hombre ya estaba en vías de elaboración, en continuidad con lo que lo había preparado, cuanto en función de una irrupción brutal e imprevisible, de pura gratuidad, sin relación con lo ya existente.
Crítica del “providencialismo “
La ciencia, conforme va progresando —y en los últimos decenios ha hecho progresos antes inimaginables—, va rompiendo sistemáticamente con sus orígenes remotos que, durante tanto tiempo, la envolvieron en pañales; se construye, por tanto, haciendo resueltamente abstracción de las necesidades que, al principio, empujaron al hombre a concebir la existencia de Dios; se resiste a las imaginaciones a las que antaño se entregó, y, aún más, se pretende objetiva, liberada de todo presupuesto que no sea estrictamente metodológico. Sin embargo, esta liberación sistemática suya no implica necesariamente que el hombre, que está en condiciones de poder aproximarse a lo real con los sentidos y por la razón, pueda alcanzar la realidad en su totalidad a través de una búsqueda impersonal; y no excluye necesariamente tampoco —esta liberación sistemática— la eventualidad de una realidad que, para ser percibida, exija del hombre una “calidad de ser” completamente distinta y más exigente que la que le permite, no siendo fruto de una profundización humana particular, consagrarse a la investigación científica. El rigor científico no implica que Dios no exista ni que la profesión de ateísmo sea necesaria para garantizar la integridad intelectual de las investigaciones científicas. Sin embargo, la ciencia y la mentalidad que ella desarrolla modifican de forma considerable el modo como el hombre puede concebir la causa de los acontecimientos que le conciernen, su origen y su razón. Y esto influye de forma decisiva en la manera en que ha de comportarse, íntimamente si no externamente, a su respecto.
Lo cierto es que, en las condiciones actuales, ya no se pueden ignorar los encadenamientos complejos pero rigurosos que relacionan entre sí los acontecimientos del mundo de la materia y de la vida; incluidos los acontecimientos del ámbito de lo social, de lo económico y de lo político, que se desarrollan, en gran parte, pese a las apariencias, más allá de la voluntad del hombre. De ordinario, las decisiones que entrañan los acontecimientos de este último tipo, dado que no son el fruto exclusivo de la fidelidad personal de aquél que se consagra a ellos con conciencia de que son un deber para él, y dado que no son ajenas tampoco a alguna preocupación interesada por parte de este hombre, ni independientes de todas las presiones exteriores que éste padece, dichas decisiones no dependen —o sólo dependen en una ínfima parte— de su “libertad de ser”. Por eso son los determinismos los que reinan en las sociedades y los que principalmente provocan las decisiones, por más que esta intervención, de causas impersonales y objetivas, quede disimulada por la importancia espectacular de ciertos “artífices de la historia”. Las iniciativas de éstos, a decir verdad, no son sino un engaño pues son las causas Impersonales mencionadas las que las suscitan y teledirigen directamente.
Tampoco la forma “religiosa” de interpretar los acontecimientos puede ser igual hoy. Ni los acontecimientos que cualquier hombre tiende a identificar en los grandes momentos de su vida ni los que los hombres especialmente pietistas identifican cotidianamente pueden interpretarse de la misma forma que antes por más que ésta haya sido útil en el pasado y por más que haya ayudado poderosamente a los hombres en sus horas críticas, aquellas en las que el desespero y el desánimo acechaban. Ni siquiera los que no están al corriente de los progresos del conocimiento pueden interpretar los acontecimientos de esta forma “religiosa” anterior. También ellos forman parte ineluctablemente de su generación, que, en gran parte, les impone, sin ellos tener conciencia de ello, sus formas de sentir y de imaginar así como el universo de sus evidencias. Sin apenas saberlo, también ellos arrastran consigo la carga de las nuevas cuestiones —cuestiones de ordinario sin respuesta válida y quizá ya imposible para siempre— que otros, más instruidos, se plantean expresamente y que, para vivir con autenticidad, tienen que llevar con una integridad de espíritu que no tolera respuestas o soluciones ilusorias.
De hecho, en nuestro tiempo, al menos en Occidente, cuando una persona “tiene una religión” significa simplemente que se presta y se adhiere, como si se tratase de meras opiniones, a algo que, en el pasado, eran convicciones sobre Dios y sobre su acción en el Mundo; convicciones tan firmes, además, que, por ellas, sus antepasados llegaron hasta el sacrificio de sus vidas. Raro es que esta persona piense en ellas, de no ser para defenderlas con vigor cuando alguien las critica. Tampoco tienen ningún peso ni influencia en sus decisiones. A veces, cuando resulta conveniente, las personas que son piadosas por temperamento o por función hablan devotamente de ellas, según la costumbre de su medio. Con todo —y sin contradecir por ello las precedentes consideraciones—, en las horas de incertidumbre y de inseguridad, muchos se aferran a estas formas de pensar con completa obstinación; las sacralizan para poder encerrarse en ellas y protegerse así mejor. Otros, con frecuencia, en las horas críticas que les conciernen personalmente, abdican y niegan brutalmente lo que antes parecía que habían creído con una fe semejante a la que, de verdad, tenían antiguamente sus antepasados.
Apropiación personal del acontecimiento
Por el contrario, hacer suyo el acontecimiento no significa encontrarle el sentido que, por hipótesis, éste tendría de forma objetiva; ni tampoco significa darle un sentido que responda a las aspiraciones subjetivas del momento; significa descubrirle el sentido que conviene al ser que uno es, a la luz de lo esencial que uno ha vivido en el pasado y según la iluminación, más secreta aún, de lo que uno ha de llegar a ser —de lo cual, a veces, se nos da alguna preconciencia. Actividad creadora por excelencia, en la que el ser interviene en su totalidad, y cuyo resultado es el fruto que ha de alimentar al hombre de manera que esté preparado para el posible porvenir que le espera. Este sentido no le conviene más que a él pues, si el mismo acontecimiento le sucediese a cualquier otro, tendría que recibir de éste la interpretación que fuera la más apropiada para él.
Exigencias que plantea este tipo de apropiación de un acontecimiento
Esta apropiación —como las de los capítulos precedentes— no surge de un simple ejercicio de técnicas que pueden aprenderse y perfeccionarse con el uso. Tampoco está siempre a disposición del hombre, como las actividades ordinarias. Es cierto que pueden prepararla indirectamente el recogimiento, la paciencia, la persistencia y la capacidad de esperar en la fe. Sin embargo, aun contando con lo anterior, el hombre nunca puede desencadenar su venida.
Esta apropiación tampoco se daría, con la exactitud necesaria para que fuese bienhechora, en quien no hubiese sabido, previamente, corresponder a las exigencias nacidas de la apropiación del oficio y de la función, y a las que suscita la apropiación de la ley y de la doctrina. Sería igualmente engañosa desde el principio para quien no hubiese accedido todavía al nivel de humanidad en que se tiene algún sentido de lo que significa el otro en su realidad singular y única. En todos estos casos, esta actividad proporcionaría un medio desviado de escapar a lo real. Esta verdadera revelación que es el advenimiento al hombre del sentido particular que el acontecimiento tiene para él, sólo se producirá realmente cuando, a lo largo de la vida, arraiguen en él tanto la fe en sí como la percepción de su carencia de ser de modo que ya no sea inmaduro espiritualmente. De lo contrario, una apropiación inexacta y engañosa del acontecimiento arrastraría al hombre, de forma invencible e inconsciente, a escabullirse, a través de imaginaciones “providencialistas”, de su condición de ser limitado, dependiente, precario, efímero y destinado a la muerte.
Dificultades que encuentra la apropiación del acontecimiento
¿Cabe extrañarse de que, normalmente, esta apropiación de los acontecimientos, que permite que el hombre llegue a ser él mismo, sea un proceso largo, difícil y doloroso? ¿No es acaso el término, a menudo imprevisible, de un recorrido subterráneo y secreto que sólo se reconoce cuando se concluye felizmente? Sólo se da tras otras numerosas circunstancias de la vida en las que la fidelidad, muchas veces, ha tenido que abrir su propio camino después de tanteos sin cuento… ¿Cómo podría ser de otro modo en el inmenso tajo que es el trabajo del mundo, en que nada se desarrolla con dimensiones humanas y donde pocas cosas se producen como consecuencia de una iniciativa de la que el hombre tenga plena conciencia?
¿Acaso no es verdad que el hombre es un elemento ínfimo y efímero del mundo de la materia y de la vida? El hombre se ve arrojado a la vida, sometido sin remisión a todas las turbulencias que hacen y deshacen este mundo; perdido entre la masa innumerable de los humanos, especie precaria hasta lo improbable, transportada por un aerolito en el que, excepcionalmente, la vida e incluso la conciencia son posibles por un tiempo; miembro aritméticamente despreciable de una sociedad presa de agitaciones interminables y siempre más poderosas a medida que ésta crece en número, aumenta en complejidad y sus elementos entran en luchas fratricidas por efímeras hegemonías y por la posesión de los recursos de la tierra. Cargado desde su nacimiento con la herencia de un pasado en que todas las pasiones se desataron —pasiones que todavía perduran igual de bárbaras que antaño bajo un barniz de civilización que a la menor prueba se manifiesta de lo más débil—, el hombre, a medida que avanza en años, tiene además que cargar también con las consecuencias sin remisión de lo que vivió él mismo y de lo que hicieron o llegaron a ser para él aquellos que entraron en su vida.
Estas últimas reflexiones son formas de conciencia acerca de la condición humana que, cuando son posibles por medios personales —como será cada vez más frecuente—, impiden al hombre seguir viviendo al día, según los acontecimientos, tal como antes podía gracias a una visión religiosa espontánea y fundamentalmente animista de la relación de Dios con el Mundo. Esta nueva y más lúcida visión de lo real será, cada vez más, una condición indispensable en la vida espiritual pues ésta, sin ella, se atascaría sin remedio en el pietismo y degeneraría, poco a poco, en el esoterismo sectario de un ghetto.
La cruda luz de esta forma de considerar la condición humana, a la que, por otra parte, oscurecen tantas autodefensas instintivas, sólo puede alcanzarse a través de una actividad estrictamente personal. Cada uno ha de desarrollarla paso a paso, con el tiempo, ya que nada de fuera invita sino que conduce a desviarse de ella. En efecto, allí donde objetivamente prevalece la idea de la fatalidad del fenómeno, todas las religiones, a través de doctrinas heredadas de tiempos lejanos en los que la conciencia común de la condición humana era de lo más limitada, por no decir de lo más errónea, utilizan el sentimiento visceral de culpabilidad del hombre para mostrar la acción de la “justicia divina”. Las religiones, a través de ideologías que desarrollan, difuminan las crueles e inexorables realidades de la vida, injustas, escandalosas e incompatibles con la bondad de Dios. Así proceden especialmente las religiones cristianas cuando insisten en la omnipotencia de Dios al mismo tiempo que en su amor y fidelidad para con los hombres.
Por su parte, también la sociedad civil —cuando las religiones no bastan— desvía a sus miembros de esta exigente lucidez que amenaza con hundirlos en la desesperanza. Si es necesario, los acapara y absorbe, los distrae de sí mismos con todo lo que les pide y ofrece. También contribuyen a ello los restos de cierta mística del progreso basada, antiguamente y no sin razón, en los éxitos de las ciencias y de las técnicas que, ahora, se ven desbordadas por el objeto de su investigación y por las energías que, al mismo tiempo que liberan, también desencadenan. De igual modo, las promesas seductoras, que las ideologías acordes con el espíritu del tiempo hacen brillar en el futuro, también ayudan a los hombres a soportar sus condiciones de vida sin tener que plantearse las preguntas más propia y profundamente humanas. Por su parte, las religiones, bajo el influjo de las aspiraciones de los tiempos, tienden asimismo hoy a transponer sobre la tierra la visión del paraíso que antiguamente reservaban para los “elegidos” en la eternidad de después de la muerte.
Esta lucidez exige, sin duda, no estar absorbido por completo por las ocupaciones y necesidades cotidianas. ¡Cuántos permanecen esclavos de ellas hasta amar a menudo sus cadenas con tal de no plantearse las cuestiones que justo suscitaría dicha lucidez; lucidez que pide estar suficientemente desprendido también de las inquietudes que se multiplican a medida que proliferan las informaciones acerca de lo que pasa en el mundo, y que ponen de manifiesto, cada día, el salvajismo de los hombres entregados a las aberraciones ideológicas y a las pasiones partidistas! Pero, ¿se puede ser lúcido si se es incapaz, a causa de una conciencia insuficiente de la propia realidad personal, de tomar distancia respecto de los acontecimientos y medir su importancia en definitiva relativa, a pesar de su gravedad, a menudo extrema en el momento, a fin de poderlos situar objetivamente, sin más, en el curso de la historia? ¡Cuántos, por falta de perspectiva, permanecen hipnotizados por la ansiedad hasta quedar, a veces, desmoralizados y petrificados!
El fracaso en la apropiación personal del acontecimiento es muy general
No hay que extrañarse, por tanto, del extremo despilfarro de potencialidades espirituales que se produce desde la juventud y que prosigue, más o menos visible, durante toda la vida. Sucede lo mismo que con la Inmensa profusión de semillas que prepara la munificencia de toda floración. Sólo unas pocas encontrarán terreno y condiciones favorables para germinar, crecer y convertirse en plantas. Expuestos siempre a crisis debidas tanto a malformaciones hereditarias como al propio desarrollo físico y psíquico, y a las dificultades, frecuentemente extremas, de la propia historia; y calafateados a menudo en los horizontes estrechos y quiméricos en los que los encierran las religiones y en los que se defienden y protegen de la dureza de su suerte, numerosos hombres permanecen como Inertes ante su destino, y muchos, cuando la desgracia los alcanza, sólo se liberan de ella o bien abandonándose a una resignación pasiva que les ayuda a olvidar o bien entregándose a cualquier tipo de distracción que les permite evadirse.
No obstante, pese a este enorme derroche de potencialidades humanas, semejante al que parece haberse dado y que sin duda sigue dándose en el impensable despliegue de energía de la formación de los mundos, en ciertos momentos, instantáneos como el relámpago y raros aunque su hora suene y llegue en toda vida, las profundidades del hombre se dejan entrever. Estas profundidades, aunque se las haya abandonado y no se las haya cultivado, aunque se las haya esterilizado gravemente o incluso se las haya envenenado con comportamientos del pasado —comportamientos instintivos en la inmadurez del comienzo de la vida, padecidos más que queridos realmente; o bien comportamientos a veces aconsejados con autoridad, a los que uno se sometió ciegamente sin de verdad consentir y estar de acuerdo con ellos—, estas profundidades, pese a todo esto, se transparentan a hurtadillas: una expresión fugaz, una mirada, una sonrisa, un silencio, una palabra —inseparables de unas maneras determinadas que las acompañan en quien las emite como si se le escapasen por una emoción no dominada— son más elocuentes que cualquier otra cosa para quien sabe captar su sentido y percibir su razón; razón que quizá no habría podido ni querido decirla expresamente aquél en quien secretamente fue adquiriendo fuerza, sin embargo. ¡Cuántas personas, en el fondo de su ser, viven mucho mejor de lo que actúan, de lo que piensan o de lo que los otros conocen de ellas!
Apropiación de la propia muerte
Si hay un tiempo en que un hombre se manifiesta en su verdad, aunque sea bajo deformaciones irreparables de las que él es a la vez la víctima y el agente; así como en la eminencia de su ser, más allá de lo que se le reconoció y de lo que en conciencia él mismo se atribuyó, ¿no es éste el tiempo en que la muerte se acerca? Después del estupor del trance próximo, el hombre, si es bastante adulto espiritualmente, y si aún goza del pleno uso de sus facultades, tiene que hacer de la muerte su muerte y apropiársela. Despojado de todo, incluido el personaje, puede entrar, entonces, en un estado de transparencia en que, ante sus ojos, sólo se sostiene —y ello le basta para “ser”— esa nonada por la que él ha sido él mismo, simple, pura, humana y libremente, a lo largo de una vida que, por más llena y desbordante que haya podido haber sido, ya no le sirve de nada. No es necesario haber conocido de cerca esta situación para entrever con realismo este estado: aquél a quien vemos morir en estas condiciones nos lo acerca en la medida en que tenemos espontáneamente alguna preconciencia de dicha transparencia sin defecto, cruel pero liberadora, y ya hemos aspirado alguna vez a ella en nuestra vida.
II
Apropiación y conexión del acontecimiento
La apropiación personal del acontecimiento, el hacérselo uno mismo suyo, es capital para el crecimiento de la vida espiritual personal y para el descubrimiento del sentido de la propia existencia. Para ello no es necesario, ni mucho menos, que haya una armonía entre el acontecimiento —consecuencias incluidas— y lo que el hombre directamente necesita para crecer en su humanidad. Este es el motivo de que la actividad creativa del hombre sea necesaria en este terreno. Esta actividad es necesaria tanto para extraer un bien de circunstancias neutras como para remediar a veces sus malos efectos.
No obstante, a medida que la vida del hombre se desarrolla con fidelidad a las exigencias íntimas que se le van imponiendo a lo largo de las diferentes etapas de su historia, parece como que se muestra una singular simbiosis entre su crecimiento espiritual y una determinada sucesión de los acontecimientos. Esta conexión objetiva es otra cosa que la mencionada correspondencia creada por la actividad espiritual que posibilita la apropiación. Proviene, sin duda, del hecho de que lo que está en el origen del carácter especialmente imperativo de las exigencias que aparecen en la conciencia del hombre para que llegue a ser él mismo a partir de lo real —lo real de lo que salió y en lo que está inmerso— está también en el punto de partida de aquello que se inicia y se pone en acción en el Universo a través de la evolución tanto del mundo de la materia y de la vida como de la especie humana. ¿No tiene el hombre sus raíces en este ámbito innumerable y no es de ahí de donde extrae su savia al tiempo que participa a cambio en su elaboración? ¿No es de este medio ilimitadamente sobreabundante de donde tiene que recibir todo lo que le puede nutrir y con lo que, en simbiosis, debe progresar hacia la singular realidad que está en él en potencia?
Esta conexión objetiva del acontecimiento con lo que es directamente útil al hombre para que profundice en sí mismo, cuando verdaderamente existe, no se le desvela, sin embargo, de ordinario, en el mismo momento en que se da. Además, es algo por completo diferente de la relación inmediata y directa de una causa con su efecto, tal como la ciencia la descubre y la técnica la utiliza. Sólo mucho tiempo después, el hombre constata esta conexión, y, precisamente, bajo el efecto de las íntimas transformaciones, en su forma de ver, de sentir y de juzgar, que, poco a poco, provocaron en él aquel acontecimiento y el amplio abanico de sus resonancias, gracias, sin embargo, a su fidelidad. Evidentemente, aquí no se trata de lo que puede ocurrir cuando las prolongaciones de un acontecimiento se muestran, más tarde, bajo un signo favorable, tras haberlas prejuzgado antes como contrarias.
Con frecuencia, al principio, el acontecimiento aparece como algo neutro o más bien hostil, y, por tanto, exige ya que el hombre se lo apropie mediante una verdadera actividad creadora que confiere una primera utilidad a dicha circunstancia. No obstante, esta utilidad momentánea no agota en absoluto las consecuencias espirituales, imprevisibles, inesperadas y finalmente dichosas, que, a partir de ese acontecimiento, sobrevendrán más tarde y sólo ulteriormente se descubrirán. Parece ser que, a medida que el hombre adelanta en el camino de su humanidad, y ocupa con mayor exactitud su lugar en lo más real de su espacio y de su tiempo —ese telón de fondo en que los acontecimientos del día se inscriben con un desorden extremo pero determinado—, la eventual conexión entre el suceso que acontece, por un lado, y sus necesidades espirituales, por otro, se da más fácilmente y, como consecuencia, él puede reconocerla cada vez con más rapidez. Llegados a este punto, esta conexión se convierte en motivo de asombro e incluso de pasmo de tanto como una determinada circunstancia llega a veces en tiempo oportuno y deseado. ¿No será esto signo, acaso, de una especie de connivencia?
Los sacrificios íntimamente exigidos por la fidelidad resultan más tarde fecundos por sus consecuencias
Hay exigencias íntimas que imponen elecciones decisivas e irrevocables que Implican, en su desarrollo, renuncias y sacrificios cuyas consecuencias en el futuro son imprevisibles. Dichas renuncias y sacrificios son el principio de mutilaciones de las que nadie puede saber, sobre la marcha, ni qué comportarán ni cuál será su resultado. De hecho, sus prolongaciones suelen mostrarse más dolorosas y crucificantes de lo que se podría intuir al comienzo, bajo la luz animosa de la generosidad con que dichas decisiones se tomaron.
Sin embargo, el tiempo pasa y el hombre continúa su camino, de un modo u otro. Las condiciones que se presentaron, al comienzo de estos sacrificios o a lo largo de las renuncias que siguieron, se alejan. El hombre se ve liberado y evoluciona afectiva e intelectualmente. Se hace capaz de una mirada diferente hacia su pasado; una mirada que sobrevuela, que domina el conjunto de los acontecimientos y que es capaz de juzgar mejor su relatividad y el lugar que ocupan en su vida.
Ya no le hipnotizan como antes, hasta el punto de que todo lo veía a través de ellos. Un lento trabajo, en profundidad y de largo alcance, se hace en él, gracias a sus esfuerzos y a su fidelidad, sin duda, pero también, y en mayor medida, sin él saberlo. Y llega un día en que estas renuncias, por mutiladoras que aún sean —y siempre lo serán aunque quizá de otra forma—, se revelan al hombre como fuente de sabiduría, de desprendimiento liberador y de una especie de ligereza en la vida; una vida que, por supuesto, no sólo presenta aspectos felices sino también aspectos contrarios, los cuales, sin embargo, soportados y aceptados poco a poco, llegan, por último, a ser abrazados y queridos definitivamente. Así, después de largos procesos, llenos de vueltas y revueltas, y después de considerables demoras, el hombre descubre una secreta connivencia entre lo que antaño se le había exigido en lo íntimo por su fidelidad —aquello que requirió una auténtica fe y no sólo coraje y tenacidad— y lo que secretamente le solicitaba por dentro con vistas a dar su fruto y a alcanzar la plenitud de sentido de su existencia. ¡Qué misteriosa complicidad, relacionada, sin embargo, cuando el hombre ocupa su lugar en el mundo del que salió, con la misteriosa conexión que hay entre su evolución personal —en la que, de hecho, su iniciativa particular ha tenido menos relevancia que la del mundo— y la del Universo, en cuyo porvenir colabora, a cambio, de forma indispensable aunque imperceptible!
Muy al contrario ocurre cuando las renuncias y los sacrificios no son principalmente consecuencia de la vida espiritual sino que se escogen porque se consideran, con buena fe, como parte de unas técnicas que permiten alcanzar, con más seguridad y rapidez, la vida espiritual, o cuando se imponen a alguien, contra su pesar, bajo la autoridad de las doctrinas vigentes y el peso de las costumbres, y por razón de la función que éste debe asumir para dar de veras sentido a su vida. Cuando las renuncias y los sacrificios se adoptan de una de estas dos formas, ¿no se da en muchos, a menudo, una especie de lenta intoxicación? A veces amados en sí mismos —y tanto más cuanto más pesados—, estos sacrificios y renuncias destilan un veneno que se insinúa sutilmente tanto en las convicciones y evidencias, con el fin de minarlas, como en las actitudes y decisiones, con el fin de endurecerlas. Tanto la manera de valorar la situación a la que uno se ve alzado gracias a decisiones motivadas de este modo, como los juicios que llevan a subestimar las situaciones a las que, de esta forma, uno ha tenido que renunciar, ponen de manifiesto, con candidez e incluso con demasiada claridad, que dichas exigencias no brotaron de las propias profundidades y que, además, de alguna manera, han llegado a alterar el pensamiento.
Por el contrario, cuando hay algunas exigencias auténticas que resultan incompatibles entre sí, los acontecimientos hacen que se pueda responder a algunas de ellas más tarde pues transforman las situaciones y cambian los corazones. La vida espiritual nunca se desarrolla conforme a un proyecto concebido de antemano y siguiendo un camino jalonado por las etapas que los libros enumeran y detallan hasta la saciedad. No es lineal sino que es como una ola que se rompe, sometida al viento de alta mar y a la subida de la marea; y se despliega, a lo largo de un amplio frente, en forma de múltiples y diversos envites cuya unidad y razón profunda sólo más tarde se pondrán de manifiesto. ¡Cuántas veces, en horas de vitalidad y de lucidez —no de exaltación y de presunción—, se nos presentan exigencias interiores completamente auténticas y, sin embargo, si no contradictorias, por lo menos incompatibles de hecho, por el momento! Las que nacieron primero, y que permanecen junto con las circunstancias que las engendraron, prevalecen sobre las que siguen después, pero no pueden por ello conducir a negar la verdad de las otras incluso si, con justicia, impiden, por el momento, la realización de lo que éstas imponen.
La resultante de exigencias divergentes no se descubre inmediatamente. No es ser infiel a la segunda mantenerse firme en el rechazo que hay que oponerle en nombre de la fidelidad a la primera. Hay paciencias que no son renuncias: están sostenidas por la fe en que será posible en el futuro, bajo una forma que no se puede prever, lo que actualmente es Imposible de forma radical. Entran ahí también en juego el tiempo y no sé qué especie de complicidad de los acontecimientos que sobrevienen y de las situaciones que cambian, así como de las mentalidades que evolucionan y de los arreglos que dicha evolución permite. Sólo hacia el final de la vida se descubren de verdad estas cosas. Entonces, el hombre entrevé, lleno de maravilla, el juego sutil del despliegue y del desarrollo que, en su historia, hacen posible lo imposible. Este despliegue y este desarrollo conducen a una fecundidad que quizá no hubiera podido ser sin estos impedimentos lentamente laminados por el tiempo. Pero, sobre todo, ha hecho falta que, mientras tanto, la vida haya sido suficientemente fiel, haya llegado a ser bastante consciente y, ante ella, empiecen a abrirse ya horizontes que no sean por completo de este mundo aunque hayan estado desde siempre secretamente presentes.
En una existencia suficientemente fiel, incluso los errores y las faltas inevitables del pasado ocupan su lugar y colaboran en la unidad del hombre
El hombre no deja de captar, de alguna manera, que, en el pasado, desestimó algunas exigencias íntimas que se le imponían, ciertamente, como un deber pero que se le presentaron tan en forma de simples sugestiones, y tan situadas además en el límite extremo de su conciencia —no sólo por la sutileza de las mismas sino por su habitual extroversión— que no llegó a ver entonces una infidelidad manifiesta ni en sus propias circunstancias ni en su misma apatía —que no rechazo— hacia este tipo de exigencias. A decir verdad, esta abstención hundía sus raíces en lo más profundo de este hombre: allí donde él era más él mismo que de él mismo, es decir, en una profundidad en la que su responsabilidad quedaba como remitida a un juicio ulterior por su parte.
En estas condiciones, su responsabilidad depende más del hecho de que reconozca su infidelidad cuando sea capaz de ello, en el futuro, que del hecho de haber cometido la materialidad de dicha infidelidad en el pasado pues, entonces, su conciencia, aun siendo alcanzada por los hechos, no llegó, sin embargo, a ser verdaderamente tocada: hasta tal extremo se encontraba él íntimamente imposibilitado, en aquellos momentos, para responder a las exigencias que, en dicha situación, se le imponían objetivamente. Quizás hay que caer varias veces, en formas y situaciones parecidas, para llegar, por fin, a la lucidez que posibilita este reconocimiento. Sin embargo, no se llega a descubrir toda la gravedad de estas abstenciones si no se sigue siendo suficientemente fiel durante largo tiempo.
El hombre, de esta forma, va adquiriendo conciencia de lo que tendría que haber hecho, cuya obligación, en realidad, no supo captar ni pudo asumir a su debido tiempo. Se descubre a sí mismo —sin poder precisar demasiado cómo ni en qué— como víctima de sus infidelidades; de aquellas que en la práctica no podía todavía cumplir pero que en lo sucesivo ya no puede ignorar. Sin embargo, si las reconoce ahora, estas abstenciones pasadas, lejos de ser una pérdida irreparable, se convierten en una ganancia gracias a la conversión que se opera en él. De esta conversión, no se puede decir que él haya sido propiamente su artífice; más bien él es el sujeto paciente que, sin embargo, llega a ser capaz de transformarse gracias a lo que ulteriormente ha vivido en fidelidad y gracias, también, a los efectos indirectos sobre él de decisiones y de acciones que se vio conducido a emprender.
Maravilla esta especie de redención que es más que una remisión y más aún que una reparación. Nada de lo pasivo de la vida resulta negativo. Al contrario, todo aporta su piedra, una piedra irremplazable, a un edificio del que no se podría asegurar si sus fundamentos, visto el suelo sobre el que él tenía que levantarse, acaso no la necesitaban absolutamente para poder sostener todo el peso del mismo, hasta su terminación. Maravilla esta unidad constituida a partir de elementos tan dispares, incluso funestos a veces, pero que, bajo el influjo de la fidelidad sostenida por la fe, se ensamblan y se cimentan, unos a otros, y se convierten en la realidad única que no podrá hacer desaparecer el tiempo cuando el hombre se desvanezca.
Cuando la obra a la que el hombre se consagra es la consecuencia de su fidelidad, el aumento de necesidades que se va manifestando coincide, en el “obrero’,’ con un aumento de sus posibilidades.
A medida que el hombre avanza en la vida, si se consagra a la obra a la que debe entregarse —ya sea a través de la apropiación del oficio y de la función, impuestos en gran parte desde fuera, ya sea porque su fidelidad a las exigencias que despuntaban en él le condujo a ello desde dentro—, ésta, normalmente, crece y exige, para que este hombre siga haciéndola bien, unos medios que cada vez son más importantes, unas competencias técnicas que pueden ser adquiridas, pero, además y sobre todo, unas posibilidades humanas que, a diferencia de lo anterior, ni se enseñan ni se aprenden y que, sin embargo, son lo más necesario.
También aquí hay una conexión real entre el crecimiento espiritual del obrero y el crecimiento de la obra, completamente dependiente de los acontecimientos y de las situaciones que sobrevienen, completamente sometida a la evolución de las necesidades y de los instrumentos del medio en el que se desarrolla. Si el hombre se va volviendo poco a poco más capaz de lo que la obra le pide para crecer, se debe sin duda no sólo a lo que aporta, y que podría situarse únicamente en el nivel técnico, sino también, y principalmente, a lo que, intrínsecamente, es consecuencia en él del ejercicio de su fidelidad. Esta fidelidad, ¿no pone al hombre en relación con el espíritu fundamental que subtiende las evoluciones de los tiempos y que, por el mismo movimiento, provoca también la evolución de esta obra? Además, esta obra, gracias a la inteligencia de la época y a la vida espiritual de su obrero, ambas íntimamente unidas, más que una utilidad precisa en el presente, tendrá la promesa de una imprevisible fecundidad en el futuro.
Esta correspondencia entre las necesidades de la obra, que van aumentando, y las posibilidades del obrero, que van siendo nuevas, es tanto más asombrosa e inesperada cuanto que, a menudo, los dones así aparecidos a tiempo no eran ni conocidos ni Imaginables al comienzo. Era preciso que se necesitasen para que se suscitasen. ¿No sucede a veces lo mismo al comienzo de una vida, cuando las exigencias que se intuyen en el futuro parecen sin proporción con las propias posibilidades, que cada uno se conoce? Esta desproporción, aunque es una contraindicación segura para la elección de un oficio o de una función, no lo es de ningún modo cuando verdaderamente se trata de responder con fe y fidelidad a lo que se impone a uno desde dentro. Ninguna obra grande es el resultado de un proyecto que se haya limitado a lo posible desde el comienzo. Cuando un hombre se levanta para responder a una llamada interior cuya ocasión es a menudo un primer proyecto, a decir verdad, no sabe dónde irá por más que dicho proyecto parezca que lo concreta e impone con fuerza, al comienzo.
Por otra parte, estos dones, como para dejar claro hasta qué punto son inesperados y no son sólo el resultado del perfeccionamiento y del desarrollo de unas determinadas competencias técnicas, con frecuencia desaparecen cuando ya no se necesitan. Es como si igual que se dieron se retiraran. Los otros medios, en cambio, permanecen gracias al dominio que se adquirió. Sin embargo, no son sino recursos paliativos que se esfuerzan, a toda costa, por sustituir a aquellos dones; aunque, en definitiva, lo único que hacen es retardar y enmascarar el fracaso del obrero y la decadencia de su obra.
Hay además exigencias íntimas que imponen retirarse y desaparecer, y, sin embargo, ¡qué dificil es reconocerlas cuando no somos dignos de llevar nuestra inutilidad y nuestro retiro con el honor del reposo! Sólo consigue llegar a esto una contemplación arraigada en lo que se ha vivido a lo largo de los años, alimentada con lo que poco a poco se ha llegado a ser con firmeza y perseverancia, y asomada a un porvenir impensable a través del desierto de la vacuidad. Según esto, se comprende que la obra nacida de las exigencias íntimas de su obrero —obra que, naciendo de él, lo engendra a él a lo largo de su vida— conduzca poco a poco a este hombre a conocer la contemplación que hay en el silencio de lo que se va enterrando.
Cada uno, de una u otra forma, ha de conocer, en su vida, este momento del encuentro con la impotencia definitiva de hacer aque110 de lo que era capaz antes. Será en la vejez si no es antes con ocaSión de algún fracaso que nada puede remediar. En esta hora, también hay algún tipo de connivencia entre la nueva situación del hombre y su progresión espiritual con tal de que éste se haya acercado, de forma suficiente, al sentido de su vida, y haya, por tanto, llegado a ocupar su puesto en lo real, de su tiempo y su lugar. Sólo en tales condiciones —¿cómo podría ser en otras?— el obrero, ya inútil porque está sin fuerzas de una u otra forma, sabrá abrazar esta situación con todo su ser; situación que, además, hacia el final de sus días, se ajustará, fisiológica y psicológicamente, con su edad aun cuando su salud sea suficientemente buena. En particular, este hombre hará así de la muerte el cumplimiento de su vida; y la llenará de grandeza, en lugar de ser únicamente, como desgraciadamente ocurre a menudo, el término desastroso o el final que la fatiga de vivir desea, impotente.
Criterio de la calidad de lo que el hombre ha sido, apropiación decisiva que tiene, ciertamente, todos los signos de un nuevo nacimiento, del cual todos los tránsitos anteriores de los diversos umbrales de la vida espiritual no eran más que señales precursoras. iMisterioso despojamiento del hombre! Cuando todo lo que tenía, pero que no era suyo, se le arrebata, su ser se levanta: aquél que permanece porque, salido del mundo de la materia y de la vida, y crecido en el tiempo, no es ni sólo de este tiempo ni sólo de este mundo. “Resurrección” para quien ha participado en la “obra de la fe” que se desarrolla sobre esta tierra, esto es, para quien, al participar en ella llegando a ser él mismo, ha contribuido al pleno cumplimiento de lo Real al darle sentido. Y “Pentecostés” para aquél que, testigo de una vida y una muerte así, mañana lo suceda; hasta desaparecer después a su vez, hacia un devenir que nadie sabe.
Conexión del acontecimiento con las necesidades de la vida espiritual y de la misión
La conexión entre un acontecimiento totalmente ajeno a las actividades humanas de un ser y la vida personal de éste, cuando verdaderamente se da, es más difícil y delicada de reconocer de lo que afirman, a menudo con seguridad y superficialidad, muchos creyentes. La connivencia que estos creyentes ven, entre un acontecimiento de este tipo y su propia vida, es, para éstos, ocasión de fomentar el fervor y, en consecuencia, de dispensarse a sí mismos de realizar una aproximación seria al sentido de su vida. La concepción pagana de Dios, ¿no se fundó al principio en unas interpretaciones muy aventuradas acerca de sucesos afirmados de entrada como providenciales en sí; interpretaciones permitidas por la credulidad del hombre y forjadas por su imaginación bajo la fuerza de su sentimiento de culpabilidad o de su necesidad de justificar lo dichoso que le sucedía? Aunque, ciertamente, más tarde se vio confirmado lo aventurado de estas interpretaciones, la concepción subyacente a las mismas sigue siendo aún de curso corriente y nadie escapa por completo a ella en los momentos extremos de su historia.
Sin duda esta conexión —que no es consecuencia de una simple apropiación ocasional del acontecimiento— sólo existe en su realidad objetiva, ajena a toda fantasía que llene un vacío, para los hombres que, a fuerza de ser fieles a aquello a lo que se deben, siguen suficientemente el hilo de su vida en devenir y, por eso, ocupan exactamente su lugar en lo real: aquél donde tienen que obrar de concierto con lo que se despliega y se desarrolla a su alrededor, en el Mundo. Sólo ellos se sitúan en el tiempo y en el punto precisos, desde los que, para ellos exclusivamente, entra en foco la correspondencia singular que hay entre el acontecimiento y aquello que precisamente ellos necesitan para progresar espiritualmente y, si llega el caso, para que su obra crezca conforme al espíritu fundamental que la inspiró al comienzo. Gracias a esta fidelidad, estos hombres “ven” el acontecimiento en el sitio y hora en que su propio devenir, unido al de su obra, se trenza con el despliegue del Mundo de la materia y de la vida, en ese tiempo y espacio precisos en que ellos se encuentran.
Diferencia entre el “providencialismo “y la constatación de la conexión entre un acontecimientoy la propia vida
iQué lejos está esta manera de comprender el acontecimiento y de descubrirle su significación —no de darle significación como haría la apropiación propiamente dicha— de la precedente, fundamentalmente animista, en la que el ser del hombre, la totalidad de su historia, la exactitud de su progresión hacia su humanidad, la justeza de sus perspectivas sobre el sentido de su vida, en suma, su fe y su fidelidad, no tienen ningún peso; y en la que, por el contrario, su imaginación, aunque no sea consciente de ello, interviene bajo la acción de sus deseos y miedos, bajo la influencia, incluso, de la atracción del personaje representado o que querría representar, o bajo la presión también de los arrebatos y de las angustias de su tiempo y edad!
Ciertamente, esta forma de “ver” el acontecimiento —distinta de atribuirle un sentido y un alcance acordes con los propios deseos, y posibilitada secretamente por una vida suficientemente fiel como para estar llamada a dar aún más frutos, por más fecunda que ya haya sido— es menos frecuente que la otra, tan instintiva y espontánea, tan pasajera y superficial, y, finalmente, tan decepcionante, para cualquier reflexión, por poco crítica y abierta que ésta sea a las terribles y crueles realidades que hay por todas partes en este mundo. De hecho, el hombre, ¿no prefiere acaso este providencialismo, fácil e infantil, y de consecuencias poco exigentes, porque en él encuentra seguridad? Su atención, influida por este providencialismo, se polariza naturalmente hacia las circunstancias felices de su vida; y su memoria deja caer en el olvido rápidamente, por autodefensa inconsciente, los momentos que le fueron nefastos, aunque hayan sido con frecuencia bastante numerosos.
El hombre que ha llegado a ser digno de ello, en horas de una limpidez que uno no conoce por su propio esfuerzo, acoge este fino y sutil conocimiento del acontecimiento que se murmura en él. El hombre, sobre todo, se asombra de esta especie de connivencia entre el acontecimiento, lo que él es y la obra a la que se entrega. No obstante, aunque la conciencia de esta correspondencia resulta útil, no es, sin embargo, en absoluto necesaria para su fidelidad a lo que brota en él. ¿No fue así durante mucho tiempo, antes de que esta correspondencia se le manifestase con claridad, como ahora? Esta correspondencia, por su estrecha ligazón con el sentido que él tiene de su vida, viene a ser una confirmación de lo exacto de su camino, de la necesidad de su obra, del valor intrínseco de ambos. Confirmación sólo válida para él, sin embargo, pues intuye hasta qué punto sería vano e incluso indiscreto pretender comunicar su evidencia a otro. Esta confirmación abre al hombre a un tipo de alegría que no tiene que compartir explícitamente, aunque otros reciban indirectamente algunos reflejos de ella, que no dejarán de confortarlos.
Si el hombre se mantiene en esta discreción no es por falta de fe o a causa de alguna duda sino porque siente que es la actitud que conviene a la pura e inmóvil acogida en que se conjugan la “pasividad” de la disponibilidad y de la espera, y la “actividad” de una búsqueda que está en ejercicio y que progresa sin cesar. Sin embargo, tampoco la disimula con algún tipo de artificio, como si reconocerla atentase a su “humildad”. Cuando alguien le indica esta connivencia, ni la niega ni hace ningún alarde pues sabe que él no entra ahí para nada aunque ella sea consecuencia de lo que él es.
De ningún modo esta conexión debe ser una Indicación imperativa de la vía que el hombre debe seguir pues, en este terreno, sólo la actividad de la fe es luz por la emergencia a la conciencia de las exigencias íntimas que ella suscita más o menos oscuramente. Incluso las deducciones, que a partir de estas exigencias tentarían a un espíritu lógico, son poco seguras. La única manera de avanzar hacia la propia humanidad sin desviarse demasiado es ir paso a paso bajo esta luz de la actividad de la fe que a menudo tan sólo permanece, día a día, como el reflejo de un recuerdo vivo. En efecto, aunque es necesario que el hombre, fruto e instrumento del devenir del mundo, se adecue al medio en que tiene que vivir, recibir y dar, y así descubrir su lugar en él e inventar la acción que ahí tiene que desempeñar, sin embargo, no tiene que someterse a este medio sino que tiene que inspirarse principalmente de su propio fondo, a medida que toma conciencia de él y lo va dominando poco a poco.
Las fidelidades humanas pueden estar en el origen secreto de la connivencia entre un acontecimiento y la vida
Si resulta que la fidelidad a lo que uno debe ser permite que el hombre llegue a encontrarse situado de tal manera que el acontecimiento corresponda exactamente y de forma objetiva a lo que por el momento él necesita espiritualmente, a lo que su obra pide para desarrollarse en su propia línea, puede ser que también, inversamente, esta fidelidad provoque, a través de sus consecuencias y por encima de cualquier proyecto, el acontecimiento favorable. Así es como se dan encuentros que a priori parecen completamente fortuitos pero que son, en realidad, el resultado imprevisto de los caminos de dos seres, fieles cada uno al suyo. Estos caminos, totalmente independientes y muy diferentes el uno del otro, están en el origen de un acontecimiento —este encuentro— sin el cual no habría podido nacer entre ellos la comunión que espiritualmente necesitaban con una necesidad que incluso podían ignorar o, también, desesperar de alcanzar con aquellos que frecuentan normalmente. Entra asimismo dentro de lo posible que dicho encuentro, sin que sea pensable ni por tanto buscado, resulte necesario para la obra a la que uno u otro se han consagrado.
Es muy probable, además, que se den otros casos en que, gracias a la fidelidad del hombre, gracias también a lo que él es en sí mismo, y sin que haya necesidad de apropiación por su parte, haya conexión entre un acontecimiento, consecuencia de los determinismos que reinan en el Universo, y lo que conviene a la profundización personal de este hombre o a lo que está pidiendo su obra. La cuestión es demasiado compleja y delicada como para que yo pueda tratarla. Está, en efecto, demasiado vinculada al lugar que el hombre ocupa y a la acción que él realiza tanto en el mundo de la materia y de la vida como en el terreno de lo social, de lo económico y de lo político. Está demasiado unida, además, a las relaciones, imposibles de precisar, entre la irradiación personal del hombre y lo que éste es en su misterio. Sin embargo, hay que reconocer que, aparte de lo que una tendencia a la credulidad así como un gusto por lo maravilloso —de los que no está completamente exento el más racionalista de los hombres— puedan añadir a lo extraordinario e inesperado, ciertas circunstancias vividas por mí me llevan a preguntarme, sin poder dar una respuesta objetiva, acerca de esta conexión entre, por una parte, lo que yo era entonces y, por otra, un determinado acontecimiento, radicalmente independiente de los hombres pues los que se encontraron ocasionalmente implicados en él no eran sino unos “humanos” totalmente entregados a las leyes que dependen de la ciencia. Esta impotencia para la respuesta —que acepto—, una vez reconocida, es Sin duda más útil espiritualmente para mí que la certeza que me daría una afirmación en un sentido u otro.
Lo que parece cierto es que, en el nivel de lo espiritual propiamente dicho, que se puede entrever a partir de una visión global y totalizante de lo que se ha vivido, las nociones de causa y efecto no están tan nítidamente separadas entre sí como se constata en la experiencia normal, en la que una precede a la otra sin ningún tipo de dependencia respecto de ella. Tampoco lo están, además, según parece, en los dominios abiertos sobre lo indefinidamente pequeño y lo indefinidamente grande, en los que la ciencia tiene que utilizar símbolos más o menos coherentes y representaciones en las que la imaginación juega un gran papel. Para entrar en el conocimiento —que no es, propiamente hablando, comprensión— de la conjunción entre el acontecimiento y uno mismo en el nivel espiritual, quizás sea preciso unir una ciencia que tiene que ser esencialmente impersonal y una sabiduría que tenga que ver con la originalidad propia de cada uno. Según la medida de su fidelidad y en función de lo que ya es, el hombre que más que hacerse a sí mismo se crea a partir del mundo de la materia y de la vida así como de las gestaciones de las sociedades, ¿no necesita, para aclararse, de esta sabiduría, que, a su vez, necesita de la ciencia para no contaminarse de sinrazón, aunque ambas sean de órdenes distintos, como el hombre lo es del del fenómeno?
III
El Cosmos es el libro que más inspira a quien sabe inspirarse en lo que el Universo le deja conocer de sí mismo
El mundo de la materia y de la vida no es únicamente una fuente de acontecimientos que desafían al hombre y que le dan la posibilidad de desarrollarse en su humanidad cuando se apropia de ellos o ya le están “emparentados”; ni tampoco es una cantera a explotar o un espectáculo para su distracción únicamente. El Mundo es un libro, sin duda el más inspirado de todos, para quien sabe leerlo según una clave que sólo él mismo puede descubrir pues nadie se la puede enseñar. Ya el cielo, tal como podían observarlo a lo largo de la noche los pastores que guardaban sus rebaños, ¿no fue para ellos una ocasión de alcanzar cierta sabiduría y también unas primeras briznas de conocimiento? Con todos los libros inspirados ocurre lo mismo. Si han de ser fuente de inspiración y no meros dispensadores de las enseñanzas de otros tiempos, piden a quien los mira que, gracias a la inteligencia de su propia humanidad, se abra a su sentido profundo, ése que es fruto de la fidelidad y de las profundidades del ser de sus autores. Mientras nuestra vida espiritual no esté iluminada por los horizontes que progresivamente se le irán descubriendo, y no se alimente de las intuiciones que la grandeza del Cosmos en devenir poco a poco le sugiera, permaneceremos ajenos a ellos como el ciego de nacimiento a la luz o el sordo a la música. Este conocimiento es capital para que, si llegamos a creer en la existencia de Dios de otro modo que bajo una forma encubierta de panteísmo materialista, no nos construyamos una representación suya con sólo la arcilla de nuestra tierra y la dimensión de nuestra historia.
Todo está por hacer en este terreno pues esta inteligencia pide, en primer lugar, pero sin que ello baste, unos conocimientos del Universo que hasta época muy reciente eran de lo más rudimentarios. Felizmente, estos conocimientos crecen en nuestro tiempo de forma extraordinaria. Sin embargo, para que no nos distraigamos de nosotros mismos por el vértigo de lo que la cosmología nos descubre ni nos anonademos al relacionar sus inmensidades, de tiempo y espacio sin medida, con lo ínfimo y efímero que somos, esta inteligencia exige que concienciemos, en la misma proporción, la grandeza de nuestra propia humanidad. Esta grandeza, por una parte toda llena de misterio, pertenece, por su naturaleza, no al orden de lo general, objeto de la ciencia, sino al de lo singular y único. Por eso, la ciencia sólo muy indirectamente puede ayudarnos a presentir nuestra grandeza. Sólo el descubrimiento, progresivo y en conjunto, del sentido de nuestra propia viday de nuestro lugary papel en el Universo, puede permitir que nos aproximemos a esta grandeza accesible personalmente para nosotros.
La naturaleza que se despliega por la superficie de la tierra es maestra de humanidad
Sin ir tan lejos, ya en nuestra Tierra, la naturaleza, por la suntuosa sobreabundancia de las formas y actividades de la materia y de la vida, no parece ser menos extraordinaria que el conjunto del Cosmos con su esplendor de una desmesura impensablemente ordenada. La naturaleza es maestra de humanidad por su connivencia con nuestras posibilidades espontáneas de sentir, presentir y conocer; pero también lo es, aunque de una forma indirecta y paradójica —pues induce a un escándalo que hay que aprender a superar de la misma manera que hay que aprender a incorporar la muerte en la propia vida al tiempo que se lucha contra ella—, por la brutalidad de sus leyes, la crueldad de las acciones que reinan en ella y
las necesidades salvajes e implacables que parece que le impone ineluctablemente su misma existencia, y contra las cuales, sin embargo, el hombre debe sublevarse.
La naturaleza es maestra de humanidad para quien sabe maravillarse, lo cual va más lejos que el mero interesarse o incluso asombrarse. No cabe duda de que la ciencia puede ampliar inmensamente el campo de esta admiración aunque ya los sentidos den mil ocasiones para ello, accesibles al más ignorante. No obstante, de todas formas, ¿cómo llegar a esta actitud si uno no se ha introducido y adentrado en el reposo íntimo de quien existe manteniéndose suficientemente en sí por lo que ha llegado a ser? Si uno no para su “vivir” para viV1r verdaderamente, todo en su vida no es más que distracción y disipación. Viento será lo único que quede de él. Para alzarse hasta alcanzar esta actividad de la maravilla, propia de las horas en que la contemplación prevalece sobre la acción, hay que excluir no sólo el uso de las cosas o el goce que se busca en ellas, sino también la curiosidad e incluso el gusto de conocer que hacia ellas dirigimos, aunque todo esto haya que ejercerlo, sin embargo, en otras ocasiones. Es ésta una feliz posibilidad permitida a la etapa de la vejez, ese período en el que el hombre, excluido por la edad del trabajo en el que injertaba el sentido de sus días, cumplida ya su tarea como debía, y gracias a lo recibido de ella, puede aprender a vivir allí donde antes no hacía más que pasar.
A quien sabe escuchar, la más pequeña de las piedras le habla de las edades del mundo por sus cicatrices, extrañas hasta el punto de que el hombre nunca acierta a igualarlas con sus dibujos, por más curiosamente abstractos que sean… En la menor superficie de tierra —la más fina, la más cercana a la roca de donde proviene—, le da qué pensar el número y variedad de las plantas que prenden en ella sus raíces y que, mal que bien, ahí vegetan… Indicios de vida aparecen sobre el suelo más desnudo con tal de que el hombre —a la manera del árbol y de la roca que forman parte de ese suelo— tenga la paciencia de aguardar y de permanecer inmóvil para no espantar a los pequeños seres que hormiguean y se afanan… Por todas partes se despliega una vitalidad increíble en la paz y el silencio del esplendor que las cimas imponen a las conciencias más disipadas; un esplendor que ya existe allí por donde el hombre camina sin captarlo y, más que pisar, pisotea, distraído, ciego, ausente y extranjero.
El esplendor de lo que es por el hecho de ser supera por su orden la belleza de lo que los sentidos pueden percibir y la razón alcanzar a deducir. Pero, para captar este esplendor del orden del ser, hace falta una mirada capaz de ver sin quedarse fijada en nada. Este esplendor de lo que es reina tanto en lo más ínfimo y efímero, como en lo que se extiende, inmenso, en el espacio y en el tiempo. Sin embargo, sólo el hombre, gracias a lo que ha llegado a ser a fuerza de seguir fielmente el camino de su humanidad, puede alcanzar a vislumbrarlo, por su inteligencia, en el nivel de conciencia que ha logrado. Cuando esto sucede, el Universo, de dimensiones que llegan a convertirse para el hombre en impensables de tan radicalmente desproporcionadas como son respecto de las suyas, llega a ser, sin embargo, para él, más que hospitalario, fraterno. El hombre en vías de ser él mismo, al contemplar el Universo, se encuentra bien en este Universo del que ha salido y del que, aunque ínfimo y efímero, es quizá una razón, por sí sola suficiente aunque haya mil otras vecinas, lo cual lo alegra y le llena de maravilla.
También la naturaleza es maestra de humanidad para el hombre que no se niega, por autodefensa inconsciente o voluntaria, a mirar de frente el duro destino, las leyes de acero y los determinismos rigurosos, al menos en el orden estadístico, que, desde que la vida salió del mundo de la materia, han permitido a ésta evolucionar y alcanzar el umbral en que la conciencia despertó para aún alzarse después, en un segundo salto, al nivel que parece culminar con la especie humana; donde esta conciencia, en cada hombre, se esfuerza por crecer hasta la estatura que abre a la libertad de ser y permite al hombre ser él mismo tal como ningún otro ni debe ni puede ser. Historia reemprendida sin término ni pausa, donde los nacimientos se conjugan con las muertes; el sufrimiento reina en todas sus formas, desde el principio hasta el fin de cada viviente; el más fuerte domina sobre el más débil; el más grande devora a los más pequeños para no enflaquecer y perecer; y los más chicos tienen que ser alimento de los grandes para que su proliferación no los lleve a morir de escasez. Historia, en fin, en la que el hombre ha convertido sus herramientas en armas desde que supo fabricarlas, y en la que la especie humana, prolongando, por sus costumbres, las leyes que permitieron su aparición, se entrega a abominaciones y carnicerías sin nombre, imposibles incluso para las bestias más feroces, y cuyas dimensiones aumentan con la potencia de los medios y la Importancia de su “implantación”. Historia reemprendida sin término ni pausa, como SI un equilibrio, necesario a su carrera, Impusiera, sin piedad, normas invencibles al nacimiento, vida y muerte tanto de los individuos como de las sociedades.
En el mundo el hombre espiritual es una rareza
¡Qué extraño trabajo se realiza en el hombre para que, habitado como está por la jungla de la que salió, nazcan en él estas aspiraciones, necesidades y exigencias que son radicalmente opuestas tanto a lo que parece haber sido necesario para que la propia especie aparezca como a lo que, paradójicamente, parece ser, aún ahora, escandalosamente indispensable para que, sin degenerar, permanezca en su ser, con todas sus capacidades de adaptación y de aclimatación, y para que ponga en acción, quizá, todas sus posibilidades de invención y creación!
¿Cómo es posible que brote, en este tronco milenario cuyas raíces se hunden en la noche de los tiempos (tiempos que conocieron sin tregua la barbarie y la crueldad, de una forma que parece ineluctable y que quizá lo siga siendo siempre), un vástago que promete un fruto completamente diferente, pese a usar la misma savia y madurar bajo los mismos astros impasibles? ¿Cómo es esto posible en un tiempo en que la fatalidad, que sin cesar ha reinado en lo que existe para que subsista, reina también en este esqueje, más frágil que cualquier otra ramita, y siempre amenazado por vegetaciones salvajes y mucho más vivaces? ¿Cuáles son, pues, mi lugar y mi papel propios, ser frágil y de corta duración, más extraño e improbable de lo que se podría pensar, en un Universo de espacio y tiempo sin medida, en que, más que habitar, estoy de paso y al que, más que conocer, tan sólo presiento? Aunque conociese este lugar y este papel a ciencia cierta, ello no me bastaría para justificar lo que puja paradójicamente en mí y que es tan radicalmente contrario a lo que reina como dueño y señor en este Universo por más que sea de él de donde he salido y por más que todo lo que es mío, como de cualquiera, salga de él y a él vuelva. No; mi razón de ser, aquello que me siento llamado a ser para no renegar de mí mismo, no son las raíces en las que me entronco, ni el mundo en que vivo, ni la sociedad de la que formo parte, ni siquiera los encuentros profundamente humanos que me ha sido dado tener. ¿De dónde me vienen esta fuerza y esta luz que se juntan para activarse en la parcela ínfima de lo real que soy, hasta llegar a no formar más que uno conmigo?
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