Hoy, a una semana de la Navidad, Andrés nos ofrece dos columnas entrelazadas que desbordan sabiduría. ¡Felicidades, Andrés!. AD.
Creo y no creo
A veces me pregunto y me preguntan si realmente creo o no creo, y en qué o quién creo y cómo. Ante las navidades la cuestión resulta más romántica, pero la verdad es que me cuesta observar que haya gente que cree y gente que no cree, cuando en realidad yo mismo creo y no creo. Estoy así de acuerdo no solo con los que creen o creyentes, sino también con los que no creen o increyentes. Pues, en efecto, creo con los que creen y no creo con los que no creen, así que ninguno tiene razón por separado, sino todos a la vez.
Creo con los que creen en Dios porque ello significa creer en el sentido radical de la vida, porque lo experimentamos en el amor y la bondad, la belleza y la felicidad. Pero a la vez no creo con los que no creen en el viejo Dios, porque ello significa no creer en el sentido radical del mundo cuando lo experimentamos como sinsentido o absurdo, negatividad o desgracia. En este último caso cabría creer más bien en el diablo y lo diablesco.
Así que creo y no creo en el sentido del universo. En ello me identifico con el creyente y el increyente, aunque me diferencio a su vez de ambos. Pues el auténtico creyente solo cree aunque lo maten, mientras que el increyente no cree aunque siga vivo y coleando. El creyente solo está de acuerdo con el creyente, y el increyente solo está de acuerdo con el increyente, pero yo estoy de acuerdo con los dos a la vez, porque siento y pienso que la vida tiene sentido fascinante o divino, pero al mismo tiempo es un sinsentido terrible o demónico sellado por la muerte.
Soy pues creyente e increyente, desgarrado entre Dios y el diablo, el sentido y el sinsentido, la vida y la muerte. Pensando que la vida acaba en la muerte, pero que al mismo tiempo la muerte también muere y, por ello, no volvemos a morir más. La cuestión no es por tanto creer o no creer, ser o no ser, sino creer y no creer, ser y no ser. El que cree en Dios solo ve el sentido, el que no cree en Dios solo ve el abismo final del sinsentido; pero se trataría de ver el sentido y el absurdo, lo positivo y lo negativo. Por eso creo y no creo, porque veo lo uno y lo otro.
La creencia, como ya viera Víctor Hugo, se involucra en el amor porque es una especie de amor formal. Por eso el creyente ama esta vida en orden a la trasvida o trascendencia, mientras que el increyente ama esta vida inmanentemente sin ninguna trascendencia. Pero de nuevo yo afirmo el amor de la inmanencia y la trascendencia, del cuerpo o materia y del alma o espíritu. En una especie de dialéctica o más bien “dualéctica” de opuestos compuestos.
Por todo ello creo en Dios como símbolo del bien, y en el diablo como símbolo del mal: el cual representa una forma de descreer del viejo Dios absoluto y absolutista de nuestra tradición dogmática. Espero que a partir de estas premisas se pueda entender bien que mal mi conclusión paradójica o paradoxal: pues creo para poder no creer, y no creo para poder creer. Feliz Navidad positiva en medio de la pandemia negativa.
La imperfección del mundo
En tiempos de bonanza destacamos la perfección del mundo, pero en nuestro tiempo de pandemia se pone de manifiesto la imperfección sobreseída u olvidada: todo aparece contaminado y todos estamos implicados en la contaminación. Ahora nos damos mejor cuenta de la inestabilidad de la existencia, así como de sus defectos o defecciones. El psicólogo Carl G.Jung evitaba hablar de la perfección, y en su lugar hablaba de la complección o complexión de la realidad, la cual no es perfecta sino compleja y ambivalente.
La perfección y el perfeccionismo han anidado sobre todo en las religiones y las teologías, las cuales proyectan una divinidad perfecta y un trasmundo maravilloso. Sin embargo, los dioses plurales paganos de las religiones ofrecen un espectáculo no tan perfecto y más bien imperfecto, con sus vicios y defectos sobrehumanos. El propio Dios monoteísta revela la imperfección de su perfección en cierto absolutismo de carácter dogmático y a menudo violento. Pero incluso el Dios-amor muestra cierta imperfección o carencia con su deseo amatorio del hombre que así lo completa, por eso el Dios cristiano se acaba encarnando.
Pero la proyección por parte del hombre de una perfección pura o absoluta no solo tiene un carácter religioso, sino que comparece también en la ciencia. Por una parte, las matemáticas se pavonean de un perfeccionismo purista, obviando que se trata de un mundo abstracto que no se corresponde literalmente con la realidad imperfecta, donde un número o triángulo nunca es puro o absoluto. También la ciencia física y biológica han insistido en la perfección del cosmos y de la vida, olvidando que tanto el cosmos como la vida caminan hacia un final imperfecto y mortal. Sin embargo, Stephen Hawking pudo finalmente advertir de que la regla básica del universo es que nada es perfecto: la perfección no existe.
Lo que existe en la realidad es cierta perfección imperfecta, si se quiere llamar así, una expansión del universo que camina hacia la impansión y una vida que acaba en la muerte. Lo absoluto es hoy un concepto obsoleto, y el infinito es una apertura trascendental de carácter indefinido. Y es que el tiempo relativiza y finitiza el espacio, mientras que el espacio condiciona y confina al tiempo. Más allá del tiempo y del espacio proyectamos el ser de una nada simbólica concebida como nada mítica, mística o nirvánica. Nuestro anhelo y abandono proyecta en esa nada un nido de amor, pero se trata de nuevo de una proyección, deseo o ilusión trascendental. Y bien, sin ilusión no se puede vivir, aunque de la mera ilusión tampoco. Nos las habemos con una ilusión vital o existencial de carácter simbólico y arquetípico: no más, aunque tampoco menos.
El amor encarna la ilusión esencial de la existencia, una ilusión no meramente ilusa si es capaz de asumir su ambivalente perfección e imperfección a la vez. Pues el amor no es algo ni alguien perfectamente acabado sino inacabado, algo vivo en devenir y no un ser anquilosado o muermo. Ponemos la perfección en lo alto o sublime ignorando que lo sublime dice sublimación de lo sub-liminal, así pues ascensión de lo bajo y perfección de lo imperfecto. Por eso la auténtica perfección está en la implicación de la imperfección, así perfeccionado y no sobreseído u obviado.
Con esta “mirada” nos encontramos muchas personas.
Y es esperanzador…porque nada hay rotundo en nuestro vivir…pero me siento en paz, y procurando…no ser causa de aumentar el dolor que en estos momentos nos “acosa”.
Un abrazo entrañable.
Encantado de leerte Andrés Ortiz-Osés. Navegamos en las mismas aguas y es reconfortante apercibir aunque sea de lejos a compañeros de viaje.
Yo tampoco sé esto de creer en Dios qué es exactamente. Cómo no sé qué es…
Ustedes me llevan ventaja. Creen que Dios ES amor . No lo tengo claro. Creo que el amor es un sentimiento humano. Seguramente el mejor que tenemos. Y el que más problemas nos trae.
Me gusta pensar que algo hay que de alguna manera todo lo coordina. Pero no sé. M
También me gusta pensar que se encuentra en toda la belleza. Pero vaya usted a saber.
Sé mejor en lo que no creo. Y es en casi nada de lo que dice el credo de los católicos. O sea. No. Así que estoy bonica.
Porque eso que llaman fe y que no logro entender qué es exactamente, a ver cómo lo explico. Tú no eliges lo que quieres creer, si eres honesto contigo mismo, crees en lo que puedes creer. Así unos creen en una serie de cosas y otros en otras, y otros en otra… Y nadie hay mejor que nadie por el hecho de creer en una cosa u otra.
Lo que si marca la diferencia es tu actitud, tu acción, tu relación con los demás.
En fin.
Y, sin embargo, esa sensación de fuerza interior que me invade a veces cuando me encuentro perdida, eso sí lo he experimentado a veces.
Lo mismo que de repente como que se me abre la cabeza y algo me dice: haz esto, ya.
No sé.
Comparto la sensación de que creo y no creo. Mi primer librito después de la jubilación se titula “Lo que creo que creo”. Comparto que “la creencia se implica en el amor”; el que ama cree en Dios, participa de Dios, porque Dios es amor.