Un “vinito manso” a los “cracks” de las CRISIS
El conocimiento es la adquisición de verdades,
y en las verdades se nos manifiesta el universo trascendente (transubjetivo) de la realidad. Las verdades son eternas, únicas e invariables.
¿Cómo es posible su insaculación dentro del sujeto?
La respuesta del racionalismo es taxativa:
* sólo es posible el conocimiento si la realidad puede penetrar en él sin la menor deformación. El sujeto tiene, pues, que ser un medio transparente, sin peculiaridad o color alguno, ayer igual a hoy y a mañana—por tanto, ultravital y extrahistórico.
Pero Vida es peculiaridad, cambio, desarrollo; en una palabra: historia.
La respuesta del relativismo no es menos taxativa:
El conocimiento es imposible; no hay una realidad trascendente, porque todo sujeto real es un recinto peculiarmente modelado. Al entrar en él la realidad se deformaría, y esta deformación individual sería lo que cada ser tomase por la pretendida realidad.
Sin embargo, desde principios del siglo XIX, sin común acuerdo ni premeditación, psicología (de la Gestalt), «biología» (de Jakob von Üxküll) y teoría (fenomenológica) del conocimiento, al revisar los hechos de que ambas actitudes partían, han tenido que rectificarlos, coincidiendo en una nueva manera de plantear la cuestión.
El sujeto:
* ni es un medio transparente, un «yo puro», idéntico e invariable,
* ni su recepción de la realidad produce en ésta deformaciones.
Los hechos imponen una tercera opinión, síntesis ejemplar de ambas.
EXCURSUS BIOLÓGICO: EL MUNDO PERCEPTIBLE
– Ideas para una concepción biológica del mundo, (ICBM) J. von Uexküll, trad. de R.M.Tenreiro, Espasa-Calpe argentina, 2ª ed. Buenos Aires, 1951
“Para la producción de elementos subjetivos se requiere un sujeto, y estos sujetos son los seres vivos. ¿Cómo se producen en el animal los elementos subjetivos? Tenemos que considerar como existentes todos los innumerables grupos de movientes partículas materiales que actúan en todo tiempo sobre el sujeto “animal”.
Si todas las fuerzas pudieran desplegar sus efectos de un modo uniforme, no habría diferencia alguna entre sujeto y mundo exterior. Esta diferencia llega a presentarse porque el animal realiza una selección entre los efectos de fuerzas del mundo exterior.
Ésta se verifica por medio de los órganos de los sentidos, que tienen la misión de convertir en excitación nerviosa una determinada fracción muy pequeña del mundo exterior, pero suprimiendo todos los restantes estímulos.
Cada uno de los órganos de los sentidos de cada animal realiza una recolección, característica suya, de los estímulos del mundo exterior, a los que utiliza como nota de percepción,
y todos los órganos de los sentidos del mismo animal, tomados en conjunto, dan una determinada sección del mundo exterior.
Esta sección del mundo exterior, que para cada animal es distinta y característica de él, se llama su mundo perceptible.
Sin embargo, éste es sólo un lado de la cuestión, pues la actividad del órgano de los sentidos sólo recibe su plena significación por la intervención del órgano nervioso central.
Los órganos de los sentidos envían al centro el estímulo exterior, transformado en excitación por separados caminos nerviosos. Tiene lugar, por tanto, un análisis de cada grupo de estímulos recibidos, realizados por los órganos de los sentidos, ya que todo órgano de sentidos corresponde a otra sección del grupo de estímulos y transforma a éstos en excitaciones que, después de ello, por caminos aislados, se precipitan hacia el centro.
Consiste éste, en el caso más sencillo, en una red nerviosa general, desde la cual las excitaciones siguen hasta los músculos por caminos nerviosos centrífugos.
En animales más altamente desarrollados, todos aquellos nervios que están llamados a transportar las excitaciones de grupos de estímulos especialmente importantes desembocan en común en redes separadas.
Estas redes separadas se llaman esquemas en razón de la siguiente teoría:
– sabemos que en el centro las excitaciones se relacionan de un modo conforme a la ley con nuestras sencillas sensaciones fundamentales (como azul, verde, duro, etc.). Y, a la verdad, según la ley de J. Müller, al ser excitado un determinado nervio siempre se presenta la misma sensación, específica de aquel nervio.
Ahora, si todos los nervios que desembocan en la misma red separada son citados al mismo tiempo, resuenan en nosotros todas las sensaciones fundamentales específicas que corresponden a estos nervios. Y al reunirse las excitaciones de todos estos nervios en la red separada, las diversas sensaciones fundamentales se reúnen en una unidad, a la que llamamos objeto.
Así se origina de la sensación el esquema del objeto.
El objeto, como ya lo enseña la concepción física del mundo, en tanto se compone de puras cualidades (como un árbol de las sensaciones de verde, pardo, con las correspondientes sensaciones de dirección), es un producto subjetivo que corresponde a un determinado grupo de estímulos del mundo exterior.
Este grupo de estímulos fue recogido por los distintos órganos de los sentidos, descompuesto en cada uno de sus factores y convertido en excitaciones.
Las excitaciones corrieron por caminos separados hacia el centro, y en el centro sucedió al análisis de los órganos de los sentidos la síntesis del objeto.
De puros objetos así originados se compone todo nuestro mundo perceptible, que se diferencia muy esencialmente de la imagen del mundo de la física.
Primeramente, nuestro mundo perceptible sólo forma una modesta sección del mundo exterior, la magnitud de la cual viene determinada por la extensión de excitabilidad de los órganos de los sentidos.
Cuanto más numerosos grupos de estímulos exteriores sean capaces de actuar en nuestros órganos de los sentidos, tanta mayor es su extensión de excitabilidad o amplitud.
Al lado de la amplitud de los órganos de los sentidos, es decisivo para el grado de perfección de nuestro mundo perceptible el número de esquemas existentes en el cerebro. Pues es evidente que los estímulos exteriores llegan a ser tanto más diferenciados cuanto más numerosas sean las posibilidades de división” (ICBM págs.107-111)
Cuando se interpone un cedazo o retícula en una corriente, deja pasar unas cosas y detiene otras; se dirá que las selecciona, pero no que las deforma. Esta es la función del sujeto, del ser viviente ante la realidad cósmica que le circunda:
* ni se deja traspasar sin más ni más por ella, como acontecía al imaginario ente racional creado por las definiciones racionalistas,
* ni finge él una realidad ilusoria. Su función es claramente selectiva. De la infinitud de los elementos que integran la realidad, el individuo, aparato receptor, deja pasar un cierto número de ellos, cuya forma y contenido coinciden con las mallas de su retícula sensible. Las demás cosas —fenómenos, hechos, verdades—quedan fuera, ignoradas, no percibidas.
Un ejemplo elemental y puramente fisiológico se encuentra en la visión y la audición.
El aparato ocular y el auditivo de la especie humana reciben ondas vibratorias desde cierta velocidad mínima hasta cierta velocidad máxima. Los colores y sonidos que queden más allá o más acá de ambos límites les son desconocidos. Por tanto, su estructura vital influye en la recepción de la realidad; pero esto no quiere decir que su influencia o intervención traiga consigo una deformación. Todo un amplio repertorio de colores y sonidos reales, perfectamente reales, llega a su interior y sabe de ellos.
Como con los colores y sonidos acontece con las verdades.
La estructura psíquica de cada individuo viene a ser un órgano perceptor, dotado de una forma determinada, que permite
*la comprensión de ciertas verdades y
* está condenado a inexorable ceguera para otras.
Asimismo, cada pueblo y cada época tienen su alma típica, es decir,
una retícula con mallas de amplitud y perfil definidos que le prestan rigorosa afinidad con ciertas verdades e incorregible ineptitud para llegar a ciertas otras. Esto significa que:
* todas las épocas y todos los pueblos han gozado su congrua porción de verdad,
* y no tiene sentido que pueblo y época algunos pretendan oponerse a los demás, como si a ellos solos les hubiese cabido en el reparto la verdad entera.
* Todos tienen su puesto determinado en la serie histórica:
* ninguno puede aspirar a salirse de ella, porque esto equivaldría a convertirse en un ente abstracto con íntegra renuncia a la existencia.
Desde distintos puntos de vista, dos hombres miran el mismo paisaje.
Sin embargo, no ven lo mismo.
La distinta situación hace que el paisaje se organice ante ambos de distinta manera. Lo que para uno ocupa el primer término y acusa con vigor todos sus detalles, para el otro se halla en el último y queda oscuro y borroso.
Además, como las cosas puestas unas detrás de otras se ocultan en todo o en parte, cada uno de ellos percibirá porciones del paisaje que al otro no llegan.
¿Tendría sentido que cada cual declarase falso el paisaje ajeno?
* Evidentemente, no; tan real es el uno como el otro.
* Pero tampoco tendría sentido que puestos de acuerdo, en vista de no coincidir sus paisajes, los juzgasen ilusorios.
Esto supondría que hay un tercer paisaje auténtico, el cual no se halla sometido a las mismas condiciones que los otros dos. Ahora bien, ese paisaje arquetipo no existe ni puede existir. La realidad cósmica es tal, que sólo puede ser vista bajo una determinada perspectiva.
La perspectiva en uno de los componentes de la realidad.
Lejos de ser su deformación, es su organización.
Una realidad que vista desde cualquier punto resultase siempre idéntica es un concepto absurdo.
Lo que acontece con la visión corpórea se cumple igualmente en todo lo demás. Todo conocimiento lo es desde un punto de vista determinado. La species aeternitatis, de Spinoza, el punto de vista ubicuo, absoluto, no existe propiamente: es un punto de vista ficticio y abstracto. No dudamos de su utilidad instrumental para ciertos menesteres del conocimiento; pero es preciso no olvidar que desde él no se ve lo real. El punto de vista abstracto sólo proporciona abstracciones.
Esta manera de pensar lleva a una reforma radical de la filosofía y, lo que importa más, de nuestra sensación cósmica.
La individualidad de cada sujeto real era el indomable estorbo que la tradición intelectual de los últimos tiempos encontraba para que el conocimiento pudiese justificar su pretensión de conseguir la verdad.
Dos sujetos diferentes —se pensaba— llegarán a verdades divergentes. Ahora vemos que la divergencia entre los mundos de dos sujetos no implica la falsedad de uno de ellos. Al contrario, precisamente porque lo que cada cual ve es una realidad y no una ficción, tiene que ser su aspecto distinto del que otro percibe.
Esa divergencia no es contradicción, sino complemento.
Cada vida es un punto de vista sobre el universo.
En rigor, lo que ella ve no lo puede ver otra. Cada individuo —persona, pueblo, época— es un órgano insustituible para la conquista de la verdad.
He aquí cómo ésta, que por sí misma es ajena a las variaciones históricas, adquiere una dimensión vital. Sin el desarrollo, el cambio perpetuo y la inagotable aventura que constituyen la vida, el universo, la omnímoda verdad, quedaría ignorado.
El error inveterado consistía en
suponer que la realidad tenía por sí misma, e independientemente del punto de vista que sobre ella se tomara, una fisonomía propia. Pensando así, claro está, toda visión de ella desde un punto determinado no coincidiría con ese su aspecto absoluto y, por tanto, sería falsa.
Pero es el caso que la realidad, como un paisaje, tiene infinitas perspectivas, todas ellas igualmente verídicas y auténticas.
La sola perspectiva falsa es esa que pretende ser la única.
Dicho de otra manera: lo falso es la utopía, la verdad no localizada, vista desde “lugar ninguno”. El utopista —y esto ha sido en esencia el racionalismo— es el que más yerra, porque es el hombre que no se conserva fiel a su punto de vista, que deserta de su puesto.
Hasta ahora, la filosofía ha sido siempre utópica. Por eso pretendía cada sistema valer para todos los tiempos y para todos los hombres. Exenta de la dimensión vital, histórica, perspectivista, hacía una y otra vez vanamente su gesto definitivo. La doctrina del punto de vista exige, en cambio, que dentro del sistema vaya articulada la perspectiva vital de que ha emanado, permitiendo así su articulación con otros sistemas futuros o exóticos.
La razón pura tiene que ser sustituida por una razón vital, donde aquélla se localice y adquiera movilidad y fuerza de transformación.
Toda filosofía que quiera curarse de ese inveterado primitivismo, de esa pertinaz utopía, necesita corregir ese error, evitando que lo que es blando y dilatable horizonte se anquilose en mundo.
Ahora bien: la reducción o conversión del mundo a horizonte no resta lo más mínimo de realidad a aquél; simplemente lo refiere al sujeto viviente, cuyo mundo es, lo dota de una dimensión vital, lo localiza en la corriente de la vida, que va de pueblo en pueblo, de generación en generación, de individuo en individuo, apoderándose de la realidad universal.
De esta manera, la peculiaridad de cada ser, su diferencia individual, lejos de estorbarle para captar la verdad, es precisamente el órgano por el cual puede ver la porción de realidad que le corresponde; y aparece cada individuo, cada generación, cada época como un aparato de conocimiento insustituible.
La verdad integral sólo se obtiene articulando lo que el prójimo ve con lo que yo veo, y así sucesivamente.
Cada individuo es un punto de vista esencial.
Yuxtaponiendo las visiones parciales de todos se lograría tejer la verdad omnímoda y absoluta.
Ahora bien: esta suma de las perspectivas individuales, este conocimiento de lo que todos y cada uno han visto y saben, esta omnisciencia, esta verdadera «razón absoluta», es el sublime oficio que atribuimos a Dios.
Dios es también un punto de vista;
pero no porque posea un mirador fuera del área humana que le haga ver directamente la realidad universal, como si fuera un viejo racionalista. Dios no es racionalista.
Su punto de vista es el de cada uno de nosotros;
nuestra verdad parcial es también verdad para Dios. ¡De tal modo es verídica nuestra perspectiva y auténtica nuestra realidad! Sólo que Dios, como dice el catecismo, está en todas partes y por eso goza de todos los puntos de vista, y en su ilimitada vitalidad recoge y armoniza todos nuestros horizontes.
Dios es el símbolo del torrente vital,
al través de cuyas infinitas retículas va pasando poco a poco el universo, que queda así impregnado de vida, consagrado, es decir, visto, amado, odiado, sufrido y gozado.
Sostenía Malebranche que si nosotros conocemos alguna verdad es porque vemos las cosas en Dios, desde el punto de vista de Dios. Más verosímil me parece lo inverso: que Dios ve las cosas al través de los hombres, que los hombres son los órganos visuales de la divinidad.
Por esto conviene no defraudar la sublime necesidad que de nosotros tiene, e hincándonos bien en el lugar que nos hallamos, con una profunda fidelidad a nuestro organismo, a lo que vitalmente somos, abrir bien los ojos sobre el contorno y aceptar la faena que nos propone el destino que es nuestro tiempo.
Jajaja Isidoro:
Yo voy por los 75 añitos… y sigo cambiando los primeros pilares que ensamblé con las primeras enseñanzas y ejemplos de vida.
Hoy, mantengo la base… pero muchos pilares han sido profundamente “purificados” de todo el moho y la herrumbre que se había metido en sus entrañas, con riesgo de hacerlas caer estrepitosamente, o hacerte vivir de manera anodina.
Reconozco, que pude tener algunas consecuencias… pero son llevaderas.
Prefiero las consecuencias, que vivir dormida o ajena a tanta hermosura como se puede extraer, cuando de verdad miras la vida que te rodea, y desde ella, se ilumina toda la grandeza (en mi caso) del Proyecto de Vida de Jesús.
Un abrazo entrañable.
mª pilar