El domingo 1 de junio evoqué con emoción la memoria de Santa Margarita Porete, una santa que ningún papa ha canonizado ni beatificado todavía.
De su vida no sabemos casi nada, pero lo poco que sabemos nos descubre a una mujer extraordinaria, en una época crucial de Europa en la que la jerarquía de la Iglesia católica no supo entender los signos de los tiempos y acabó perdiendo el rumbo de Dios o del mundo, que aún no ha vuelto a encontrar. Margarita Porete lo encontró y lo siguió hasta el fin, a pesar de todo, con inmensa determinación y entereza.
Las cruzadas contra el Islam estaban dejando paso a la cruzada contra los herejes. Emperadores con aspiraciones de papa y papas con aspiraciones de emperador luchaban entre sí, a cuál más aferrados al poder y al pasado. Proliferaban grupos y corrientes de retorno al Evangelio de Jesús, hombres y mujeres pobres, itinerantes y hermanos, fuera de cánones y muros monásticos. Una teología mística y femenina, en lengua vernácula, se abría camino frente a la teología escolástica y clerical masculina, escrita en latín: Hildegarda de Bingen, Hadewich de Amberes, Beatriz de Nazaret, Matilde de Magdeburgo, Juliana de Norwich, Ángela de Foligno, Margarita de Oingt… En las ciudades de Holanda, Alemania y Flandes se multiplicaban las “beguinas”, mujeres que querían vivir una vida espiritual profunda, contemplativa y activa a la vez, fuera del marco establecido de la vida religiosa, libre de conventos amurallados y de reglas aprobadas por la autoridad clerical masculina. El Concilio de Vienne condenó el movimiento en 1312.
A ese movimiento pertenecía Margarita Porete. Natural de la región de Hainaut (Bélgica), era una mujer de profunda experiencia mística, de enorme cultura teológica, de brillantes dotes literarias. Escribió en francés antiguo un libro titulado Espejo de las almas simples, en forma de diálogo entre Dama Alma, Dama Amor (Dios) y Razón, y otras personificaciones como “Espíritu Santo” y “Santa Iglesia la Pequeña” (la Iglesia jerárquica). Cautivaba a mucha gente, hombres y mujeres, fueran simples o cultos.
Era una teología en femenino, enseñada por una mujer. Y enseñaba –¡qué audacia y qué peligro!– un camino místico de libertad radical, “la justa libertad del puro Amor”. Enseñaba que cada persona humana puede amar el Amor, hasta no querer nada más que el querer de Dios, hasta tener “su ser de Dios y en Dios”, hasta ser una con Dios, hasta ser “menos que nada” para no ser nada más que Dios. Enseñaba que “Amor y esas Almas son una misma cosas y no dos, pues eso supondría discordia; pero son una sola cosa y por ello son concordia”. Enseñaba que, para quien ha llegado hasta esa despojada plenitud, sobran todas las formas: la moral y las leyes, los dogmas y la teología; sobra todo lo que pensamos, y sobran incluso “los Evangelios y las Escrituras” en cuanto textos y palabras que son.
Quienes aún no hemos llegado hasta esa plena desnudez, dice Dama Alma, seguimos buscando a Dios “en los monasterios mediante rezos, en paraísos creados, en palabras de hombre y en las Escrituras”, o pensamos que Dios “se halla sujeto a sus sacramentos y a sus obras”. En cambio, el Alma que solo ama, dice Amor, “es libre, más libre, muy libre, encumbradamente libre, en su raíz, en su tronco, en todas sus ramas y en todos los frutos de sus ramas”. Ya no “busca a Dios por la penitencia, ni a través de ningún sacramento de la Santa Iglesia, ni por pensamientos, palabras u obras”. Y, “si no quiere, no responde a nadie que no sea de su linaje”. ¡Qué riesgo!
En 1306, el libro fue condenado y quemado en la plaza pública de Valenciennes en presencia de Margarita, y le prohibieron predicar o escribir sus ideas, bajo pena de excomunión. Ella siguió enseñando lo que vivía y haciendo copias del libro, espejo de su alma. En 1308 fue arrestada. Ella se negó a comparecer ante el Inquisidor General, así como a pronunciar el juramento de rigor y a responder a ninguna acusación. El Inquisidor la excomulgó, y la encarceló hasta que se retractara. Ella no se retractó.
El 1 de junio de 1310, un lunes, fue quemada viva en la hoguera frente al ayuntamiento de París. “Y entonces apareció el país de la libertad”, como había escrito en su libro.
Para orar
Ya no me vale pensar,
ni obra, ni elocuencia.
Tan alto me arrastra Amor
(ya no me vale pensar)
con sus divinas miradas,.
que no tengo ya intento alguno.
Ya yo me vale pensar,
ni obra, ni elocuencia.
Amigo, me has hecho presa de tu amor
Para darme tu gran tesoro.
Y ése es el don de ti mismo
que eres divina bondad.
Corazón no puede expresar estas cosas,
pero el puro nada querer las purifica,
y me ha hecho así ascender tan alto
en una unión y concordia
que jamás debo revelar.
Verdad denuncia a mi corazón
Que de uno solo soy amada,
Y dice que sin remisión
Él me ha dado su amor.
Ese don mata mi pensamiento
con el deleite de su amor,
deleite que me ensalza y me transforma por unión
En el eterno gozo de ser de divino Amor.
Y divino Amor me dice que ha penetrado en mis entrañas.
Por ello puede cuanto quiere,
esta fuerza me ha dado
del amigo que tengo en amor,
a quien me hallo consagrada.
Él quiere que le ame
y por eso le amaré.
He dicho que le amaré,
miento, no soy yo,
es Él solo el que me ama a mí;
Él es y yo no soy;
Y nada más me falta
que lo que él quiere
y lo que Él vale.
Él es pleno
y de eso me hallo plena.
Ése es el nudo divino,
ése es amor leal.
(Margarita Porete, Espejo de las almas simples, cap. 122)
La mujer ha ocupado siempre un lugar secundario, en el mejor de los casos, en la manifestación externa, en el exoterismo, de las tres religiones abrahámicas. Tanto el judaísmo, como el cristianismo o el Islam, en sus momentos fundacionales, supusieron avances significativos en la liberación relativa de la mujer respecto a la situación social de su época. Así el apóstol Pablo recuerda: En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús
Sin embargo, al irse consolidando como religiones establecidas, sus dirigentes -varones-, en lugar de continuar profundizando en el proceso, fueron poco a poco fosilizando la situación volviendo a colocar a la mujer en una posición inferior al varón, cuando no le imponían, además, cargas absolutamente injustas e injustificables que nada tenían que ver con el espíritu de las respectivas religiones. Y mientras tanto, si no quedaba más remedio que alabar la cimas espirituales alcanzadas por alguna mujer, se acababa diciendo de ella «que Dios la había hecho varón».
Además de las grandes y conocidas místicas de la tradición cristiana, como pudieron ser santa Clara, Teresa de Jesús y tantas otras, el cristianismo está, desde sus primeros tiempos, poblado de mujeres -anónimas en muchos casos, y desconocidas para la mayoría en otros- que han representado la savia vital que ha mantenido viva la tradición. La historia real de la humanidad se sustenta, en buena parte, en vidas escondidas, ocultas, y, sin embargo, vidas desbordantes de riqueza, de una riqueza y una fuerza que gracias a las cuales vivimos nosotros. Las instituciones sobreviven gracias a esas gentes escondidas que viven una vida interior viva, fluida y rica.
Dios era masculino y los intérpretes oficiales de su Palabra también eran hombres. Solo en los autores antiguos (los Padres) residía la autoridad. Los/las productores de textos contemporáneos eran meros comentadores que avanzaban el conocimiento en dialogo con los antiguos autores. Es decir, se utiliza la autoridad de los antiguos autores (masculinos) para dotar a los textos nuevos de autoridad. Se avanza en el conocimiento, pero siempre dentro de ese marco referencial en el que la autoridad está en el antiguo autor.
La mujer tiene prohibido ahora acceder a traducir y a comentar la Escritura porque no entra en el cuadro del conocimiento referencial (son “iletradas”).
Nuestras místicas son conscientes de estar en el origen de una experiencia de relación personal que se les impone, de tener algo que decir, de ser “autoras”. Y es precisamente desde esta originalidad (de saberse en el origen) de la experiencia que se les impone, no pueden dejar de dar testimonio con el que avalar la veracidad de sus afirmaciones extáticas sobre Dios. Sus escritos o los relatos biográficos (en el caso de las Vidas) se fundamentan en el recurso a su propia experiencia como sujetos individuales para justificar sus afirmaciones.
Consecuentemente, en su experiencia personal no solo reside su autoría, sino que también su autoridad. Por eso, aún siendo lectoras asiduas de la Biblia y conociendo, en muchos casos, los escritos de los espirituales antiguos y contemporáneos raras vez los citan en sus escritos. Sus escritos no se afirman en los antiguos autores, sino en su propia experiencia. Incluso en sus afirmaciones más atrevidas sobre los grados de unión con la divinidad que habrían alcanzado en esta vida. Son recorridos introspectivos e íntimos que deshacen tópicos, abren nuevos horizontes y conducen a nuevas tomas de conciencia
La experiencia, y el lenguaje que la apodera, es percibida como envolvente trama con el Absoluto, como único espacio capaz de consignar los fragmentos luminosos de lo Indecible. Sorprendidas por la irrupción del Absoluto que siempre tiene la iniciativa, las místicas toman conciencia de ser “una subjetividad habitada” de “padecer” a un Dios que se aplica a la larga paciencia de una relación. Es como si vivieran su experiencia en primera persona; pero comprendiendo que procede de Otro que se brinda a la relación y que apremia a la espera de “algo” que se presenta a la conciencia de otro modo. . “Es necesario que me anuncie, si verdaderamente quiero mostrar la bondad de Dios”. La experiencia mística se convierte así en la experiencia de la realidad del amor como acto de entrega; como un acto de conocimiento en la que el alma se conoce porque es conocida, ama porque es amada, y obligada, por la entrega de Dios.
Lo que más impresiona en el caso de la experiencia mística femenina, es que la acción divina no se desdeña en manifestarse a través del lenguaje humilde del cuerpo sexuado de la mujer. ¡Al contrario! Lo considera trámite adecuado de sentido de finitud, marginalidad, humildad, pobreza creatural y, paradójicamente y por lo mismo, como premisa para ir al encuentro de su plenitud, de una búsqueda de totalidad, de apertura potencial al Absoluto. El cuerpo femenino se hace carne de lo invisible y templo del Espíritu. Un cuerpo unido indisolublemente al espíritu por el que Dios se revela en el lenguaje misterioso de la iluminación y del éxtasis y que abre a la mente horizontes impensables de conocimiento de la verdad:
“… no sé nada ni puedo escribir: sino solamente lo que he contemplado con los ojos del entendimiento, ha resonado en los oídos de mi corazón y he sentido por todos los miembros de mi cuerpo la fuerza del Espíritu Santo”…
Pero una vez constatado este acontecimiento, no es de menos señalar la reacción que en todas ellas propicia. En efecto, tal acontecimiento no se queda en el arrobamiento metafísico o en la delectación de lo sublime; sino que materializa en respuesta amorosa a la Realidad percibida. Es el comienzo de una relación perentoria, personal y holista entre el sujeto y la Vida Absoluta, porque para ellas la percepción íntima de lo divino hace referencia al Amor. Las místicas no despiertan a un Dios trascendente, sino inmanente. Despiertan a la realidad de un Dios que quiere estar en intima relación de amor con la criatura. Porque donde quiera que ellas miren, más que percibir una insuperable belleza cósmica, lo que perciben es la herida del Amor de Dios dentro de ellas. Entre las místicas y el Dios percibido como real e interno se establece un toma y daca de amor personal que ya no tendrá desenlace.
La mística es un ad-venir, un devenir, una aventura constantemente propuesta por la relación con la Alteridad; de un Absoluto que sorprende ofreciéndose en la densidad de una relación.
Los relatos autobiográficos son las fuentes directas para conocer el itinerario vital particularizado de cada mística. Ya el mero hecho de narrarse en proceso presupone, para la escritora mística, reconocerse en camino, viatora hacia el encuentro de una plenitud ansiada y nunca agotada. Plenitud que solo será alcanzada si la mística consigue hacer de sí un éxtasis completo en la identificación amorosa con lo divino. La historia existencial de cada mística es pues, el itinerario somático-espiritual-relacional recorrido hasta la perfecta consumación en el Amor de Dios.
La nomenclatura utilizada para describir este recorrido depende de las influencias culturales y espirituales del círculo de cada mística antes apuntadas: se puede utilizar el lenguaje erótico del Cantar o el lenguaje del amor cortés trovadoresco o el lenguaje visionario; pero todos quieren expresar el mismo proceso continuo que supone la perfecta consumación del Amor de Dios en una persona, en su cuerpo, en su identidad y singularidad irrepetible. Las escritoras místicas no nos muestran a Dios en espíritu, sino en su cuerpo, con su lenguaje, en su historia. Porque el Dios de las místicas es el Dios cristiano, el Dios “corporalizado”, el Verbo encarnado, con el que se relacionan, al que se unen y el que las salva
Dice Celso: “Un privilegio del desarrollo histórico. Por eso, somos unos cobardes si no luchamos por nuestros ideales. Contra quien sea. Contra lo que sea”. Muy bueno, la historia avanza si la empujamos y colaboramos activamente. Es cierto que algunas cosas han desaparecido o mejorado, también es cierto que aparecen nuevos comportamientos degradantes del ser humano. Lo último que podemos hacer es caer en la desesperanza, en el desánimo o en el catastrofismo o en su derivada, la cobardía. Hay que delimitar cada problema y no tirar la toalla.
Gracias, Joxe, por rememorar personajes y actitudes que nos impiden caer en la desesperanza. Alguien – uno/a de los nuestros – ha sido capaz de ser consecuente y luchar hasta la muerte. Se llama heroicidad. La que hoy se nos pide no avoca a semejantes peligros. Un privilegio del dearrollo histórico. Por eso, somos unos cobardes si no luchamos por nuestros ideales. Contra quien sea. Contra lo que sea.