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Aquí y Ahora

El Reino de los Cielos


Yo me felicito porque entre, los autores surgidos de este lugar de encuentro que es Atrio, el amigo Mariano vaya fiándose de los flashes  (¿o intuiciones o insights?) que iluminan lecturas neotestamentarias que le suenan a leídas por primera vez y que fortalecen su fe personal, más que sus elucubraciones desde el pensamiento científico y teológico. Lo cual no quiere decir que este otro tipo de conceptualización se abandone, pues seguirá siendo lenguaje necesario para la comunicación. Este objetivo tiene para mí continuar mientras con este blog continúe abierto. AD.


Hay palabras que atraviesan el tiempo sin perder su esencia. Son dichas en un instante, pero no envejecen. Son como una llamada y, al mismo tiempo, como una revelación. Una de esas frases es la que Jesús dejó caer, como una semilla, en los oídos de sus contemporáneos: “El Reino de Dios está entre vosotros”.


Una afirmación que, dicho sea de paso, les sonó a muchos extraña entonces, como nos sigue soñando extraña ahora. Porque si el Reino de los Cielos ya está aquí, ¿por qué seguimos esperando algo más? Si ya ha llegado, ¿por qué parece que el mundo sigue igual? Y si está entre nosotros, ¿por qué cuesta tanto verlo? Tal vez la clave esté en esas dos palabras tan simples como inmensas que se ocultan tras esa frase: Aquí y Ahora.


Es curioso que, cuando los fariseos le preguntaron a Jesús cuándo llegaría el Reino, él respondió: “No vendrá con señales espectaculares, ni dirán ‘está aquí’ o ‘allí’, porque el Reino de Dios está entre vosotros


Sus palabras no nos dicen que está escondido en un rincón lejano del universo ni en un futuro incierto. Está “Ya”. “Aquí”. “En el Ahora”. Entonces, la cuestión reside en si somos capaces de verlo, pero no solo con los ojos, sino con esa mirada que compromete a todas nuestras facultades, a todo nuestro ser y nuestro estar siendo.


Caravaggio, con su ingenio para capturar las luces y las sombras de cada instante en sus personajes, logró con su pincel pintar esas dos palabras, en “La vocación de S. Mateo,” y plasmar lo que en este artículo trato expresar sobre el Aquí y Ahora como irrupción del Reino en la vida humana, como ese momento inesperado que parte la historia de un hombre, de una persona en dos y la arranca de cuajo de su tiempo habitual para introducirlo en el Reino. Aquí, una imagen vale más que mil palabras.


La escena es sencilla, y a la vez abismal: Un grupo de hombres sentados en torno a una mesa, inmersos en sus cuentas y monedas, enredados en su mundo de cálculos y ganancias. La luz es tenue, pero hay un rayo que corta la penumbra como una flecha, viniendo de una fuente invisible más allá del cuadro. Y en el umbral de la estancia, irrumpen dos figuras. Una de ellas, majestuosa en su silencio, es Cristo, con su mano extendida, con un gesto que nos evoca al de Dios en la “Creación de Adán” de Miguel Ángel, señala a Mateo.


Y ahí sucede el instante definitivo. Instante congelado en el tiempo y el espacio, y en el que Mateo, vestido con ropas contemporáneas al siglo de Caravaggio, levanta la mirada. No sabemos si en su rostro hay sorpresa, miedo, desconcierto o todo a la vez. Su mano señala su propio pecho, como quien pregunta: ¿Yo?


No hay discusión. No hay explicaciones. No hay espera. Solo hay el momento exacto en el que el Reino de Dios se hace presente, aquí y ahora, en la vida de un hombre atrapado en el reino de las cosas materiales. Y ahí radica la fuerza del cuadro. En ese contraste brutal entre la inercia de lo humano y la irrupción de lo divino. Entre la penumbra del tiempo mundano y la claridad de la eternidad, se cruzan dos miradas como en un duelo a vida o muerte.


Ese cruce de miradas, ha dejado huella no solo en Mateo, sino en la historia, como así aconteció inspirando el lema episcopal y papal de Bergoglio: “Lo miró con misericordia y lo eligió” y en esas palabras se expresan lo que el pincel de Caravaggio plasmó con su luz


Caravaggio no nos muestra el después. No vemos a Mateo levantándose, dejando todo atrás. Pero sabemos que lo hará. Porque en esa fracción de segundo, el mundo ha cambiado. Su mundo ha cambiado. Para él, ya no hay otro tiempo que el ahora. Ya no hay otro lugar que este. Ya no hay otra opción que seguirle.


El Aquí y Ahora ha tomado forma en la mirada de Cristo, en la luz que divide la sombra, en el asombro de Mateo, en la certeza de que ese instante lo contiene todo.


La pregunta es si nosotros, sentados en nuestras propias mesas, rodeados de nuestros propios cálculos y seguridades, seremos capaces de reconocer el momento cuando la voz nos llame. Y si, como Mateo, tendremos la libertad de decir sí, sin esperar a mañana. ¡Cuántas veces habremos desoído dicha llamada!


Cada uno de nosotros, al igual que Mateo, tenemos la posibilidad de abrir los ojos y verlo, de abrir el corazón y vivirlo. El Reino es como un tesoro escondido en lo cotidiano, como una semilla esperando germinar en cada instante de nuestra existencia. Y, sin embargo, muchos no lo vemos. No porque el Reino esté ausente, sino porque lo hemos negado.


Negar el Reino no deja el corazón del hombre vacío, pues lo que se niega en un lado se construye en otro. Y si no se acepta el Reino que se nos ofrece, se erige un reino propio, hecho a medida, levantado sobre los cimientos de la voluntad humana. Ese es el reino de la historia que vivimos. Cada época de la historia tiene su propio reino, y cada época reinterpreta dichos reinos. Reinos de taifas, reinterpretados por las nuevas taifas de los nuevos reinos.


Este es el reino del “yo”, donde el ser humano se proclama dueño de su destino, artífice de su realidad, señor absoluto de su existencia en el que no hay más dios que la propia voluntad, no hay más verdad que la que se elige, no hay más moral que la que conviene. Y así, se da la gran paradoja: el ser humano, en su afán de afirmarse libre, se encierra en su propio laberinto. Porque la libertad, desgajada de la verdad, no ilumina, sino que ciega. No libera, sino que esclaviza.

Negar el Reino no es solo cerrar los ojos a una realidad trascendente. Tiene consecuencias concretas, profundas, que se extienden como ondas en la historia personal y colectiva de la humanidad.


Una de las consecuencias es la de una vida sin horizonte, solo en forma de deseo. Y esa realidad, tarde o temprano, se revela frágil, limitada, insuficiente. El hombre moderno ha llenado su mundo de ciencia, de tecnología, de conocimientos…, pero sigue sin poder responder a la pregunta esencial que su razón continuamente le grita, le exige: ¡Para qué!


Otra consecuencia es el dominio de la voluntad sobre la verdad, en la que esta última, deja de ser algo que se recibe, y se convierte en algo que se construye. Ya no se trata de descubrir el sentido de la existencia, sino de inventarlo. Y en este juego, lo que hoy es verdad, mañana puede no serlo. La realidad se convierte en una narrativa, moldeable, mutable, sujeta al capricho de cada época.


A estas consecuencias, le sigue el temor a la muerte que anuncia un final absoluto. Y si la muerte lo aniquila todo, entonces la única urgencia es exprimir la vida al máximo antes de que se apague. Pero esta huida desesperada solo conduce a la angustia. El hombre que más teme la muerte es, paradójicamente, el que menos aprecia la vida.

Tampoco nos olvidemos la soledad del yo. El que se erige como único dueño de su destino termina “solo”, porque la única forma de construir una relación auténtica con el otro es desde una verdad compartida, no desde verdades fragmentadas y subjetivas.


A pesar de todo esto, el Reino sigue estando aquí y ahora, esperando.

Toda esperanza en un progreso basado únicamente en el esfuerzo humano es una distopía. Lo es también la ilusión de una evolución que lleve a la humanidad, por sí sola, a sintonizar con la supuesta sabiduría del universo. O la fe ciega en que la tecnología nos librará de la muerte y el sufrimiento. O la confianza en teorías epistemológicas que, algún día, nos darán razones irrefutables para convencernos de que es mejor ser buenos que malos.

Todo ello no es más que una distopía sobre distopías. Ceguera sobre cegueras. Un progreso que no conduce a la plenitud, sino al abismo.


Mucho cuidado deberíamos tener al pronunciar la fatídica palabra ‘progreso’. Nos deslumbra con su brillo, pero es un brillo que ciega. Nos promete caminos, pero puede conducirnos a un horizonte sin suelo, a una caída sin fin


El Reino de los cielos no nos emplaza a una existencia futura. Esa existencia futura está ya a nuestra entera disposición en cuerpo y alma, en materia y en espíritu, en un Aquí y Ahora.

 

 

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