Siento algo especial al presentar por primera vez al catalán trasplantado a México, historiador y teólogo, José Sols Lucia, Nos ha unido siempre la entrañable amistad de su abuelo y mi padre en horas de transición para España. Nos separan muchos años, por tanto. No nos hemos encontrado nunca si no es colaborando en alguna publicación. Y, de una manera muy especial, nos volvemos a encontrar ahora en Atrio, cada uno en su rincón, en otra hora de plenitud para el mundo. Presiento que este reencuntro podrá ayudar a muchos a vivir con profundidad estos años veinte y hasta más allá. AD.
Pensar (antes de haber leído a Heidegger)
Hace tres años y medio, el 16 de julio de 2021, concluí mi último Pensamiento desde mi ermita Polanco. Recogí esos 46 pensamientos escritos a lo largo de año y medio de confinamiento por el Covid 19 en el libro Pensamientos desde mi ermita Polanco (Ciudad de México: Buena Prensa, 2022), a los que sin duda aludiré más de una vez.
Inicio ahora una nueva serie, la de mis Pensamientos sabáticos o, dicho de otro modo, mis Pensamientos durante mi año sabático, que es este 2025, consagrado a finalizar el largo libro Pensamiento social cristiano en sus textos (Herder-CELAM), que será publicado, Dios mediante, en 2026. La primera serie de pensamientos de 2020-2021 y esta segunda que ahora inicio tienen algo en común: un cierto encierro, un espíritu ermitaño; entonces por el confinamiento, ahora por el sabático; y cada serie tiene una unidad en sí misma: aquella geográfica y temporal (todos fueron escritos en la colonia Polanco de Ciudad de México durante los meses de confinamiento), esta solo temporal (todo serán escritos en este sabático 2025, aunque en ubicaciones distintas).
Me habría gustado escribir este primer pensamiento sobre la actividad de pensar tras haber leído el libro de Martin Heidegger, ¿Qué significa pensar?. Estuve a punto de comprarlo en la librería “La Casa del Libro” (en catalán, “La Casa del Llibre”) del Paseo de Gracia de Barcelona hace solo una semana, pero el miedo a llenar demasiado la maleta en mi viaje de regreso a México y un cierto espíritu de ahorro me llevaron a desistir del intento. Ya llevaba demasiados libros comprados. Lo acabaré encontrando. Cuando ocurra y cuando lo haya leído, tal vez escriba “Pensar (tras haber leído a Heidegger)”.
El pensar es una de las características esenciales del ser humano, lo que filósofos como Xavier Zubiri denominan una “nota”, esto es, un rasgo esencial, algo que no es secundario, prescindible. ¿Qué sería un rasgo prescindible? Por ejemplo, tener pelo en la cabeza. Si por algún motivo todos los seres humanos perdiéramos por entero nuestra cabellera, tras haberla tenido durante cientos de miles de años, seguiríamos siendo hombres exactamente igual; nada sustancial cambiaría. En cambio, si perdiéramos nuestra actividad de pensar, entonces sí que dejaríamos de ser hombres y pasaríamos a ser una especie animal más entre otras muchas, porque el pensar es una nota del hombre, un rasgo esencial del ser humano, obviamente haciendo aquí abstracción de las personas que por alguna enfermedad o trastorno no pueden pensar adecuadamente.
Aun cuando sea muy humano estar activos, transformar, construir, etc., es igualmente humano detenerse a pensar, hacer un alto en el camino de la vida y reflexionar acerca de todo tipo de preguntas, cuestiones sumamente variadas: ¿Por qué existimos? ¿Por qué somos libres? ¿Existe Dios? ¿Tiene sentido la vida? ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? Y así un sinfín de preguntas. Cuando hago vacaciones en la costa, algo frecuente, dado que Julia, mi esposa, e Inés, nuestra hija, son más de playa que de montaña, a diferencia de mí, que soy más de montaña que de playa, me gusta encontrar una roca en la costa desde donde contemplar la inmensidad del mar sin que haya vestigio alguno de civilización, desde donde yo no pueda ver ninguna casa, ni carretera, ni barco, ni avión. No es fácil, pero a veces lo consigo. En ese momento, estoy en una situación idéntica a la de otros seres humanos hace siglos, milenios. Hace muchísimo tiempo, otra persona se sentó en esa roca y contempló la misma costa, el mismo mar y el mismo cielo, sin ninguna diferencia. En aquel instante de contemplación su pensamiento estaba seguramente marcado por su cultura y por su situación existencial, igual que el mío, pero en ese momento se da algo así como una excepción: fuera cual fuera su cultura, sea cual sea la mía, ambos estamos ante el mismo paisaje. Y no somos dos, sino muchos, porque muchos son los que se habrán sentado antes de mí en esa roca a contemplar la misma vista. ¿Qué pensaron ellos en ese momento? ¿Qué pienso yo? Sin duda, cosas distintas, debido a nuestras diferencias culturales y a nuestras situaciones existenciales, pero probablemente también cosas similares. Pero hay algo que permanece: tanto ellos como yo pensamos.
Sentarse en una roca a pensar, en una roca o donde sea que el espíritu emprenda su vuelo, como la lechuza de Minerva en el crepúsculo, rememorada por Hegel, es algo esencialmente humano. Mientras haya pensamiento, habrá humanidad; cuando deje de haberlo, dejará de haberla.
Resulta paradójico que en nuestra sociedad occidental tan aparentemente desarrollada el pensamiento vaya a menos. Cada vez pensamos menos. Paulatinamente, pensar consiste en repetir lo que los medios de comunicación o las redes sociales han dicho antes que nosotros. No obstante, eso no es pensar. Pensar no es repetir lo que otro ha dicho. Pensar es elaborar una idea o un racionamiento por mí mismo. Pensar es adentrarse en esa realidad no perceptible a nuestros ojos, pero que sin embargo está ahí. Se nos distrae con mil cosas hasta la saciedad: redes sociales, internet, fútbol, películas, videos de TikTok, videojuegos, espectáculos deportivos, conciertos masivos, plataformas de televisión, etc. Todo eso es una invitación constante a no pensar, a estar distraídos, a no profundizar en la realidad que tenemos ante nosotros, en la realidad que somos. ¡Cuántas personas habrán dicho al leer el título de este pensamiento, “Pensar (ante de haber leído a Heidegger)”: “¡Ufff!, ¡qué aburrimiento!, un escrito que habla del pensar; no voy a leerlo; prefiero hacer otra cosa”! Misión cumplida: el sistema nos quisiere acríticos, sumisos, consumidores, personas que aceptemos sin chistar los mensajes que se nos envían por todo tipo de medios. No quieren que pensemos, como el Gran Hermano (pésima traducción del Big Brother inglés; debería ser “el Hermano Mayor”) de la novela 1984, de George Orwell: “No hay que pensar porque el pensar produce infelicidad”. Hay distopías literarias y cinematográficas más recientes que van en la misma línea y que mi hija conoce mejor que yo, seguramente muy interesantes. No quieren que pensemos. El progreso consiste en que cada vez pensemos menos. No en balde en todos los planes de estudio las materias de filosofía y de humanidades van a menos; van a menos porque interesan poco, porque no hay jóvenes que se inscriban voluntariamente a cursarlas, y porque los que diseñan esos planes no ven qué utilidad pueda tener todo eso. Pensar, ¿para qué?
Pues aquí estoy yo, pensando, mal que les pese; poco preocupado por si mis pensamientos interesan mucho o poco a otros. Mientras haya personas que piensen en libertad, la humanidad estará a salvo, y si nos comunicamos unos con otros, si dialogamos, si no nos encerramos en nuestros clubes dogmáticos ni nos quedamos congelados en nuestras polarizaciones estériles y simplistas, entonces la humanidad estará más viva que nunca.
Seguiré, espero.
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El pensar como apertura al misterio
Buen pensamiento sabático. He de confesar que a mi edad creo que ya todos mis pensamientos son sabáticos. Es por ello que creo que hay algo común en todos ellos, o al menos debería se común.
Pensar no es solo un acto de la mente que se mueve dentro de los límites del tiempo y el espacio, de la cultura o de la existencia concreta. Pensar es mucho más que eso. No se agota en el análisis de lo dado ni en la interpretación de lo inmediato. En su esencia más profunda, el pensar perfora esas dimensiones contingentes y abre al ser humano a un horizonte que las desborda, a un misterio que no es simplemente lo que ignoramos, sino lo que nos llama, lo que nos invita a trascendernos.
Heidegger lo vio con claridad al hablar del ser como aquello que nunca queda plenamente atrapado en el ente. El pensar, cuando es auténtico, no se detiene en los entes particulares ni en sus relaciones mecánicas, sino que se adentra en la pregunta por el ser mismo. Pero este pensar no es un mero ejercicio teórico; es un acontecimiento existencial que transforma a quien lo ejerce. Nos arranca de la inercia y nos coloca frente al abismo de lo que somos, de lo que podemos llegar a ser.
Zubiri, por su parte, nos enseñó que la inteligencia no es solo un mecanismo lógico, sino una inteligencia sentiente, un modo de estar en el mundo desde una experiencia irreductible a conceptos fríos. Pensamos desde un sentir, desde una realidad que nos afecta y que, al afectarnos, nos reclama. Pero el pensar humano no se limita a lo inmediato, sino que abre brechas en lo real, generando espacios de creatividad, de sentido, de trascendencia.
No son solo ellos los que han señalado esta dimensión del pensamiento. Plotino, ya en la Antigüedad, hablaba del pensamiento como un ascenso del alma hacia lo inefable, como una actividad que no solo ilumina lo que está abajo, sino que se orienta hacia lo que está más allá de toda captación sensible. Nicolás de Cusa, siglos después, hablaba de “la docta ignorancia”, de esa forma del saber que no se agota en el conocimiento de lo finito, sino que reconoce en la propia limitación una puerta de acceso a lo infinito. Y en tiempos más recientes, Karl Jaspers introdujo la idea de las situaciones límite, aquellas experiencias que nos empujan a una comprensión que no es meramente racional, sino existencial”, de esa forma de saber que no se agota en lo racional, sino existencial, que nos obliga a mirar más allá de lo inmediato.
Todo esto nos lleva a una conclusión profunda: el pensamiento no es un simple reflejo del mundo, ni un mecanismo de adaptación a la realidad contingente. Es una apertura, una fisura en lo dado que nos permite trascenderlo. Nos abre el espacio del misterio, no como algo oscuro o inaccesible, sino como el verdadero ámbito de nuestra existencia. Pensar es, en el fondo, escuchar esa, llamada que, al llamarme, me presta su palabra para que pueda responderle. Es dejarse afectar por ella, permitirse ser abordado por una realidad que no se deja reducir a conceptos, a datos, a fórmulas.
Y aquí es donde el peligro de la técnica y de la inteligencia artificial se vuelve más claro. No porque nos sustituyan en nuestras funciones, sino porque pueden empujarnos a olvidar esta dimensión radical del pensar. Porque la fascinación por lo eficiente, por lo inmediato, por lo que todo lo resuelve, puede narcotizar nuestra inquietud, hacer que el misterio se desvanezca bajo la ilusión de que todo es procesable, de que no hay nada más allá de lo que podemos calcular.
Si algo nos diferencia esencialmente de la máquina es precisamente esta capacidad de trascendencia, de perforar lo dado y abrirnos a lo que nos llama más allá de nosotros mismos. No dejemos que el pensamiento se reduzca a un mero cálculo. No olvidemos que, en su esencia más honda, pensar es atender a lo que no se deja atrapar, a lo que nos invita a ir más allá de nuestra propia contingencia y de nuestra propia indigencia.
Porque solo en esa apertura, en ese salto que nos arranca de lo inmediato, podemos seguir siendo plenamente humanos y plenamente libres.