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Mi fe personal es pasión por la vida humana

Hace tres años, cuando cumplí los 90, convoqué en zoom a un buen puñado de amigos que me habían acompañado en diferentes etapas de mi vida, para celebrar la efemérides. Agradecí su numerosa asistencia y testimonios de amistad. Al final de mi intervención inicial recordé que aún tenía entre manos dos proyectos que centraban mi atención, de los que no podía desentenderme mientras no hubiera una institución que garantizara la continuidad.

Uno era Iglesia Viva, cuya Asociación se ha reactualizado institucional y funcionalmente. Sigue su camino con plena autonomía, sin necesidad de mi gestión que duró cincuenta años.

El otro es este ATRIO, que seguía viendo necesario como lugar de encuentro y búsqueda en el momento actual del mundo y de las plurales instancias de sentido. Para su continuidad y desarrollo ulterior preveía yo la creación de una fundación que se encargara de la organización de recursos humanos y financieros que se requerían. Durante dos años, con un grupo de colaboradores que se sumaron al proyecto estuvimos poniendo los primeros pasos para ello, elaborando nuevos estatutos e iniciando los trámites para su constitución. Al final, hace un año, tuvimos que desistir del proyecto por falta de la acogida que habíamos planteado.

Hoy me encuentro escribiendo esta columna de los viernes que he iniciado en ATRIO y que continuará publicándose, si ningún compromiso, mientras yo pueda y Atrio siga activo. Tiene una finalidad muy concreta: explicar a todos los amigos que me siguen en qué voy concretando mi misión en el tiempo que queda a mi existencia humana, siempre ínfima y efímera: en dar testimonio, en mi nombre y en el de otras personas cercanas, de la fe personal que ha dado sentido a nuestra vida.

En esa tarea de dar testimonio de la propia fe es importante señalar en qué consiste y como se ha ido formando y depurando esa fe en cada uno. Es importante señalar vivencias muy concretas para ello. Tengo dificultad para escribir “mis memorias”, que no creo importarte aportar, pues mi personaje es perfectamente prescindible en la historia, como el de la mayoría. Pero es necesario “hacer memoria” de la propia vida, identificando aquellos momentos que fueron imprescindibles para dejar testimonio, eso sí, de mi fe personal y de la de algunos que me acompañaron.

En cada vida concreta de una persona cercana que me ha ayudado a depurar y fortalecer mi fe personal no puedo ver un modelo a imitar o a clasificar. Tampoco una receta para probar a reproducirla. Solo unas indicaciones de puntos de un proceso a seguir para conseguir la cumbre o la sima más profunda del propio yo, donde se encuentra el tesoro escondido del misterio.

Y para que eso se haga colectivamente en un simple blog (o gran plataforma digital como pensaba) no se trata de que cada uno exponga con detalle las vivencias de su vida, pero si que será necesario referirse a ellas, para mostrar el eco que tiene en uno mismo lo expresado por otro. Hoy me permito poner un ejemplo de cómo vivencias lejanas de otros suscitan la memoria (más que simple recuerdo) de otras que quedan viva en el alma (o cableado neuronal del cerebro, si alguien quiere).

Más que de revivencias provocadas por la lectura de mi nuevo compañero de cordada, Tomáš Halík,  me voy a referir hoy a recuerdos lejanos de la infancia de Alexander Grothendieck que paradójicamente me han llevado a recordar la mía.

La herencia espiritual de Grothendieck

Grothendieck, nacido de una pareja de anarquistas apátridas, ateos, fue entregado en adopción temporal a la familia de un pastor evangélico alemán de Hamburgo, donde pasó la decisiva época de los 5 a los 11, sin casi contacto con sus padres que seguían a su aire participando en la guerra y derrota de España (1936-39). Sobre ese abandono y sobre otra ausencia de voluntad de vivir nada más nacer, del que le salvó el cariño de unas enfermeras y del que supo por su misma madre,  entra muy a  fondo en los tres capítulos autobiográficos que titula El Viaje a Memphis I-II y, en la edición última, III. Impresiona a quien consigue leerle a fondo cómo él une el enorme capital de humanidad recibida de sus  padres en forma ideológica de la Gran Revolución anarquista y “la joya de familia” bien guardada pero infecunda de la extraordinaria iluminación tenida por su padre en la cárcel zarista[1]. Sus padres no pudieron o no se atrevieron a entrar en ella. Tal vez a Alexander correspondía desarrollar la doble herencia.

Pero desde niño tenía grabada una imagen de Dios. Él reflexiona posteriormente cómo en aquellos años sus padres adoptivos de Hamburgo fueron muy respetuosos, sin introducirle en la fe y la práctica religiosa luterana. Pero sí que se formó una imagen del “Buen Dios” que después descubriría en sí mismo y motivó la redacción de su último libro, La llave de los sueños. Ese Dios, huésped discreto en lo más profundo de su alma se le presentó en uno de sus sueños reveladores (él los tuvo, yo no, pero sí despertares luminosos tras sueños especialmente profundos). El buen Dión se le aparecía sentado al lado de Dios, dos señores con la cara de Rudi, el simple del pueblo, siempre ciudadano servicial, ayudando a resolver los problemas de los demás y haciendo con deshechos de la basura juguetes para todos lo niños[2].

Mi herencia espiritual

Mi vida parecía destinada a la vida clerical, con unos padres tan católicos y burgueses, con tan buena educación recibida. Fui educado desde los 7 a los 25 años en instituciones selectísimas de los jesuitas: Colegio de San José en Valencia, Seminario y Universidad Pontificia de Comillas-Catabria, Universidad Gregoriana de Roma. Hay quien viendo todo eso podría considerarme un fracasado o un débil de voluntad, por no haber escalado más altura académica o eclesiástica en mi vida. “Con el bien que podrías hacer a la Iglesia si te decidieras a algo tan sencillo como es cumplir con las normas”, me decía el inefable obispo González Moralejo, de quien era vicario episcopal (entra 1967 y 1969) para toda la zona de Valencia capital y la extensa zona de l’Horta Sud ahora víctima de la DANA[3]. No tenía él ni idea de hacia dónde iba ya entonces ya en mi escalada a cimas de fe personal más libre y comprometida.

Sin embargo, creo que precisamente de mis padres, católicos y burgueses, recibí yo los primeros impulsos hacia mi más profunda misión. La que he intentado siempre cumplir en mis tareas, incluido atrio, y que a veces no ha sido entendida. A veces me han llamado rojo y desertor. Otras hábil manipulador gatopardiano para que nada cambie. No me preocupa. Ahora solo quiero dar testimonio de la fe de fondo que ha guiado mi existencia, desde mi concepción hasta hoy, 93 años y nueve meses en total. Mis engendradores inmediatos (porque muchos otros, desde la rimera pareja de nuevos sapiens en el ódigo genetico y de Abraham en la genealogía de la fe, seguro que estarán conmigo, pues siempre confiaron en mí. Hoy voy a mencionar solo un detalle de lo heredado de mi madre[4].

Fue decisivo para toda mi vida el acompañarle, cuándo era aún seminarista en su visita a una de las casas del barrio de Nazaret de Valencia, donde se moría de tuberculosis la mujer y el hermano de un estibador portuario, LL, ateo y comunista a rabiar, con quien tuve una extensa amistad y un intercambio que me recordaban hace poco los escritos de Halík. Y la “Santa María” como la llamaba su arzobispo Marcelino, me enseñó mucho más sobre la vida real y las hipocresías clericales que lo que muchos creen si la consideran una burguesa católica rezadora de rosarios y visitadora de pobres.

Final

Deseo poder continuar con mi columna de los viernes, sin autocensurarme más que lo necesario en el futuro, aunque mi vida se esté encerrando cada vez en la intimidad. Se irán cortando vías de comunicación con tantas personas queridas, rostros que me han acompañado en diferentes épocas de mi vida. Unos estarán ya muertos, otros vivos. De todos podré ir sacando fuerzas de fe y pasión por la vida. Todos me acompañan en este viaje que no sé lo que durará hacia la auténtica plenitud humana, el renacimiento definitivo en Dios tras pasar por un nuevo ocultamiento en el seno de la madre Tierra, siempre fecunda de nuevas vidas y existencias humanas, con fe personal libre y comprometida.

NOTAS:

1] Para quien no conozca el texto con que su padre describió este acontecimiento que él conoció por su madre cuando tenía unos 14 años, vease en nº 28. Esplendor de Dios – o el pan y el aderezo en El Viaje a Memphis I (pdf de JA Navarro en su blog). Y la reflexión posterior de AG sobre sus padres en la Nota 15 La firma de Dios en Notas para La llave de los sueños

[2] Véase el nº 29  Rudi y Rudi – o los indiscernibles. Está a continuación inmediatamente del número citado en la nota anterior.

[3] He de reconocer, sin embargo, que don Rafael González Moralejo fue una gran persona, tal vez el obispo español que mejor siguió e intentó aplicar el Concilio Vaticano II. Reproches parecidos a los suyos me dijo otra vez, confidencialmente otro gran amigo, gran persona y gran obispo, Teodoro Úbeda, compañero en los intentos de aplicar con Moralejo en nuestra diócesis de Valencia el Vaticano II (1966-19269).

[4] De mi padre, a quien todos reconocían que me parecía muchísimo, podría decir cosas sin fin. Hace años se me ocurrió que mi primer libro debería titulares Memorias de mi padre. Por lo menos él ya tiene entrada en Wikipedia, que es el gran Who is Who de hoy y de mañana. Y conste que no la hemos publicado ninguno de sus hijos o nietos.

 

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