Esta es una tensión común en los tres pensadores de mi cordada y en mí mismo. Y creo que es común también en la mayoría de quienes nos leen en ATRIO. Con frecuencia los dos tipos de conocimiento luchan entre sí, entre grupos de personas o en el interior de una misma persona. Algunas veces esta agónica tensión se prolonga con alternativas, iluminaciones y noches oscuras, toda la vida. Otras veces la palea cesa, dando lugar a dos posbles situaciones:
- Una cristalización rígida en un extremo u otro:
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- fe totalmente rígida, inmutable en sus contenidos: fanatismo fideísta
- exclusión total de toda posible fe en algo que no sea demostrable racionalmente): ateísmo combativo.
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- Un arrinconamiento de las mismas preguntas origen de la tensión para vivir con indiferencia, con tranquilidad psíquica, la propia vida: agnosticismo, indiferencia o apateísmo (de apatía).
En el informe que publiqué ayer sobre los tres autores, a cargo de otros tres sistemas de IA aparece esta tensión, con distintos nombres, p.e., La integración entre lo intelectual y lo espiritual o Importancia de la Experiencia Personal (más allá de la mera intelectualización.
Pero yo prefiero hoy presentarla con una distinción terminológica que es más precisa para mí: Fe y creencias<.
Quien más claramente separa la fe personal, surgida y trabajada en el interior, de las creencias ideológicas heredadas en el acerbo familiar o cultural es Marcel Légaut. De él lo heredé yo, con mi primera lectura hace más de cincuenta años. Hasta hoy mismo, en que, al releer varios textos suyos para escoger párrafos concretos (me refiero a los capítulos VI: Las dos opciones y IX: Fe y Creencia Ideológica, del libro El Hombre en busca de su humanidad, me han parecido tan luminosos y actuales que he tenido el impulso de dejar de escribir yo y ofrecer sencillamente su texto. Pero sé que aquí debo hacer el esfuerzo de expresar lo que yo entiendo ahora, en este confuso siglo XXI.
Y me surgen algunas vivencias que recuerdo bien de cuando estaba estudiando teología en la Gregoriana, entre los años 1953 y 1957, diez años antes del Vaticano II y antes de que mis autores preferidos hoy escribieran sus libros. En la Gregoriana seguían, con sus clases abarrotadas, todas en latín, los grandes representantes de la mejor escolástica, asesores de Pío XII: Zapelena, Trump, Hürt… Hans Küng los recuerda en sus memorias, pero señala cómo a la vez estaban surgiendo jóvenes profesores (Alfaro, Alzhegy,…) los miembros renovadores que habían pensado la fe desde las modernas filosofías. Ellos iban a ser los asesores del Vaticano II. La inteligencia conceptual de los contenidos tradicionales de la fe se iba a hacerse en adelante, no con los instrumentos filosóficos de Aristóteles, reincorporados por Tomás de Aquino y estrujados por la escolástica posterior, sino por nuevos instrumentos filosóficos herederos de Kant y de toda la ilustración posterior. La novedad era impresionante y eclosionaría en el Vaticano II. No es de extrañar que atrajera a una generación que ha intentado trasvasar y desarrollar incluso a la España, “luz de Trento y martillo de herejes”, las nuevas teologías.
Sin embargo, esas grandes construcciones de una nueva teología ahora veo que no me llegaron tanto a lo profundo de mí, como el breve texto de Jean Mouroux, Je crois en Toi–Yo creo en Ti. Lo leí en francés, comprado en Roma. Desde entonces no he podido olvidar nunca ese librito que hace poco recuperé (en Todolibros por Internet), con traducción de González Faus, publicada por Marova en 1962. Así me pude dar cuenta de por qué lo recordaba. Me adelantaba mucho de lo que después me enseñaría Légaut, aflorando lo que me salía de dentro y que en la solapa describía el editor así: “La originalidad del autor consiste en no considerar el acto de Fe como un conocimiento exclusivamente nocional, sino en situarlo en el terreno de la relación interpersonal”.
Légaut no considerará nunca que la fe ideológica que se trasmite desde antiguo por los relatos bíblicos, los catecismos y los ritos deba ser completamente suprimida. Cumple su misión pedagógica con niños y gente sencilla. Puede ser revivida por una fe personal. Aunque la teología actual bien haría en trasformar ese tipo de textos y celebraciones. Sobre todo, para que presenten a Dios como Padre y a Jesús como hermano, haciendo desaparecer de la doctrina trasmitida los factores provocadores de miedo o de moralismo fundado solo en la Ley neuróticamente observada.
Pero lo que sí tendrá claro Légaut es que para ser cristiano, discípulo de Jesús, no debe uno nunca prescindir de la inteligencia y la libertad recibida de Dios. Por eso separa de su acto de fe las creencias y dogmas. La biblia y los textos de la tradición valen en cuanto puedan ser revividos por él mismo en fe y fidelidad.
Es curioso, y maravilló a Grothendieck, cómo pudo mantenerse en esta posición de crítico desde el interior hasta el final. Tal vez fue la herencia espiritual que le dejó su maestro o padre espiritual en la juventud, Portal. Fue un sacerdote paúl, amigo de Loisy y otros modernistas, medio embajador también de León XIII con la Iglesia anglicana quien le trasmitió esa actitud firme pero prudente, no provocadora. Al no ser profesor de teología ni tener que hacer juramentos antimodernistas Légaut pudo mantener esta actitud y trasmitirla a su vez a muchos de nosotros.
Grothendieck no llegó en absoluto a su fe personal, bien asentada y dinámica, teniendo que desembarazarse de antiguas conceptualizaciones dogmáticas que le impidieran ser creador en lo que él iba entendiendo, tanto de matemáticas como de espiritualidad después. Él nunca fue un repetidor de teoremas, ni siquiera de los más elementales de Pitágoras. Para él calcular el área o la hipotenusa de un triángulo rectángulo era enfrentarse con ese esa figura y pensarla como si fuese el primer hombre que lo hacía. Así llegó a ser el gran matemático innovador que fue.
Pero algo desde su interior le llevó a renunciar a su ya prestigiosa carrera y a empezar una nueva búsqueda en su yo, cada vez más profundizado, que no sabía a dónde le iba a llevar. Unos años 1970-74) se dedicó al activismo pacifista y ecológico con el movimiento Vivre et Survivre. Después a la meditación, siguiendo a Krisnahmurti que más tarde le desengañaría por su fijación como maestro ya definitivo. Después se relacionó con una corriente del budismo japonés, de los que aprendió mucho. Finalmente, dedicado a la reflexión más personal y solitaria desde 1982, en que fue revisando su existencia, sus sueños,sus intuiciones íntimas y la herencia de sus padres y personas conectadas a fondo, llegó al convencimiento (que él al principio no definió como Fe sino como saber evidente) de que el mismo Dios creador lejano del Universo en evolución, en el que creía por lógica desde los 14 años, era “el huésped” secreto y discreto de lo profundo de su ser interior. Eso fue en noviembre de 1986. Se puso a escribir en enero de 1987 La llave de mis sueños. Hasta junio de ese año no leyó a Légaut. Pero desde entonces fue su guía en la búsqueda interior. Y de él aprendió la diferencia entre Fe (que para él es conocimiento espiritual) y los otros dos tipos de conocimiento (el sensitivo y elintelectual) que son interdependientes y necesarios (teorías, modelos, creación de todo tipo) pero que nunca podrán sustituir alconocmiento espiritual trascendente, a la suave voz que habla desde lo más profundo y nos indica los fines, no solo los instrumentos de nuestra vida en el Universo.
Si Alexander llega a esas grande síntesis de percepción y pensamiento no es porque la Fe personal esté solo al alcance de quien sigue todo su recorrido. Precisamente cuando en el último capítulo de su libro recorre las personas que hicieron grandes mutaciones para la inteligencia del Universo y la persona, incluye al soldado Slovic (o Solvic en su libro). Un joven que, sin pertenecer a ninguna religión ni movimiento, desde su interior, llegado el momento, murió por defender la evidencia que se le manifestaba en su interior: “Yo no nacido para matar”. Ver, si no se recuerda, su texto en Solvic: un hecho, testimonio y semilla.
Finalmente, Tomáš Halík, es quien más técnicamente señala desde el principio la distinción que mantendrá hasta las últimas consecuencia de la Fe personal y las creencias. Él es teólogo actual. El hecho de haber estudiado inicialmente teología en la clandestinidad impuesta por el régimen soviético de Checoslovaquia y haber sorteado con éxito las represiones ideológicas de anteriores pontificados, le hace hoy ser más preciso y claro. Y como coincido plenamente con él por ahora (la fama es peligosa, Halík, y a lo peor no hago bien en darte a conocer demasiado en nuestra Iglesia actual que tiene asegurado su futoro al fin de los tiempos pero ni siquiera en lo que nos queda de los años veinte; tras la apertura de Francisco, ¿qué vendrá?). le dejo la palabra para que acabe esta columna:
Del libro de Tomáš Halík, La tarde del Cristianismo:
Con el concepto de fe (con la palabra hebrea heemin) nos encontramos ya a través de los profetas judíos de la Era Axial (alrededor del siglo V a. C.);² sin embargo, el concepto de fe en sí mismo es más antiguo. Dejaré de lado la polémica de si la fe, en el sentido de acto de fe, de relación personal con lo trascendente, es un aporte bíblico original a la historia espiritual de la humanidad, o hasta qué punto esta fe –o su analogía– existía antes de la religión y la espiritualidad bíblica, y, eventualmente, si es posible conectarlas a través de una constante antropológica como componentes fundamentales de la humanidad como tal. Me estoy centrando en la línea de la historia de la fe que hunde sus raíces en el judaísmo y prosigue con el cristianismo. Sin embargo, va más allá de la forma eclesiástica tradicional del cristianismo (p.13).
[…]
Mediante la libre respuesta humana a la llamada de Dios se consuma el carácter dialógico de la fe. Nuestra respuesta es nuestra fe personal, tanto su lado existencial, el acto de fe (fides qua, faith), como el contenido de nuestra fe personal, su articulación en forma de creencias (fides quae, belief).
Fides qua y fides quae, el acto de fe y el contenido de la fe, pertenecen el uno al otro, sin embargo, mientras que el «objeto de fe» puede estar oculto y presente de forma implícita en el acto de fe como una «gran confianza ontológica», no puede ser al revés. Las simples «convicciones religiosas» sin fe, solo como orientación existencial y postura vital no pueden considerarse fe en el sentido bíblico y cristiano de la palabra.
Fides quae, las creencias, dan a la fe las palabras en el sentido de fides qua, la posibilidad de expresarse de forma verbal e intelectual y comunicarse con los demás. Fides qua (faith) sin fides quae (belief) es quizá muda, pero esa mudez no tiene que estar falta de contenido; puede ser un silencio humilde y maravilloso ante lo secreto. Los místicos siempre supieron que el mero vacío es solo la otra cara de la plenitud, puede que incluso su cara más auténtica. (p. 22)
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