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Tú, Señor, eres mi lote en el país de la vida

 Encaja muy bien el artículo de Antonio en estos debates que tenemos en Atrio entre fatalismo realista o esperanza, literalismo bíblico o búsqueda de sentido a unas palabras que siempre serán simbólicas. Antonio cita a Ortega proponiendo metas para llegar a ser. Pero, sobre todo, cita a poetas, como su preferido Blas Otero. Y lo reduce todo a un buen brindis para el año nuevo, en lenguaje ultra actual: pongámonos las pilas para que el GPS interior nos lleve al país de la vida. AD. 

Decir Adviento es decir esperanza, pues su referente es la Navidad, donde Dios se humaniza, es el Emmanuel que viene a salvar a la humanidad. Decir, pues, Navidad es decir también esperanza, porque Dios es el lote de la humanidad en el país de la vida (Sal 141, 6 ). Ahora bien, si miramos a nuestro alrededor el panorama es más de muerte, de sufrimientos, de guerras, de DANAS naturales… que de vida y de felicidad; por eso, el filósofo M. Heidegger consideró como uno de sus principios metafísicos que el ser humano es un-ser-para-la-muerte.

Esto nos lleva a aquello que M. Fraijó plantea en su libro A vueltas con la religión: “si Dios creó al hombre, debe tolerar que le preguntemos por el resultado de su trabajo”. Dios es creación, vida, y los “Auschwitz”, presentes en nuestro mundo, son destrucción. La actitud del creyente no puede ser lejanía de Dios, siguiendo la senda señalada por el dramaturgo alemán Büchner: “el sufrimiento es la roca del ateísmo”; por el contrario, ha de ser la que recoge el premio nobel y escritor judío, E. Wiesel: romper la alianza con Dios supondría la verdadera victoria de Hitler. De ahí que el mandamiento 614, formulado en 1967, prohíbe a todo judío estricto “facilitar a Hitler una nueva victoria, esta vez póstuma”.

Dios, según el salmo 67, 1, “hace brillar su rostro y nos salva”. Es cierto que Jesús con su nacimiento y su humanización, lo que celebramos en estos días, nos trajo una visión nueva de esa cruda y trágica realidad humana, que va a estar ahí conviviendo con el ser humano, pero nos ha enseñado y nos ha proporcionado unos mecanismos potentes para superar la sufriente realidad humana y vivir la existencia de otra manera más próxima a la felicidad y a la alegría: dichosos los misericordiosos (los que pasan su dolor y el ajeno por el corazón, según  la etimología), dichosos los que luchan por la justicia, dichosos los que buscan la paz, dichosos los pobres que no anhelan el poder del dinero… Pero para ello hay que erguirse, levantarse, “porque la salvación está cerca”.

¿Y cuál es el equipaje; los mecanismos para mirar alrededor y superar la realidad sufriente de nuestra existencia humana? La Navidad nos aporta un magnífico y potente GPS, la esperanza, que nos permite elegir y caminar por la senda adecuada y correcta, rodeada de la belleza de la naturaleza, y evitar atascos innecesarios y, sobre todo, nos señala el horizonte adecuado, la Trascendencia. Sin la esperanza no se puede caminar ni evitar los desasosiegos que surgen en este corto camino humano. No hay que olvidar que la raíz última del mal, del sufrimiento, es la finitud. A este respecto recuerdo lo que solía decir en privado Tierno Galván para justificar su agnosticismo: “yo estoy cómodamente establecido en la finitud”. Pero esta finitud nos lleva a que el ser humano es un-ser-en-esperanza y con-esperanza; o lo que es lo mismo, que puede transformar el presente, para que el futuro sea menos incierto, incluso un futuro liberador, donde las aspiraciones humanas se vean cumplidas, pues, como decía acertadamente Ortega y Gasset, “yo no soy una cosa, sino un drama, una lucha por llegar a ser lo que tengo que ser, pues el ser humano es un ser que consiste, más que en lo que es, en lo que va a ser”. De ahí la trascendencia de la esperanza tanto histórica como ahistórica. La esperanza se acerca a la utopía, por cuanto se vislumbra una realidad diferente a la que se vive y se posibilita una calidad de vida, fruto del quehacer transformador del ser humano.

Para llevar a cabo esta transformación de la realidad sufriente el GPS de la esperanza necesita unas pilas bien cargadas y potentes: la justicia y la paz. Como dice el salmo… la “justicia y la paz se besan” (Sal 85,10). La justicia y la paz posibilitan que la esperanza nos lleve a la meta deseada. La justicia pone de relieve la igualdad de todos los seres humanos, con los mismos derechos para habitar “el país de la vida”. La paz, que implica armonía y concordia tanto individual como social, impide que se lleve a cabo aquel dicho del “hombre es un lobo para el hombre”.

La coordenada central de los textos litúrgicos de Adviento, como referente de la Navidad, es la justicia, la cohabitación de seres iguales, a pesar de sus diferencias: “el lobo convivirá con el cordero, el leopardo con el cabrito, el becerro y el león andarán juntos y un niño los pastoreará” (Is 11, 6-9). El efecto inmediato de esta igualdad, de la justicia es que no habrá “mal ni corrupción en mi monte santo”; es decir, no habrá explotación, ni opresiones, sean del signo que sean, políticas, ideológicas, clericales… La esperanza guiada por la justicia transforma nuestra  pobre y oscura realidad en ese otro mundo que todos anhelamos, un nuevo amanecer, cuando “los hijos de la tierra, escribe Blas de Otero, erguidos por dentro, avanzan hacia el salón damasco de la aurora”; de lo contrario la esperanza se convertiría en una espera escatológica, piadosa, como les ocurría a los tesalonicenses, que estaban de brazos cruzados esperando la nueva venida de Cristo; de ahí la contundencia de Pablo de Tarso: “el que no trabaje, que no coma” (2 Tes.3,10).

Jesús de Nazaret nos recuerda en sus bienaventuranzas que serán dichosos, felices, los que luchan por la justicia, sea en el territorio que sea. Y no hay que olvidar que la justicia es una pila recargable imprescindible para que el foco de la esperanza ilumine con claridad abundante. La justicia, unos seres humanos iguales, con los mismos derechos en la teoría y en la práctica, hace que el camino de la esperanza no sea pedregoso ni polvoriento. Entonces la esperanza, mediante la justicia, es una utopía realizable, cercana, que se puede tocar con la mano. Desde que el hombre es hombre el sueño forma parte de su existencia; la vida es sueño, nos dice el dramaturgo barroco Calderón de la Barca; pero no porque sea sueño una realidad es menos real; ahí Unamuno se encontraba en su propia salsa cuando sostenía que el sueño es más real que la propia realidad. La cuestión es que el sueño camina con el hombre, porque vivir mejor, vivir sin sufrimientos, anhelar la justicia y la paz es tanto como buscar y anhelar vehementemente la felicidad y nadie quiere apearse de este tren en marcha, de este sueño que es la utopía, como ya lo expresó Tomás Moro en su Utopía. Se puede soñar desde la esperanza individual y comunitaria. La primitiva comunidad de Jerusalén, impulsada por la fe y el Espíritu Santo, hace realidad una realidad casi irrealizable para aquella sociedad judía: “La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos… No había entre ellos indigentes…, pues a cada uno se le repartía según su necesidad” (Hch 4,32.34-35).

Otra pila recargable y potente, para que funcione adecuadamente el GPS de la esperanza, es la paz; “la paz y la justicia se besan” (Sal 85,10). La paz no es sólo ausencia de guerra, de violencia; abarca más espacio: paz individual, paz social, paz política, paz eclesial, religiosa. El hombre y la mujer son los protagonistas de la historia y en sus manos está el que se lleve a cabo lo que anunciaban los ángeles la noche de Navidad: “Gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres de buena voluntad” (Lc 2,14).

La paz es ausencia de violencia, a pesar de lo que manifiesta K. Marx, pues para él la violencia es la partera de la historia; pero no se queda  en la ausencia de violencia, es también sosiego, armonía, acogida del otro, tal como es, donde el diálogo es un hilo conductor imprescindible. A este respecto recuerdo aquella canción que mi nieta de seis años me enseñó y que cantaban con voces infantiles en su colegio público Gandhi: “Ser amigo es mejor/ que andar peleando/ sin razón./ Si hay motivo para pelear,/ manos al bolsillo,/ hay que hablar”. Un diálogo abierto a cualquier situación y tema, como la sublime experiencia de D. Bonhoeffer, ejecutado por los nazis en Flossenburg, le da autoridad para recomendarnos que el diálogo entre religiones e ideologías es un imperativo categórico irrenunciable. No sólo con la acción, sino también con la oración: “La Iglesia sólo puede cantar gregoriano si al mismo tiempo clama a favor de judíos y comunistas”.

La Navidad es acogida, aunque sea desde un pesebre: reyes mago, pastores, ángeles; una sociedad plural, que se marchan con regocijo por dicha acogida y anuncian su experiencia entrañable de su encuentro con el Emmanuel, Dios humanizado.  La Navidad es esperanza, pero acompañada de la justicia y la paz. Es la mochila diaria del creyente; la tarea de transformar una realidad histórica de sufrimiento por otra de alegría feliz, porque Dios es nuestro lote en el país de la vida.

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