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Creer para ser

            El testimonio de la trascendencia
en el tiempo humano

Me envía Mariano este artículo, diciendo que lo ha inspirado mi artículo del pasado viernes. Le agradezco. Como también agradezco los otros comentarios, sobre todo los de María Luisa e Isidoro que he leído hoy y a los que contestaré otro día. He dedicado el día o seguir en directo la visita de Fracisco a Córcega, vivida en relación con la reinauguración de Notre Dame de Paris y con el DOS del Dada de Alberto de hoy. Hay mucho que pensar. Y distinguir manejos religiosos de poder de tradicional piedad. Francisco recordó bien que es más aclarador decir piedad popular que religiosidad popular. Pero leamos con atención a Mariano ahora que es previo a estas reflexiones que hoy me han cupado. AD.

El ser humano, cuando viene a la vida, lo hace desde una indigencia radical: su ser entero es una demanda en forma de necesidad. Este principio de ignorancia radical, pero también de exigencia radical, constituye la propia esencia de su ser: ser que necesita ser, exigiendo el ser, sin aún saber, lo que es ser. Este es el estado primordial, que unifica a todos los seres humanos en un mismo principio de realidad, con independencia del tiempo y el espacio en el que acontezca su llegada.

La frase orteguiana: “Yo soy Yo y mi circunstancia”, situada en este contexto primordial, engloba a todo nuestro tiempo y a todo nuestro espacio en esa indigencia radical. Su circunstancia primordial es su propia indigencia. Será posteriormente cuando al saborear su existencia, evolucionará también hacia otro sabor, el del saber.

La historia del ser humano, se repite generación tras generación, con el mismo principio de realidad, como piedra angular en toda su praxis existencial. A pesar de los avances de la llamada evolución humana, seguimos manteniendo intacto ese fundamento primordial sobre el que todo saber se construye.

La pregunta es la plataforma desde donde la indigencia busca salir de sí. La ciencia y la razón están plagadas de preguntas, que siempre acaban demandando más preguntas, constituyéndose todas ellas en penúltimas preguntas. La ciencia y la razón nunca alcanzan la ultimidad por la que se pregunta el hombre. Ante la muerte, todo saber enmudece sin haber tenido respuesta. La ciencia y la razón colapsan. La historia de la humanidad es, en gran medida, la historia de su esfuerzo por responder a esa indigencia radical.

A través del saber y la técnica, el ser humano ha intentado construir una realidad que explique su condición y le permita dominar el mundo que le rodea. Sin embargo, este esfuerzo no es neutro ni carente de consecuencias: cada creación humana, implica una pérdida, un tributo a lo desconocido, al que se le denomina como entropía.

La ciencia y la técnica, aunque indispensables, no pueden agotar la profundidad del misterio humano; su búsqueda siempre deja algo fuera de su alcance. La propia actividad humana al crear, se cobra un pequeño tributo de todo su esfuerzo creativo. Este tributo es como un impuesto que paga por realizar su propio trabajo. Nunca le sale gratis. Todo el orden social está repleto de impuestos, aspecto que se manifiesta en una dinámica inflacionaria. Es como si la naturaleza se cobrara algo por permitirle al ser, habitar en ella. Somos inquilinos, no propietarios de nuestra existencia.

Es aquí donde el acto de creer cobra protagonismo, a diferencia del saber, que busca abarcar y demostrar, pero siempre teniendo que pagar un tributo. El creer se fundamenta en una apertura radical hacia el Tú que le trasciende. Sin dicho Tú trascendente, el yo, permanece intranscendente.

El Yo, siempre busca ese Tú que trasciende a todo Yo, para poder verse en él y poder decir Yo como reflejo de esa trascendencia. Su trascendencia no reside en él, por lo que es incapaz para trascenderse. Pero para que esta creencia sea significativa, debe estar enraizada en un testimonio, en una experiencia concreta que trascienda las abstracciones del saber. La trascendencia no puede quedarse en el ámbito de lo imaginado y aplazado a un futuro más o menos probable. La esperanza y la creencia no pueden perder el sentido de continuidad. Tal pérdida, significaría la recaída inevitable en la duda metódica de la razón filosófica, y en la incertidumbre de la razón científica, dejándolo nuevamente en el mundo entrópico del saber.

Sin embargo, para que el acto de creer sea verdaderamente humano, debe estar sujeto a la libertad. No olvidemos que ésta es el bien más preciado de todo ser humano. A diferencia del saber, que encierra la realidad en leyes, el creer depende de una decisión libre. Sin libertad, el ser humano no puede tomar posesión de sí mismo ni asumir la responsabilidad de su existencia. La creencia no puede imponerse ni institucionalizarse como una exigencia; es siempre resultado de un don, algo que se acoge o se rechaza desde la más absoluta libertad. Este es el misterio y la grandeza de toda creencia a diferencia de las certidumbres que cristalizan en leyes. Toda ley es una imposición. La propia lógica en la que se fundamenta la razón es dictaminadora de leyes.

La libertad, en su naturaleza más pura, escapa a toda demostración, y a toda lógica formal. No puede encerrarse en leyes ni estructuras que la restrinjan sin negarla. Esta libertad es la que permite al ser humano no solo creer, sino también poder crear. Pero la creación humana, cuando es verdaderamente libre, no es arbitraria ni aleatoria. Está guiada por un principio de finalidad que prima sobre el de principialidad: la creación tiene un propósito, un sentido que impregna el acto creador de principio a fin.

Y aquí se encuentra otra paradoja fundamental: el ser humano, como creatura emergente de la libertad absoluta, es libre para cumplir o no con el fin para el que ha sido creado. Si renuncia a este fin, se malogra; pero incluso en su malograrse, sigue siendo libre. Este misterio, que escapa a toda racionalidad, es el núcleo de la experiencia espiritual. Sin libertad, la espiritualidad se desmorona en una absurda ilusión, porque el ser humano dejaría de ser lo que es: una creatura capaz de responder, desde su libertad, a la llamada de la trascendencia.

Por todo ello, el acto de creer no es solo un estado mental o una tradición heredada. Es un acto radicalmente humano, un encuentro con el misterio que configura nuestra existencia. Es también una invitación a vivir en libertad, a responder al don de la vida con autenticidad y responsabilidad. Así, creer no es simplemente una forma de saber, sino una forma de ser.

Mientras que el saber nos dota de herramientas para construir el mundo, es el creer lo que nos da el sentido para habitarlo. Solo cuando saber y creer se encuentran, el ser humano puede afirmar plenamente su existencia. Y es en ese equilibrio, entre la certeza del saber y la firme apertura del creer, donde se encuentra el testimonio más auténtico de la trascendencia en el tiempo humano

En conclusión: El ser humano, en su singularidad personal, y no como especie humana, concepto propio de un gregarismo taxonómico, incluso antes que una categoría filosófica fruto de una reflexión teórica, es fruto de una experiencia histórica.

El acto desencadenante de esta experiencia, es una llamada, un envío, un encargo, una misión y una responsabilidad, que rompen el universo cerrado sin posibilidad de escape de su infinito saber, y le abre a otro espacio de confianza que, no precisa demostraciones. Le basta el testimonio de Quien le llama, eso sí, siempre ofrecido y nunca impuesto.

En el inicio de esta experiencia fundante del ser humano, la persona, estan dos sujetos: uno que llama y otro que es capaz de ser llamado; por ello las categorías de relación y de autonomía surgen coextensivas y constitutivas del ser humano. En esa relación instaurada desde fuera, surge en el ser llamado, la conciencia de ser alguien, y a su vez surge la necesidad de responder, ya desde sí mismo mostrando su autonomía, aceptando o rechazando dicha llamada.

El testimonio de la trascendencia ha acontecido de múltiples formas a lo largo de la historia, desde las grandes narrativas religiosas hasta los actos cotidianos de amor y sacrificio que revelan la profundidad de la condición humana. Este testimonio no pertenece solo al pasado ni se limita a figuras excepcionales; acontece en cada generación, en cada instante en que el ser humano se encuentra con el otro y, en ese encuentro, vislumbra algo que lo trasciende. La fe, el acto de creer, por tanto, no es una proyección hacia un futuro lejano, sino una respuesta inmediata a la realidad presente, viva y tangible, que se manifiesta en su forma de ser. En el creer, el ser, es.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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